Capítulo 17

El apartamento de Maura Hughes estaba en la zona alta del West Side, a media manzana del Morningside Park.

Harry fue a pie desde la oficina, confiado en que Maura cumpliese su promesa de estar sobria. Tener su consulta privada en una de las zonas más pobres de la ciudad lo había familiarizado con los más virulentos casos de alcoholismo. Pudiera ser que hubiese visto más tragedias causadas por la bebida que las que tuvo que presenciar en los dieciocho meses que sirvió en Vietnam.

Era poco tranquilizador que su futuro dependiese de una mujer que casi había perdido la vida a causa del alcohol. Incluso cuando estaba sobria, su credibilidad era escasa. Y si empezaba a beber otra vez, no inspiraría la menor confianza a nadie.

El inspector Dickinson no había podido conseguir una orden de detención debido al hecho de que Maura asegurase haber visto al misterioso médico y de no haberse encontrado pruebas de que la inyección de Aramine la pusiera Harry. Pero Mel Wetstone coincidía con el inspector en que eran tantos los elementos de pruebas circunstanciales, que el jurado se decidiría por el procesamiento. Al abogado parecía atraerle la perspectiva de defender a Harry en un juicio que podía convertirse en uno de los de mayor resonancia de los últimos tiempos.

Sexo, adulterio, dinero de un seguro de vida de por medio, doble vida de una hermosa periodista, prostitución, un misterioso veneno, médicos… «Director de un circo de los medios de comunicación a razón de 350 dólares a la hora. ¿Por qué no se me ocurriría a mí estudiar derecho?», se dijo Harry.

Pasó frente a una floristería y pensó en comprar un ramo, pero en seguida desechó la idea. Las flores recordarían demasiado el hospital y, además, se prestaban a malas interpretaciones, aunque no porque Maura pudiera estar interesada en él, salvo como proveedor de whisky Pero en más de una ocasión se encontró con pacientes (de ambos sexos) que interpretaron mal sus atenciones. En una ocasión, porque, por exceso de celo médico, llamó a deshora a una paciente que, sin que él lo hubiese advertido, estaba muy enamorada de él. Y en otra, porque le dio conversación, hasta altas horas de la noche, a un joven ingresado en el hospital.

Harry se limitó a comprarle una pequeña caja de bombones. Si Maura reaccionaba como tantos otros alcohólicos al dejar de beber, era probable que se atracase de golosinas para sublimar su deseo de beber.

El aspecto de las viviendas mejoraba a ojos vista a medida que se acercaba al bloque de Maura. En todas las casas había portero, y algunos de los inmuebles -de obra vista en su mayoría- estaban bastante cuidados.

Aunque eran casi las siete y media, aún había bastante luz, el cielo estaba despejado y la temperatura era agradable. Harry pasó junto a un polideportivo en el que un grupo de niños, blancos y negros, jugaban a baloncesto en una pista semicubierta, algo desvencijada. Todos debían de rondar los trece o catorce años. No tenían ni idea del juego de conjunto, pero eran tan hábiles que daba gloria verlos. Era como respirar una bocanada de aire fresco.

Ver jugar a aquellos niños actuó como un lenitivo que lo relajó de la tensión de un día horrible. Que Doug Atwater hubiese conseguido que, por lo menos de momento, pudiera seguir con su trabajo en el hospital y las casi continuas llamadas y muestras de apoyo de sus pacientes habían sido lo único positivo de la infausta jornada.

Aunque ignoraba qué podía esperar de Maura Hughes, comprendió que deseaba vivamente su compañía. Salvo una vez que fue a tocar con el grupo del club C.C.'s, no había salido de su apartamento ninguna noche desde la muerte de Evie.

La casa en la que vivía Maura Hughes era de obra vista y tenía cuatro plantas. Seis escalones daban acceso a una puerta de caoba labrada. El sótano no tenía puerta, y las ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes de hierro.

Harry supuso que el apartamento de Maura debía de estar en el sótano. Le sorprendió ver que, de los tres timbres que había en el panel del vano de la puerta, el superior era el de Maura. Se identificó a través del interfono y ella le abrió con el portero automático.

– Al final de la escalera -le dijo ella con voz clara y animada. Era un buen síntoma.

Harry subió las escaleras con cierto alivio, porque, por más necesitado de compañía que estuviese, hacer de «canguro» de una alcohólica no era lo que más lo seducía para sus ratos de ocio.

Vio que Maura lo aguardaba en la entrada de su apartamento. La imagen que tenía de ella, tras haberla visto en el hospital, era la de una mujer bajita. Pero era alta; medía, por lo menos, 1,75 m, y tenía un porte elegante y un cuerpo estilizado. Llevaba zapatos de lona, téjanos y una camiseta de algodón muy holgada. Se había puesto un turbante blanco y no lucía más joyas que unos grandes y originales pendientes (unos pequeños discos esmaltados de distintos colores y delicadamente unidos por un hilo metálico, de tal manera que, a cada movimiento de la cabeza, los pendientes cambiaban de color, como un caleidoscopio).

Maura estaba un poco demacrada y daba la impresión de sentirse algo violenta. Al saludarla, notó que su fina y suave mano estaba casi helada. Salvo por el turbante, no había nada en aquella mujer esbelta, de porte tan elegante como natural, que le recordase a la angustiada e irascible paciente que había conocido en el hospital.

Maura le agradeció los bombones y le dirigió una sonrisa que reflejaba más tristeza que alegría.

– Pase. Pase, por favor -lo invitó.

– Lleva unos pendientes preciosos.

– Gracias. Me los hice yo misma.

Harry la siguió hasta un amplio salón -una luminosa estancia rectangular- de casi diez metros de largo. El fino parqué de roble, semicubierto de varias alfombras orientales, brillaba como un espejo. El techo era alto y la luz indirecta que asomaba del reborde del artesonado había sido, sin duda, instalada por un especialista.

Maura no vivía precisamente en un inmueble sin ascensor, ni en un apartamento destartalado y deprimente, como había imaginado Harry.

– ¿Sorprendido? -dijo ella como si le adivinase el pensamiento.

Harry señaló hacia las paredes, cubiertas de maravillosas pinturas. Casi todos los cuadros eran óleos, o acrílicos, sobre lienzo. También tenía acuarelas y varios collages. Algunos de los cuadros -sobre todo los retratos- eran tristes y de un duro realismo. El resto, sin embargo, eran abstractos (dinámicos mundos de formas y colores, en los que coexistían la meticulosa organización y el caos más absoluto).

Corbett se consideraba un experto en arte, pero era muy sensible a la pintura. Aquellos cuadros le transmitían un gran vigor y una intensa y abrumadora rabia.

– Son formidables -dijo Harry mientras pasaba lentamente frente a los cuadros.

– Ya no pinto así, y no porque no quiera.

– ¿Es todo obra suya?

– Incluso los alcohólicos pueden hacer cosas -repuso ella con frialdad.

– Eh… No he querido decir eso en absoluto. Sólo que son, sencillamente, formidables.

– Gracias. ¿Quiere tomar algo? ¿Coca-cola? ¿Vino?

– Sí, estupendo. Una Coca-cola.

Harry estuvo a punto de decirle que no era prudente tener alcohol en casa, pero se contuvo. La siguió a la cocina, que, aunque pequeña, estaba diseñada por alguien a quien le gustaba cocinar.

A la izquierda de ésta estaba el espacioso estudio de Maura Hughes. Había varios caballetes, lienzos amontonados y un gran lucernario. La pared del fondo estaba cubierta de arriba abajo de estanterías llenas de libros, y con el cabezal casi adosado a la parte baja de la librería estaba la cama de Maura, flanqueada de helechos y palmeras enanas.

– Le ruego que me disculpe si doy la impresión de estar tensa o nerviosa -dijo ella mientras llenaba los vasos-. Sí, doy la impresión de estar nerviosa porque lo estoy. Quizá tenía que haberlo llamado y quedar para otro día.

Maura le pasó un vaso, lo condujo de nuevo al salón y lo invitó a que se instalase en el sofá, frente al sillón en el que ella se sentó. Encima de una mesita de superficie de cristal tenía el Times, abierto por la página en la que aparecía el artículo sobre Evie. Harry se fijó en seguida en el periódico.

– Supongo que tomar una Coca-cola en casa con un sospechoso de asesinato debe de poner nervioso a cualquiera. Yo lo estaría -dijo Harry.

– Ya sabe usted que no es por eso. Los dos somos conscientes que usted no le administró nada a su esposa.

– ¿Y entonces?

– ¿Para qué ha venido a verme, doctor Corbett?

– Bueno… Para empezar, me llamo Harry. En cuanto salgo de la consulta dejo de ser el doctor Corbett.

– ¿La ha dejado?

– ¿Si he dejado qué?

– La consulta. Verá, doctor Corbett… es decir, Harry, mi hermano me comentó que usted dijo ser un experto en alcoholismo, que conoce personas que pueden ayudarme, que podría acudir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y todo eso. Si está aquí para curarme, creo que podré ahorrarnos a los dos una larga e incómoda velada. No estoy para curarme. Mejor en adobo, o en conserva.

– No sé lo que le habrá dicho su hermano, pero no soy experto en nada, salvo, en todo caso, en atender a mis pacientes.

– ¿No está entonces aquí por eso? ¿No ha venido para cerciorarse de que no bebo?

– Tampoco he dicho eso. Dígame una cosa: si creía que quería verla para… curarla, como ha dicho usted, ¿por qué ha aceptado?

– Porque la verdad es que ayer no me apetecía beber, pero hoy sí.

Harry pensó que, o se había metido él sólito entre la espada y la pared, o era ella que se las arreglaba para ponerlo en tan delicada situación. Porque si le mentía acerca de sus motivos, ella lo notaría, y si le decía la verdad, o trataba de darle lecciones, lo más probable era que estuviese en el polideportivo viendo jugar a baloncesto a los críos antes de que se le calentase la Coca-cola.

– Estoy aquí porque tengo problemas, Maura -optó por decirle Harry-. Un inspector está empeñado en crucificarme, y en el hospital tratan de deshacerse de mí. Usted es la única persona que sabe cosas que pueden ayudarme. No sé quién fue el hombre que vio usted entrar en su habitación e ir junto a la cama de Evie, ni por qué la mató, pero la otra noche tuvo ocasión de matarme y no lo hizo porque, seguramente, está convencido de que tarde o temprano la policía me detendrá. Me dejó marchar, convencido de que no tengo cartas que jugar, aunque sí las tengo; dos, por lo menos. Yo he oído su voz, y usted le vio la cara.

– Y piensa que, si bebo, no voy a servirle de ayuda.

– Lo que pienso es que la última vez que bebió casi le cuesta la vida. Y no quiero que muera.

– Es que necesito beber -replicó Maura, que puso cara de circunstancias y le dirigió una escrutadora mirada.

– Ya lo sé -reconoció él en tono comprensivo y sincero-. Y yo necesito librarme de todo esto, cambiar de aires, ir a uno de esos lugares en los que el calor es insoportable y donde utilizan conchas como moneda y no han oído jamás hablar de querellas por negligencia profesional, ni de la CSM, ni de jurados. Pero no me voy a librar.

Maura abrió la caja de bombones, cogió uno y cerró los ojos mientras lo paladeaba.

– Sabe lo de las golosinas, ¿eh? -inquirió ella.

A Harry le pareció que Maura bajaba un poco la guardia.

– Sí, pero eso no quiere decir que sea un experto.

– Me atizo entre diez y once mil calorías diarias en bombones -dijo ella tras saborear otro- y no engordo ni un gramo. Imagínese…

– Pues tiene usted suerte. A mí me basta con mirarlos para que se me desabroche el cinturón. Imagínese…

Imagínese, repitieron los dos al unísono, y casi se echaron a reír; pero faltó el casi. Harry guardó silencio mientras ella cogía la caja de bombones, la cerraba y la dejaba encima de la mesa.

Corbett se percató de que aquél era un momento crucial; de que a Maura le rondaba por la cabeza instarle a que desistiera de alejarla de la bebida y se largase. Si ella así lo decidía, no tendría más remedio que marcharse, y antes de dos horas estaría borracha.

– Siento ponerlo en una situación tan violenta, Harry -se excusó ella-. Me parece que se da cuenta de que en estos momentos es usted lo único que se interpone entre yo y la botella de whisky que tengo en la cocina.

– No, Maura. Lo único que se interpone entre usted y la botella es… usted. A lo mejor resulta que, sin saberlo, soy un experto en la materia. No obstante el caso es que estoy seguro de lo que le digo.

Durante los momentos de silencio que siguieron, Harry notó que Maura bajaba del todo la guardia. «¡Así que calla la boca! -se dijo Harry, que había hablado lo justo. Cualquier otra cosa que añadiese podía echarla para atrás-. No digas ni una sola palabra más. Ni una palabra.»

– ¿Qué opina de este turbante? -preguntó Maura de pronto-. Me cohíbe mucho tener tan poco pelo. Llegué a ponerme peluca, pero estaba ridícula.

– Como Dickinson.

– ¿Como quién?

– Como Albert Dickinson. Lo hizo usted polvo cuando le dijo que estaba ridículo con su peluquín. ¿Lo recuerda? -le preguntó Harry, que en seguida notó por su expresión que no lo recordaba.

– Ah, sí-repuso Maura sin convicción-. No le gusta el turbante, ¿eh? Ya lo veo. Cree que debería quitármelo, ¿no es eso?

– No. Creo que debe hacer lo que mejor le parezca.

– ¿Aún quiere que vayamos a cenar?

– Naturalmente.

– ¿Aunque sea un trasto, calva y me atraque de dulces?

– Pues claro.

Maura se quitó el turbante y lo lanzó al otro lado de la estancia. Era pelirroja. Le había vuelto a crecer un poco el pelo, pero aún se le notaba la cicatriz de la operación.

– ¿Por qué me mira tan fijamente?

Se había quedado de piedra, aunque no por la razón que ella creía. Sin el turbante parecía otra. La inflamación y los cardenales que tanto la desfiguraron habían desaparecido. Su cutis era suave y tenía una hermosa palidez, sin más que un ligero toque de color y unas pecas que embellecían sus mejillas. Sus grandes ojos verdes parecían tener luz propia, y los labios eran carnosos y sensuales.

– Yo… Verá… -dijo Harry, algo azorado-. Me parece que no necesita el turbante.

– Bueno, pues se acabó el turbante. Si va en serio lo de ir a cenar, le confesaré que me pirro por los restaurantes indios.

– A mí también me gustan; y conozco uno bueno.

Harry miró en derredor y reparó en que, por lo menos, dos de los cuadros eran autorretratos de Maura. La técnica era buena -eso era indiscutible- y captaban algo de ella, pero, en su opinión, eran autorretratos que no reflejaban el talante, ni la misteriosa personalidad de la mujer que tenía sentada enfrente.

– ¿Sabe qué le digo? Que es usted un buen tipo. Estaré encantada de ayudarlo, si puedo.

Maura cogió una cazadora de color marrón tostado que colgaba del respaldo de una silla y se la puso.

– ¿No le han dicho nunca, Harry, que se parece mucho a…? Espere. A quién me recuerda. Ah, sí: a Gene Hackman. Se parece a Gene Hackman.

Harry la miró con cierta curiosidad, sin saber cómo reaccionar. La expresión de Maura era inequívoca: ¡no lo recordaba!

– Pues… sí. Una persona me dijo una vez que me parecía a él.

– ¿Su esposa?

– No, no. Fue otra persona. Verá… Pensaba aguardar a después de cenar para hablarle del misterioso médico. De todas formas… ¿podría darme una idea de cómo era? ¿Cómo se lo describió a su hermano?

Maura pareció ir a contestar, pero entornó los ojos con expresión de perplejidad.

– Alguien entró en la habitación. Eso creo, por lo menos. Es lo único que sé.

– ¿Quiere decir que no recuerda su rostro? -preguntó Corbett, tan perplejo como la propia Maura Hughes.

– Hasta este momento no había reparado en ello, Harry -dijo entristecida-. Pero no, no recuerdo nada en absoluto de aquel maldito día.

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