Capítulo 30

Los pacientes ingresados en la UCI del Memorial sólo podían recibir dos visitas diarias.

Cuando Kevin Loomis llegó, a las dos y cuarto de la tarde siguiente, James Stallings ya había tenido las dos visitas. Lo condujeron a una pequeña sala de espera, reservada para los familiares. Era una estancia de mobiliario y decoración muy recargados, con libros y revistas de inspiración religiosa y un televisor que sólo sintonizaba un canal que emitía únicamente dibujos animados.

El horario de visitas era de 12 a 20.00 h, pero desde que recibió la llamada de Harry Corbett, Kevin no había podido ir antes al hospital. En cuanto le colgó a Corbett, Kevin llamó al Memorial. Lo único que pudieron decirle en recepción fue que James Stallings estaba ingresado en la UCI, en estado crítico. Luego, llamó al despacho de Stallings en la Interstate Health Care, por si le daban más información. Colgó sin identificarse en cuanto la secretaria le preguntó su nombre. Muy afectado, logró sobreponerse para asistir a una reunión de una hora en la oficina (una reunión en la que Burt Dreiser no dejó de sonreírle con benevolencia hasta que hubieron terminado).

«¿Verdad, Burt, que conoce a sir Gauvain, ese joven alto y apuesto que se incorporó a la Tabla Redonda unos seis o siete meses antes que yo? ¿No sabría usted, por casualidad, por qué ha ingresado en estado crítico en la UCI del Memorial? ¿Tiene alguna idea?»

Después de la reunión, Kevin apenas tuvo tiempo más que para llegar a casa para asistir al recital de danza de Julie. Hubiese preferido ver el partido de béisbol que jugaba Nicky, pero habían convenido con Nancy que se alternarían. Ahora que el pequeño Brian iba a tener que estudiar en serio, en cuanto se instalasen en Port Chester tendrían que encontrar otra fórmula.

Cuando, al fin, Kevin y Nancy coincidieron en casa eran casi las nueve de la noche, y en seguida acostaron a los niños.

Como Kevin pasó la noche anterior en el Garfield Suites, hacía día y medio que apenas hablaban.

Nancy lo notó muy tenso y le preguntó a qué se debía. El no se molestó en negar su nerviosismo. Que había tenido un trabajo espantoso, le dijo. Y al preguntarle Nancy qué tal le había ido en la timba de póquer, optó por la consabida mentira «he ganado unos pocos dólares». Luego, ella le contó cómo había ido todo en casa los dos últimos días y empezó a acariciarle la entrepierna. Llevaban dos semanas sin hacer el amor (desde antes de la última reunión de la Tabla Redonda), pero aquélla no iba a ser precisamente su noche. Kevin le rogó dejarlo correr, pretextando una terrible jaqueca, agotamiento y una llamada telefónica que tenía que hacerle a Burt.

Kevin trató de ignorar lo dolida y preocupada que la dejaba y bajó a su cuartito del sótano. Desde allí volvió a llamar al Memorial. En la UCI. En estado crítico.


* * *

– Perdone…

– ¿Qué?…

Kevin estaba absorto con una película de dibujos animados, un clásico de Bugs Bunny. No reparó en la mujer que estaba en la entrada de la sala de espera del hospital reservada a familiares de los ingresados en la UCI. Era una mujer alta y delgada, con el pelo corto y rubio. Tenía un rostro estrecho que resultaba atractivo, pero algo afeado por unas pronunciadas ojeras.

– ¿Ha venido usted a ver a Jim Stallings?

– En efecto.

La mujer se le acercó y le tendió la mano.

– Soy Vicky Stallings, la esposa de Jim.

– Kevin Loomis -se presentó él-. Trabajo en la Crown Health. Yo… jugaba a las cartas con Jim.

– Entonces lo vería usted la noche anterior… antes de que ocurriese. ¿Notó usted que se encontrase mal?

– En absoluto. Lo vi completamente normal.

– Se desmayó en un vagón del tren de cercanías en la estación City Hall -dijo ella casi más para sí que para el propio Kevin-. Su secretaria dice que tenía una cita en el centro de la ciudad, aunque no sabe de qué se trataba. ¿De qué dice usted que lo conoce?

– De… jugar a las cartas, con los mismos amigos que yo.

– Ah, sí. Me lo acaba de decir usted. No sé dónde tengo la cabeza. Supongo que perdería, como siempre -dijo ella visiblemente afectada, aunque se esforzarse por mostrarse afable-. A Jim nunca le había gustado mucho jugar a las cartas, ni se le daba muy bien, tampoco. No obstante, no se perdía la timba por nada del mundo. Supongo que, aparte de jugar al póquer, se trataría de negocios.

A Kevin le produjo cierta perplejidad oír aquella mentira de labios de la esposa de otro.

– Siento mucho lo ocurrido -dijo él-. Lo único que me han dicho en el hospital es que su estado es crítico. ¿Está…? ¿Sigue…?

Vicky Stallings meneó la cabeza y, de pronto, se desmoronó y rompió a llorar. Kevin aguardó, cohibido, hasta que ella se sobrepuso, dejó de llorar y se excusó.

– Mi hermana acaba de marcharse -dijo Vicky Stallings-. Puede usted entrar luego si quiere. Yo estaré sólo un momento. Jim nunca me ha hablado de usted. Era siempre muy reservado acerca de lo de esa timba. Le agradezco de verdad que haya venido.

– Siento mucho lo ocurrido -volvió a decir Kevin.

Kevin le había tenido siempre aversión a los hospitales y, en concreto, la UCI lo sobrecogía. Fue al control de enfermeras a pedir autorización y lo condujeron al cubículo número 3, de paredes de cristal y cortinas que cubrían parcialmente la ventana.

El paciente que ocupaba aquel cubículo tenía cierto parecido con el educado ejecutivo que se sentaba frente a él en las reuniones de la Tabla Redonda. Tenía la nariz y la boca intubadas. Junto al lecho, el aparato de respiración asistida producía un sobrecogedor zumbido. La pantalla del monitor emitía destellos como si de un macabro videojuego se tratara. Stallings tenía los labios hinchados, agrietados y amoratados, y los ojos cubiertos por sendas gasas. Tenía tales convulsiones que, pese a su rigidez, los brazos se le doblaban hacia dentro y las palmas hacia fuera. Por encima de su cabeza otro monitor mostraba la gráfica de su ritmo cardíaco, totalmente regular. Kevin sabía que la aparente normalidad de su pulso era engañosa.

Muerte cerebral. Así se lo había dicho el doctor Harry Corbett. Muerte cerebral.

Kevin imaginó a Evelyn DellaRosa tal como aparecía en los periódicos y tal como él la recordaba: una mujer hermosa… tan despampanante. ¿Había terminado también así, intubada por todas partes? ¿Clínicamente muerta, con respiración asistida, viva sólo hasta que un médico entrase a desconectarla? ¿Era eso lo que le esperaba también a él?

Loomis se acercó un poco más al lecho.

¿Cabía la posibilidad de que el paro cardíaco de Stallings fuese una coincidencia? De lo que no cabía duda era que padecía un fuerte estrés a causa de todo lo relacionado con la Tabla Redonda. Estaban a más de 30 °C en el andén de aquella estación, y a no muchos menos en los vagones. ¿Y si tuvo la fatalidad de entrar en uno de los vagones antiguos, sin aire acondicionado? Quizá tuviera una dolencia que le hubiese debilitado el corazón. Por otro lado, no era descartable que los siguieran desde el Battery Park. Quizá Stallings reconoció a alguien de la Tabla Redonda en el andén o en el vagón. Acaso… hubiesen sido ellos.

«¿Qué puñeta ha ocurrido, James? -gritó mentalmente-. ¿Qué hago yo ahora?»

– Gracias por su paciencia, señor Loomis.

Vicky Stallings se había echado un poco de agua en la cara y se había pintado un poco.

– Llámeme Kevin -dijo él-. Es muy triste. ¿Tienen los médicos alguna idea de por qué le ha ocurrido?

– Me gustaría hablar de ello con usted, Kevin -le susurró Vicky Stallings-. No obstante, preferiría hacerlo en la sala de espera. Aunque dudo que Jim pueda oír nada, no es imposible.

– Claro.

Volvieron a la sala de espera. El Coyote se ataba a un enorme cohete para perseguir al Correcaminos, que acababa de pasar junto a él como una exhalación. Kevin apagó el televisor.

– No tiene por qué hablar conmigo de esto si le resulta demasiado doloroso.

– En realidad no hay mucho que decir. Los médicos descartan toda esperanza. Calculan que su corazón estuvo parado entre ocho y nueve minutos. Varias personas le hicieron la respiración boca a boca, pero está visto que no bastó. En la ambulancia lograron… que el corazón volviese a latir, pero nada más.

– ¿Padecía del corazón? -preguntó Kevin, que deseaba desesperadamente que la respuesta fuese afirmativa.

– Mire, Kevin: el año pasado, Jim corrió la maratón popular de Nueva York en tres horas y media, y hace seis meses suscribió un importante seguro de vida que exigía una prueba de estrés cardíaco. Jim me contó que iba tan bien la prueba que el médico la dio por terminada antes de tiempo para hacérsela a otro paciente.

«Un importante seguro de vida.» Kevin pensó que lo mismo hizo él. En cuanto se incorporó a la Tabla Redonda, suscribió un seguro de 2,5 millones de dólares (3 millones si la muerte era accidental).

– Yo lo veía siempre muy en forma -dijo Kevin.

– Dicen los médicos que quizá se debiera a una bajada del potasio debido al calor y la sudoración. Por lo visto, el corazón es muy sensible al potasio. Depende de lo que hiciera durante la hora anterior…

Kevin notó que estaba a punto de volver a desmoronarse, y poco le faltaba a él también para perder la entereza. Las muertes de Stallings, Evelyn DellaRosa y sir Lionel no eran una coincidencia. Debían de haberlos seguido, a Stallings o a él, hasta el Battery Park. Algo le habrían hecho. El caso es que el imperturbable sir Gauvain era ahora un vegetal. Se preguntaba si también él se habría apresurado a comprarse una nueva casa en cuanto le confirmaron su nombramiento para formar parte de la Tabla Redonda.

De buena gana se hubiese puesto a gritar. Fingió mirar el reloj. Vicky Stallings le ahorró el embarazoso momento de poner una excusa para marcharse.

– Le agradezco de verdad que haya venido, Kevin -le dijo al tenderle la mano-. ¿Quién sabe? Sólo cabe esperar un milagro, y yo creo en ellos.

– Rezaré por él -dijo Kevin que, sin más, dio media vuelta y salió de la sala de espera.

Se le iba la cabeza. Necesitaba imperiosamente una copa.


* * *

Kevin entró en el primer bar que encontró, se tomó rápidamente un par de vodkas con tónica y volvió a la Crown.

Brenda Wallace tenía varias cartas pendientes de su firma y una serie de llamadas a las que tenía que contestar. La observó ir de un lado para otro en la oficina. Bronceada y estilizada, Brenda resultaba de lo más sensual.

Burt Dreiser tenía el mejor despacho, un yate y… a Brenda Wallace. ¿Cuándo debió de decidir Burt que estaría dispuesto a hacer todo lo que la Tabla Redonda le pidiera? ¿Intervino en el proyecto? Y más importante aún: ¿por qué demonios no podía ser Kevin como él?

Loomis despachó todo lo pendiente y permaneció un rato sentado, mirando hacia la ciudad. Luego cogió el teléfono y llamó a George Illich, el agente de la Crown que llevaba la cartera de todos sus seguros.

– Soy Kevin Loomis, George. ¿Qué tal?

– Pues muy bien, Kevin. ¿Qué desea?

Este imaginó a George Illich recostado en el respaldo de su sillón, mirando anhelante a sus inseparables Winston. Pese a ser un hombre de aspecto juvenil -aunque sobrado de kilos- y buen jugador de billar y de golf, Illich fumaba dos cajetillas diarias y era, desde el punto de vista de las compañías de seguros, un asegurado de alto riesgo.

– Nancy y yo acabamos de comprar una casa en Port Chester.

– Qué bien. Es maravilloso. Primero el ascenso y ahora la casa.

– Y mayor seguridad, George. Con la nueva casa y trescientos mil dólares más al año, he decidido aumentar el seguro.

– No hay problema. ¿De cuánto era el que suscribimos hace poco?

– De un millón. De eso hace sólo cuatro meses. Valdrá aún el reconocimiento médico que me hicieron, ¿no?

– Es válido durante seis meses. ¿De cuánto quieres el seguro?

– De tres millones y medio -dijo. «Más otro medio millón en caso de muerte accidental», se abstuvo de añadir.

– ¿Todo para Nancy?

– Sí.

– No hay problema, hombre. Dentro de un par de días te tendré preparada la documentación.

– Perfecto. Gracias, George.

– ¿Por qué no nos jugamos algo al billar un día de éstos, a la salida del trabajo?

– ¿Jugarme algo al billar contra ti? Ni hablar, George.

– ¡Pero bueno!… ¡Un hombre que vale tres millones y medio de dólares!

– Sí, pero sólo muerto, George. Sólo muerto.

– Bueno, claro. En eso tienes razón.

Media hora después, Brenda Wallace entró a despedirse hasta el día siguiente. Kevin recogió los papeles de encima de la mesa y los guardó en un cajón. No tenía nada más que comentarle sobre el trabajo a Brenda, que le dedicó una de sus radiantes sonrisas antes de salir.

Kevin abrió el maletín y sacó unos recortes de periódico sobre Evelyn DellaRosa. Luego, marcó el número de Harry Corbett sin dejar de mirar la fotografía de Evelyn.

– Soy la persona a quien ha llamado usted hace un rato -le dijo Kevin al contestador automático de Harry-. Quiero hablar con usted. Esté en casa mañana por la mañana a las nueve. Lo llamaré.

Volvió a guardar los recortes en el maletín, junto con unos dibujos que había hecho en un papel. Eran diagramas y bocetos del sótano de su casa de Queens, en los que había señalado con una cruz el emplazamiento de la lavadora, la secadora, la puerta de entrada de apertura electrónica y el cuadro de los interruptores y diferenciales de la electricidad.

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