Capítulo 2

Green Dolphin Street, un arreglo de Wes Montgomery que sonó en la cabezade Harry en cuanto se hubo acomodado en una butaca de la última fila del auditorio.

Harry empezó a tamborilear con los dedos en el brazo metálico de la butaca, al ritmo de Green Dolphin Street.

Le gustaba toda clase de música y el jazz lo entusiasmaba. Empezó a tocar el contrabajo en el instituto en el que cursó el bachillerato, y aún tocaba con una banda cuando tenía tiempo. Con los años había llegado a reparar en que Green Dolphin Street tendía a acudir a su mente siempre que estaba excitado (tenso, pero listo para pasar a la acción). Había tarareado aquella pieza al ir a examinarse de química orgánica y, luego, en las prácticas como médico de cabecera. Por supuesto, durante la guerra siempre la escuchaba, en cinta o en su imaginación. Ahora, después de muchísimo tiempo, volvía a oírla en su interior.

– Lleno hasta la bandera, Harry -dijo Doug Atwater señalando hacia la entrada del auditorio, que se llenaba rápidamente-. Cualquiera diría que regalan estetoscopios.

El Centro Médico de Manhattan era el mayor de los tres hospitales que tenían contrato para prestar asistencia a los socios de la Cooperativa de Salud de Manhattan. Como uno de los vicepresidentes, responsable de mercadotecnia y fomento de la OSM (la Organización de Salud de Manhattan), Atwater era miembro del Consejo de los tres centros. Había ingresado en la OSM hacía seis o siete años, procedente del Midwest.

Muchos, como el propio Harry, opinaban que sin el dinamismo y sentido empresarial de Atwater la cooperativa y sus hospitales se habrían hundido haría mucho tiempo. Lo cierto era que la cooperativa se había hecho con una notable cuota de mercado.

Al igual que Harry, Atwater era muy aficionado al jazz, aunque no tocase ningún instrumento. Tres o cuatro veces al año iban juntos a un club. A menudo, Doug se dejaba caer por C.C's Cellar cuando Harry tocaba con la banda que regularmente actuaba allí.

– ¿Le han comentado algo sobre todo este asunto, Sidonis o algún otro de la comisión? -preguntó Atwater.

– Por supuesto. Dan Twersky, el psiquiatra, fue el encargado de entrevistarme. ¿Lo conoce? Ni aposta pudo tener una actitud más petulante y condescendiente. Quería saber cómo pudo Marv Lorello coserle tan mal el pulgar a aquel chico. Le contesté que, en mi opinión, Marv Lorello no lo cosió mal. Entonces me preguntó por qué no llamó Lorello a un cirujano especialista. Le repuse que nadie pudo haber hecho más que limpiarle la herida y darle los puntos de sutura. Al mejor cirujano del mundo pudo ocurrirle lo mismo que a Marv. A veces, la circulación que riega una herida no es normal y se produce pérdida de tejido. Entonces me dijo que yo parecía defender a ultranza a los facultativos de medicina general. Le repliqué que si mil veces se me presentase el caso, mil veces lo cosería sin llamar a un cirujano especialista, y que, de esas mil, en novecientas noventa y nueve ocasiones las dos mitades del pulgar hubiesen cicatrizado perfectamente. Twersky se limitó a seguir allí sentado, sonriente. Era una sonrisa que venía a decir: lo que usted diga, doctor, siempre y cuando no me cosa usted jamás un dedo.

– Es usted un médico excepcional, Harry -lo confortó Atwater mientras le daba una palmadita en el hombro-, y nada de lo que hagan Sidonis o los demás miembros de la comisión puede cambiar eso.

Steve Josephson se abrió paso por la fila, saludó a Atwater con la cabeza y se sentó junto a Harry.

– Acaban de subir a Clayton Miller a la sala -dijo Steve-. Mejora a ojos vista. Se ha librado por los pelos. Nada más salir usted, con la respiración ya casi normalizada, ha empezado a hablar de béisbol por los codos. Fue profesional, compañero de equipo de Satchel Paige en la Negro Baseball League. Y tome buena nota: por lo visto, su hijo trabaja en el club de los Yankees. Dice que siempre que queramos entradas no tenemos más que pedírselas.

– A eso le llamo yo un buen paciente -dijo Harry.

– ¿De qué va? -preguntó Atwater.

Harry le pasó la pelota a Josephson, que refirió lo ocurrido, echándole tanto teatro como un piloto de guerra que explicase un encarnizado combate.

– Lástima que Sidonis no esté al corriente de lo que ha hecho usted -dijo Atwater tras escuchar a Steve extasiado.

– Lo está, pero no creo que eso lo impresione tanto como para renunciar a machacarnos. Es más: dudo de que lo haya impresionado lo más mínimo.

– Pues bueno, da igual. Son ustedes extraordinarios. La verdad es que, después de oírlo, Josephson, me entran ganas de estar con la infantería en lugar de calentar el asiento en mi despacho. Bueno, ¿y qué tal lo de Evie, Harry?

– Ingresará a finales de semana; probablemente, pasado mañana.

Atwater sacó una agenda negra y anotó: Evie. Flores.

– Es una chica extraordinaria -dijo Atwater-. No te preocupes, seguro que lo superará estupendamente.

Las jaquecas de Evie, que ella atribuyó en un principio a alergias, luego a estrés debido al trabajo y finalmente a estrés debido a Harry, resultaron deberse a algo mucho más orgánico y virulento.

Harry pasó unas semanas descorazonadoras tratando de convencerla para que se hiciese un reconocimiento. Al final terminó en el pabellón de neurocirugía, con dificultades en el habla y el brazo derecho muy debilitado. Las pruebas revelaron la presencia de un voluminoso aneurisma en su arteria cerebral anterior que le había sangrado y luego cicatrizado.

Evie estuvo de suerte. Sus síntomas neurológicos remitieron rápidamente: un período de descanso, unido al tratamiento recomendado por el neurocirujano, la puso en condiciones de intervenirla para reparar el abultamiento del vaso.

– Harry -dijo Atwater-, sobre todo no dejes de decirnos a Anneke o a mí cualquier cosa que podamos hacer para ayudaros.

– ¿Anneke?

Doug le dirigió una maliciosa sonrisa. Cuando él y Harry iban a oír a algún grupo de jazz, se presentaba invariablemente con algún «ligue» (siempre eran mujeres distintas, cada vez más jóvenes y atractivas).

– Es medio sueca y medio alemana -explicó Doug-. De cintura para arriba creo que es sueca -añadió risueño.

– Ave, César, quienes van a morir te saludan -dijo Steve Josephson señalando hacia el pequeño escenario situado al fondo del auditorio.

Caspar Sidonis acababa de sentarse frente a una mesa con micrófono, flanqueado por los otros seis miembros de la comisión.

– Les ruego atención, señores, por favor -dijo Sidonis tras darle unos golpecitos al micrófono-. Vamos a empezar enseguida porque tenemos muchos temas que abordar… ¿Querrían ser tan amables de sentarse?

– Si no consigue que se guarde silencio no me extrañaría que empezase a tirar cosas como hace en el hospital -le susurró Josephson a Harry-. Tengo entendido que las quejas de las enfermeras darían para un listín telefónico. La dirección no pone coto a sus pataletas por temor a que se les lleve la clientela a otro centro. Les proporciona millones de dólares.

– Caspar es de los que siempre consiguen lo que quieren -canturreó Harry remedando la música de una canción de moda.

– Todo esto me huele mal, Harry.

– ¡Toma! ¡Como si hubiese razones para que te oliese bien!

Caspar Sidonis era un apuesto cuarentón que cuidaba su atractivo. Llevaba siempre ropa cara e impecable. Fue el número uno de su promoción en la Facultad de Medicina de Harvard y procuraba que en ningún momento lo olvidase nadie. Durante varios años consecutivos ganó los campeonatos de tenis y de squash del Centro Médico de Manhattan y, según algunos, fue campeón de boxeo en la facultad.

La melodía de Green Dolphin Street acudía una y otra vez a la mente de Harry. Por más acoquinado que pareciese, no estaba dispuesto a que nadie le diera lecciones sobre lo que debía hacer como médico (y mucho menos los burócratas de la OSM y de las compañías de seguros, y en ningún caso un tipo tan pomposo, fatuo y repelente como Sidonis). Miró en derredor hacia los otros facultativos de medicina general y pensó en los años de estudio, en las incontables horas de los cursos de actualización, en su firmeza para no dejarse afectar por su escaso prestigio y por una remuneración más escasa aún, en la perseverancia en su vocación de «médicos de familia», como los llamaban también. Merecían una mayor recompensa y no recortes en los honorarios ni en las competencias.


* * *

– ¡Por el amor de Dios, Harry, haga algo! ¿No ve que lo están crucificando?

Doug Atwater, que estaba sentado a la derecha de Harry, crispó los puños con impotencia ante las sucesivas recomendaciones de la comisión Sidonis.

Steve Josephson, que estaba a la izquierda de Harry, meneó la cabeza con expresión de incredulidad. Había tratado de oponerse a la primera de las propuestas de la comisión, que recomendaba que, en todos los partos, estuviese presente un cualificado especialista en obstetricia. Josephson había ocupado los titulares de los periódicos en cierta ocasión: quedó encerrado en un vagón de metro para minusválidos, y una pasajera empezó con dolores de parto; la asistió y logró que diese a luz gemelos. Por lo visto, en adelante sólo podría ayudar a dar a luz en circunstancias igualmente anómalas.

La votación, pese a la entusiasta y documentada argumentación de Josephson, fue aplastante: sólo tres de los médicos de familia que todavía intervenían en partos votaron que no, el resto se abstuvieron, acaso con la idea de que, si daban en aquello una prueba de extremado sentido de la responsabilidad, no saliesen adelante las demás propuestas restrictivas.

– Y ahora… la guinda -ironizó Harry.

La siguiente moción, que requería que los facultativos de medicina general enviasen a sus pacientes de la unidad coronaria a un cardiólogo o internista, se aprobó fácilmente. El cardiólogo que, en principio, atendió a Clayton Miller fue uno de los pocos especialistas que votó en contra. Luego, tuvo lugar la votación para limitar las intervenciones quirúrgicas de los médicos de familia a las de primeros auxilios. De nuevo se salía la comisión Sidonis con la suya.

– La próxima moción pasará a la historia como la «Enmienda… a Marv Lorello» -musitó Harry al comenzar el debate de la última propuesta de la comisión.

– Proponemos -empezó a decir Sidonis ajustándose sus gafas Ben Franklin, que Harry intuía que llevaba más por coquetería que por necesidad- que todas las suturas que haga en la sección de urgencias del Centro Médico de Manhattan un facultativo no especialista cuenten, de antemano, con la aprobación del facultativo jefe de urgencias que esté de servicio.

Se oyeron murmullos que venían a insinuar que a muchos de los asistentes a la asamblea los sorprendía aquella última propuesta (acaso la más humillante).

Aunque Harry ya conocía el texto, la redacción de la propuesta no dejó de escocerle.

– La comisión ha recibido numerosas quejas -prosiguió Sidonis- en el sentido de que se han utilizado técnicas inapropiadas, o se han tomado decisiones equivocadas, por parte de no especialistas. La señora Brenner, de nuestra oficina de valoración de riesgos, me ha asegurado que si se adopta la medida de proceder a un reconocimiento interno antes del tratamiento se reducirían notablemente las quejas contra el personal médico no especializado.

Sidonis miró distraídamente en dirección a Marv Lorello, que de inmediato atrajo la atención de muchos de los asistentes.

Lorello se había incorporado al personal hacía pocos años, después de haber trabajado durante tres en el servicio de sanidad de una reserva india. Tenía un impresionante currículum académico y un refrescante idealismo respecto de la profesión médica. La querella que tuvo que afrontar por negligencia profesional y las críticas subsiguientes lo afectaron profundamente.

Harry se esforzó por no perder la compostura. Green Dolphin Street volvió a sonar en su mente, con un ritmo más marcado y a mayor volumen. No obstante, la música cesó en seguida. Harry tardó unos instantes en percatarse de que estaba de pie; de que su metro ochenta atraía todas las miradas. Se aclaró la garganta ante la general expectación.

– Si la presidencia de la comisión no tiene inconveniente…

Lo dijo de un modo tan maquinal que oyó su voz casi como si perteneciese a otra persona.

– … voy a… Me parece que hay unas cuantas cosas que necesito decir, antes de que pasemos a la votación de esta última propuesta -anunció- que constituye una grave humillación para los facultativos de medicina general.

Hizo una pausa para dar tiempo a que se opusieran a su intervención quienes quisieran hacerlo y, por un momento, temió que Sidonis fuese a atajarlo. Pero el silencio fue absoluto.

– Muy bien entonces. Gracias. No voy a menospreciar la especialización de nadie, o pretender que quienes tienen menos formación puedan hacer lo mismo que quienes tienen más. Lo que sí quiero subrayar es que los médicos de familia tenemos la formación suficiente para realizar «algunas» cosas propias de especialidades. Somos doctores en medicina general, no en seudomedicina. Cursamos nuestros estudios en una Facultad de Medicina, al igual que ustedes; atendemos pacientes y asistimos a cursos de actualización, exactamente igual que ustedes, y, lo más importante: conocemos nuestras limitaciones, como espero que ustedes conozcan también. La mayoría de nosotros puede digerir que se nos trate con el desdén con que se nos ha tratado aquí hoy…

Harry acompañó la última frase dirigiendo la mirada hacia Sidonis. No se oía una mosca. Ni una tos. Nadie se aclaró la garganta ni se rebulló en el asiento.

– … Podemos digerirlo porque creemos en la. «especificidad» de la disciplina médica que hemos elegido. Sin embargo, parece que nos hemos convertido en un socorrido recurso para las compañías de seguros y para la OSM. Nos llaman médicos de «asistencia primaria». Nos consideran algo así como agentes del tráfico médico, al cargo de las dolencias más insignificantes, para descargar de ellas a los caros especialistas. Y… de acuerdo; la mayoría de nosotros nos hemos adaptado también a este nuevo orden, de la misma manera que nos limitaremos a la asistencia primaria en las operaciones de apendicitis sin complicaciones, y en otras intervenciones que hemos realizado docenas de veces, y a pasarles nuestros pacientes de la unidad coronaria a unos especialistas que los pacientes no conocen. Pero eso… -clamó Harry señalando a la pantalla situada detrás de Sidonis, en la que se proyectaba el texto de la última propuesta de la comisión-…eso no puedo aceptarlo. Porque, verán ustedes, los médicos nos empeñamos en achacar el aluvión de demandas por negligencia profesional a los abogados: decimos que hay demasiados abogados, que el sistema de pólizas que cubre «cualquier contingencia» es un mal sistema, que las campañas de publicidad para promocionarlo son, literalmente, incendiarias. Y… de acuerdo, puede que sea verdad, pero no acaba todo ahí. Los pacientes ya no nos conocen, ya no nos presentamos ante ellos como parte interesada en que gocen de buena salud. En lugar de ello, la mayoría de nosotros nos presentamos como lo que somos: especialistas, interesados sólo en asegurarnos de que la parte del cuerpo en la que somos expertos funcione correctamente. Eh, señora, siento que tenga usted que ir a Brooklyn, pero es que yo nunca paso de la calle 42. Y, verán ustedes, sé cómo se sutura; he suturado heridas increíbles en situaciones no menos increíbles. Y lo hago muy bien, y también lo hacen muy bien los doctores Josephson y Lorello, aquí presentes, y todos aquellos de los presentes que deciden coserle una herida a un paciente que se ha cortado. Nadie tiene que decirme lo que puedo o no puedo suturar, ni a mí ni a ninguno de nosotros. De manera que ¡basta! En los cócteles y fiestas sociales todo el mundo se llena la boca con la idea de volver a los tiempos, más amables y apacibles, de los desaliñados y exhaustos médicos de cabecera, pero a la hora de la verdad nadie está dispuesto a desafiar al gran dios de la Ciencia, a decir que todavía hay sitio para esos médicos que conocen a sus pacientes como una persona integral y que se ocupan de su salud, tengan lo que tengan. Ojalá que en lugar de limitar esta asamblea al personal médico hubiesen invitado también a algunos de esos pacientes. Si entendiesen lo que significa para ellos tener médico quizá recordasen lo que significa para nosotros ser médico. Las propuestas que nos han hecho son humillantes e innecesarias, pero ésta es algo mucho peor. No la aprueben.

Harry vaciló un momento y luego se dejó caer en su sillón. La asamblea continuó en silencio. Steve Josephson alargó el brazo y le dio una cariñosa palmada en la mano.

– Gracias -le dijo con voz entrecortada-. Gracias por haberlo intentado.

Y de pronto estalló la ovación. Empezó por las filas del centro hasta hacerse casi unánime. Todos se pusieron en pie y algunos incluso prorrumpieron en vítores. Otros dieron aprobatorios golpecitos en el respaldo del sillón de delante.

Caspar Sidonis siguió sentado, muy rígido. Su perpetuo bronceado había enrojecido. Los otros miembros de la comisión se rebulleron en sus sillones, visiblemente incómodos.

– Al parecer, esta propuesta hiere muchas sensibilidades -dijo Sidonis en cuanto logró que de nuevo se hiciese el silencio en el auditorio-. Sugiero que aplacemos el debate hasta que la comisión pueda volver a reunirse con la dirección de riesgos y reconsidere la cuestión.

– ¡No! ¡Votemos ahora! -gritó uno.

– ¡Lo que yo propondría es que volvamos a votar todas las propuestas! -clamó otro.

Todos los asistentes empezaron a hablar y discutir al mismo tiempo. Sidonis, perplejo y no demasiado seguro de saber controlar la situación, miró en derredor en busca de apoyo. Lo encontró en el jefe de personal médico, un fornido cirujano ortopeda, ex defensa de cierre que llegó a jugar, en dos ocasiones, con el equipo de rugby de los All-American en Pennsylvania.

– ¡Ya está bien! ¡Hagan el favor de tranquilizarse! -bramó el jefe de personal-. Ya está bien. Cálmense. Quiero expresar mi agradecimiento al doctor Sidonis y a su comisión por la gran labor realizada. Parece, sin embargo, que la última propuesta suscita suficiente polémica como para aconsejar reconsiderarla. Ya sé que la cuestión de redistribuir competencias no es fácil. Quisiera agradecerles a los miembros de la comisión su valentía al plantearla, y a los médicos no especialistas su comprensión. Vamos… ¡no sean infantiles! -añadió al oír que dos médicos lo abucheaban-. Le encomendamos al doctor Sidonis y a la comisión una labor y han cumplido con ella. Creo que merecen nuestro aplauso.

Aunque a regañadientes, buena parte del personal médico aplaudió. La asamblea concluyó con unas palabras de elogio por el duro trabajo de la comisión Sidonis, y con el ruego de que reinase la unidad entre el personal.

– Ustedes, los facultativos de medicina general, son todavía el fundamento de nuestro sistema de sanidad -dijo-. No lo olviden.

Aunque Harry aceptó los apretones de manos y las felicitaciones de Doug Atwater, de Steve Josephson y de otros colegas, era consciente de que, si bien había ayudado a que los médicos de familia salvasen la cara, su rango había sufrido un rudo golpe. El clamoroso apoyo a su intervención no lo había impedido.

Se abrió paso entre los asistentes y enfiló hacia la salida situada junto al escenario del auditorio. Iba ya a trasponer la puerta cuando Caspar Sidonis lo abordó. Por un momento, Harry pensó que el ex boxeador fuese a pegarle.

– Disfrute de su pequeño show mientras pueda, Corbett -le dijo Sidonis-. No va a servirle para cambiar nada. Siempre va usted de sabihondo, pero esta vez le ha tocado un hueso duro de roer.

Y, sin decir más, Sidonis dio media vuelta y se alejó.

– ¿Qué? ¿Te ha invitado a tomar el té, Harry? -preguntó Doug Atwater.

– No sé qué le pasa a este individuo conmigo -contestó Harry con una forzada sonrisa-. Hay algo soterrado que no acabo de captar.

– Pues olvídalo -le aconsejó Doug-. Vamos, te invito a una Coca-cola. Eres un tipo formidable, Harry; formidable de verdad.



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