– … no podía verle la cara debido a la manera en que me habían atado, pero a pesar de lo que me inyectaban y del dolor, reconocí su voz: era la de mi jefe, Sean Garvey. Se podría decir que era lo que llamábamos un comodín: en parte agente de la CÍA, en parte agente de la Brigada de Narcóticos y en parte algo más que eso. Su labor consistía en coordinar una de nuestras operaciones con agentes «legales» en el norte de México. Pero me traicionó y me entregó a su amigo Perchek para obligarme a hablar mediante tortura.
Cuando el hombre que Harry conocía como Walter Concepción llegó al apartamento, Harry había perdido los estribos. Sin atender a explicaciones, había estampado a Walter contra la pared del pasillo y, de no ser por Maura, lo hubiese golpeado. Ahora, sin embargo, Harry y Maura estaban sentados en el sofá con él. Escuchaban sobrecogidos lo que Ray Santana les contaba de sus tres años como agente «legal» de la Brigada de Narcóticos destinado a México, su apresamiento y la tortura a que lo sometió Antón Perchek.
– Cuando Garvey hubo salido del sótano, Orsino, uno de los hombres de confianza del narcotraficante tras el que íbamos, le dijo a Perchek que escapase por un túnel que conducía a una casa del otro lado de la calle. Como en Nogales celebraban la fiesta mayor y la población estaba a rebosar, lo tenían muy bien para burlar a la policía mexicana. Está claro que el pobre Orsino no sabía con quién trataba. No era casual que no existieran fotografías ni descripciones fiables del Doctor. Perchek sacó una pistola de su maletín y, sin pestañear, le descerrajó un tiro en la boca. Luego me apuntó a mí, pero estaba demasiado furioso conmigo por no haber podido doblegarme. Lo consideraba insultante. Me deseaba la muerte, pero una muerte lenta. Así, en lugar de dispararme, vació la jeringuilla de Hiconidol en el gotero.
– ¡Dios mío! -exclamó Maura.
– Fue espantoso -dijo Santana, que se estremeció-. Espantoso. No obstante, también fue un error porque no morí…
Harry miraba estupefacto a Santana mientras éste proseguía con su explicación. Su tono era desenfadado, pero su mirada parecía perdida, lejos de allí.
Más que contar su historia, pensó Harry, la revivía.
– … Ray… ¡por el amor de Dios! Despierta, Ray.
La apremiante voz logró sacar de su sopor a Santana que porfiaba por seguir en su insensibilizadora oscuridad. Al fin, sin embargo, abrió un poco los ojos y trató de reconocer el rostro de quien le hablaba. Tenía el cuerpo como si le hubiesen apaleado con un bate de béisbol. Estaba boca arriba en el suelo del lóbrego sótano, con la cabeza apoyada en una improvisada almohada.
– Ray, soy yo, Vargas. ¿Dónde está, Ray? ¿Dónde está Perchek? Vamos, Ray, que hemos perdido mucho tiempo.
Entonces lo reconoció: era Joaquín Vargas, uno de los hombres de confianza de Alacante, uno de los hombres a quien Ray estaba a punto de detener. Vargas… había resultado ser también un agente «legal», sólo que mexicano.
– Vargas, no imaginaba que tú…
– No importa. ¿Dónde está Perchek?
Ray logró incorporarse con gran esfuerzo. Recobraba la lucidez por momentos. Por lo visto, el Doctor no conocía tan bien como creía su preciada droga. O no conocía lo bastante bien a Santana.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó Santana.
– Media hora, o puede que un poco más. Estabas totalmente inconsciente. Así, de pronto, nos ha parecido que estabas muerto.
– Ha escapado por un túnel que conduce a una casa que está al otro lado de la calle.
– ¡Por el túnel! -ordenó Vargas a sus hombres.
Tres agentes de uniforme corrieron en la dirección que señalaba Santana.
– No saben qué aspecto tiene -exclamó dirigiéndose a los agentes-. Yo sí. Denme una pistola.
– Estás demasiado…
– Estoy bien, Joaquín -lo atajó Ray-. No tienes ni idea de lo que me ha hecho ese cabrón. Dame tu pistola, por favor.
Aunque no sin cierta aprensión, Vargas le dio su revólver. Ray se lo agradeció con unas palmaditas en el brazo.
– Me has tenido totalmente engañado, Joaquín -dijo Ray, sonriente, antes de correr escaleras arriba.
Si las calles estaban como Garvey había dicho, con controles por todas partes en los que la policía obligaba a parar a todo aquel que tuviera aspecto de extranjero, cabía la esperanza de que Perchek no hubiese escapado.
Eran casi las seis de la tarde. Las alargadas sombras del crepúsculo se adentraban por la calle mayor. Un nutrido desfile serpenteaba hasta la plaza.
En las aceras, la gente parecía un poco apagada, como si se tomase un respiro entre los festivos actos de la tarde y los de la noche. Muchos llevaban disfraces y… máscaras. Lo más probable era que Perchek fuese disfrazado entre la gente que desfilaba, o acaso hubiese salido ya de la población, aunque había agentes por todas partes, que llamaban a las puertas de las casas, registraban los callejones y bloqueaban los accesos de la población. Aún cabía cierta esperanza.
Ray estaba más resentido tras su tortura de lo que quería reconocer, pero a cada paso que daba se notaba más recuperado. Estaba convencido de que, cuando más lo necesitase, podría sacar fuerzas de flaqueza. Se reanudó el desfile. Al momento, uno de los hombres de Vargas lo llamó y se le acercó con un flaco individuo que gesticulaba como un desesperado y farfullaba ininteligiblemente. Iba casi desnudo, sin más que un minúsculo slip de seda roja.
– Señor Santana -dijo el agente-, hemos encontrado a este hombre atado y amordazado con cinta adhesiva en un callejón, a dos manzanas de aquí, en esa dirección. Dice que no hace ni diez minutos un gringo le ha encañonado la cabeza, lo ha obligado a desnudarse y se ha puesto su ropa. De modo que hay que buscar a uno vestido de payaso, con traje de lunares, la cara empolvada de blanco y el pelo de color anaranjado. Con esa descripción dudo que se nos escape. De eso hace sólo diez minutos. Hemos rodeado la plaza.
Aunque Ray asintió, complacido, intuyó algo raro. Antón Perchek le disparó a Orsino sin pestañear… a un cómplice. «¿Por qué dejar con vida al del traje de payaso, que le había visto la cara?»
Santana se remetió el revólver entre el cinturón y el pantalón y luego enfiló hacia el callejón donde habían encontrado al payaso. Un enmarañado trozo de cinta adhesiva le indicó el lugar exacto. El callejón estaba desierto. El estruendo de las tracas y de los cohetes que encendían cada pocos minutos hacía imposible distinguir un disparo de revólver. No obstante, el hombre estaba vivo.
Sin saber exactamente qué buscaba, Santana dio la vuelta a la manzana, y luego a la siguiente, y a la otra. Había vestigios de la fiesta por todas partes. Muchos de quienes la celebraban dormían en portales o entre cubos de la basura, saturados de alcohol. A Santana le llamó la atención una joven de poco más de veinte años y bastante bonita. Dormía de costado, con la espalda apoyada en la pared de un edificio y tapada hasta el cuello con un raído poncho mexicano. Ray se le acercó, aunque a unos cinco metros de ella se percató de que estaba muerta.
Santana le retiró el poncho a la joven. No llevaba más que unas bragas blancas de algodón y estaba embarazada de siete u ocho meses. Tenía un limpio orificio de bala en el pezón izquierdo, y la sangre que había manado estaba coagulada. Santana se dijo que, antes de quitarle la ropa al payaso, el Doctor ya debía de haber escondido la de la joven.
Sintió tal descarga de adrenalina que las piernas empezaron a responderle como de costumbre. Empuñó el revólver y corrió hacia la calle mayor. Un cómico con máscara de calavera y traje de esqueleto entretenía a un grupo de unas cincuenta personas.
Ray se asomó por una esquina, observó al grupo durante unos instantes y luego centró su atención en la calle mayor. Se oían animadas conversaciones, el regateo con los vendedores ambulantes y las gracias del cómico.
Y de pronto la vio en la acera de enfrente, en la otra manzana. Caminaba despacio, discretamente, huyendo… de él.
Lo que sorprendió a Santana, sin embargo, fue precisamente… su discreción. Iba descalza y con la cabeza cubierta por un mantón. Una persona corriente en un escenario corriente. Esa era la mejor virtud del Doctor: ser corriente.
Santana avanzó entre la gente y la joven. Si era Perchek no iba a ser fácil abatirlo. Había en derredor decenas de personas, y cualquiera de ellas podía servir de rehén. También podía haber muchas víctimas inocentes si se producía un tiroteo. Tenía que jugársela a la primera. Si se había equivocado, la pobre mujer quedaría tan magullada como estupefacta.
La experiencia de quince años de policía le decía que no se equivocaba. Se la jugaría.
Ray avanzó todo lo que pudo a la sombra del edificio. Luego, cruzó la calle como una exhalación y se situó justo detrás de la mujer. En el último instante, ella lo notó y fue a darse la vuelta, pero Ray ya había saltado y empuñaba el revólver. Cargó con el hombro contra su espalda y derribó a la mujer, que quedó tendida entre latas vacías y otros restos de la fiesta.
En el instante mismo en que Ray cargó con el hombro y embistió su espalda, notó los tensos músculos: era Perchek.
Jurando en ruso, el Doctor dio media vuelta y trató de empuñar su revólver. El holgado vestido de embarazada lo obstaculizó y quedó a merced de Santana, que le retorció la muñeca a la vez que, con la otra mano, golpeaba su mentón con el revólver.
– ¡Suéltelo! -le gritó-. ¡Suéltelo, Perchek, o le vuelo la cabeza! ¡No bromeo!
Los acerados ojos azules de Perchek lo fulminaron. Su boca esbozó un rictus de intenso odio. Luego, lentamente, muy lentamente, Antón Perchek dejó caer el revólver al suelo.
Harry no había movido un músculo desde hacía un buen rato. Hizo con la cabeza un pequeño ejercicio de rotación para desentumecer los músculos del cuello.
Sentado frente a él, Ray Santana tenía expresión de hastío, agotado tras referir el calvario que estuvo a punto de costarle la vida.
Sin decir palabra, Maura fue a la cocina y volvió con café. Ninguno de los tres abrió la boca hasta que ella hubo llenado las tazas.
– ¿Puede decirnos qué sucedió después? -preguntó Harry.
– Nada bueno. La inyección de Perchek no me mató, pero durante los últimos siete años he deseado muchas veces que lo hubiese hecho. Las fibras nerviosas encargadas de la transmisión del dolor quedaron irreversiblemente afectadas y se disparan sin causa alguna, a veces sólo un poco, pero en ciertas ocasiones es espantoso.
– Supongo que habrá consultado con los médicos.
– Como no sabían qué sustancia me inyectó Perchek, iban a ciegas. La mayoría me tomaban por loco. Ya sabe usted cómo reaccionan los médicos respecto de lo que no han aprendido en sus libros de texto. Creían que, en realidad, lo que yo buscaba era que me recetasen alguna droga, o que la Seguridad Social me concediese una pensión. Al final, no se equivocaron mucho porque conseguí que la Agencia me diese de baja por enfermedad y que se me certificase incapacidad total. Acudo periódicamente a las reuniones de AA y DA, pero las crisis de dolor persisten. Afortunadamente, en Tennessee tanto mi médico como mi farmacéutico son muy comprensivos, y no tengo problemas para disponer siempre de Percodan.
– ¿Y su familia? -preguntó Maura.
– Mi esposa, Eliza, tuvo mucha paciencia -contestó Ray, que se encogió de hombros, entristecido-. No obstante, como los médicos no sabían qué decirle, ni le daban esperanzas, terminó por desanimarse. Me dejó, y el año pasado se casó con un maestro de Knoxville.
– ¿Y su hijo?
– Estudia en la universidad. Viene a verme siempre que puede, o me llama. Ahora hace una temporada que no lo veo.
– Es muy triste -dijo Maura.
– Lo he sobrellevado bien hasta hace unas semanas. Un año después de que Perchek ingresara en un penal mexicano que está en las afueras de Tampico, me dijeron que había muerto al estrellarse el helicóptero con el que intentó fugarse. No me lo creí, ya que en México, si uno tiene suficiente dinero puede conseguir lo que quiera, o que parezca que lo ha conseguido. Me contaron que el helicóptero explotó al sobrevolar el mar, y citaban testigos dignos de crédito. El cuerpo que rescataron del Atlántico lo identificaron como el de Perchek por medio de la radiografía de sus piezas dentarias.
– Y ¿siguió sin creerlo?
– Digamos, simplemente, que una cosa era lo que yo creyese y otra lo que, en el fondo de mi corazón, quisiera creer.
– Y ¿por qué vino a Nueva York? -preguntó Harry.
– Me llamó un viejo amigo forense de la central de la Agencia en Washington. Sims, el experto que colabora con ustedes, envió varias huellas para que las examinasen, y la del pulgar correspondía a la de Perchek casi con un noventa y cinco por ciento de certeza. No me sorprendió demasiado, sobre todo al saber que procedía de la habitación que ocupaba una mujer asesinada en un hospital. Me planté aquí y empecé a hacer planes para acercarme a usted. Mi amigo de Washington me prometió darme un poco de tiempo antes de enviarle el resultado de la identificación de la huella a Sims.
– Pero ¿por qué no nos dijo quién era usted?
– ¿La verdad? Porque no estaba muy seguro de qué lado estaban ustedes. Pensé que usted podía haber contratado a Perchek para que asesinase a su esposa. No estuve completamente seguro de que no era así hasta aquella noche en el Central Park.
– ¿Así que fue usted? -exclamó Harry-. Ahora resulta que fue usted quien les disparó.
– ¿Y le parece mal?
– Naturalmente que me parece mal.
– Le salvé la vida a Maura… y puede que a usted también.
– Si en lugar de matar a uno de ellos los hubiese detenido, puede que Andy Barlow aún viviera.
– ¡No sea imbécil, Harry! -le espetó Santana-. Nos enfrentamos a asesinos, no a profesores universitarios ni a asistentes sociales. ¿Entendido? Esa gente no aguarda tranquilamente a que alguien los… «acompañe» a la comisaría. Antes te matan. Siento muchísimo lo de Barlow. No debió haber muerto. Pero métaselo en la cabeza: no fue culpa mía.
– Es usted un hombre peligroso, Santana -le replicó Harry de mal talante-. Una bomba de relojería. No le importa quién caiga con tal de eliminar a Perchek.
– No anda muy equivocado, amigo.
– Podrían echarme del hospital por lo que usted ha hecho, ¡amigo!
– Vamos, Harry -dijo Santana-. Quizá lo expedienten, pero no lo van a echar. Tiene usted un magnífico abogado. Verá lo que vamos a hacer: iremos los dos a retirar los carteles. Como han estado pegados toda la noche, ya se ha logrado el objetivo de enfurecer a Perchek, que es lo que yo me proponía.
– ¡Enfurecer a Perchek! ¡Menudo está hecho usted! -exclamó Harry, no precisamente en un tono cariñoso-. ¿Tiene idea de cuántas veces ha sonado el teléfono aquí? Han llamado casi todos los chiflados de Manhattan, convencidos de que me pueden timar cincuenta mil dólares. ¡Enfurecer a Perchek! Mire, Santana, salga inmediatamente de aquí. Ya tengo bastantes problemas con mis enemigos para que supuestos amigos me la jueguen a mis espaldas.
Maura no pudo contenerse más.
– ¡Oídme los dos! -les espetó-. Sentaos y callaos un momento. No me importa el concepto en que os tengáis mutuamente. Lo que habéis de pensar es que por separado no tenéis muchas posibilidades de cazar al tal Perchek. Tú, Harry, eres médico, no policía. Y tú, Ray… porque puedo tutearte, ¿verdad? Tú, Ray, no puedes moverte por los hospitales, que es donde está el hombre a quien buscas. Os necesitáis. De modo que haceos a la idea.
Harry fulminó con la mirada a Santana. Maura cruzó el salón y se plantó frente a Harry con los brazos en jarras.
– ¿Queréis que os obligue a estrecharos la mano, como hacíamos en el instituto después de una pelea? Pues muy bien. Vamos a seguir unidos y a comprometernos a no hacer nada sin antes hablarlo los tres. ¿Trato hecho?
– Trato hecho.
– Está bien, trato hecho.
Ambos asintieron, pero a regañadientes.
– Pues entonces, vamos -dijo Maura antes de que volvieran a enzarzarse-. Tenemos que despegar un montón de carteles.
En el vestíbulo de la unidad de cirugía del CMM, un nutrido grupo de personas se agolpaba frente al tablón de anuncios. Había enfermeras, técnicos, médicos y anestesistas. Caspar Sidonis estaba también entre ellos.
Los carteles que de la noche a la mañana habían aparecido en todos los departamentos del centro eran la comidilla del hospital.
– Creo que he visto a este hombre -comentó una de las enfermeras al ver uno de los retratos de Perchek en el que aparecía con barba.
– Me parece que, desde que dejaste a Billy el año pasado, has debido de ver a todos los hombres de la ciudad, Janine -le dijo una compañera.
– No tiene ninguna gracia -le replicó Janine de mal talante.
– Estoy de acuerdo con usted, Janine -terció Sidonis-. Tampoco tiene ninguna gracia la nueva humillación que representa esto para el hospital.
En cuanto oyeron abrir la boca al jefe de cirugía cardiovascular, cesó toda conversación.
– El personal sabe que fue Harry Corbett quien mató a su esposa. No podía soportar la idea de perderla y la mató. Es así de sencillo. Estos carteles no son más que una cortina de humo, una maniobra de distracción. Corbett está totalmente loco, igual que la mujer que ha hecho estos retratos. Son el producto de la trastornada mente de una alcohólica. Sólo eso. Ya lo verán. Estoy harto de Corbett y del modo en que manipula a quienes trabajan en el hospital. Cincuenta mil dólares de recompensa, nada menos…
Violento por el destemplado comentario del cirujano y, al corriente de lo que se rumoreaba sobre sus relaciones con la mujer asesinada, el grupo se dispersó en seguida.
Cuando Sidonis fue a darse la vuelta para marcharse, estuvo a punto de tropezar con un hombre que llevaba bata blanca de laboratorio. En la placa, que llevaba la correspondiente foto, decía: «Heinrich Hauser. Director de Investigación Endocrinológica».
– Estoy de acuerdo con usted, doctor -dijo Hauser con un fuerte acento alemán-. El tal Corbett no hace más que crearle problemas a todo el mundo.
– Gracias, doctor -dijo Sidonis.
Caspar le dirigió una escrutadora mirada al endocrinólogo. Era ocho o diez centímetros más bajo que él, tenía el pelo entrecano y lo llevaba cortado al cepillo. Llevaba gafas con gruesos cristales y tenía los dientes amarillentos, algo que repelía a Sidonis. Instintivamente, Caspar se echó hacia atrás por temor a que le llegase su aliento. Que él recordase, era la primera vez que veía a aquel hombre, pero no era de extrañar porque rara vez reparaba más que en aquellas personas con quienes trataba algo importante.
– Buenos días -se despidió Hauser.
– Buenos días -correspondió Sidonis-. Por cierto… No nos conocíamos, ¿verdad?
La irónica sonrisa del endocrinólogo hizo que Sidonis desviase la mirada.
– No lo creo, doctor. No obstante, quizá tengamos oportunidad de conocernos más.