Capítulo 19

Las últimas ediciones de los informativos de la televisión y las primeras de los periódicos de la mañana dieron la noticia de que un hombre había sido hallado muerto de un disparo en el Central Park.

La policía localizó el cuerpo a las diez de la noche, advertida por la llamada telefónica de un anónimo comunicante. Como la víctima no llevaba documentación ni cartera, aún no la habían identificado. La primera impresión era que el móvil había sido el robo, pero la policía no descartaba el ajuste de cuentas.

Harry fue al hospital para su matutina ronda de visitas, con la confusión mental que se había apoderado de él últimamente. El misterio que rodeaba la muerte de Evie seguía tan insondable como al principio, y por si fuera poco, nuevas incógnitas acababan de ensombrecer el panorama. ¿Quién era la persona que en un sendero del Central Park les disparó a matar a sus dos agresores? ¿Se trataba de un hecho fortuito y no de la irrupción de un desconocido salvador? ¿Sería algún miembro de los piquetes antidelincuencia, de los que tanto se hablaba? No se le ocurría ninguna explicación lógica.

Sólo algunas cosas (muy pocas) parecían claras. Harry seguía convencido de que su vida no peligraba (lo querían vivo para que cargase con la muerte de Evie). La vida de Maura, en cambio, corría grave peligro. El inspector Dickinson podría no darle el menor crédito como testigo presencial, pero estaba claro que el asesino sí se lo daba.

Aunque Maura apenas comentó nada, en toda la noche, acerca de los angustiosos momentos que acababa de pasar, Harry se estremecía al pensar que había estado a punto de morir estrangulada. No le habían partido la tráquea y la columna vertebral de milagro.

Después de salir del Central Park, fueron al apartamento de Harry. El de Maura era demasiado vulnerable. Y aunque Rocky, el portero de noche, no era una protección muy tranquilizadora, era mejor que nada.

Maura estaba convencida de que, después de presentar la denuncia que avalaba su versión, Tom había puesto en peligro su futuro en el cuerpo. De modo que, en esta ocasión, no quería que se viera mezclado, por lo menos oficialmente.

Pese a que Harry no estaba muy de acuerdo, se abstuvo de insinuarle llamar a su hermano, y sólo se limitó a telefonear a la policía desde una cabina del Central Park para avisar anónimamente del «hallazgo» del cadáver. De momento, Tom Hughes iba a quedar al margen del asunto.

Una vez en el apartamento de Harry, se acomodaron en el sofá del pequeño estudio, de paredes revestidas de paneles de roble, y encendieron el televisor.

Maura estaba tan exhausta que apenas abrió la boca. Tomó un té, mordisqueó unas galletas y estuvo atenta a la pantalla. Al cabo de una hora, dieron un avance informativo en el Canal 2: había sido hallado el cadáver de un hombre, muerto de un disparo, junto al estanque del Central Park.

– Bueno, Harry, creo que ya tengo la cabeza un poco más despejada. ¿Querría hacer el favor de explicarme qué ha pasado? -dijo ella cuando hubieron terminado de dar la noticia.

– Ojalá lo supiera yo.

Lo que sí le contó Harry fue el sorprendente y descorazonador descubrimiento que hizo en el apartamento que tenía Evie en el Greenwich Village. Le refirió lo que recordaba del médico con acento de «persona cultivada», y que los dos hombres que estaban con él eran los mismos que los acababan de atacar en el Central Park.

– O sea, que todo gira en torno al sexo -dijo Maura tras escucharlo sin la menor interrupción.

– Creo que, en cierto modo, podríamos decir que así es. Por lo visto, en el curso de su… ¿cómo lo llamaría usted? ¿Investigación? Bueno… El caso es que Evie debió de tener un mal encuentro, por así decirlo. Quizá topase con algún pez gordo. Quienquiera que la asesinase o, mejor dicho, que hiciera que la asesinasen, procedió con suma cautela para no despertar sospechas. Los aneurismas como el que ella padecía revientan con relativa facilidad. Estoy seguro de que no esperaban que hubiese el menor fallo y, mucho menos, que le hicieran la autopsia. No obstante, el empeño de Caspar Sidonis de que yo tenía un motivo para matarla dio al traste con todo. Ahora, quienquiera que lo hiciese, se ha propuesto demostrar que Sidonis tiene razón.

– Y eliminar al único testigo presencial también -apostilló Maura-. No sé, Harry… A juzgar por lo que me ha contado, Evie debía de ser una persona angustiada y confusa.

– Pues créame si le digo que no era ésa la impresión que causaba en los demás.

– ¿No estaría obsesionada con el tema de los hijos? ¿Pensaban ustedes tenerlos?

– Ya lo creo que sí.

– Pero no los tuvieron.

– Ella siempre aseguraba que lo deseaba mucho, pero la verdad era otra. Mire, ya sé que lo más lógico parece que yo hubiese puesto fin a mi matrimonio hace años, o incluso que nunca debí casarme con Evie, pero lo crea o no, si me ciño al día a día de nuestra convivencia, no resultó tan mal. Éramos como tantos otros matrimonios: nos levantábamos, íbamos al trabajo, teníamos unos ingresos más que decentes, cultivábamos nuestras amistades, íbamos de vacaciones de vez en cuando, nos permitíamos algunos caprichos y hacíamos el amor… por lo menos al principio. Yo atendía a mis pacientes, cultivaba mi afición a la música, hacía gimnasia en casa y jogging en el Central Park. Lo que creo que sucedió es que no mimé demasiado nuestra relación.

– Comprendo, aunque me parece que todo aquel que tiene problemas conyugales se culpabiliza o lleva una venda en los ojos, a veces durante mucho tiempo -dijo ella, que estaba recostada en el respaldo del sofá, con los ojos cerrados-. Pero tiene aún mucho tiempo.

– ¿Para qué?

– Para todo -concluyó ella, que bostezó y se estiró con displicencia.

Horas más tarde, bañado en sudor, Harry despertó de una recurrente pesadilla. Como tantas otras veces, veía la población de Nhatrang a través del punto de mira de su fusil. Un joven soldado del Vietcong alzaba su arma. Su cara y su expresión seguían grabados de manera indeleble en la mente de Harry. Con los ojos desorbitados, de puro pánico, trataba de apuntar con el subfusil. Harry le disparaba y el joven soldado se desplomaba hacia atrás, se hundía en el olvido con el pecho reventado. Momentos después, otro soldado, más joven aún que el anterior, aparecía enfocado en el punto de mira del arma. El soldado veía a Harry y al compañero que yacía a su lado, y alzaba su arma. Harry volvía a disparar…

Los destellos de la pantalla del televisor producían un entretejido de luces y sombras en la penumbra de la estancia. El volumen del sonido estaba casi al mínimo, apenas audible.

Cubierta con una colcha de lana, Maura Hughes dormía con la cabeza apoyada en el regazo de Harry, que acababa de apagar el televisor.

Arrellanado en el sofá, casi a oscuras, Harry le acariciaba el rostro y el pelo, que apenas asomaba.

A lo largo de la velada, Maura no hizo el menor comentario para tratar de justificarse por su manera de vivir y… de beber. Tampoco se lamentó por la horrible situación a la que se había visto abocada. Harry veía a Maura Hughes como a una heroína, aunque no le hubiesen concedido ninguna medalla. Se sentía fuertemente atraído hacia ella.

Harry movió un poco las piernas y ella gimió quedamente, ladeó el cuerpo y lo miró.

– ¿No le dejo dormir, verdad? -preguntó ella en tono atormentado.

– No. Qué va. Últimamente, he pasado más noches en este sofá que en la cama. ¿Por qué no va a mi dormitorio de invitados y duerme cómodamente?

– ¿Y no podría quedarme así?

– Si quiere.

– Sí quiero -musitó ella.

Le pesaban tanto los párpados, que no pudo sino sonreírle y dejarse vencer por el sueño, recostada en él.


* * *

Harry tenía tres pacientes en el hospital. Uno era una chica de catorce años a la que iba a darle el alta y que padecía asma.

En cuanto llegó a la habitación le anotó el tratamiento a seguir a la madre, tan joven también que parecía una niña. Sin embargo, ni sus explicaciones profesionales ni sus palabras de aliento lograron tranquilizarla. En vista de ello, Harry le dio una tarjeta de su consulta privada.

– Tenga, Naomi -le dijo-. Le anoto al dorso el teléfono de mi casa. Si surge cualquier problema con Keesha y le sale el contestador automático en la consulta, puede llamarme a casa. De todas formas, ya verá como su hija va a encontrarse perfectamente.

La joven se guardó la tarjeta en el bolsillo de atrás de los téjanos, le agradeció a Harry su atención y se despidió de él con un abrazo.

Sus otros dos pacientes eran hombres. Uno era ya anciano. Lo habían vuelto a enviar a Harry después de pasar tres días sin sufrir alteraciones importantes en la unidad de cardiología. Era un viejecito desdentado que padecía de una divertida confusión mental desde que Harry era su médico, hacía ya más de quince años. Con la adecuada atención, tenía muchas probabilidades de poder marcharse a su casa aquella misma semana.

El anciano le dio unas palmaditas a Harry en la espalda, lo llamó «doctor Carson» y le dijo que no desesperase porque, si perseveraba, algún día llegaría a ser un gran médico.

Harry sonrió contristado al pensar en la normalidad con que cumplía con la rutina de su diaria ronda de visitas, hasta hacía poco. Ahora, en cambio, yendo de un lado para otro por el hospital, no le pasaban inadvertidos los cuchicheos ni las miradas. Se sentía señalado con el dedo por casi todos.

«Es ése. El médico que mató a su esposa. Es inconcebible que lo dejen rondar por el hospital de esta manera…»

Corbett cogió el ascensor hasta la quinta planta del edificio Alexander. Era el mismo ascensor en el que bajó con su abogado Mel Wetstone; el mismo atestado ascensor en el que tuvieron al asesino de Evie por compañía. En esta ocasión iba solo.

El último paciente que debía visitar ocupaba la habitación 505. Era un arquitecto de treinta y tres años llamado Andy Barlow que dio seropositivo durante dos años y luchaba contra una neumonía (Pneumocystis carinii), primer síntoma de que se le había declarado el sida en toda su virulencia.

Durante los dos años pasados sin enfermar, Barlow siguió con su trabajo en un taller de arquitectura de la ciudad; dedicó innumerables horas a colaborar, voluntariamente, en un asilo para personas sin hogar, y encabezó la campaña contra el extendido uso de intercambiar jeringuillas y para que se mejorase la atención a los enfermos de sida en la Seguridad Social.

«Otro verdadero héroe», pensó Harry cuando entró en su habitación.

Andy Barlow estaba conectado a un balón de oxígeno. No tenía tan buen aspecto como a Harry le hubiese gustado. Su rostro estaba demacrado y ceniciento, y tenía los labios morados. Estaba sentado e inhalaba el oxígeno ligeramente vencido hacia delante. Pese a ello tuvo una amable sonrisa para Harry.

– Hola, doctor -le dijo con la voz entrecortada por la tos.

– Hola -correspondió Harry, que se acercó una silla y se sentó a su lado.

Corbett hojeó los diarios informes clínicos de Barlow (análisis de sangre, niveles de oxígeno, radiografías), que daban mejor impresión que la observación ocular del paciente. A juzgar por los datos, había razones para sentirse mínimamente esperanzado.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Barlow.

– Eso que llaman el «perfil» de los datos indica que ganamos la partida -contestó Harry.

– Dígaselo a mis pulmones.

– ¿Tan mal se encuentra?

– La verdad es que no -repuso Andy, que hizo una pausa para respirar antes de proseguir-. No me cuesta tanto respirar, ni toso tanto -añadió, aunque un pequeño acceso de tos lo interrumpió entonces y le arrancó otra sonrisa-. Lo dicho: esto me pasa por hablar demasiado.

Harry le examinó la garganta, el pecho, el corazón y el abdomen.

– No está mal -exclamó Harry, sinceramente esperanzado-. ¿Y la cabeza?

– Supongo que saberme seropositivo desde hace dos años ayuda -contestó Andy, que se encogió de hombros con resignada expresión-, pero tengo un cabreo… y un cierto acó… quinamiento, la verdad.

– Y yo también -dijo Harry.

– Lo sé. Y le agradezco mucho el interés que se toma.

Andy Barlow no era el primer paciente de sida que Harry atendía; por lo menos había atendido diez casos. Los hábitos saludables, el ejercicio, la medicación preventiva y los tratamientos de choque de las infecciones habían mejorado de modo notable la calidad de vida de los enfermos y se la había prolongado. No obstante, varios de sus pacientes ya habían muerto. La primera infección pulmonar de Barlow significaba dar un nuevo paso hacia su negro futuro. Ya no había lugar a dudas respecto de si iba o no a desarrollar la enfermedad. A partir de ahora, médico y paciente debían afrontar las cosas de otra manera.

Harry fingió volver a reconocerle el pecho hasta estar seguro de dominar sus emociones.

– Verá, doctor, no me interprete mal -dijo Andy-. Creo que le temo menos a morir que a estar permanentemente enfermo. He pasado tanto tiempo en hospitales y cuidado a tantos enfermos, que me aterra la idea de vivir como ellos.

– Me hago cargo. Le prometo hacer todo lo que pueda para que salga pronto de aquí, y para que no tenga que volver a ingresar. En cuanto a enfermar a menudo, ya sé que nada de lo que yo le diga podrá disipar su preocupación. Intente pensar sólo que el presente es lo único que usted tiene; que, en realidad, es lo único que de verdad tenemos todos. Lo mejor que puede hacer es vivir cada día con la mayor plenitud.

– No deje de recordármelo.

– No se preocupe que lo haré, si usted quiere. Bien… ahora escúcheme bien: creo que ya ha pasado lo peor de su crisis neumónica, y su radiografía y sus análisis de sangre son hoy más esperanzadores.

– Estupendo, porque soy uno de los arquitectos encargados de la remodelación del Centro Claridge de las Artes, y el día veintiuno me gustaría asistir al primer estreno.

– ¿Dentro de diez días? Tranquilo, que no hay problema, aunque tenga que acompañarlo con mi estetoscopio colgado del cuello.

– ¿Seguro?

– Le doy mi palabra.

Andy, que tenía el gotero inyectado en el brazo derecho, alargó el izquierdo y posó la mano en las de Harry, que se la estrechó y, a continuación, dio media vuelta y salió de la habitación.

Nunca se acostumbraría al calvario de pacientes como aquél, ni llegaría a verlo con distancia. Y la verdad era que no lo deseaba.

Volvió al control de enfermeras, a dejar por escrito la orden de que se le intensificase a Andy Barlow la terapia respiratoria. Detrás del mostrador dos enfermeras charlaban con la secretaria.

Harry tenía con las tres empleadas un trato muy cordial, y a una de ellas la conocía desde hacía muchos años. Sin embargo, ninguna de las tres interrumpió la conversación para saludarlo.

Anotó la prescripción en el mostrador y dejó el diario clínico de Andy Barlow encima de la mesa de la secretaria.

– Nueva prescripción -dijo Harry en voz alta.

– Gracias, doctor -repuso la secretaria sin dignarse mirarlo-. Me ocuparé de ello.

Corbett estuvo tentado de provocar que alguna de las tres se le descarase para tener ocasión de decirles que no lo juzgaran precipitadamente. No obstante, lo pensó mejor. Por más garantías que diese la Constitución, tenía claro que, para muchos, sería culpable mientras no se demostrase lo contrario. Hasta que su situación se aclarase, no encontraría más que frialdad, distancia y silencio. Y nada podía hacer para remediarlo.

Fue por la escalera hasta la planta baja y salió del hospital. La temperatura era agradable a aquella hora de la mañana y el cielo estaba despejado. Como aún faltaban veinte minutos para que llegase el primer paciente a su consulta privada, podía ir a pie y disfrutar de la bonancible mañana.

Pensó en cómo debía de estar Maura. Al marcharse él al hospital, notó que empezaba a ver con realismo cuál era su situación. Estaba irritable, descorazonada y confusa, y aunque no lo dijese, Harry advirtió que Maura debía de pensar que todo le sería mucho más fácil con una copa.

Quedaron en que ella volviese a su apartamento con una amiga suya, recogiese unas cuantas cosas y se instalase con Harry durante unos días. Mientras tanto, pensaría si llamaba o no a su hermano. Harry le ofreció contratar a un vigilante de seguridad para cuando ella decidiera volver a su apartamento.

– ¿Por cuánto tiempo? ¿Para toda la vida? -preguntó Maura.

Harry no tenía la menor intención de discutir sobre el particular; sobre todo, porque Maura tenía razón. Si alguien se proponía matarla -y más un profesional-, tendría que esconderse bajo tierra, ya que tarde o temprano la matarían. Era así de sencillo.

Cuando Harry llegó a la consulta, había una persona sentada en la sala de espera, un desconocido. Demacrado y ojeroso, tenía aspecto de persona en dificultades. Era moreno, entrecano y llevaba el pelo cortado a cepillo. Harry notó de inmediato su nerviosismo. Llevaba unos téjanos descoloridos, unos raídos zapatos de lona y una cazadora azul marino con el escudo de los Yankees bordado en el bolsillo superior.

Corbett lo saludó con una leve inclinación de cabeza antes de dirigirse al cubículo de Mary Tobin. El desconocido correspondió con una sonrisa apenas esbozada.

– ¿Quién es nuestro amigo? -musitó Harry, que consultó la agenda, en la que había varias anulaciones y ningún nombre anotado a aquella hora.

– Se llama Walter Concepción. Está en el paro y no tiene seguro de enfermedad.

– ¿Qué le ocurre?

– Tiene jaquecas.

– ¿Quién nos lo envía?

– Por increíble que le parezca, dice que leyó su nombre en los periódicos.

– Médico sospechoso de asesinar a su esposa… ¿Qué mejor recomendación podría querer un paciente?

– Bueno… -dijo Mary-, que yo sepa, nunca se ha negado usted a visitar a nadie. De modo que me he tomado la libertad de hacerle llenar la ficha y el cuestionario.

– Estupendo. No parece que vayamos a caer sepultados bajo un alud de pacientes.

– Descuide, aunque dígame una cosa: ¿cómo se encuentra usted?

«Dejando a un lado que anoche estuvieron a punto de matar a Maura, de haber presenciado un asesinato y de no tener ni puñetera idea de qué narices pasa, no me encuentro mal. Nada mal.»

– Me acuesto confuso y me levanto confuso -repuso él, no obstante.

– Como todo el mundo -replicó Mary, sonriente-. Hay que tomárselo con calma y, al final, todo se soluciona.

Harry no la había visto nunca tan tensa y cansada, pero, sin embargo, seguía allí, al pie del cañón: tranquilizaba a los pacientes que llamaban preocupados por lo ocurrido, aceptaba las anulaciones sin comentarios, ahuyentaba a los periodistas y no dejaba de preocuparse por él. Así que Harry acababa de incluirla en su lista de héroes anónimos.

Corbett cogió la tablilla de los cuestionarios, en el que, sujeto con un clip, estaba el del nuevo paciente.

Walter Concepción tenía cuarenta y cinco años. No tenía teléfono y su pariente más próximo era un hermano que estaba en Los Ángeles. Vivía en el Harlem hispano. Tal como Mary le había advertido, no estaba afiliado a la Seguridad Social. Sin embargo, dijo trabajar de detective privado.

Harry volvió a la sala de espera, se presentó y le indicó a Walter Concepción que lo siguiera a su despacho.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó Harry en cuanto se hubieron sentado.

– Tenía licencia de detective privado, pero me metí en problemas hace unos años y me la retiraron.

Concepción hablaba con acento neoyorquino, sin el menor deje hispano. No había duda de que era norteamericano de nacimiento.

– El próximo mes de marzo se cumple el plazo que me permite volver a solicitar la licencia -prosiguió Concepción-. Entretanto, sigo con mi trabajo en parte, aunque bajo cuerda. Ya me entiende.

El nerviosismo que Harry le notó en la sala de espera resultaba ahora físicamente visible. Tenía un tic en una mejilla y le temblaban los dedos de la mano derecha.

– ¿Qué clase de problemas tuvo? -preguntó Harry-. ¿Drogas?

– Cocaína -repuso Concepción sin vacilar-. Crack, en realidad. Creía que podría controlarlo.

– Nadie puede.

– Muy cierto, aunque ya hace tres años que no pruebo una droga, ni bebo nada, ni siquiera vino. Nada. No es que crea merecer una medalla, pero he recuperado el dominio de mí mismo.

– Le aseguro que no es pequeño logro. Es más, creo que es una proeza -lo reconfortó Harry-. No dejaré constancia de ello en su ficha.

A Harry Corbett le gustó la franqueza de aquel hombre. Además, pese a tener los ojos hundidos, su mirada denotaba el inequívoco brillo de la inteligencia. Y miraba de frente.

– Bueno, tengo veinte minutos antes de que llegue mi próximo paciente -dijo Harry-. Las jaquecas constituyen un síntoma de los más difíciles de diagnosticar, pero lo intentaré. No obstante, quizá deberá venir una o dos veces más.

– Por mí no hay problema, doctor, siempre y cuando tenga facilidades para pagarle. No es que esté sin blanca, pero tengo que hacer muchos equilibrios para lo más esencial.

– No se preocupe -lo tranquilizó Harry-. Pase al consultorio; ahí, a la izquierda, la puerta número dos. Tomaré nota de su historial clínico y lo reconoceré.

Concepción se levantó y salió del despacho. Justo en aquel momento sonó el teléfono privado de Harry. Era una línea que le permitía hacer llamadas sin sobrecargar la del consultorio y, sobre todo, le aseguraba la inmediata recepción de cualquier aviso urgente del hospital.

– Diga -contestó Harry, que le echó un rápido vistazo a la correspondencia que Mary le había dejado encima de la mesa.

– Estoy muy enojado con usted, doctor -le dijo una voz cuyo ligero acento extranjero le resultaba familiar-. Muy enojado.

Harry se puso tenso. Aunque hubiese podido llamar a Mary, su enfermera no tenía extensión en su cubículo.

– ¿Quién es usted? -preguntó Harry.

– El hombre a quien atacó y mató anoche de manera tan despiadada significaba mucho para mí -dijo el anónimo comunicante con frialdad.

– Mire, yo no ataqué a nadie. Sus matones trataron de matarnos a nosotros. Aunque no tengo la menor idea de quién pudo ser, no pretenderá que lamente que nos salvase la vida, ¿verdad?

– Me parece que miente, doctor Corbett. La culpa es mía por no pensar que podía usted atraerlos a una emboscada. Espero que comprenda que fue una idea tan estúpida como desafortunada. Muy desafortunada y muy estúpida.

– ¿Quién es usted? ¿Por qué hace esto? ¿Por qué mató a Evie?

– Se ha convertido usted en un grave problema para mí, doctor Corbett -dijo el desconocido con voz queda-. Y no tendré más remedio que resolverlo. Las cosas serían más fáciles, para muchas personas, si encontrase un medio indoloro e inteligente de quitarse la vida.

– ¡Váyase a hacer puñetas!

– La muerte o cadena perpetúa. Me temo que ésas sean las únicas opciones que tiene. Si no quiere matarse ahora, le prometo que querrá hacerlo en cuanto me tenga delante. El hombre a quien hizo matar anoche era íntimo amigo mío. Y lo vengaré.

Harry sintió el impulso de colgar, pero, sin embargo, optó por sentarse y pensar, en un desesperado esfuerzo por dar con las palabras adecuadas para conjurar la amenaza.

– ¿Por qué no nos deja en paz? No sé quién es usted, ni Maura Hughes tampoco. No recuerda nada de su estancia en el hospital. Nada.

– Ya. ¡Y me lo voy a creer! No cuente con ello. Lo que le espera es el castigo… y el suicidio. Ambas cosas las considero esenciales. Y para darle una prueba de la seriedad de mis intenciones, he elegido a ese joven con el que ha hablado hace un rato. Se llama Barlow, ¿no?

– ¡Cabrón! ¡No se le ocurra tocarlo!

– Parece un buen chico. Es una lástima que sea usted su médico.

– ¡No!

– Piense en sus opciones, doctor Corbett. Una adecuada dosis de morfina es totalmente indolora; o una buena ración de somníferos. También puede recurrir al monóxido de carbono; ya sabe: el tubo de escape del coche. Lanzarse al vacío desde un rascacielos le proporcionaría un maravilloso espectáculo, y apenas sentiría nada. Y saltarse la tapa de los sesos disparándose en el paladar puede que aún lo notase menos.

– Por favor -dijo Harry en tono suplicante-. Deme tiempo. Deme tiempo para decidirme.

– Dispone de cuanto quiera.

– Gracias. Muchas gracias.

– Quien temo que no disponga de tanto tiempo es el señor Barlow. Buenos días, doctor.

– ¡No! -gritó Harry. Pero ya habían colgado-. ¡Maldito sea!

El doctor Corbett alzó la vista y vio que Walter Concepción estaba en la entrada.

– Es que… no sé si he de quitarme la ropa -balbució el nuevo paciente, algo azorado.

Mary Tobin asomó por la puerta segundos después de que Harry la llamara a gritos.

– ¡Telefonee a la quinta planta del edificio Alexander! -le ordenó Harry-. Dígales que envíen, de inmediato, a alguien a la habitación quinientos cinco, la de Andrew Barlow. Habitación quinientos cinco. Yo voy para allá en seguida.

– Sí, doctor.

– Tendrá usted que volver en otro momento -le dijo Harry a Walter Concepción.

Sin darle opción a replicar, Harry pasó junto al boquiabierto paciente y salió del consultorio.

Aunque luciese un sol espléndido, el día presagiaba tormenta, pensó Harry al enfilar hacia el Centro Médico de Manhattan, que estaba a sólo seis manzanas del consultorio.

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