Capítulo 13

Alumbrado por el resplandor que llegaba del pasillo, Harry encendió la lámpara de la entrada y cerró la puerta.

Había un saloncito sin apenas muebles. El contraste con su piso de la zona alta de la ciudad, inmaculado y espléndidamente decorado, no podía ser más grande. Era el típico estudio de escritor abrumado por el trabajo. Sobre la alfombra había varias carpetas y un montón de páginas mecanografiadas. Como cada carpeta llevaba una etiqueta diferente, Harry dedujo que su esposa trabajaba en distintos proyectos.

Encima de una mesa plegable había una máquina de escribir eléctrica, y al lado, una vieja consola de ordenador, con un PC y una impresora. A la izquierda de la consola, en el suelo, había un televisor, un vídeo y siete u ocho cintas, un botellero semivacío, una grabadora y una veintena de casetes. También había un teléfono. Harry cogió el auricular y, tras comprobar que daba la señal para marcar, colgó. No figuraba el número en el aparato. Lo más probable era que lo tuviesen pocas personas, entre las que, por lo visto, no figuraba Julia, pese a ser íntima amiga de Evie.

El armario del salón estaba vacío. En la cocina sólo vio botellines de agua mineral, una cafetera automática y un microondas, mientras que en los estantes había latas de conservas y bolsas de patatas fritas y almendras. En el frigorífico tenía bandejitas de platos precocinados y media docena de helados de distintos sabores de Ben & Jerry's, su heladería favorita.

El pequeño cuarto de baño, contiguo a la cocina, no tenía bañera, sólo ducha. El champú era de la marca que usaba Evie, y la mezcla de aromas del gel y del jabón le recordó a su esposa. Encima del lavabo había un armario con espejo. Antes de abrir los compartimientos se miró al espejo. Tenía un aspecto horrible (cansado, desencajado y sin afeitar), y se preguntó si Gene Hackman habría tenido alguna vez tan mala cara.

Dentro del armario había varios frascos de píldoras sin etiqueta. Harry reconoció las de Valium, Seconal y las de una variedad de anfetaminas. Supuso que los otros frascos contendrían analgésicos, salvo uno, que tenía un polvo blanco. Harry se echó un poco en el meñique humedecido y se frotó las encías. La casi inmediata sensación de entumecimiento de éstas significaba, muy probablemente, que era cocaína.

A Evie jamás le atrajeron las drogas. No la había visto aceptar nunca en ninguna fiesta, ni siquiera una calada a un cigarrillo de marihuana.

En todo caso, Désirée debía de consumir drogas por pura diversión y de manera intermitente, porque, con doble vida o sin ella, si Evie hubiese sido adicta a alguna droga, él lo hubiese notado.

Harry abrió el cajón de la coqueta, y se le cayó el alma a los pies al ver que no contenía más que preservativos de todas las marcas, estilos y colores, tanto en cajas como individuales. Los había corrientes, de los que se podían comprar en cualquier farmacia, pero otros eran muy característicos de los sex shops.

Harry cogió una de las cajas de preservativos, y en una de las caras decía «Cosquilleo» y en la otra, bajo un lúbrico dibujo, «Placer garantizado para él y para ella». Harry le dio un manotazo a la caja y cerró el cajón, furioso.

Su primer impulso fue salir de allí de inmediato y olvidarse de todo aquel turbio asunto. Ya sabía de su esposa y de su alter ego más de lo que hubiese querido saber. Temblaba sólo con pensar lo que podía descubrir en las páginas mecanografiadas y en los archivos del ordenador de la sala de estar, pero era consciente de que no podía dejarlo correr. Se había visto empujado a una pesadilla, y la única manera de librarse de ella era… despertar del todo. En el dormitorio apenas cabían la coqueta y la cama, muy grande e impecablemente hecha. Una de las paredes la ocupaba un armario de dos cuerpos, con puertas correderas que simulaban persianas.

Miró debajo de la cama y luego abrió la puerta de un cuerpo del armario. Los trajes de noche (había catorce) eran elegantes, atrevidos y nada baratos. En el suelo del armario, había varios pares de zapatos a tono con los vestidos, todos ellos de las zapaterías de lujo en las que Evie solía comprar. En el otro cuerpo había toda clase de ropa interior, sumamente provocativa, aunque no para Harry, a quien siempre lo excitó más el cuerpo de Evie bajo una sencilla combinación o pijama. Quizá su austero gusto en materia de lencería explicase que Evie rara vez se pusiera la poca ropa interior de fantasía que tenía, o a lo mejor se debiera a que los gustos de ella fuesen distintos a los de Désirée.

Más perplejo y entristecido que furioso, Harry volvió al salón para echarles un vistazo a las páginas mecanografiadas que, probablemente, le habían costado la vida a su esposa.

Cogió una de las carpetas, cuya etiqueta decía sólo Introducción. Contenía varias páginas. Leyó la primera:

ENTRE LAS SÁBANAS

El poder y la extraordinaria influencia del submundo del sexo en EE.UU.

Los hombres me consideran hermosa, y las mujeres también. Desde que me percaté de ello, le he sacado partido. Soy inteligente, culta y me intereso por muchas cosas, pero lo que más me interesa es el sexo. El sexo y el poder. A lo largo de las páginas de este libro el lector descubrirá cómo yo (y las muchas mujeres con quienes he trabajado y a quienes he entrevistado) exploto el atractivo físico y el sex appeal para atraer y controlar a los demás, tanto hombres como mujeres. Descubrirá el lector cómo decisiones empresariales millonarias -que han supuesto ganar o perder fortunas- se tomaron por la única y exclusiva razón de complacer a alguna de nosotras. Descubrirá el lector que altos cargos públicos fueron destituidos y otros nombrados, simplemente porque una de nosotras lo pidió. A veces se nos paga para que ejerzamos nuestra influencia (grandes sumas). En ocasiones, utilizamos nuestra influencia con jueces, políticos o empresarios, sólo para demostrar que la tenemos.

¿Merecemos esta influencia? El lector juzgará…


Harry dejó la carpeta a un lado y abrió la de Correspondencia. Contenía cartas de directores literarios, de varias de las editoriales más importantes, que expresaban su gran interés por los capítulos de muestra de Entre las sábanas, de Désirée. Las cartas iban dirigidas al apartado de correos de un agente literario de Manhattan llamado Norman Quimby.

Corbett no le había oído nunca a Evie mencionar al tal Quimby, y dudó de que existiera. Había también cartas de productores de programas de TV. Estas últimas iban dirigidas a Evie, a distintos apartados de correos. Le ofrecían que, si podía contar con Désirée y con todo el material que decía tener, considerarían la posibilidad de ofrecerle la presentación de un programa. Los productores le prometían, también, ponerle a su disposición todo tipo de salvaguardas tecnológicas para proteger la identidad de Désirée, a la vez que conservaban el halo de misterio (en otras palabras, le daban garantías de deformación de imagen y voz). Un productor le decía:


… Creo que es una idea estupenda hacer de la identidad de Désirée el secreto mejor guardado desde Pearl Harbor. Si hacemos coincidir la serie de programas de TV con la aparición del libro, la publicidad que se nos hará será enorme, un fenómeno parecido al de Christine Keeler, con unos toques de todo lo que rodeó a Marilyn y a los Kennedy. No me es posible precisarle cifras todavía, pero si nos puede mostrar lo que ya tiene, estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo.


Harry cogió una de las cintas de vídeo. En la etiqueta sólo decía «i». Repasó las carpetas que había en el suelo y vio una que llevaba la etiqueta «Vids». En el interior había seis textos de una extensión de dos o más páginas. Por todo título llevaban un número. Cogió el titulado «i» e introdujo la cinta en el vídeo.

Harry leyó:


La mujer que aparece en la grabación se hace llamar Briana.

Tiene treinta y un años y fue miss en una importante universidad del sur del país. Durante el día, ejerce de fisioterapeuta en una clínica de las afueras de Washington, D.C., y por la noche trabaja para una agencia de azafatas de compañía. Por sus servicios cobra 2000 dólares por noche. Sólo tiene unos cuantos clientes y no está obligada a trabajar. Reparte las ganancias a partes iguales con la agencia. Hace poco quedó embarazada de su novio y decidió dejar el trabajo en la agencia. La grabación -una especie de regalo de «jubilación» que Briana se hizo a sí misma- la efectuó con una cámara oculta detrás de un espejo de su apartamento, y la propietaria de la agencia no estaba al corriente. Briana actuó por su cuenta y riesgo, pero un poderoso lobby tabaquero ya había contratado sus servicios. Por influir en el voto de un senador, que aparece con ella en esta grabación, cobró 50.000 dólares, y por el vídeo, otros 50.000. Su cara y su voz, así como las del senador, han sido electrónicamente deformadas…


Harry vio con morbosa fascinación que una joven de grandes y preciosos pechos y cuerpo de adolescente se dejaba desnudar por un hombre cuyo cuerpo… adolecía (de casi todo). A fuerza de llamarlo «senador», de bromear y dejarle hacer de todo, le arrancaba la promesa de retirar su apoyo a un proyecto de ley para gravar con más fuertes impuestos las labores de tabaco.

Era una joven increíblemente atractiva, seductora y muy experta (tanto, que el senador no le duró más allá de dos minutos cuando empezaron a hacer el amor).

La deformación electrónica de voces y rostros hacía imposible identificar al hombre. Harry se preguntó si la grabación sería auténtica o sólo una escenificación preparada por Désirée. ¿Estaría Désirée en alguna grabación? Por desgracia, las probabilidades de que así fuese eran bastante altas. Harry decidió posponer la visualización de las demás grabaciones hasta haber leído lo que contenían las carpetas y las hojas manuscritas.

Miró el reloj. Eran casi las dos. Dio en silencio gracias a su profesión, que le proporcionaba la frescura mental imprescindible durante toda una jornada de trabajo, aunque hubiese pasado la noche anterior en vela.

Seguiría allí hasta el amanecer. Luego pasaría por su apartamento para ducharse y cambiarse de ropa, antes de ir al hospital para su diaria ronda de visitas, y en cuanto las terminase y hubiese cumplido con sus visitas del consultorio, regresaría al Village.

Le echó un vistazo a las carpetas y hojeó las páginas mecanografiadas para ver por dónde empezaba. Reparó en unos folios (no más de diez) sujetos sólo por una ancha goma elástica. La primera hoja llevaba adherido un Post-it con letra de Evie. Decía: Ejecutivos (notas preliminares). Véase también: Diario de Désirée.


Se reúnen cada dos semanas en el hotel Camelot. Jóvenes, bonitas e influyentes. A mí me eligió Page, junto a otras seis mujeres, que pueden considerarse entre las más bonitas y deseadas de la ciudad. Cobrábamos 1000 por noche, en metálico. Cada una de nosotras era asignada a un ejecutivo. En mi primera noche, un martes, me enviaron a la habitación de…


Harry se sobresaltó. Acababa de oír un ruido procedente del rellano, estaba completamente seguro. Alguien escuchaba tras la puerta. Dejó los papeles donde estaban, fue de puntillas hasta la ventana y subió un poco la persiana sin hacer ruido. Esta daba a un callejón, y había escalera de incendios. No obstante, tanto aquella ventana como la contigua estaban protegidas por barrotes y aseguradas con un candado.

Volvió a la mesa en la que había dejado el llavero de Evie y, mientras examinaba las llaves, oyó llamar. Dio dos pasos hacia la puerta y se detuvo. Volvieron a llamar, esta vez con insistencia.

Corbett miró en derredor. Era imposible ocultar en un momento los papeles de Désirée.

– ¿Quién es? -farfulló Harry, que se acercó más a la puerta para oír quién era.

– Soy Thorvald. Paladín Thorvald. Tengo que hablar con usted.

Aunque Harry no lo oyó muy bien, entendió el apellido.

– ¿Cómo ha entrado?

– Es muy importante.

Harry volvió a mirar en derredor, se encogió de hombros y descorrió el cerrojo. En cuanto giró el pomo de la puerta, irrumpieron dos hombres con sendas cazadoras de piel. Uno era alto y fornido como un profesional de lucha libre y el otro era mucho más bajo pero roqueño. Llevaban el rostro cubierto con una media.

– Se me da bien imitar voces -dijo el más alto, que empujó a Harry hacia el interior del apartamento.

La reacción de Corbett fue puramente refleja. Soltó un directo que impactó en pleno rostro del imitador y lo estampó contra la pared. Luego, le dio una patada en la rodilla al otro, que cayó de costado y empezó a mascullar juramentos.

Harry echó a correr hacia la puerta, pero el más alto le puso la zancadilla y lo hizo caer de bruces.

– ¡Socorro! -gritó Harry.

Corbett gateó hacia la entrada, pero el gigantón lo agarró de los tobillos y tiró de él hacia dentro.

Harry gritaba, tratando de soltarse. Pese a sus 82 kg, el gigantón, que tenía el rostro ensangrentado, lo arrastraba como si fuese un muñeco.

– ¡Pónselo en seguida! -le espetó a su compañero sin dejar de arrastrar a Harry-. ¡Este tío está loco!

Harry logró soltarse un pie y le dio una patada en el rostro al matón, que aflojó lo bastante su presión en el otro tobillo como para que Harry pudiese deshacerse de él. Fue entonces el más bajito el que, aunque tambaleante, trató de sujetarlo. Harry estaba tan enfurecido que le propinó un tremendo codazo en el cuello, y se lo retorció con una fuerza que hubiese hecho palidecer al campeón de los pesados. Su inesperado enemigo volvió a desplomarse.

Harry fue trastabillándose hacia la puerta. Al gigantón le dio tiempo a volver a cazarlo. De nuevo forcejearon y, de pronto, Harry sintió un agudo dolor en el pecho y en la espalda. Fue el mismo dolor que sintió mientras corría en el gimnasio del hospital, pero mucho más intenso. Se le doblaron las rodillas y se le nubló la vista. Momentos después, los dos matones lo tenían inmovilizado encima de la alfombra.

– ¡Pónselo en seguida! -le espetó el gigantón a su compañero.

– ¡Está bien! ¡Está bien! Ya lo tengo. Ya está. Ya lo tengo.

Sudoroso, aturdido y casi cegado por el insoportable dolor, Corbett notó el dulzón y empalagoso olor del cloroformo. Al cabo de unos instantes, le metieron en la boca un rollo de gasa empapado con el rápido anestésico.

El terrible dolor que sentía en el pecho le impidió ofrecer resistencia, y a medida que perdía el conocimiento, remitió el dolor. Durante unos momentos trató de no inhalar el cloroformo, pero con casi 200 kg encima, su esfuerzo fue inútil.

«¿Se sentirá algo después de muerto?», fue lo último que pensó antes de inhalar profundamente el anestésico.


* * *

«¿Cuáles son los nombres de los documentos que ha leído?»

«¿Qué nombres recuerda?»

«¿Qué cintas ha escuchado?»

«¿Qué decían esas cintas?»

Las preguntas flotaban en las tinieblas como plumas que sólo rozasen la mente de Harry.

«¿Le habló alguna vez su esposa del reportaje?»

«¿Cómo se enteró de la existencia de este apartamento?»

«¿Hace mucho que sabe que lo tenía?»

«¿Quiénes más lo saben?»

Era una voz de hombre, suave y nada apremiante. Pero Harry estaba indefenso para negarse a contestar.

A las preguntas, que resonaban en su cabeza una y otra vez, respondía una voz que, pese a ser la suya, no parecía una voz humana.

«Empecemos de nuevo, Harry. Cuénteme todo lo que ha leído aquí esta noche.»

«Dígame todos los nombres que recuerda.»

«Todos los nombres.»

«Todos los nombres.»


* * *

Harry estaba boca arriba, atado a una cama. Le habían tapado los ojos con dos trozos de algodón, sujetos con esparadrapo. Podía mover las manos, pero no los brazos; los pies, pero no las piernas; la cabeza, pero no los hombros.

– Déjenme levantarme.

Harry lo farfulló apenas. La voz le sonó como si fuese de otro.

– Cuando me convenza de que nos ha dicho todo lo que sabe, lo dejaremos libre. ¿Quieren pasarme más Pentotal?

Harry empezaba a poder pensar con claridad. El agudo dolor del pecho había desaparecido. Y no había muerto…

– Deje de mover el brazo, Harry. Dentro de unos momentos se sentirá mucho mejor.

El hombre que lo interrogaba tenía voz de persona culta e inteligente, y no como los dos tipos que lo atacaron en el apartamento, aunque también estaban allí. Los oía respirar. Trató de imaginarlos a los tres a los pies de su cama, mirándolo.

– Aún necesitaré más Pentotal -dijo el interrogador-, y llenen esa jeringuilla hasta la mitad con la Ketamina. Aunque no creo que pueda decirnos nada más, nos aseguraremos.

Harry notó movimiento junto a su brazo izquierdo y reparó en que le inyectaban en la vena. «¿Es usted, verdad? -clamó en silencio-. ¡Usted es el médico del edificio Alexander!»

Sumido en la oscuridad, Harry notó un agradable calor y que se le iba la cabeza. Y de nuevo oyó como un lejano eco hecho de las preguntas del interrogador y de sus propias respuestas.

«¿Qué más recuerda?»

«¿Qué nombres?»

«¿Qué lugares?»

«¿Qué cintas?»

«¿Qué más?»

«¿Qué más?»

«¿Qué más?»


* * *

Harry sintió que emergía de las profundidades de un cálido, oscuro e impenetrable mar.

Notaba la cabeza y el pecho hinchados, y veía burbujas que se disipaban a medida que, lentamente, palabra por palabra, su encuentro con los matones y con el inquisidor se reprodujo en su mente.

Podía mover los brazos. Levantó uno y luego el otro, libres ya de ligaduras. Tampoco tenía ya atadas las piernas. Se llevó la mano a los ojos y se arrancó las dos tiras de esparadrapo con cuidado.

La habitación estaba completamente a oscuras. Contuvo una espasmódica arcada y se sentó en el borde de la cama. Luego fue a tientas hasta una ventana y subió la persiana. El sol de la mañana, ya muy entrada, le hirió los ojos. Se los protegió con el brazo y aguardó. Al cabo de unos instantes, pudo mirar en derredor. Estaba en el dormitorio de Désirée, vestido, aunque descalzo. Los zapatos estaban junto a la cama. Le habían quitado el reloj.

En la cara interna del codo izquierdo, tenía la señal de una inyección intravenosa.

En el dormitorio no quedaban más que los muebles. Se habían llevado la ropa del armario, los cosméticos y los productos de tocador de la coqueta. No habían dejado nada, ni en el cuarto de baño ni en el salón. Se habían llevado todas las pertenencias de Evie. El ordenador había desaparecido. Incluso se habían llevado los preservativos. El llavero de Evie tampoco estaba, aunque sí el suyo y la cartera (encima de la mesa).

Harry se dejó caer en el sofá con un fuerte dolor de cabeza, que sospechó que no iba a desaparecer así como así. Cogió el teléfono y llamó a su consultorio. Mary Tobin sintió un gran alivio al oírlo.

– Lo he llamado a todas partes, doctor Corbett -dijo su enfermera-. Incluso a la policía.

– ¿Qué hora es?

– ¿Cómo dice?

– Le he preguntado que qué hora es, Mary.

– Casi las doce. ¿Se puede saber dónde está?

– Luego se lo explicaré. Ahora tengo que ir a casa. No llegaré al consultorio hasta las tres. Haga lo que pueda con las horas de los pacientes. Podría pasarme algunos para el sábado.

– ¿Se encuentra usted bien?

– Verá… Me he encontrado mejor. Luego se lo contaré.

Harry se puso los zapatos, echó otro infructuoso vistazo por el apartamento y volvió a casa.

Después de tener la respuesta al misterio de Evie en sus manos, su imprudencia había echado a rodar, por lo menos, la ocasión de ponerse él a salvo. Con todo, sabía ahora mucho más acerca de quién fue, de verdad, Evie DellaRosa. Y tenía otro dato: la voz suave de un hombre culto que hablaba con ligero acento el inglés británico.

Загрузка...