Galahad… Gauvain… Merlín… Tristán… Llegaron al salón de conferencias de la planta 19, cada uno a la hora fijada, en un orden previamente determinado y tras haber seguido el itinerario fijado. Galahad se había encargado de la elección del hotel, de reservar el salón de conferencias y del protocolo. También se había ocupado de inspeccionar el salón para asegurarse de que no había cámaras ni micrófonos ocultos.
Aunque las azafatas de la agencia habían sido contratadas para pasar la noche con ellos, Kevin Loomis (sir Tristán) despidió a Kelly una hora antes de salir él de la suite.
Kevin amaba a su esposa y estaba satisfecho con su vida sexual, pero todo hombre tenía sus caprichos y, pese a lo mucho que a él le gustaba el masaje, a Nancy no le seducía. A lo más que llegaba era a cinco minutos de desangelado frotamiento. En cambio, Kelly era incansable. Los aromáticos aceites que utilizó con Kevin habrían hecho las delicias del más exigente amante. Pasar toda la noche con ella sin hacer el amor habría sido pedirle demasiado a su fuerza de voluntad.
Ahora, moderadamente confortado por aquella regalía del poder, Kevin miró el reloj, marcó el número de la habitación de Merlín y dejó que el teléfono sonase seis veces. Una vez se hubo asegurado de que Merlín había salido, fue a coger el ascensor, bajó hasta la segunda planta y luego entró en otro ascensor para ir hasta la planta 18.
Aunque tantas medidas de seguridad le parecían excesivas, acentuaban la sensación de vivir peligrosamente, algo que a Kevin siempre le había gustado. Desde que en la adolescencia jugaban a esquivar coches en la autopista, hasta la afición al parapente, que cultivó en un club hasta sus treinta y tantos años, siempre lo atrajo el peligro.
Subió por la escalera que conducía a la última planta, miró a uno y otro lado del pasillo y se introdujo en la suite Stuyvesant. Ya estaban allí otros tres caballeros, sentados frente a una mesa y a las plaquitas doradas en las que figuraban sus nombres de la Tabla Redonda. Lo saludaron con formales sonrisas. Perceval, Lancelot y Kay llegaron después, a intervalos de tres minutos.
Salvo por lo que a las medidas de seguridad concernía, controladas de modo absoluto por Galahad, los caballeros no tenían jefe. Se turnaban en la presidencia de las reuniones, que empezaban a las siete y media y continuaban hasta que no hubiese más asuntos que tratar.
Durante los cuatro meses que Tristán llevaba con el grupo, dos sesiones se habían prolongado hasta pasada la medianoche. Ambas reuniones se centraron en un fallo de seguridad (el que permitió infiltrarse a la periodista, que se hizo pasar por azafata de compañía bajo el nombre supuesto de Désirée). Durante tres extenuantes horas, los caballeros mortificaron a Kevin y a Gauvain analizando, palabra por palabra, lo que recordaban de sus conversaciones con ella.
«¿Preguntó a qué os dedicabais? ¿Qué contestasteis? ¿Mencionasteis alguno de nuestros nombres? ¿En qué parecía estar más interesada? ¿Os preguntó cuáles eran vuestros apellidos? ¿Se los dijisteis? ¿Hicisteis el amor con ella? ¿Estuvisteis desnudos con ella? ¿Os quedasteis dormidos mientras estabais con ella? ¿La dejasteis sola en la habitación con vuestra cartera a su alcance? ¿Pudo registraros el traje? ¿El maletín? ¿Cabe la posibilidad de que os drogara?»
A lo largo del interrogatorio, Galahad, en calidad de primer inquisidor, no mostró la menor animosidad contra ellos, Pero estuvo tan frío y profesional que Kevin se desalentó. Lo que le produjo mayor perplejidad fue que el interrogatorio se centrase más en él que en Gauvain, que evidenciaba tanta seguridad en sí mismo y credibilidad como buena educación.
Kevin no bajó la guardia en toda la sesión y sintió un indescriptible alivio cuando hubo terminado.
Aquella noche, Galahad les informaría del resultado de su investigación sobre la periodista. Kevin confiaba en que ya no se volviese a hablar más del asunto.
Miró escrutadoramente a sus compañeros mientras éstos se acomodaban y sacaban sus cuadernos de notas. Con treinta y siete años, Kevin era probablemente el más joven, aunque con poca diferencia respecto a Gauvain. Lancelot (Pat Harper) era, quizá, el mayor (más de cincuenta y cinco y menos de sesenta, le calculaba Kevin).
Todos los miembros del grupo estaban acostumbrados al poder y al rango. Hacía menos de medio año, Kevin no era más que un empleado de un miembro de la Tabla Redonda, y ahora era compañero de armas de los presentes. Estaba seguro de que, con el tiempo, cuando valorasen su determinación y entrega, lo aceptarían como a un igual.
– Bueno, compañeros -dijo Merlín-, empecemos.
Merlín, a quien correspondía presidir las reuniones de agosto, era un cuarentón rebosante de vitalidad, inteligente y perspicaz, aunque su chispeante sentido del humor le pareciese a Kevin fuera de lugar, dada la seriedad de lo que se trataba en la Tabla Redonda. Si algo se torcía, los amenazaba la ruina, la pérdida del empleo, sanciones e incluso la cárcel, y aunque los altos ejecutivos de sus empresas estuviesen al corriente de todo, no habrían podido demostrar la existencia de su pequeño clan ante terceros.
– Salvo que a alguno le apetezca contarnos algún chiste verde -prosiguió Merlín-, podemos dar inicio a la sesión. ¿Nadie se anima? Pues bueno, empecemos entonces por las finanzas. ¿Lancelot?
Lancelot dejó a un lado el Panatela sin encender que mordisqueaba, se aclaró la garganta y les distribuyó a sus compañeros sendas copias de un informe cuyo contenido era la verdadera razón de ser de la Tabla Redonda.
– Nuestra cuenta asciende a casi doscientos sesenta y dos mil dólares -empezó a decir-. Esto significa que vamos a necesitar que cada compañía entregue a su representante en la Tabla cincuenta mil dólares para volver a contar con los seiscientos mil de capital que acordamos. Todos nos hemos ajustado bastante bien al presupuesto, salvo Perceval. ¿Puedes informarnos sobre el tuyo, Perceval?
Se hizo un embarazoso silencio. La tensión entre ambos era palpable, y a Kevin no le pasó inadvertida.
Estaba claro que a Perceval, el hombre de la Comprehensive Neighborhood Health Care, no le hacía la menor gracia que lo pusieran en evidencia. Aquélla era la octava reunión de la Tabla Redonda a la que asistía Tristán, pero aún no había acabado de hacerse una idea clara de la personalidad de sus compañeros. El más respetado -y acaso el más temido- era Galahad, ejecutivo de una mutua de seguros. Perceval, por otra parte, parecía ser quien menos influencia y menos responsabilidades tenía.
Si cabía pensar en una camarilla dentro del grupo, debían de formarla Galahad, Lancelot, Merlín y, acaso, Kay, mago de los números que actuaba como experto del grupo en todo lo contable. Tristán y Gauvain, a quienes todavía examinaban con lupa, eran considerados como hermanos menores, a quienes no tenían más remedio que aceptar. Perceval aunque tolerado, parecía allí un extraño.
En cierta ocasión, Kevin le preguntó a su patrocinador Burt Dreiser si existía alguna camarilla dentro del grupo de la Tabla Redonda. Dreiser le contestó con una confortadora palmadita en la espalda y un enigmático recordatorio de que ganarse la confianza de los demás es algo que requiere tiempo.
– He repasado las cuentas de los dos últimos meses -continúo Lancelot-, y el resultado es excelente, como podréis ver. Quizá el dato más significativo, proporcionado amablemente por Kay, es que la edad media de los socios de nuestras mutuas es cuatro años inferior a la de los socios de las otras mutuas del área metropolitana.
Los caballeros golpearon la mesa con sus bolígrafos para expresar su satisfacción por un dato que Kevin no conocía. Lo que sí sabía Kevin, sin embargo, era que cada uno de aquellos años de diferencia con las demás empresas significaba un ahorro anual, en prestaciones, del orden de decenas de millones de dólares. La técnica consistía en evitar a aquellos grupos de socios potenciales que se mostrasen remisos a prescindir de sus empleados de mayor edad y, sobre todo, a aquellos que contratasen empleados de más de cuarenta años. Eludir a tales grupos era algo en lo que la Tabla Redonda se mostraba particularmente eficaz.
Uno a uno, los demás caballeros presentaron sus informes… Gauvain fue aplaudido por haber logrado hacerse con los nombres de, por lo menos, un 80 % de las mujeres del sur del estado de Nueva York cuyas mamografías del año anterior revelaban alguna alteración. Las pruebas -incluso aquellas que sólo mostraban una mínima inflamación y nada que hiciera sospechar la presencia de células precancerosas- serían utilizadas para demostrar la existencia de un estado larvario -caso de declararse un cáncer en los doce meses siguientes-, tal como permitía la ley del estado, o para, simplemente, excluir a tales mujeres de la cobertura del seguro. Otras aseguradoras, como la Medicaid, por ejemplo, podrían aceptarlas, pero era su problema.
A continuación, Perceval les pasó otro informe con datos, actualizados, de las ganancias de los directores de las 250 sociedades y mutuas más importantes de la zona. Además de sus ingresos, se consignaba el estado civil, educación, marca del coche, valor de la vivienda, credo religioso, así como aficiones. Se indicaba también si eran adictos al consumo de alcohol, cocaína o marihuana; preferencias sexuales, y se los puntuaba del 1 al 10 en cuanto a su grado de «accesibilidad».
Tras leer los datos, los caballeros votaron a siete de los referidos directores para iniciar una agresiva campaña de captación.
Merlín invitó luego a Tristán a que tomase la palabra.
Kevin, algo cohibido todavía, tuvo la sensación de haberse mostrado en exceso vacilante en su informe. Su área de responsabilidad -la acción política- era la misma que ocupó Burt Dreiser. El sector asegurador tenía ya poderosos lobbies en Washington, D.C. y en Albany. De manera que Dreiser centró sus esfuerzos en unos cuantos hombres clave del estado, el presidente de la Comisión del Sector Asegurador y uno de sus adjuntos. En la mayoría de los casos, lo único que funcionaba era el dinero, pero el presidente de la citada comisión resultó ser un hueso duro de roer. Un detective privado, contratado por Dreiser, tardó seis meses en conseguir fotografías del comisionado, en su cabaña de caza, en compañía de una chica de diecisiete años que veraneaba en un internado de Oneonta.
– La información proporcionada por Merlín en la última reunión ha resultado ser correcta -les dijo Kevin-. Efectivamente, el comisionado les comentó a algunos miembros de la comisión su intención de retirarse. Lo he contactado a través de nuestros canales y le he dejado claro que, en las actuales circunstancias, sería un error. Por lo pronto, lo va a reconsiderar, y creo que terminará por seguir.
Kevin no tenía ni idea de qué medidas tomaría la Tabla Redonda si el comisionado decidía hacer caso omiso de su velada advertencia. Según Burt Dreiser, nunca se habían encontrado en tal situación. El secreto, según él, estribaba en una meticulosa selección y en preparar bien el terreno. Eso… y no hacer nunca una petición que fuese demasiado lejos con respecto a la anterior.
Los compañeros de Kevin asintieron con la cabeza con expresión aprobatoria, y éste procuró adoptar el mismo talante de seguridad en sí mismo que tenían los demás al aplaudírseles una gestión. Kevin notó con satisfacción que, pese al desastre de Désirée, había ganado puntos en la estima de todos. Después del sí de Nancy para casarse con él, consideraba que el ofrecimiento de Dreiser para sustituirlo en la Tabla Redonda era el acontecimiento más importante de su vida. El hecho de que el grupo quebrantase la ley le importaba poco. En un sector tan competitivo, el fuerte era cada vez más fuerte y el débil… estaba perdido. La colaboración entre las corporaciones, aunque técnicamente ilegal, era lógica desde el punto de vista de las empresas.
– Bien, hermanos -dijo Merlín-. ¿Algún otro comentario acerca del informe de Tristán? ¿Sugerencias? Muy bien. Excelente trabajo. Excelente. Y ahora, si no hay más asuntos que tratar, nos pondremos a disposición de Galahad.
El jefe de seguridad puso encima de la mesa una grabadora portátil y se aclaró la garganta antes de intervenir. Kevin confió en que su cara no reflejase el nerviosismo que sentía al ver que, de nuevo, se iba a plantear el tema de Désirée.
– Permitidme que os ponga al corriente acerca de nuestra misteriosa azafata. Lancelot ha dedicado mucho tiempo a hablar con Page Proctor, la patrona de la agencia, y un hombre contratado por mí ha tenido varias charlas con algunas de las chicas de Proctor. Hemos tratado de identificar a la tal Désirée, pero hasta ahora no ha habido suerte. No le dio a Proctor teléfono de contacto, y se limitaba sólo a llamar por la noche, de vez en cuando, para preguntar si había trabajo para ella. Al parecer, sabía que Proctor había descubierto que era periodista y, por consiguiente, no volvió por la agencia durante un mes. No obstante, la semana pasada llamó a Proctor y le preguntó si estaría dispuesta a concederle una entrevista en exclusiva. Por desgracia, Page se puso tan nerviosa que lo echó todo a rodar, y se nos escapó la oportunidad de averiguar quién es Désirée. Lo único que Proctor hizo bien fue grabar la conversación, y aquí tengo una parte.
Galahad puso en marcha la grabadora y miró a sus compañeros.
«-… Lo que querría saber yo es por qué me has hecho esto a mí.
– No te he hecho nada.
– Mis clientes están muy enfadados. He perdido uno al que le facturaba diez mil dólares mensuales. Y rondan por aquí varias personas que no dejan de incordiarme. Están empeñadas en que les diga lo que sabes de unos clientes, y qué pretendías hacer con la información.
– Ya te lo he dicho, Page. Estoy haciendo un reportaje acerca de los servicios de las azafatas de alto nivel. La tuya es una de las agencias para las que he trabajado.
– ¿Qué vas a hacer con el reportaje?
– Todavía no te lo puedo decir.
– Pues esa gente quiere saberlo.
– Dime quiénes son y yo los invitaré a venir para que me lo pregunten.
– Me parece que eres muy egoísta.
– Si no tienes nada más que preguntarme…»
– La conversación continúa-dijo Galahad-, pero esto es lo esencial. Todo lo que reconoce la tal Désirée es que trabaja en un reportaje sobre las agencias de azafatas. No le habla de nosotros ni del sector asegurador a Page ni una sola vez. Hemos indagado en las cadenas locales de televisión y en las redacciones de periódicos y revistas, e incluso le hemos preguntado a un amigo que trabaja en el programa Sesenta Minutos, pero nadie sabe una palabra acerca de un reportaje sobre las agencias de azafatas.
– Estaba seguro de que a estas alturas ya habrías averiguado quién es, en realidad, la tal Désirée -dijo Perceval visiblemente nervioso-. ¿Crees que estamos seguros?
– ¿Qué alternativa tenemos? -se lamentó Lancelot-. ¿Cómo vamos a convencerla de que se olvide del asunto si no la localizamos?
– No perdamos de vista que lo cierto es que no tenemos ni idea de si sabe algo de nosotros -advirtió Kay-. Por otra parte, está claro que no vamos a tolerar que nadie nos chantajee. De manera que está claro que… lo tenemos negro.
Kay tenía unas facciones aristocráticas y una voz suave pero persuasiva. A juzgar por la expresión de los rostros de sus compañeros estaba claro que su opinión pesaba.
– Tristán y Gauvain juran que ella no les hizo más que un par de preguntas, de pasada, acerca de a qué se dedicaban. Ninguno de los dos tiene grabaciones de sus sesiones, pero podemos estar seguros de que esa mujer sí las tiene, y me inclino a creer que no miente. Quizá lo único que pretende es escribir un reportaje sobre los servicios de las agencias de azafatas pero, obviamente, no podemos estar seguros.
– ¿Y bien? -dijo Perceval.
– Dudo de que pueda tener ningún dato importante acerca de nosotros -se adelantó a contestar Kay antes de que lo hiciese Galahad-. Apostaría a que todo se reduce a una coincidencia.
– Aunque así sea, creo que deberíamos abstenernos de reunimos durante una temporada -propuso Perceval-. Es más: deberíamos suspender las operaciones durante dos meses.
Ninguno de los compañeros de Perceval se molestó siquiera en comentar la propuesta. Merlín se limitó a pedir que se hiciese la votación. Los seis compañeros de Perceval votaron por no interrumpir las reuniones el segundo y cuarto martes de cada mes. En la primera votación, Perceval se abstuvo, pero luego se sumó a la mayoría y se rechazó la propuesta por unanimidad.
– Bien. Entonces ya hemos terminado -dijo Merlín-. ¿Sigues decidido a descubrir la identidad de la periodista, Galahad?
– En efecto. Hemos ido ya demasiado lejos para permitir que nadie amenace nuestra labor.
– Espero que no hagas nada demasiado… expeditivo -dijo Merlín, sonriente-. Por lo menos, sin antes asegurarte de que ella no tiene suscrita una póliza con ninguna de nuestras compañías…