Capítulo 14

A las cinco de la madrugada ya estaba Kevin Loomis vestido para ir al trabajo.

Fue sin hacer ruido a la cocina y cerró la puerta. Estar desvelado no era razón para despertar a Nancy y a los niños. Se había acostado pasadas las doce y había tardado más de una hora en conciliar el sueño. No habría dormido, de verdad, más allá de diez horas desde que vio la fotografía de Evelyn DellaRosa en la sección de necrológicas del Times. A ratos, no le cabía la menor duda de que la mujer de la foto era Désirée. Sin embargo, a veces no estaba tan seguro. Aunque se parecían mucho, la mujer de la foto daba la impresión de ser más joven, y resultaba menos atractiva que Désirée.

Se calentó una taza de café del día anterior en el microondas y se la bajó al despacho del sótano, un cuartito que había habilitado para él, rodeado de cajas, el equipo deportivo que no utilizaba en la estación, tuberías de la calefacción y montones de carbón.

Aunque no pasaba mucho tiempo allí desde que lo ascendieron, el pequeño estudio le servía para aislarse y pensar. Además, se dijo, dentro de poco tiempo ya no necesitaría aquel refugio que tan útil le había sido. Su casa del barrio de Queens estaba en una bonita calle arbolada, pero tenía sólo tres dormitorios. El cartel de «SE VENDE» llevaba mucho tiempo en la parte delantera del jardín. Un fontanero y su esposa estaban interesados en comprarla. Y en cuanto la vendiesen, él y Nancy harían la oferta definitiva para comprar un fabuloso chalé en Port Chester (doce habitaciones, tres chimeneas y cuatro cuartos de baño). El chalé ocupaba casi hectárea y era la mansión de ensueño que siempre creyeron que no era más que eso: un sueño.

Ascenso, coche nuevo, casa nueva, nuevos colegas, acceso importantes secretos… Todo había ocurrido muy de prisa, y quizá fuera eso lo que lo preocupaba. Désirée, Kelly, la Tabla Redonda… no lo inquietaban demasiado. El problema estaba en él. Por más que lo intentaba, no lograba desechar la sensación de que todo aquello le venía grande.

«La mayoría de los caballeros ocupan altos cargos desde hace años -le había dicho Burt Dreiser el día que se decidió a hacerle la oferta que cambiaría su vida tan radicalmente-. Los miembros de la Tabla Redonda forman una auténtica "piña". Al principio, lo intimidará verlos tan unidos, pero no tema. Lo he visto a usted trabajar durante años, y jamás se me hubiese ocurrido proponerlo para que ocupase mi puesto de no tener absoluta confianza en usted. Lo único que importa es que crea en lo que defiende la Tabla Redonda, que crea que nuestra causa justifica el modo que tenemos de enfocar la solución de los problemas.»

Aunque Kevin no recordaba qué le contestó exactamente a Burt Dreiser, era obvio que su respuesta debió de ser la adecuada, y sincera. A lo largo de su vida, había tomado más de un atajo (respecto de la ley, de la moral y de otros principios) para conseguir lo que deseaba o por las causas en las que creía. Y no había nada en la Tabla Redonda, ni en sus fines, que no pudiese aceptar, y más teniendo en cuenta que se jugaban mucho tanto su empresa como él. Todo sería perfecto -absolutamente perfecto- si pudiera sentirse más cómodo con todo lo que implicaba pertenecer a la Tabla Redonda.

Cogió el recorte de la nota necrológica de Evelyn DellaRosa, lo alisó encima de la mesa y lo releyó. La directora de sección de «Consumo» de la revista Manhattan Woman encajaba bien con lo que sabían de Désirée. Lo que ya no encajaba era que fuese esposa de un médico.

Aunque Désirée no hubiese llegado a hacer el amor con Kevin, él recordaba muy bien que estaba dispuesta, y enbuen grado. Gauvain reconoció haber tenido con ella algunos escarceos. Sin embargo, negaba haber llegado a hacer el amor con ella.

Kevin siempre tuvo la sensación de que Gauvain mentía. No era insólito que la esposa de un médico se prostituyese. ¿Quién no había leído o visto por TV reportajes acerca de los paraísos del sexo en zonas residenciales? Pero eso era una cosa, y otra muy distinta verse mezclado en algo semejante.

Kevin Loomis se detuvo en una línea de la esquela de Désirée.

… murió, de repente, en un hospital de Manhattan…

Murió… de repente. ¿Qué significaba eso?

No estaba seguro de si debía decirles algo a Galahad y a los demás. Pudiera ser que sí. Se lo diría en la siguiente reunión. Quizá debía de hacerlo.

«¿Y qué más da?», se dijo Kevin en voz alta.

¿Qué importaba que Désirée fuese, efectivamente, Evelyn DellaRosa? Nada hacía sospechar que la Tabla Redonda tuviera relación con su muerte; nada en absoluto.

Casi había logrado convencerse de que así era cuando recordó lo que dijeron Galahad y Merlín en la última reunión.

«Hemos ido ya demasiado lejos para permitir que nadie amenace nuestra labor.»

¿No fue eso lo que dijo Galahad? Si no fue eso, pensó Kevin, sería algo muy parecido. ¿Y qué contestó Merlín?

«No hagas nada demasiado… expeditivo, por lo menos, sin asegurarte de que ella no tiene suscrita una póliza con ninguna de nuestras compañías.»

Quizá no fueran ésas, exactamente, sus palabras, pero lo que quiso decir lo tenía claro. Ya entonces el comentario de Merlín le puso los pelos de punta. Fue, sobre todo, el tono… la expresión de su rostro, como si Merlín y Galahad se contasen algo gracioso que sólo ellos sabían de quéiba. Y ahora, una mujer que podía ser Désirée había muerto… de repente… en un hospital de Manhattan…

Kevin casi saltó de la silla al oír sonar el teléfono. Lo cogió en seguida.

– Soy Burt, Kevin. Espero no haberlo despertado. Ha ocurrido algo sobre lo que creo que deberíamos hablar. No es nada grave, ni nada que deba preocuparlo a usted. ¿Podríamos vernos en mi barco, sobre las siete y media?

En el barco. En el único lugar en el que Dreiser se sentía seguro y a salvo. Tenía que tratarse de algo relacionado con la Tabla Redonda.

– Por supuesto -dijo Kevin, que se aclaró la garganta para tranquilizarse-. Saldré dentro de unos minutos.

Kevin Loomis metió la nota necrológica de Evelyn DellaRosa en un sobre y la guardó en el cajón de la mesa. Luego, subió a la cocina, dejó una nota encima de la mesa para Nancy y para los niños y fue al garaje.

– ¡Eh, fenómeno! ¿No olvidas algo?

Era Nancy, que acababa de salir a despedirlo a la entrada. Llevaba su maletín en una mano, y en la otra, una bolsa de pistachos (su vicio más arraigado). Se había puesto el vestido de seda beige que le regaló él para Navidad. La luz del sol y las hojas de los arces de la calle la cubrían de una hermosa retícula de luces y sombras.

Kevin y Nancy se conocieron en una excursión que organizó la parroquia, cuando iban al 9.0 curso, y se enamoraron. Nancy Sealy era entonces muy bonita. Ahora, veinticuatro años después y con tres hijos, Nancy Sealy Loomis seguía siendo muy guapa.

De pronto, la imagen de Kelly se superpuso a la de su esposa: desnuda, sentada a horcajadas sobre sus muslos, acariciándolo lenta y sensualmente. Por un instante, igual que le ocurrió aquella noche, todo su mundo se redujo al vello de su pubis, lustroso y negro como el azabache. Se había dejado acariciar el pene con su lengua e incluso que se lo introdujese en la boca (ningún hombre con sangre en las venas se habría resistido), pero, al igual que con Désirée, se impuso no llegar a la penetración. Se sentía satisfecho por haber sabido dominarse.

Kevin se acercó a su esposa y la besó en la mejilla, luego en los labios y después en la boca, apasionadamente.

– ¿Es una invitación? -dijo ella, que le mordisqueó la oreja y dejó el maletín en el suelo-. Porque si es así, no tengo más que llamar a Marty a la oficina y…

– No puedo, cariño -se excusó él-. Tengo una reunión con Burt. Procuraré volver pronto a casa o, si quieres, te llamo Podríamos encontrarnos en el motel Starlight.

A Nancy se le iluminó el rostro. Kevin cogió el maletín, ella le dio la bolsa de pistachos.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó ella.

Ir a un motel a hacer el amor era algo que Nancy anhelaba repetir desde que fueron, por primera vez, en su época d universitarios.

– Te llamaré a primera hora de la tarde y, si puedo, iremos -le prometió él.

Kevin volvió a besarla y fue a coger su Lexus. Se juró que aquélla iba a ser la última vez que tuviese la más mínima relación sexual con Kelly, o con cualquier otra azafata de compañía. Podría serle fiel a su esposa, pero no era un santo. Si jugaba con fuego, tarde o temprano se quemaría. Estaba decidido a hablarlo con Burt, ya que era un deber de cortesía para con el hombre que tanto había hecho por él. No pensaba seguir por aquel camino. En adelante, Lancelot tendría que invitar a una chica menos a la «fiesta» o montárselo él con dos. Sir Tristán no quería saber nada más del asunto.

Enfiló con el coche hacia Midtown Tunnel. El barco de Dreiser, un espléndido Bertram de doce metros de eslora, tenía el amarre en un club náutico del puerto deportivo del Hudson, cerca de la calle 77. De modo que pensó ir por la calle 42 hasta enlazar con la autopista West Side. No obstante, en seguida cambió de idea y fue por la FDR. Era mejor ir por la calle 72 y atajar por el Central Park. Si tenía un poco de suerte llegaría con mucho tiempo de antelación y, como llevaba miniordenador en el asiento de atrás, podría adelantar trabajo. Aquel ordenador portátil le había costado 4.500 dólares (más de lo que ganaba en seis meses cuando empezó a trabajar).

Introdujo un compacto de Sinatra en el radiocasete y subió las ventanillas. El sistema de sonido era extraordinario. «¡Qué gozada! -se dijo Kevin-. Un alto cargo, una casa de ensueño y toda clase de lujos.» Su vida iba… sobre ruedas. Nunca mejor dicho, pensó. Sin embargo, no paraba de darle vueltas a la cabeza. Era de esa clase de personas que siempre tratan de anticiparse a lo peor, de atisbar los nubarrones por más despejado que estuviera el cielo.

Lo de Evelyn DellaRosa no era, probablemente, más que un caso de asombroso parecido físico, combinado con su exceso de imaginación.

El tráfico era más fluido de lo habitual, y Kevin llegó al embarcadero con casi media hora de adelanto. Aun así, Burt ya estaba en su yate y desayunaba en la cubierta de popa.

Pese a sus cincuenta y un años, era todavía apuesto. Tenía facciones de patricio. Las grisáceas canas que contrastaban con su pelo negro le daban un aspecto interesante.

– Estuve ayer en la ciudad -dijo Burt, que tras saludar a Kevin lo invitó a sentarse-. Tome café o zumo de naranja, si le apetece.

«Si dice en la ciudad, quiere decir en el barco -pensó Kevin-. Y en el barco, significa con Brenda Wallace.» Quizá lo hubiese llamado para hablarle de ella… Burt podía necesitarlo como tapadera.

– Si ha de quedarse en la ciudad -dijo Kevin-, no tiene más que cruzar el Hudson.

– ¿Tiene ya la casa?

– Me parece que la tendremos hoy mismo, o mañana.

– En Port Chester, ¿verdad?

– Sí.

– Port Chester tiene zonas magníficas, muy bonitas.-La casa es preciosa. Nancy se va a volver loca de contenta si firmamos el contrato.

– Si tienen algún problema, dígamelo. Se me da bien encontrar soluciones.

– Gracias.

Dreiser lanzó por la borda de la popa lo que quedaba de su panecillo. Una gaviota lo cazó al vuelo.

– Bueno, ¿qué le ocurre a usted con la Tabla Redonda? -preguntó Dreiser sin rodeos.

Kevin se quedó lívido.

– ¿Qué quiere decir?

– Mire, Kevin, me nombraron miembro de la Tabla Redonda hace cinco años, poco después de que se fundase. Cuando acepté la presidencia de Crown no tuve más remedio que distanciarme del grupo. Nuestro tácito acuerdo es que si, en cualquier momento, la Tabla Redonda es objeto de una investigación oficial, los directores ejecutivos de la compañía negarán tener conocimiento de su existencia. Los caballeros se inclinaban, simplemente, por dejar mi puesto vacante, quizá con miras a incorporar a alguien de otra compañía. Me costó Dios y ayuda convencerlos para que me dejasen elegir un sustituto de Crown.

– Me alegro de que lo consiguiera.

– Tiene motivos para alegrarse. Permítame que le aclare lo que, para nosotros, significa pertenecer a la Tabla Redonda. Hace cosa de un año, uno de los caballeros resultó gravemente intoxicado a causa de la comida de un condenado restaurante chino. Lo ingresaron en el hospital, tuvo un fallo cardíaco y murió. Al director ejecutivo de su compañía no se le permitió recomendar un sustituto porque habían surgido problemas con el difunto miembro. Los caballeros, sin exceptuarme yo, opinaban que no se identificaba lo bastante con nuestros fines. Los demás miembros no tenían confianza en él. De no haber muerto, a corto plazo lo habrían echado del grupo. Hubiese sido la primera vez que ocurría. Pero a menos que no modificase su actitud, habría ocurrido. Al quedarse sin representación, su compañía, la Mutual Cooperative Health, perdió del orden de los diecinueve millones de dólares el pasado año. Perder diecinueve millones de dólares es un «palo» que no quiero que Crown tenga que encajar jamás.

– ¿ Y bien?

– Como le he dicho muchas veces, Kevin, sus compañeros son personas muy cautas y recelosas. Lo de esa periodista… ¿cómo se llama?

– Se hace llamar Désirée, pero me parece que su verdadero nombre es Evelyn, Evelyn DellaRosa. Por lo visto…

– Pues bien: lo de esa periodista los tiene intranquilos. Los preocupa lo que usted haya podido decirle a ella.

– No le dije…

– Kevin, por favor… -lo atajó Dreiser-. Déjeme terminar.

– Perdone -farfulló Kevin.

– No es que los tuviese usted en contra, es que, sencillamente, usted era nuevo, y como no lo conocían, no se fiaban del todo de usted. Es comprensible, ¿no cree?

– Sí.

– Estupendo. Mire usted, Kevin, aquí la palabra clave es confianza. Si sus compañeros no se sienten cómodos con usted, no pueden tener confianza, y si no confían en usted, querrán que abandone el grupo. Me temo que eso significaría que Crown quedase fuera también, y eso nos perjudicaría mucho, Kevin. Podríamos perder veinte millones de dólares en un año, y quién sabe cuánto en años venideros. Nos perjudicaría mucho.

– Entiendo.

– Entonces, ¿por qué demonios llama usted a Lancelot para quejarse de la chica que le asignaron? -le reprochó Dreiser, un poco alterado.

Kevin se quedó de una pieza. No imaginaba que tuviesen informado hasta ese punto a su director ejecutivo.

Fue a darle una excusa a Dreiser, una justificación, pero no se molestó. Estaba convencido de que, en aquellos momentos, Dreiser sólo quería oír una cosa.

– Fue un malentendido -le aseguró Kevin-. No se preocupe, que no volverá a suceder.

– En tal caso, magnífico. Me alegro. Estupendo -dijo Dreiser, que cerró el puño y lo alzó para dar mayor énfasis a sus palabras-. Escuche, Kevin, me tiene sin cuidado lo que haga usted con una chica cuando esté en su habitación con ella, pero cuanto más integrado lo vean los compañeros del grupo, antes logrará ganarse su confianza. Quizá le parezca trivial, aunque, créame: nada de lo que concierne al grupo es trivial porque hay demasiadas cosas en juego.

– Entiendo.

– Bien. Todo le irá perfectamente, sobre ruedas, siempre y cuando no pierda de vista lo que acabo de decirle.

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