Capítulo 23

Echado boca abajo en la enorme cama de su habitación del hotel Garfield Suites, Kevin Loomis aguardaba con impaciencia la hora del comienzo de la reunión de la Tabla Redonda.

Hacía una semana que se había enterado del asesinato de Evelyn DellaRosa, y desde entonces había estado a punto varias veces de intentar contactar con sir Gauvain para ver si él estaba de acuerdo en que la supuesta Désirée era en realidad Evelyn. Pero si cualquiera del grupo advertía que trataba de hurgar en la vida privada de un compañero, podía ser el fin para él. De modo que, por el momento, pensaba mantener la boca cerrada acerca del asunto y confiar en que fuese el propio Gauvain quien sacase el tema a colación.

La joven belleza que se hacía llamar Kelly se arrodilló a horcajadas sobre las nalgas de Kevin para relajar la tensión de los músculos de su zona lumbar. Su vestido de estilo oriental, de seda, de color rojo y con adornos de dorado lame, estaba encima de una silla junto a sus bragas de blonda negra.

Kevin veía a Kelly reflejada en el espejo del fondo de la habitación: sus firmes pechos, sus pequeños y oscuros pezones, las perfectas curvas de sus caderas y de sus nalgas. «Kelly. Otro nombre que no me dice nada», pensó. Igual que Lancelot, Merlín, Désirée y los demás (nombres espectrales, vacíos, pensados sólo para ocultar secretos; nombres que se desvanecían con la luz del día).

– ¿Es Kelly tu verdadero nombre? -preguntó Kevin, que, al verla sonreír en el espejo, pensó que no sólo era una pregunta tonta sino que debían de habérsela hecho innumerables veces.

– Si te gusta, sí-contestó ella con amable condescendencia.

Al cerrar los ojos, Kevin se sintió algo mareado. Allí tenía a aquella despampanante mujer que le daba un masaje y que estaba dispuesta, si él así lo deseaba, a dejarse penetrar y a hacer todo lo que él quisiera y que, sin embargo, no quería decirle siquiera su verdadero nombre de pila. ¿Sería periodista? ¿O acaso estudiante de física nuclear en la Universidad de Columbia? ¿O sólo una puta a tiempo parcial?

Kelly, Tristán, Desirée, Galahad, Gauvain. Nombres espectrales.

¿Cómo reaccionaría Nancy si se llegase a enterar?, se preguntó Kevin. ¿Hasta qué punto creería que no estaba implicado en todo? Ni siquiera él estaba muy seguro de creerlo.

– Me voy a duchar -dijo Kevin.

Pero Kelly se inclinó hacia él y le besó el pene, que, de inmediato, empezó a endurecerse.

– ¿Quieres que… lo hagamos todo?

– No -contestó él con acritud, porque en realidad lo que habría querido es que le explicase qué hacía él allí-. Vístete y pide algo de cenar. Me da igual lo que elijas, con tal de que sea lo más caro de la carta.

– Un filete al punto -dijo ella-. Me acuerdo.


* * *

En cuanto Kevin entró en la suite Stuyvesant, se encontró con la mirada de Gauvain. A juzgar por su manera de vestir y de comportarse, Loomis siempre creyó que Gauvain había tenido una buena formación académica. Aquella noche, sin embargo, su talante era menos gentil y su sonrisa un poco tensa.

Los siete sillones de alto respaldo, dispuestos alrededor de la mesa, estaban separados por poco más de un metro. La placa metálica en la que figuraba el nombre de Tristán estaba en el lugar acostumbrado, entre Kay y Lancelot. Gauvain fue hacia su sitio, casi enfrente del de Kevin.

Kevin lo miró, lo saludó con una leve inclinación de cabeza y se le acercó.

– ¿Qué tal? -preguntó Kevin.

– No puedo quejarme -repuso Gauvain.

– Esta vez Lancelot me ha enviado una joven china, una chica «once», según él. Puede que tenga razón. Creo que trata de sacarse la espina por su fiasco con Désirée.

– Sí, probablemente.

Gauvain esbozó una forzada sonrisa y se rebulló, incómodo, en el sillón.

Antes de que a Kevin le diese tiempo a hacerle más preguntas, Merlín anunció el comienzo de la reunión.

«Quizá no sepa nada en absoluto acerca de Evelyn DellaRosa -pensó Kevin-. Puede que ni siquiera haya visto su fotografía en los periódicos.»

El informe económico de Galahad mostró que las aportaciones del grupo habían vuelto a elevar el capital «circulante» hasta los 600.000 dólares que se acordaron como capital operativo.

Kevin no tenía ni idea de en base a qué criterios se acordó tal cantidad, ni tampoco por qué normas se regía la financiación. No se levantaban actas, no se dejaba constancia de los votos ni se llevaban archivos. Sin embargo, todos parecían saber exactamente en qué situación se encontraba cada uno de los proyectos y cuáles eran las obligaciones de cada cual.

Kay fue el primero en tomar la palabra. Habló acerca de uno de los tres grandes programas que se debatirían aquella noche. Parecía muy impaciente por presentar su informe: contaban ya con los votos necesarios para que se aprobase una ley que permitiría a las empresas contar con una base de datos genéticos para complementar los criterios de selección de personal. Primero, test y perfiles psicológicos; luego, pruebas de sida y, finalmente, pruebas genéticas. Todos eran conscientes de que tan sofisticado banco de datos podía no servirles para nada a las empresas de manera directa, pero indirectamente podían llegar a ahorrarse centenares de millones de dólares en pólizas de seguros.

– Se elevarán los consabidos recursos a los tribunales -explicó Kay-. No obstante, creo que, en este caso, lo tenemos todo controlado. Calculo que pasará un año antes de que la ley entre en vigor, se recurra y se ratifique. Puede que algo más, si los sindicatos se ponen en manos de abogados medianamente eficaces. En cualquier caso, ganaremos.

– Cuanto antes, mejor -dijo Lancelot-. Por lo que a mí respecta, deberíamos hacer de la selección genética un requisito imprescindible para utilizar los servicios de guardería. Los malditos mutantes están por todas partes.

Varios de los compañeros de Lancelot se echaron a reír. Loomis simuló reír también y reparó en que la sonrisa de Gauvain era muy forzada.

Los compañeros de Kay saludaron su trabajo con aprobatorios golpecitos en la mesa, salvo Perceval, que aplaudió sonoramente. Decenas de millones de dólares de incremento de beneficios para el sector… o acaso más.

Tristán pensó en la cifra que barajó Burt Dreiser la mañana en la que se entrevistaron en el barco. Diecinueve millones de dólares. Si la Crown Health se beneficiaba de su trabajo en cuantía similar, el 1% que le correspondía a Tristán significaría ingresar 190.000 dólares, además de su salario.

Si nadie sacaba a relucir el tema de Désirée, pensó Tristán, no iba a ser él quien lo hiciera.

Le correspondió luego a Gauvain informar al grupo de en qué situación se encontraba su proyecto más reciente (una ley que permitiese a las aseguradoras decidir qué tratamiento era el adecuado para los pacientes aquejados de enfermedades en fase terminal).

Kevin no dejaba de observar escrutadoramente a Gauvain. Reparó en que no hacía más que consultar sus notas y juguetear con el bolígrafo mientras hablaba. Estaba más nervioso que de costumbre. De eso no cabía duda.

– Fijaos -dijo Gauvain- en que me refiero a pacientes aquejados de enfermedades en fase terminal. En cuanto se nos permita definir qué puede considerarse «fase terminal», nos proponemos centrar nuestra atención en determinar cuándo un tratamiento deja de ser económicamente rentable o, si preferís, eficaz en relación a su coste. Tenemos que reivindicar nuestro derecho a limitar la cobertura a aquellos pacientes que ocupan costosas plazas de hospital y a los especialistas que los atienden cuando no hay ya ninguna esperanza para ellos. Y, por supuesto, cuanto más se acorte el proceso, tanto mejor para nosotros. En estos momentos, el ambiente legislativo es excelente. Tristán ha hecho que uno de los congresistas, miembro de la comisión, vuelva al redil. De manera que dejará de ser un problema. Hace años que tratamos de convencer a los legisladores y a la ciudadanía de que, puesto que somos nosotros quienes pagamos las facturas, también nosotros deberíamos ser quienes tomemos las decisiones en los tratamientos. Parece que en estos momentos estamos en condiciones de conseguirlo con creces. ¿Te importaría informar ahora de lo tuyo, Lancelot?

Éste dejó en el cenicero el puro que tenía por la mitad y se aclaró la garganta. En realidad, nunca encendía un puro en las reuniones de la Tabla Redonda, pero siempre lo llevaba en la boca. Le sonrió a Gauvain con expresión aprobatoria. Tristán advirtió que Gauvain correspondía muy tibiamente a su sonrisa.

– Lo mejor de este proyecto -empezó Lancelot- es la red de instalaciones que llamamos Centros Paliativos o «cepés». Son centros en los que ingresarán para ser sometidos a un tratamiento de bajo coste aquellos pacientes que decidamos que se encuentran en fase terminal. Serán una especie de antesala de su última morada, y podríamos considerarlos entre hospital y residencia de ancianos pero mucho más económicos. No se les aplicarán tratamientos de ninguna clase durante las veinticuatro horas del día salvo para evitarles el dolor y del modo más humanitario. Lo más interesante es que llevamos delantera en cuanto al diseño de tales instalaciones, e incluso en la constitución de las sociedades que, en su momento, los gestionen. En algunos casos, compraremos las instalaciones que hayan de albergar los «cepés».

El tema de los Centros Paliativos se debatió durante media hora, y luego tomó la palabra Merlín.

– Ha sido una reunión fantástica -dijo, exultante-. ¡Una reunión formidable! Y me complace comunicaros que también yo tengo buenas noticias que daros. Hemos hecho un ensayo de aplicación del nuevo programa de empleo, y estoy en condiciones de presentaros resultados, con datos concretos, sobre los primeros diez casos. En estos diez casos, los asegurados han sido cesados. Algunos han encontrado nuevo empleo en empresas que tienen suscritas pólizas con aseguradoras que no trabajan con las compañías del grupo de la Tabla Redonda. A otros se les permite seguir asegurados, tal como prevé la ley, durante dieciocho meses, siempre y cuando paguen sus primas. Otros podrán acogerse al programa Medicaid. No obstante, lo importante es que en la mayoría de los casos podremos desentendernos de ellos en cuanto aseguradores.

Loomis no tenía ni idea de qué iba el nuevo programa de empleo. Por lo visto, Merlín utilizaba el dinero -y la influencia- de la Tabla Redonda para conseguir que despidiesen de sus empleos a aquellos asegurados que tenían suscritas pólizas más «problemáticas». Si así era, sería la primera vez que el grupo ponía en el punto de mira a personas físicas y no sólo a empresas.

Kevin le echó un vistazo a la copia del listado que Merlín les había distribuido. Bajo el encabezamiento «Datos básicos» (aquellos que utilizaba el programa informático para seleccionar los casos), figuraban diez nombres, y al lado la compañía de seguros, un diagnóstico y una cantidad expresada en dólares. El cuarto de los diez nombres era una asegurada por la Crown Health and Casualty.

Asegurado – 4. DeSenza

Paciente – E. Ryan

Aseguradora – Crown

Diagnóstico – Lesión cerebral

Cantidad – 1.300.000 $


Kevin miró fijamente el nombre y trató de que su expresión no delatase debilidad. Elizabeth DeSenza era una obrera que trabajaba en una planta de montaje en cadena de una factoría de prendas de vestir radicada en las afueras de la ciudad. Su hijo, Ryan, había sufrido un grave paro cardíaco, y la consiguiente lesión cerebral, después de recibir un fuerte impacto en el pecho de una pelota de béisbol. Gracias a la completa cobertura del seguro de su empresa, Ryan había podido ingresar en la clínica especializada en la rehabilitación de pacientes aquejados de lesiones cerebrales más prestigiosa (y más cara) del condado. Y fue el propio Kevin quien concertó el contrato del seguro de la obrera con su sindicato.

Elizabeth era la única asegurada que, en todos los años que Kevin llevaba en Crown, se había tomado la molestia de averiguar su nombre y de escribirle para agradecerle la gestión que hizo posible que tratasen adecuadamente a su hijo. Incluso le incluyó una fotografía del niño antes del accidente: en posición de batear la pelota, y con una gorra de béisbol que le venía muy grande, el niño sonreía con timidez.

«Gracias, señor Loomis -le escribió Elizabeth-. Gracias a usted y a Crown por hacer posible el tratamiento de Ryan.»

Nancy había enmarcado la nota. Ahora, la cobertura de Beth para su hijo, por lo menos por lo que a la Crown concernía, se había terminado. La prima del seguro individual era carísima (casi con toda seguridad demasiado cara para que la madre pudiese pagarla, ni siquiera durante el período de dieciocho meses autorizado por la ley).

A Tristán se le hizo un nudo en el estómago al pensar en ello.

– A juzgar por los primeros análisis -dijo Merlín-, y siempre y cuando el programa no se utilice más allá de lo conveniente, en cuanto pongamos la directa, nuestras compañías pueden llegar a ahorrarse entre tres y seis millones de dólares al mes. No será una mina pero tampoco una nadería.

De nuevo sonaron aprobatorios golpecitos en la mesa.

– Me pregunto por qué no se consultó a las empresas que tenían suscritas las pólizas, acerca de estos beneficiarios, antes de dárseles de baja -preguntó Tristán.

Se hizo un silencio sepulcral.

– No entiendo adonde quiere ir a parar, Tristán -dijo Merlín.

Aunque no había acritud en el tono de Merlín, a Kevin se le aceleró el pulso. Lo veía todo como a cámara lenta. Los seis rostros que lo miraban con fijeza parecían figuras de un museo de cera: expresivos pero sin vida.

Sentado frente a él, Gauvain movía la cabeza lentamente y lo fulminaba con la mirada. Loomis observó el movimiento de sus labios y oyó un ¡No! -apenas musitado- casi como si se lo gritase.

Como los demás lo miraban, Loomis pensó que él era el único que había captado la advertencia de Gauvain.

– Pues… lo siento -dijo Kevin-. Lo que quería preguntar es por qué no nos has pedido a cada uno de nosotros que te proporcionásemos más nombres.

– Ya -dijo Merlín-. Gracias por aclarármelo. No lo había entendido bien.

– Creo que puedo contestar a tu pregunta, Tristán -intervino Kay-, puesto que fui yo quien diseñó el programa para seleccionar a los clientes. Las decisiones, puramente empresariales, las toma un ordenador, al objeto de que sean tan racionales y desapasionadas como sea posible. Como puedes ver por los datos que se consignan en el listado, se tienen en cuenta muchos factores antes de hacer la selección; una selección que se hace entre miles y miles de beneficiarios. Nos sería virtualmente imposible, a cualquiera de nosotros, hacer la selección de un modo más convencional y, desde luego, no la haríamos con la eficiencia del ordenador.

Todos los caballeros estaban pendientes de Kay, salvo Gauvain, que seguía con la mirada fija en Kevin. Su expresión era tensa y dura. Sus ojos no dejaban de emitir los destellos de su callada advertencia.

– Entiendo -dijo Tristán con una forzada sonrisa-. Lo entiendo perfectamente.


* * *

La reunión de la Tabla Redonda concluyó sin más roces. Los caballeros salieron de la suite Stuyvesant en orden inverso al de su llegada. Kevin pensó en retener a Gauvain para pedirle una explicación, pero no sabía en qué habitación se alojaba. El peligro de que los demás los viesen, si hablaba con él cerca de la suite Stuyvesant, era demasiado grande. De modo que volvió a su habitación, exasperado.

Kelly estaba echada en la cama sin más que las bragas y viendo una película. Comía un racimo de uvas que sobró de la cena y parecía sentirse muy cómoda.

Kevin le tiró el vestido, que cayó en su regazo.

– ¡Váyase!

– Pero… debo quedarme hasta mañana por la mañana.

Kevin sacó un billete de cincuenta dólares y se lo puso en la mano.

– No se lo voy a decir a nadie, ni quiero que lo diga usted. Sólo… tenga cuidado al salir. Nos veremos la próxima vez.

Kelly dejó a un lado el vestido, se puso de puntillas y lo besó con ardor. Él apoyó las palmas en sus pechos. Sus pezones reaccionaron inmediatamente a su contacto y su estilizado cuerpo se acopló al suyo.

– Te deseo -le susurró ella.

Durante unos instantes Kelly ocupó todos sus pensamientos. Aún no se había rendido, ni decidido a hacer el amor con ella, pero sabía que se acercaban más a cada minuto que pasaba. Quizá fuese lo que de verdad necesitaba, empezaba a pensar Kevin: en lugar de hacer frente a los demonios que lo atormentaban, huir de ellos.

– Te deseo -repitió Kelly, que, todavía de puntillas, colocó el erecto pene de Kevin entre sus muslos-. Quiero que me penetres.

El la cogió por los hombros y la apartó. La consideraba una prolongación de la Tabla Redonda. Uno de los nombres espectrales. Lo que estaba a punto de conseguir de él lo ataría aún más al grupo. Pudiera ser que incluso le diesen un premio a Kelly por lograr que le echase un polvo.

«¿Lo ves, Tristán? Puedes hacerlo -le dirían sus compañeros de la Tabla Redonda -. Puedes hacer cualquier cosa.»

– ¡Salga de aquí! -le espetó Kevin-. ¡Inmediatamente!

A juzgar por su expresión, ella se sintió verdaderamente herida. Kevin estuvo a punto de echarse a reír ante su habilidad para fingir. Kelly se puso el vestido por la cabeza y se dio la vuelta para que él le subiese la cremallera.

– ¿La próxima vez? -preguntó ella.

– Ya veremos, pero, ahora, váyase.

Kevin aguardó a que ella hubiese salido, luego se sirvió dos dedos de bourbon en un vaso y se lo bebió.

Hasta leer el nombre de Elizabeth DeSenza en el listado de Merlín, ninguno de los programas de la Tabla Redonda le había planteado el menor dilema moral. Se había tratado siempre de programas relacionados con las leyes y con quienes las elaboraban y votaban.

El congresista que influía en la Comisión de Seguros era un cabrón muy ambicioso, o sea, un blanco fácil, pensaba Kevin. Teniendo en cuenta la encarnizada competencia entre las compañías de seguros, el sabotaje empresarial era perfectamente comprensible. No obstante, aquello era diferente ya que se trataba de una persona de carne y hueso. No le importaba luchar desde la retaguardia y lanzarle granadas al enemigo, pero hacerlo de esa manera, sin embargo, era como un combate cuerpo a cuerpo contra un enemigo que tenía rostro.

Kevin no paraba de darle vueltas a la cabeza. No cabía engañarse. El mal estaba hecho y no podía hacer más que acomodarse a la situación. El precio del billete para aquel viaje era una casa de doce habitaciones y un futuro asegurado para él y su familia. El ya lo había cobrado, y no tenía más alternativa que seguir y sacarle el mayor partido posible. La próxima vez que Kelly se le ofreciese estaría dispuesto a… lo que fuese.

Kevin acababa de servirse otros dos dedos de whisky cuando el teléfono empezó a sonar.

– Diga.

– Soy Gauvain -dijo el caballero-. ¿Puedes hablar?

– Sí. Estoy solo.

– ¿Has mandado a tu chica a casa?

– Sí.

– ¡Madre mía! Te vas a buscar problemas. La mía está en la otra habitación.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué no me has dejado hablar en la reunión?

– Yo sé cómo te llamas. ¿Sabes tú cómo me llamo yo?

– No.

– Me llamo Stallings. Jim Stallings. Soy vicepresidente de la Interstate Health Care de Manhattan.

Kevin conocía bien aquel gigante de las mutuas de seguros, ya que colaboró con la Interstate para seleccionar personal en una ocasión.

– ¿Y?

– Tenemos que hablar, Loomis. Mañana, a las doce del mediodía. ¿Puedes?

– Sí, pero…

– En el Battery Park, en los bancos que dan al Hudson. Pero, sobre todo, asegúrate de que no te sigan.

– Pero…

– Por favor, Loomis, aguarda hasta mañana a mediodía y sé prudente.

– Una cosa -dijo Loomis-. ¿Viste la fotografía de la tal DellaRosa?

– Por supuesto que sí.

– ¿Y crees que es Désirée?

– Nunca he albergado la menor duda. Era sobre ti sobre quien las tenía. No estaba seguro de que no fueses uno de ellos. Pero después de lo de esta noche quiero pensar que eres un outsider como yo. La verdad es que ahora pondría la mano en el fuego por ti.

Cuando Gauvain hubo colgado, Kevin tardó varios segundos en hacerlo a su vez. Luego se acercó a la ventana. Catorce pisos más abajo, el incipiente tráfico matutino discurría con lentitud por las casi desiertas calles.

Una mujer con un vestido rojo muy ceñido que salía del edificio a toda prisa se introducía en un taxi: era la mujer sin nombre.

El taxi arrancó y regresó hacia el centro de la ciudad. Kevin presintió que acababa de ver a aquella joven y de acariciar su espléndido cuerpo por última vez. Miró el reloj. Faltaban once horas para su entrevista con Gauvain en el Battery Park.

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