Capítulo 28

El termómetro instalado en la entrada de la estación de cercanías de Battery Park recibía directamente la luz del sol. Con todo, 34° C eran 34° C.

Al entrar en la estación, sudoroso y agobiado por el calor, con el maletín en una mano y la chaqueta hecha un pingo en la otra, James Stallings se dio a los demonios por su manía de llevar camisas de vestir oscuras. Le encantaba cómo le quedaban. Además, marcaban una simbólica distancia respecto de sus colegas de camisa blanca. No obstante, en un día tan caluroso ponerse una camisa azul marino era una de las muchas tonterías que hacía últimamente.

La estación estaba atestada: multitud de turistas, que regresaban de Ellis Island y de la estatua de la Libertad, se hacinaban con los pasajeros llegados en el ferry de Staten Island y con los alumnos de un colegio que iban de excursión.

Casi todo el mundo hablaba del calor. Stallings cruzó uno de los tornos detrás de dos colegialas que se reían de un chico a quien en el último momento habían castigado con no ir a la excursión. Stallings oyó la conversación y trató de enterarse de qué había hecho el muchacho y adónde iban, pero antes de que lo consiguiera, los colegiales se encontraron con otro grupo y echaron a correr escaleras abajo.

El tren aguardaba ya en la vía. Como Battery Park era la primera estación, casi siempre había asientos libres, incluso en horas punta. Aquel día, sin embargo, no quedaba ninguno. Por retazos de crispadas conversaciones que le llegaban, Stallings dedujo que el tren iba a salir con retraso y, como es natural, aunque los vagones tuviesen aire acondicionado, en el andén no había.

Un aire denso y pegajoso procedente de la calle neutralizaba el poco aire frío que desprendían los vagones. Stallings tenía la camisa empapada en sudor. Miró a través de la ventanilla, hacia la multitud que bajaba por las escaleras y que avanzaba por el andén.

Quedaron en que Loomis aguardaría por lo menos diez minutos antes de volver a la oficina de la Crown, y ya debían de haber pasado. No importaba mucho que coincidiesen en el mismo tren, especialmente si iban en vagones distintos. Stallings, que no tenía nada de persona nerviosa ni histérica, estaba aterrado (por más que tratara de convencerse de que era un pánico irracional).

Sir Lionel, que podía representar una amenaza para la Tabla Redonda, murió súbita y misteriosamente. Y un año después, Evelyn DellaRosa. También ella se cruzó en el camino de la secreta sociedad. Casi por casualidad, se había descubierto la sustancia utilizada para matarla. ¿Eran ambas muertes una coincidencia? Era posible, aunque dudoso, pensaba Stallings. Y ahora, antes de veinticuatro horas, tendría que entregar una lista de enfermos terminales para que se les interrumpiese el tratamiento o convertirse, también él, en una amenaza potencial para la Tabla Redonda.

Había hecho muy bien en hablar con Kevin, se dijo. Loomis parecía un hombre franco y decente y, aunque no hubiera acabado de comprometerse (y acaso no estuviese del todo convencido de lo que le había planteado), en cuanto tuviera tiempo de reflexionarlo estaría con él. Luego, una vez juntos, ya se les ocurriría algo. No había otro remedio. Stallings se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa. El vagón iba ya casi lleno. El calor resultaba asfixiante. De un momento a otro alguien se desmayaría.

– ¡Eh! ¡Tenga más cuidado! -dijo uno de los pasajeros de mala manera.

– ¡A hacer puñetas! -le replicaron.

Una arrugada anciana, con una pronunciada joroba y una rebosante bolsa de la compra, se embutió a viva fuerza entre el que había protestado y los asientos y le dio un tremendo pisotón a Stallings, que, sin embargo, se excusó y retiró el pie. La muy bruja lo fulminó con la mirada y masculló algo que Stallings se alegró de no entender.

Se cerraron las puertas y, por un instante, ante la inmovilidad del tren, los pasajeros parecieron condenados a morir por estrujamiento y sofoco. Al momento, y lentamente, casi a regañadientes, el tren empezó a moverse. Stallings era más alto que la mayoría de quienes iban de pie en el vagón. Como llevaba el maletín en una mano y la chaqueta en la otra, tenía que sujetarse a la barra, que quedaba por encima de la cabeza de la anciana. Aunque coger siempre aquel tren desde la zona alta del East Side lo había convertido en un pasajero muy tolerante, nunca había hecho un trayecto tan insufrible. Para colmo, el vagón cabeceaba como un demonio, seguramente porque el conductor querría recuperar el retraso.

Un minuto después de arrancar el tren, la vieja volvió a pisarlo. En esta ocasión, Stallings la apartó sin contemplaciones y se ganó otra mirada atravesada y otro insulto. Luego, un violento bandazo del vagón le echó encima a varios pasajeros. Notó un agudo pinchazo en el costado derecho, justo por encima del cinturón. ¿Una abeja? ¿Una araña? Se palpó el costado y se frotó donde le escocía. La sensación de escozor pasó en seguida. Seguía con la camisa remangada. Antes de que le diese tiempo a volver a sujetarse a la barra, una pronunciada curva lo echó encima de los pasajeros que tenía al lado.

– ¡Sujétese, puñeta! -le espetó uno, a la vez que lo apartaba de un empujón.

– ¡Imbécil! -le gritó otro.

– Perdonen -musitó Stallings, que aún no acababa de entender qué podía haberle picado.

No era la primera vez que le picaba algún bicho (siempre abejas o arañas, a las que no era alérgico), pero ahora el que le acababa de picar lo había hecho a través de la camisa.

El tren aminoró la velocidad cuando se avistó la estación City Hall. Quienes tenían que apearse porfiaban por llegar a alguna de las puertas.

– Perdone -le dijo una mujer a Stallings al abrirse paso-. ¿Qué…? ¿Qué le ocurre?

Stallings no pudo contestar. El corazón le latía violentamente. El pulso machacaba sus sienes como un martillo pilón. Sentía unas terribles náuseas. Se mareaba y sudaba a mares. Perdía de vista las luces del vagón, que empezaron a girar en su mente a velocidad de vértigo. Era como si le hubiesen abierto el pecho y arrancado el corazón. Necesitaba desesperadamente echarse.

– ¡Eh! ¿Qué hace? -le gritó un pasajero.

La mano de Stallings empezó a resbalar de la barra.

– Pero hombre… ¿qué le pasa?

A Stallings se le doblaban las rodillas y se le vencía la cabeza hacia atrás.

– ¡Eh, apártense! ¡Apártense! ¿No ven que se desmaya?

Stallings notó que estaba echado en el suelo, y tenía incontrolables convulsiones en brazos y piernas. Recibió varias involuntarias patadas de los que trataban de hacerse a un lado. También notó que se mordía el labio pero no sintió dolor. Un río de palabras le llegó como un lejano eco a través de un largo túnel metálico.

«Le ha dado un ataque al corazón…» «Métanle algo en la boca…» «Denle la vuelta…» «Pónganlo de costado…» «Soy practicante… Apártense. ¡Apártense todos!» «¡Que alguien haga algo!» «¿No ve que eso es lo que intento, señora? ¡Apártese!» «¡Llamen a un policía!»

Las palabras le llegaban a Stallings cada vez más confusas. Notó que varias personas se arrodillaban a su alrededor y que lo tocaban, pero él no reaccionaba. Se le iba la cabeza. Empezó a echar sangre por la boca y se manchó su camisa de color azul marino. Notó que su vejiga estallaba.

En pocos instantes, las confusas imágenes dejaron paso a una absoluta oscuridad. Las voces y los ruidos se extinguieron… Un hombre de aspecto corriente, que llevaba una camiseta de sport, se mezcló entre quienes trataban de asistir a Stallings, cogió el maletín y se escabulló. Sonrió para sus adentros al imaginar que sir Gauvain, habría recurrido a una maniobra de despiste tras otra para evitar que lo siguiera hasta el Battery Park, sin pensar que los modernísimos micrófonos ocultos que Galahad instalaba sistemáticamente en las habitaciones de los caballeros hacían casi innecesario seguirlo.

En cuanto se abrieron las puertas del vagón, quienes tenían que apearse se abrieron paso a empujones. El hombre que llevaba el maletín de Stallings, en cambio, salió con toda tranquilidad. Tiraría la jeringuilla en la primera cloaca que encontrase. La cardiotoxina que le había inyectado a Stallings era una de sus armas favoritas. Era un veneno prácticamente desconocido fuera de la cuenca inferior del Amazonas, tan potente que la mínima cantidad que pudiera quedar en el tubo de la jeringuilla podía ser letal. La finísima aguja penetraba en un poro y hacía que la marca del pinchazo fuese prácticamente invisible, y aunque éste produjese una minúscula gota de sangre, la camisa de color azul marino de Stallings la haría casi imposible de detectar.

Otro dato para… las estadísticas: otra víctima del calor. Espléndido. Realmente espléndido.

Antón Perchek se cruzó con dos policías al salir de la estación.

– No corran. No hace falta que corran -musitó por lo bajo-. Pueden estar seguros de que es inútil.

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