– Está bien, doctor, empecemos de nuevo desde el principio.
– ¿Desde dónde?
– ¡Desde el puñetero principio, le digo!
Albert Dickinson, con el traje tan arrugado que necesitaba con urgencia pasar por la tintorería, apagó un Pall Mall y se dispuso a encender otro. El cenicero estaba a rebosar.
El pequeño despacho destinado a los interrogatorios apestaba a tabaco, posos de café y sudor.
Sentado en una silla de madera, de respaldo de tablillas, Harry se rebullía incómodo. No estaba del todo seguro de si debía contestar a las preguntas del inspector sin llamar a Mel Wetstone. La pura verdad era que él no había hecho nada. Y al margen de su circunstancial implicación en el asesinato de la noche anterior en el Central Park, nada tenía que ocultar.
No obstante, se sentía abrumado. Un joven paciente, a quien tantos desvelos había dedicado, acababa de morir.
Veinte minutos después de que Harry saliese de la habitación 505, una auxiliar reparó en que Andrew Barlow yacía inerte en su lecho, con las pupilas desmesuradamente dilatadas. Médicos y enfermeras intentaron la resucitación, pero desistieron al ver que el «electro» daba plano. Andy Barlow había muerto.
Aunque por la mañana era cuando más frenética era la actividad en el hospital, con las idas y venidas de médicos, enfermeras, auxiliares, estudiantes, técnicos y empleados de mantenimiento, ningún miembro del personal recordaba haber visto nada anormal en la habitación de Barlow después de que Harry se marchase.
Tras recibir la noticia, Harry anuló las pocas visitas que tenía en su consulta y volvió al hospital, tan descorazonado como aturdido.
Andy Barlow yacía boca arriba en la penumbra, cubierto con una sábana hasta el mentón. Su cara reflejaba ya la rigidez cadavérica.
Harry sintió ganas de gritar, de aullar como un animal herido. Hubiese destrozado todo lo que tenía a mano para desahogarse, pero se dominó y se sentó junto al lecho. Le cogió una mano a Barlow y rompió a llorar.
Antes de abandonar la planta, llamó a Owen Erdman. Le dijo que volvería a llamar después, para acordar una entrevista lo antes posible. Luego llamó a la familia de Andy y a Albert Dickinson, que le pidió que acudiese a la comisaría. Y allí estaba.
– Si cree que por ser el primero en notificármelo lo voy a borrar de mi lista, es que está loco -le dijo el inspector-. Lo cierto, sin embargo, es que eso es precisamente lo que ocurre: que está usted loco.
– ¿Cómo?
– ¡Que está usted loco! -le espetó Dickinson.
El inspector no podía acusarlo formalmente de delito alguno hasta que la autopsia demostrase que Andy no había muerto por causas naturales. Pero aunque nada anómalo revelase la autopsia, quedarían muchas preguntas por contestar. Al fin y al cabo, el joven arquitecto estaba incluido en la lista de pacientes en situación crítica. Y las enfermeras con quienes Dickinson habló le aseguraron que la falsa alarma de Harry agravó enormemente la crítica situación de Barlow.
– No fue una falsa alarma -replicó Harry, decidido a armarse de paciencia-. La enfermera de mi consulta oyó la llamada.
– No exactamente, amigo mío. Oyó sonar el teléfono. Incluso un obtuso inspector como yo sabe que, entre oír sonar un teléfono y oír una conversación, hay mucha diferencia.
– También lo oyó uno de mis pacientes desde la entrada de mi despacho. Por lo menos de algo tuvo que enterarse, aunque sólo fuese de lo que yo decía.
– Ya está. Me ha convencido.
– No sea tan sarcástico.
– Pues deje de intentar que me trague sus patrañas, como si yo fuera un retrasado mental.
– El paciente a quien me refiero se llama Walter Concepción.
Harry hizo memoria acerca de lo poco que sabía de aquel paciente: ex detective privado, en el paro, ex drogadicto, afectado de jaqueca crónica, tics nerviosos. Era justo la clase de testigo que Dickinson estaría encantado que esgrimiese; un testigo que encajaba a la perfección con otra testigo alcohólica, que había llegado a sufrir ataques de delírium trémens. La verdad era que encajaban como un guante.
– Deme la dirección del tal Walter y hablaré con él -dijo el inspector.
– A ver, dígame una cosa, teniente Dickinson: ¿qué gano yo con inventarme esa llamada telefónica? ¿Por qué habría de hacerlo?
– No sé… ¿Que por qué afirma que el hombre que, según usted, mató a su esposa llama para anunciarle que, sin más ni más, va a liquidar a un pobre marica aquejado de una enfermedad incurable? La verdad es que se me escapa.
– Yo no maté a mi esposa, ni me he inventado la llamada telefónica. ¿Hasta cuándo va a seguir el interrogatorio?
– El paciente puede haber muerto de un ataque al corazón, o algo así-dijo el inspector, que se aflojó el nudo de la corbata para aliviarse del bochorno que hacía allí dentro-. Verá: si yo estoy en las últimas, con sida y neumonía, e irrumpe mi médico en la habitación gritando que alguien quiere matarme, a lo mejor palmo del susto.
– Mire usted, inspector. Lo llamé para informarle de la muerte de Andy. Aguardé en la planta mientras usted y sus hombres interrogaban a todos los que estaban allí. He acudido aquí, a su comisaría, sin hacerme acompañar por ningún abogado. Hace hora y media que contesto a sus preguntas, algunas hasta dos o tres veces. He soportado insultos, insinuaciones insidiosas y acusaciones. Y sin embargo no creo que pueda tener queja de mi comportamiento. En estos momentos, estoy muy afectado por lo que le ha ocurrido a Andy Barlow. Lo apreciaba de verdad y hacía lo indecible para que superase la neumonía. Creo que lo mató el mismo que mató a Evie. Y, desde luego, yo no. Si tiene más preguntas que formularme, que no me haya hecho ya, se las contestaré con mucho gusto. De lo contrario, me marcho.
– Tanto si la autopsia da positivo como si da negativo, usted seguirá en mi lista como el principal sospechoso.
– Allá usted -replicó Harry.
Dickinson iba a apagar la colilla de su Pall Mall en el cenicero, pero reparó en que aún tenía el cigarrillo por la mitad, y exhaló el humo en dirección a Corbett.
Harry se levantó, cogió la chaqueta que había colgado en el respaldo de la silla y enfiló hacia la puerta.
– No me ha detenido por el asesinato de Evie porque el fiscal no cree que haya base suficiente. Y no se equivoca. Yo no maté a mi esposa.
– Eso ya se lo dirá usted al jurado, doctor. He apostado el sueldo de una semana a que el jurado lo va a crucificar.
– Muy bien. Cuando esté usted en condiciones de llevarme ante un tribunal, ya sabe dónde encontrarme.
Harry llegó a su consulta poco después de las tres. En la sala de espera no había nadie. Detrás del cristal de recepción estaba Mary Tobin, visiblemente entristecida.
– He tenido que cambiarles el día de visita a la señora Gonsalves y a los chicos de la señora Silverman -dijo Mary-. La señora Gonsalves no ha puesto inconvenientes, pero la señora Silverman se ha enfadado mucho. Acaba de llamar para decirme que le enviemos el historial médico de toda la familia al doctor Lorello.
– Marv Lorello es bueno. Los atenderá perfectamente.
– O sea… ¿que no le importa?
– Claro que me importa, Mary, pero ¿qué quiere que haga?
– No lo sé. Ay, Dios mío… Me parece, doctor, que esto empieza a poder conmigo.
– Y conmigo.
– Lo de Andy Barlow ha sido espantoso.
Corbett estaba tan crispado que cogió uno de los formularios que hacía rellenar a sus pacientes y lo estrujó.
– Le juro, Mary, que el cabrón que lo ha matado lo va a pagar.
Harry seguía con el formulario en la mano, hecho una pelota. Lo lanzó a la papelera con tan poco tino que cayó a medio metro.
– He de ir a ver a los padres de Andy a Delaware -prosiguió Corbett-. Es una parte de mi trabajo que siempre he detestado, pero aún detesto más comunicarlo por teléfono.
Mary se levantó, se acercó a su jefe y lo abrazó. Su familia había tenido que soportar muchas desgracias y sabía cómo consolar y confortar. La gordura de Mary Tobin transmitía calidez. Le recordaba a su madre antes de que empezase a sufrir ataques y perdiese más de treinta kilogramos.
Harry dejó de buen grado que el abrazo se prolongase unos segundos.
– Me parece que he de darle otra mala noticia -dijo Mary al soltarse de Harry-. Sara se marcha.
A Harry se le cayó el alma a los pies. Su auxiliar llevaba en la consulta más de cuatro años. Era inteligente, ponía mucho interés en aprender y enfocaba los problemas clínicos tal como él lo hacía. Los pacientes la adoraban y, en realidad, aportaba a la consulta más beneficios de lo que cobraba.
Harry dirigió la mirada hacia el pasillo y vio que en el despacho de Sara no había luz.
– ¿Qué ha ocurrido, Mary?
– Todo este asunto la abrumaba demasiado. Además, parece que su marido la presiona. Hoy se ha marchado a casa porque estaba indispuesta, pero me ha dicho que seguirá esta semana, y la que viene, si usted quiere, y que luego dejará el trabajo.
– Con esta semana me basta -dijo Harry con expresión ausente-. Hablaré con ella mañana.
«Otra baja», pensó Harry, que se quedó unos instantes ensimismado.
– ¿Para cuándo le ha dado hora a Walter Concepción, Mary?
– Creo que para el miércoles de la semana que viene. Se ha excusado por haber oído la conversación que tuvo usted con… aquel hombre. Se siente violento por no haber dado media vuelta al ver que hablaba usted por teléfono.
– Pues no sabe cuánto me alegro de que no lo hiciese. ¿No tenemos ningún número de teléfono al que podamos llamarlo?
– Sí. En el cuestionario no lo incluyó, pero llamó luego para darme uno. Me parece que es de esos teléfonos compartidos que tienen los rellanos de algunos inmuebles.
– ¿Quiere anotarme el número y su dirección, por favor? Intentaré ponerme en contacto con él.
Se oyó sonar el teléfono de la línea privada en el despacho del fondo del pasillo y Harry se puso tenso.
– Rápido, Mary -le susurró a la enfermera, pese a estar solos-. Sígame, por si acaso es él.
Corrieron hacia el despacho y, una vez dentro, Harry le indicó a la enfermera que se situase junto al teléfono para que pudiera oír quién llamaba.
– Diga.
– Hola, Harry. Me alegro de encontrarte. Soy Doug.
Harry cubrió el micrófono con la mano.
– Es Doug Atwater. Ya me extrañaba a mí. El asesino no ha cometido hasta el presente ningún error. Creo que era confundir los deseos con la realidad esperar que lo cometiese ahora -le susurró a Mary, desilusionado.
Harry aguardó hasta que Mary hubo salido del despacho para contestar.
– Hola, Doug.
Prácticamente, Atwater era el único miembro del cuadro médico del hospital con quien se sentía con ánimo de hablar en las circunstancias en que se encontraba.
– Oiga, Harry, me acaba de llamar Owen para preguntarme si sabía algo de usted. Me ha contado lo del pobre hombre del edificio Alexander. Es terrible. Terrible. Y sé que usted no es responsable en absoluto.
– Mire, Doug, hay un loco suelto en el hospital que mató a Evie y ahora trata de hacerme todo el daño que pueda.
– Ya me ha dicho Owen que eso es lo que usted cree.
– ¡Es que es eso lo que ocurre!
– Bueno, pero no se enfade conmigo. No me había dicho usted nunca nada de un loco.
– Disculpe.
– Verá, Harry, el personal de enfermería no deja de incordiar a Owen. Le aseguran que ha llamado usted para renunciar a su trabajo en el hospital. ¿Es eso cierto?
– En absoluto, Doug. Me ha costado veinte años labrarme una reputación, y no la voy a tirar ahora por la borda. Además, si no sigo en mi puesto y lucho, jamás descubrirán al asesino. Tal como están las cosas, mi única posibilidad es desenmascararlo.
«Seguir en mi puesto y luchar.» Harry se retrotrajo a una mañana de hacía unas pocas semanas, y recordó haberle dicho a su hermano Phil que le faltaba motivación.
– ¿Va a venir a hablar con Owen acerca de ello? -preguntó Atwater.
– Sí. Iba a ir hace un par de horas, pero me ha entretenido un inspector de policía. Ya lo conoce. Es Dickinson, el mismo que estuvo en la planta cuando murió Evie.
– ¡Oh, no! Ese tipo es un imbécil. ¿No irá a creer que también ha matado usted a Barlow?
– Ya lo creo. No faltaba más.
– ¡Joder! Perdone… mi lenguaje, pero es que esto es para… ¿Puedo hacer algo?
– Ojalá.
– ¿No tiene idea de quién pueda querer hacerle tanto daño?
– Ni la más remota.
Atwater guardó silencio unos instantes. Todo aquello le resultaba muy embarazoso. Al momento, comentó:
– Quizá debería usted considerar tomarse unos días de descanso, por lo menos hasta que se tranquilicen un poco los ánimos y se calme todo un poco. Ya sabe que estoy a su lado sin reservas, pero con las enfermeras en pie de guerra y Owen entre la espada y la pared la cosa está que arde. No se puede hacer ni idea de cómo está el patio.
– Por lo visto, usted tampoco me cree. Lo noto por su tono de voz.
– Tiene que ser razonable, Harry. Todo esto tiene muchas implicaciones.
– Gracias por llamar, Doug. Aunque todos ustedes voten para que me marche, no pienso renunciar a mi trabajo en el hospital.
Harry colgó sin aguardar la réplica de Atwater y se dejó caer desmayadamente en el sillón. Su viejo amigo -y posiblemente su último aliado en el hospital- acababa de dar la espantada.
Atwater carecía de autoridad para forzar que lo echasen del hospital, pero podía recusarlo como miembro del cuadro médico adscrito a la CSM. Y los asociados a la CSM representaban entre el 40 y el 50 % de sus pacientes. Sin ellos, difícilmente podría seguir con el ejercicio de la medicina durante mucho tiempo.
Mary Tobin entró en el despacho con cara de circunstancias, y le dijo que, como no tenía trabajo ese día, aprovecharía para salir antes y hacer unos recados.
Harry le dio las gracias, y le aseguró, sin demasiada convicción, que no tenía por qué preocuparse mientras la seguía con la mirada al salir ella del despacho. Ya le contaría por la mañana el mazazo moral que Atwater acababa de propinarle. No quería abrumarla más de lo que ya estaba. Después de comprobar que no tenía trabajo pendiente, Harry llamó al teléfono del apartamento de Maura y luego al suyo. Como no obtuvo más respuesta que la de los contestadores automáticos, dejó el mensaje. Estaría en casa a las cuatro. Después llamó a Owen Erdman y concertaron otra reunión para hablar de su futuro en el CMM.
Harry despejó un poco la mesa y apoyó los pies encima, cerró los ojos y trató de concentrarse. Tenía que dar con alguna idea que lo librase de las amenazas que se cernían sobre él.
El timbre del teléfono lo sobresaltó de tal modo que estuvo a punto de caer del sillón. Era de nuevo su línea privada. Cogió el teléfono pero no contestó. No le cupo duda: el asesino llamaba de nuevo, volvía a llamar para mortificarlo.
– La autopsia no revelará la presencia de ninguna sustancia extraña -le dijo la misteriosa voz.
– ¿Cómo lo sabe?
– Dispongo de una neurotoxina tan potente y tan perecedera que nada más causar la muerte empieza a desaparecer del cuerpo. En realidad, el organismo metaboliza el veneno después de la muerte. Ya ve… todos empeñados en llamar salvajes a los indios de la cuenca del Amazonas, y le aseguro que, en lo que a administrar la muerte se refiere, son unos virtuosos.
Harry no dejó de advertir la enorme arrogancia y el infatuado ego de su anónimo comunicante. Consciente de lo peligroso que era enfurecerlo, midió sus palabras.
– ¿Qué quiere de mí?
– Que resuelva el problema, ya se lo dije, y a ser posible, después de escribir una nota en la que reconozca su poca fortuna al prescribir… ¿qué fue lo que utilizó?, ah, sí, Aramine. Le inyectó Aramine a su esposa. Quedará en paz con su conciencia, y problema resuelto.
– No represento ninguna amenaza para usted -replicó Harry-. Ni yo ni nadie. Dudo que alguien crea que usted existe.
Dudo que alguien crea que usted existe. Las ideas se agolpaban en la mente de Harry. Aquel hombre podría estar loco, pero era inteligente. ¿Por qué, entonces, lo llamaba a su consulta, a riesgo de que cualquiera oyese lo que equivalía a una confesión? Todo lo que Harry necesitaba era una persona de confianza que escuchase y que estuviese al corriente de todo.
El asesino debía de saber que Harry tenía una línea telefónica privada y, por lo visto, que no había extensiones desde las que otra persona pudiera escuchar, pero ¿quién le aseguraba a él que no había alguien junto al teléfono, como Mary Tobin cuando llamó Doug Atwater?
Aquel maníaco era audaz y arrogante, pero actuaba con suma precaución. ¿Por qué corría aquel riesgo?
Harry no paraba de darle vueltas a la cabeza para tratar de comprenderlo. De pronto, lo vio claro: ¡Este cabrón vigila mi consulta! ¡En este mismo momento debe de estar al acecho! De lo contrario, no tenía sentido.
– Oiga, acaba de llegar un mensajero. He de darle un paquete para un despacho de aquí arriba. Si tiene algo más que decirme, no cuelgue, que en seguida estoy con usted.
Harry dejó el auricular encima de la mesa y corrió pasillo adelante hacia la puerta de la entrada. Había un teléfono público en la acera de enfrente, dos portales más abajo. ¡El asesino ha de estar allí!
Aunque era ya tarde, aún no había oscurecido. Harry esquivó un taxi y cruzó la calle como una exhalación. Bajo el minicobertizo que resguardaba el teléfono no había nadie, pero alguien había estado allí hacía unos instantes, ya que el auricular colgaba del cordón y oscilaba de lado a lado como un péndulo. Un pañuelo blanco, dejado en la pequeña repisa metálica del teléfono, indicaba que el asesino había borrado las huellas dactilares.
Harry corrió hacia la primera bocacalle, que daba a la Quinta Avenida. Los viandantes atestaban ambas aceras. Harry las recorrió con la mirada, a ver si veía a alguien que le llamase la atención. Pero nada. Carla Dejesus, la anciana dueña de una tienda, dejó de barrer la entrada y lo saludó con la mano. Harry correspondió a su saludo, se le acercó y le preguntó si había visto a alguien de aspecto inusual pasar por delante o correr por la avenida.
La tendera no había visto nada anormal.
Harry sintió deseos de gritar y de emprenderla a patadas con cualquier cosa, pero no habría faltado más que eso, con su cordura tan en entredicho.
– Daré contigo, cabrón -masculló Harry sin dejar de mirar a un lado y a otro-. Voy a dar contigo cueste lo que cueste.
Volvió a la consulta para cerrarlo todo bien con llave y llamó a su apartamento. Maura cogió el teléfono en seguida. Hasta oír su voz, no se percató Corbett de lo preocupado que había estado por ella.
– Hola, Maura, soy Harry.
– ¿Qué tal, señor médico?
Se lo dijo con la voz demasiado cantarina y chispeante. Oírla acabó de abatirlo.
– ¿Ha vuelto a beber, eh, Maura?
El silencio que siguió no pudo ser más elocuente.
– Sí, pero no tanto como para preocuparse -replicó ella.
– Maura, por favor -dijo él, que temía por Maura tanto como temía perder el control y empezar a despotricar-, no beba más. Por favor, la necesito. El asesino de Evie cree que pagué a alguien para que nos siguiese anoche y que soy el responsable de la muerte de su compinche. Es más, para pagarme con la misma moneda, hace unas horas ha matado a uno de mis pacientes, un joven de treinta y tres años. Se coló en su habitación y lo mató. Y hace un rato ha llamado para alardear de haberlo hecho. Usted…
Harry tuvo que interrumpirse para no perder la calma. Maura seguía callada.
– … usted es la única amiga que tengo en estos momentos -prosiguió-. No sé qué hacer. Ese condenado me amenaza con no dejar de hacerme daño, o hacérselo a mis pacientes, hasta que… me suicide.
– ¿Por qué no vuelve a casa, Harry? -dijo Maura al cabo de unos instantes que a Harry se le hicieron eternos.
– ¿Y usted qué va a hacer?
– Pues, para empezar, darme una ducha.
– Lo más fría posible -le recomendó Harry, que dio gracias a Dios por la sensata decisión de Maura.