Hacía el bochorno típico de Nueva York. A última hora de la mañana, el asfalto de las calles desprendía nubes de vapor y los niños abrían las bocas de incendios para refrescarse.
Kevin Loomis salió de su refrigerada oficina del centro de la ciudad a las diez y media, con la intención de ir al Battery Park dando un complicado rodeo. Aquel parque era una especie de oasis en el extremo más meridional de la isla, en la confluencia del East y del Hudson.
Lejos de desoír la advertencia de James Stallings -de asegurarse de que no lo siguiesen-, Kevin planeó con todo detalle el trayecto.
A primera hora de aquella mañana, tuvo que soportar una reunión de cuarenta y cinco minutos con la dirección ejecutiva de Burt Dreiser, formada por ocho miembros. Y aunque nada anormal había ocurrido, tuvo la sensación de que, en todo lo que Burt Dreiser decía o hacía, había un doble sentido.
Cuando la reunión hubo terminado, Loomis se despidió de Brenda Wallace y salió (so pretexto de tener concertado, desde hacía tiempo, un almuerzo de trabajo).
Kevin Loomis había sudado en la refrigerada oficina más de lo que pudiera sudar a causa del sofocante calor del exterior.
Evelyn DellaRosa había sido asesinada, y James Stallings, el otro caballero de la Tabla Redonda a quien prodigó sus encantos, estaba aterrorizado.
No estaba seguro de que no fueses uno de ellos. ¿Qué demonios quiso decir Stallings?
Loomis cruzó la calle a contraluz y esquivó a varios taxis, provocando las iras de los taxistas. Luego se detuvo y entró en una camisería. Había sólo un par de clientes y el dueño.
Desde que se incorporó a la Tabla Redonda, Kevin se hacía las camisas a medida y era cliente habitual de aquella camisería. Junto a los probadores, que estaban en la parte de atrás, había una puerta que daba a un callejón. Kevin se encargó una camisa de 150 dólares, dejó que le tomasen medidas y luego salió por la puerta trasera.
Después fue en taxi al East Side y siguió a pie hasta una estación del tren de cercanías, que estaba a cuatro manzanas de allí. De vez en vez, entraba en un portal y se asomaba luego a mirar hacia las bocacalles que había dejado atrás, para cerciorarse de que no lo seguían.
Kevin llegó a la estación Battery Park, que era la última, con diez minutos de antelación.
Todavía inquieto ante la posibilidad de que lo hubiesen seguido o de que lo vigilasen, fue, como quien da un paseo, hasta un recinto deportivo infantil. Se detuvo cosa de un minuto tras la alta valla de tela metálica. Habría una veintena de risueños y jubilosos chiquillos que se entretenían con los columpios y las paralelas.
Kevin pensó en sus hijos y en la clase de vida que llevarían en adelante: una fabulosa casa con un dormitorio para cada uno, y con terreno de sobras para instalar un enorme columpio y, posiblemente, incluso una piscina. Una casa situada en una zona residencial con colegios de alto nivel. Se abría ante ellos un futuro de lo más prometedor.
El agua reflejaba la luz del sol. Al sur, la estatua de la Libertad señoreaba en la isla abrasada por el calor. Kevin miró en derredor y enfiló hacia el paseo, flanqueado de largos arriates de cuidado césped. Eran las doce en punto.
Kevin se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. Pasó frente a media docena de bancos, todos ellos ocupados: oficinistas que comían sus almuerzos preparados, una vagabunda que dormía con un periódico por almohada, dos jóvenes madres que acunaban a sus bebés, parejas de jóvenes que se besaban despreocupadamente. Todo muy normal.
– Estoy aquí, Loomis.
Stallings, que también se había desprendido de la chaqueta, le hizo una seña a la sombra de un arce centenario. Tenía un maletín en el suelo, entre los pies. Parecía más tenso que en la última reunión de la Tabla Redonda. Miraba en derredor, visiblemente nervioso, y se humedecía los labios con la lengua.
– ¿Estás seguro de que no te han seguido?
– Completamente. ¿Quién te preocupa?
– Cualquiera de ellos: Lancelot, Kay, Galahad, Merlín. O alguien que hayan contratado. No sé qué hacer, Loomis. Se me hace cuesta arriba creer lo que sucede.
El temor de Stallings era contagioso. Pese a no saber qué ocurría, a Loomis se le aceleró el pulso.
– Cálmate, hombre -dijo Loomis-. ¿Quieres que demos un paseo?
– No. Éste es un buen sitio. Sentémonos aquí mismo, de espaldas al árbol y atentos a cualquiera que notemos que se fija demasiado en nosotros.
Stallings estaba ojeroso y tenía el rostro bañado en sudor. Parecía un animal acosado.
– Lancelot fue a verme hace un par de días -empezó a explicar Stallings cuando se hubieron sentado en la hierba, recostados en el tronco del arce-. Su verdadero nombre es Pat Harper. ¿Sabes algo de él, al margen de la Tabla Redonda?
– Es de la compañía Northeast Life. Jugué al golf con él en una ocasión.
– Pues bien: pasó a recogerme después del trabajo y me llevó a dar un paseo por Connecticut. Tiene un Rolls.
– Encaja. En realidad, no sé nada de él, salvo que sus puros me marean y que es mucho mejor jugador de golf que yo, aunque tampoco sé nada de los demás miembros del grupo.
– Ni yo. Les gusta el secreto. De hecho, les da igual que averigüemos quiénes son, pero quieren que parezca algo trascendente. A ellos les gusta mucho el misterio.
– ¿Ellos? ¿A quiénes te refieres?
– A todos ellos; Perceval incluido, me temo. Están todos del mismo lado. Y nosotros… en el lado contrario. Al principió, incluso después de que te incorporases, pensé que yo era el único outsider. Parecías muy seguro de ti mismo, tan en sintonía con todo lo que se trataba, pero al ver de qué modo te ponían la proa acerca del asunto de Désirée, empecé a pensar que tú también eras un outsider. Luego, al oírte anoche ya no me cupo prácticamente duda alguna.
– Sólo puedo decirte que el único contacto que he tenido con la Tabla Redonda y con los caballeros ha sido en las reuniones. Con mi jefe sí hablo, claro está. Es él quien me eligió para que lo sustituyese, pero eso es todo. Y nunca hablamos de la Tabla Redonda en el trabajo; solamente en el barco.
Stallings miró hacia el río y respiró hondo, como si se aprestase a zambullirse desde un acantilado.
– ¿Te ha contado tu jefe que liquidan a quienes les estorban?
Kevin echó el cuerpo ligeramente hacia atrás y miró con fijeza a Stallings, como si esperase verlo sonreír y decirle ¿Has picado, eh? ¿No ves que bromeo?
– No hablarás en serio, ¿verdad, Jim? -dijo Kevin con tanto aplomo como pudo-. Estoy seguro de que no llegan a ese extremo.
– Ya lo creo que sí -le aseguró Stallings, visiblemente entristecido-. Lancelot empezó a decirme lo contentos que estaban con el trabajo que hacía, especialmente con el borrado para un proyecto de ley sobre enfermos terminales. Me lo dijo porque los métodos de la Tabla Redonda son tan poco ortodoxos. Lo expresó exactamente así: tan poco ortodoxos que cada nuevo miembro debe pasar por un período de prueba. Añadió que el mío había terminado, que ya estaba en condiciones de hacerme un gran bien a mí mismo y de hacérselo a la compañía.
Stallings volvió a dirigir una furtiva mirada en derredor. Luego abrió el maletín, sacó unas hojas impresas y se las pasó a Kevin. Era una lista de «requisitos», muy similares a los que Merlín presentó en la reunión (los datos que sirvieron para que un ordenador decidiese que Elizabeth DeSenza debía cesar en su empleo). Sólo que esta lista de criterios empezaba con «Actualmente hospitalizados».
– ¿Estás al corriente sobre análisis de proyección de costes? -preguntó Stallings.
– Es de lo que habló Merlín, ¿no? El cálculo de lo que puede costarle al sector todo el curso de una enfermedad.
– Exacto. Pues bien: este programa parte de un coste mínimo de medio millón de dólares. Lancelot quiere que introduzca el programa en el ordenador, conectado a nuestras bases de datos, y que cada semana le dé dos o tres nombres: enfermos de sida, de cáncer, de cardiopatías crónicas; personas aquejadas de enfermedades mentales, traumas múltiples, enfermedades de la sangre, fibrosis cística; incluso de neonatos por debajo de un determinado peso.
– Desde luego, no faltan enfermos cuyo tratamiento pueda llegar a costar medio millón de dólares.
– Mucho más, en realidad. Hay tratamientos que pueden dispararse hasta los dos millones de dólares: los trasplantes de hígado y de médula ósea, por ejemplo. Un enfermo mental de veinticinco años que no pueda valerse fuera de un hospital puede llegar a costar un millón de dólares antes de cumplir los treinta y cinco. Y su esperanza de vida no es muy distinta de la de cualquier otro mortal.
– ¿Y qué ocurre con las personas cuyos nombres facilitas?
– Debo entregar los nombres en mano a cada uno de los miembros del grupo, salvo a ti. Por lo visto, te consideran aún en período de prueba. Luego, debo transferir a un banco suizo una cantidad, equivalente al veinticinco por ciento del total que un tratamiento puede costarle a mi compañía. Lancelot me explicó que los fondos que yo transfiera procederán de pagos realizados a un determinado número de inexistentes pacientes. Parecía muy orgulloso de su sistema, que, según él, está debidamente ensayado, es seguro e infalible.
– ¿Y qué ocurre con los pacientes?
– Pues… que mueren -contestó Gauvain, que se encogió de hombros y lo miró con expresión de impotencia.
– ¿Quieres decir que… los asesinan en el hospital?
– Lancelot no lo expresó así. Se limitó a asegurarme que mi compañía se ahorraría una importante cantidad, del orden de millón y medio o dos millones… al mes.
– No puedo creer algo así. Tiene que haber otras razones.
– Pues, anda, piensa a ver si das con alguna. Yo lo he intentado. ¿Cómo, si no, van a ahorrarse semejantes sumas?
– ¿Y todos los demás actúan del mismo modo?
– En efecto, a juzgar por lo que yo sé.
– Pero eso es una barbaridad. ¿Cómo pueden hacer algo semejante? ¿Cómo pueden actuar así, una y otra vez, impunemente?
Stallings volvió a guardar el informe en el maletín, seleccionó la combinación del cierre de seguridad y cerró el maletín.
– No lo sé, pero no dejo de pensar en la tal DellaRosa. Creo que quienquiera que le inyectase la sustancia que la mató debe de ser el que…
Stallings dejó la frase inacabada y dirigió la mirada hacia un carguero que se veía a pocas millas de la costa. Cerca de donde ellos estaban sentados, vieron pasar a una adolescente con shorts muy ceñidos de la mano de un chico que llevaba un skating board y a un muchacho con pinta de pandillero. Todo muy normal.
– ¿Le hablaste a Lancelot de DellaRosa?
– Saqué el tema, pero me aseguró que si ella y Désirée eran la misma persona, él lo hubiese sabido. También le pregunté quiénes estaban al cargo de todo en el hospital y cómo actuaban. Me contestó que eso no correspondía a su departamento.
– Tiene que haber un malentendido en todo este asunto. No puede ser de otro modo.
– Mira, Kevin, ¿te prometieron el uno por ciento de lo que tu compañía ahorre a través de tu trabajo en la Tabla Redonda?
– Sí.
– A mí también. Lancelot subrayó lo que suponía el uno por ciento de dos millones de dólares al mes. Incluso comentó cosas que todos sabemos: que el coste de los tratamientos de los enfermos graves y de los terminales se ha disparado, que las compañías de seguros tienen que afrontar una situación sin precedentes y que la reforma de la sanidad, pese a todas sus cautelas, no ha hecho más que empeorar las cosas. Me aseguró que el dinero que ahorramos con nuestro trabajo significa creación de empleo y mejora de la atención en todo el sector. Se refirió también a una serie de enfermedades como el sida, el cáncer con metástasis y la distrofia muscular. Me dijo literalmente: «Si somos sinceros, pese a las mejores intenciones, y si consideramos que los médicos no pueden curar ninguna de estas enfermedades, una vez que se concreta el diagnóstico, tales enfermos están prácticamente muertos. ¿Entiende?». Y ¿quieres saber lo peor, Loomis? Lo peor es que me di cuenta de que yo… tragaba. Dólares, centavos; beneficios y pérdidas; reducción de costes… ¡por el amor de Dios! Me olvidé de la calidad de vida de estas personas. Empecé a estar de acuerdo con lo que él me exponía: diagnósticos, pronósticos. Eso era lo único importante. Incluso empecé a pensar en cómo materializar el aumento del nivel de vida que nos supondría; en cómo gastar nuestros quince mil dólares al mes adicionales. Sólo en el último momento, justo antes de aceptar, recordé que hablábamos de personas. Y creo que en eso mismo pensabas tú anoche cuando expresaste reservas acerca del proyecto de Merlín.
– Es que conozco a una de las mujeres incluidas en la lista.
– Por eso insistí en que no siguieras por ese camino -dijo Stallings-. Esta gente va en serio, Kevin. Cuando regresábamos del hotel, le pregunté a Lancelot qué sucedería si yo decidía no participar en el proyecto. Me contestó que no creía que sucediese nada. Sin embargo, me contó que, hasta la fecha, sólo un caballero se ha negado a participar…: sir Lionel. De eso hace un año. Y antes de que la Tabla Redonda decidiese si se le permitía o no seguir en el grupo, sufrió una intoxicación con alimentos en mal estado y murió.
– ¡Dios mío! -exclamó Kevin-. Conozco muy bien el caso de Lionel. Cuando él murió, su compañía se quedó sin representación en la Tabla Redonda. Probablemente, tú fuiste quien ocupó su puesto. Mi jefe recurrió a su caso para ilustrar lo que podía costarle yo a mi compañía, y a mí mismo, si me excluían del grupo y no me sustituía otro de mi propia compañía. Y, tenlo por seguro, Jim: Lionel no murió a causa de una intoxicación, sino de un ataque cardíaco después de la intoxicación. Murió en el hospital, igual que…
– No te cortes, hombre. Igual que Evelyn DellaRosa y que Dios sabe cuántos otros pacientes aquejados de enfermedades caras.
A Kevin se le revolvía el estómago.
– ¿Insinuó Lancelot que la muerte de Lionel no fue accidental? Me refiero a si lo expuso como una amenaza.
– No estoy seguro. Siempre sonríe de un modo inescrutable.
Kevin asintió con la cabeza. El había tenido exactamente la misma impresión con Pat Harper.
– No dejó de sonreír durante su explicación sobre Lionel. No supe cómo interpretarlo, pero sentí escalofríos. Me quedé mudo.
– ¿Y en qué paró todo?
– En que mañana deberé entregar la primera lista de nombres y hacer la primera transferencia de fondos -contestó Stallings.
– ¡Madre mía! ¿Y a quién va a parar el dinero? ¿A los caballeros? ¿Al tipo que ejecuta a los…?
– No lo sé, pero si multiplicamos mis dos o tres clientes por los dos o tres de cada uno de ellos, resulta una astronómica cantidad de dinero.
– ¿Y todas esas personas? ¿Palman, así por las buenas?
– Están gravemente enfermas, y hay tantos hospitales y tantos pacientes en la ciudad que nadie tiene por qué pensar en nada anormal, Loomis. ¿Qué vamos a hacer?
– Mira, quizá todo se reduzca a que quieran poner a prueba nuestra lealtad -aventuró Kevin, como si se aferrara a la esperanza de que nada de aquello fuese cierto.
– Ni tú te lo crees -replicó Stallings.
– Pues, oye, Jim, yo apenas sé nada. ¿Por qué no tiras de la manta?
– ¿Sobre qué? ¿Ante quién? No tengo pruebas. Ni siquiera sé el nombre de un solo paciente. Además, si la Tabla Redonda queda al descubierto, yo me hundo con vosotros. ¿Y mi familia? ¿Y mis hijos?
– ¿Qué alternativa queda entonces? ¿Acudir a la reunión y rogarles que lo dejen correr?
– Es una posibilidad.
– ¿Y qué hay de Lionel y de su «intoxicación»?
– Por eso decidí hablar contigo. Si somos dos y actuamos unidos, quizá pudiéramos convencer a los demás de que lo dejen correr.
– Tendré que pensarlo.
– Pero no demasiado, ya que mañana he de darles los nombres y… y… no me veo capaz de hacerlo -dijo Stallings tras mirar el reloj-. Bueno, he de estar en la oficina dentro de unos minutos. Por favor, Loomis, por favor, no digas una sola palabra a nadie hasta que volvamos a hablar. ¿De acuerdo?
– Te lo prometo.
– Ni a tu jefe, ni a tu esposa. A nadie.
Stallings estaba muy aterrado. Y no era para menos, pensó Kevin, si todo lo que aseguraba de la Tabla Redonda era cierto.
– Te llamaré mañana -dijo Stallings.
Se intercambiaron sus tarjetas profesionales y los números de teléfono de sus domicilios respectivos.
– Por favor, Kevin -le encareció Stallings-, no te muevas de aquí hasta dentro de diez minutos.
– Estaremos en contacto -concluyó Kevin.
Stallings cogió el maletín y enfiló hacia la estación del metro. Kevin permaneció allí, sin salir de su asombro, sin acabar de dar crédito a lo que acababa de oír, aunque consciente de que, si la situación era tal como la pintaba Stallings, las perspectivas eran a cuál peor.
– ¡Eh, señor! ¡Eh, señor!
Kevin se dio la vuelta, sobresaltado. Dos niños, con pantalón corto y gorra de los Yankees, le gritaban desde la acera. Debían de tener unos diez años, como su hijo Nicky. Ambos llevaban un guante de béisbol.
– ¿Qué pasa?
– ¡La pelota! Está ahí, a sus pies. ¡Devuélvanosla, por favor!
Kevin recogió la dura pelota manchada de hierba y se la lanzó a los chicos. El más alto la cogió tan fácilmente como Loomis se lo había visto hacer a Nicky miles de veces al lanzársela él.
– ¡Gracias, señor! -le gritó el más bajito-. ¡Buen brazo! ¡Buen brazo!