Capítulo 33

Al anochecer, la ola de calor, que duraba ya tres días, había producido un agradable chaparrón veraniego.

Harry salió del apartamento a las diez y media y cogió un taxi hasta la East Side. Tal como Loomis le indicó, llevaba una gorra de béisbol, la única que encontró en el apartamento. Era de Evie, de cuando vivían en Washington, de color azul marino y con la inscripción «U.S. Senate» en letras doradas justo por encima de la visera.

Después de haber leído la introducción del proyecto de libro de Désirée: Entre las sábanas, no podía evitar la sospecha de que aquella gorra fuese recuerdo de alguna conquista de su esposa.

Owen Erdman le había reprochado de muy mala manera que no hubiese hecho honor a su promesa de no distribuir los carteles, aunque, tal como Santana aventuró, no corría peligro de perder su empleo, siempre y cuando retirasen los carteles de inmediato. Harry se encargaría de los del CMM y Santana y un ayudante que Ray había contratado, retirarían los de los otros seis hospitales en los que los distribuyeron.

Al salir del apartamento de Harry, persistía la tensión entre ellos. Harry ya no creía poder confiar en Santana más que para actuar de acuerdo a sus propios intereses. Sin embargo, cabía decir en su honor que no lo negaba. Para él, cualquier sacrificio que condujese a la muerte del Doctor merecía la pena.

Aunque hablaron de la conveniencia de poner al corriente de la evolución del caso al inspector Albert Dickinson, ambos convinieron en no hacerlo, ya que lo más probable era que éste entorpeciese su labor, en lugar de ayudarlos.

Aunque arrogante y temerario, Perchek no era imbécil. Dickinson podía impulsarlo a desaparecer. Y eso era quizá lo peor que podía ocurrir.

Como no estaba en absoluto claro qué hacía el Doctor en Manhattan ni cómo consiguió matar a Evie, no había medio de aventurar cuánto tiempo seguiría en la ciudad.

Mientras Harry y Santana iban a retirar los carteles, Maura se quedó en el apartamento para filtrar las llamadas, que se producían a un ritmo de dos o tres por hora. La mayoría eran de chiflados, aunque algunas parecían interesantes. Maura tomaba detalladamente nota de estas últimas y prometía ponerse en contacto con quien llamase.

Quince minutos antes de su cita con Kevin Loomis, Harry despidió el taxi entre Park Avenue y la calle 51 y continuó a pie.

Aunque no lo preocupaba en exceso que lo siguieran, no había olvidado su percance en el apartamento de Désirée. De manera que bajó hasta la calle 49 y volvió a subir, tras detenerse en varios portales para inspeccionar la calle. Nada.

Era noche de recogida de basuras. La llovizna no contribuía a disipar el hedor de las bolsas amontonadas junto a los contenedores. Hacía mucho que no se producía una huelga tan larga del servicio de recogida de basuras, pero en noches como aquélla entendía por qué tan a menudo tardaban tanto en desconvocarse.

No había mucho tráfico, y el cruce de la calle 51 con la Tercera Avenida estaba casi desierto. Con la gorra de béisbol de Evie calada hasta los ojos, Harry se recostó en una farola y aguardó. A las 11.05 se detuvo un taxi y se abrió la puerta del lado contiguo al del conductor.

– Suba, doctor -le dijo el taxista con una voz más basta que la lija.

– ¿Es usted Loomis? -preguntó Harry cuando el taxi hubo arrancado en dirección a la zona alta de la ciudad.

– No -se limitó a contestar el taxista, que no volvió a abrir la boca hasta cerca de la intersección de la Quinta Avenida con la calle 57.

– En cuanto cruce la Quinta, salte y corra hasta la esquina de la calle 60 -dijo luego el taxista-. Allí lo recogerán. A mí ya me han pagado. Sólo tiene que saltar y correr.

El taxi aminoró la velocidad hasta que el semáforo estuvo a punto de pasar al rojo. Entonces aceleró en el cruce de la Quinta Avenida. La maniobra provocó un irritado concierto de bocinas, pero garantizaba que ningún coche los siguiera.

Harry bajó y corrió por la Quinta Avenida hasta la calle 60. En cuanto llegó a la esquina, un Lexus negro se situó a su altura. Se abrió la puerta y Harry subió en marcha. El conductor, un cuarentón bien parecido, giró en dirección al sector sur del Central Park y aceleró.

– Soy Kevin Loomis -dijo el conductor-. Perdone por el numerito de espías que no estoy seguro de que sirva para algo. Stallings y yo adoptamos muchas precauciones cuando nos vimos en el Battery Park, pero está claro que ellos lograron seguir a uno de nosotros dos, o a ambos. Stallings regresaba a su oficina después de nuestra entrevista cuando tuvo el paro cardíaco.

– ¿Quiénes son ellos? -preguntó Harry.

– En mi opinión, los responsables de la muerte de su esposa. Por eso he decidido verme con usted esta noche. Es gente del sector de los seguros. Forman un grupo que llaman la Tabla Redonda.

– ¿Una especie de club de hombres de negocios?

– Más bien una especie de sociedad secreta. Lo sé porqué formo parte de ella.

Dieron la vuelta para coger la autopista West Side y enfilaron hacia la zona alta de la ciudad. Harry escuchaba, atónito, lo que Kevin Loomis le contaba acerca de la sociedad secreta y su reciente incorporación a la misma.

A Harry le cayó bien en seguida Loomis (su directo modo de expresarse, la típica rudeza del hombre criado en las calles que subyacía en sus recién adquiridos modales de ejecutivo). Si la Tabla Redonda era un grupo tan elitista y selecto como Loomis lo pintaba, se hacía cuesta arriba imaginarlo a él en semejante clan.

Dos cosas le llamaron poderosamente la atención a Harry. En primer lugar, el secretismo y la desconfianza; la escasa información que le daban a Loomis acerca de los otros caballeros. Sonaba más a «guerra sucia» del gobierno que a clan de conchabados ejecutivos. En segundo lugar, la actitud de Loomis le parecía desconcertante. Estaba claro que a Loomis lo apenaba lo que les había ocurrido a Evie y a James Stallings. Sin embargo, aunque no rebosase alegría, no parecía demasiado afectado ni desesperado, ni siquiera asustado. Daba la impresión de estar mucho más tranquilo aquella noche que cuando habló con él por teléfono. Estaba tranquilo y relajado.

– Por lo que a su esposa se refiere -dijo Loomis-, imagino lo que debió de suceder. Y doy por sentado que usted no tuvo nada que ver con su muerte.

– Nuestro matrimonio estaba al borde de la ruptura, tal como dicen los periódicos. No obstante, nunca se me hubiese ocurrido hacerle el menor daño.

– Los integrantes de la Tabla Redonda son verdaderos paranoicos. Temblaban ante la mera sospecha de que Désirée indagase en sus actividades.

– Pues no era eso lo que hacía -le aseguró Harry-. Escribía un libro, y preparaba una serie de reportajes para televisión acerca del poder del sexo en los negocios y en la política.

Harry se extendió sobre lo que descubrió en el apartamento, aunque sin mencionar su percance con el Doctor.

– Su relación con el grupo al que se refiere -prosiguió Harry-, se debió a una pura investigación periodística. Probablemente les registraría las carteras cuando tuvo oportunidad, y deduciría que ustedes trabajaban en el sector de las aseguradoras. Eso era todo lo que sabía. Dudo que tuviese la menor idea de para qué se reunían.

– Pues, por lo visto, la Tabla Redonda no lo creyó así. Yo estuve presente cuando se trató el tema. Nadie hizo la menor insinuación de que tuvieran intención de matarla. Sin embargo, ahora no me cabe duda de que lo hicieron. No tengo ni idea de quién debió de inyectarle la sustancia letal, pero deduzco que tuvo que ser el mismo que elimina a los enfermos terminales, asegurados por nosotros, que nos salen demasiado caros. Temo que haya más de un asesino.

Harry optó por saber algo más de Loomis, y de sus motivaciones para colaborar con él, antes de hablarle de Antón Perchek.

Se adentraron en el Bronx por la avenida Henry Hudson y siguieron alejándose de Manhattan hacia el Van Cortland Park.

Corbett no acababa de ver clara la posición de Loomis. No estaba seguro de que no le mintiese o de que no se callase algo importante.

– Dígame, Kevin, ¿por qué ha decidido contármelo? Porque si forma usted parte del grupo… si la Tabla Redonda se hunde, lo lógico es pensar que va a salir usted perjudicado.

– Por varias razones. Leo lo que los periódicos publican sobre usted; no me gusta. Me subleva que quieran hundirlo. Ganó una condecoración por su comportamiento en Vietnam. Aunque debido a mi edad no sufrí directamente las consecuencias de la guerra, a mi hermano mayor, Michael, le amputaron una pierna en Vietnam. Además, todo este asunto me desborda. Pero no se equivoque: no soy un ángel, ni mucho menos. Haría, sin pestañear, muchas de las cosas que la Tabla Redonda espera de mí. He comprendido, no obstante, que hay un abismo entre eso y el asesinato, por más terminales que sean los enfermos y por más que les cuesten a nuestras compañías. Me propongo poner pruebas en manos de la fiscalía y llegar a un acuerdo con el fiscal… es decir, si consigo las pruebas.

– No lo entiendo.

– Es que no dejamos constancia de nada por escrito; de nada en absoluto. Aunque Stallings era el único que podía secundarme, me propongo seguir adelante solo; contar lo mismo que acabo de contarle y dar tantos nombres como pueda. Supongo que los abogados de mis colegas me harán pedazos, pero me da igual.

– Puede que no. No he parado de darle vueltas a por qué, quienquiera que matase a Evie, tiene tanto cuidado en no quitarme de en medio. Suponía que se debía a que soy el perfecto chivo expiatorio. ¿Por qué deshacerse de mí? Y ahora comprendo que no me equivocaba. Si todo apuntaba contra mí, no era muy probable que usted y Stallings sospechasen de sus colegas de la Tabla Redonda.

– Exacto. Y dice usted que el asesino de su esposa lo ha incitado varias veces a que se quite la vida, ¿no? Listo. No sé qué habría pensado Stallings, pero yo hubiese dejado de sospechar inmediatamente de la Tabla Redonda.

– Hay que tener mucho valor para hacer lo que usted hace, Loomis. Cuando decida ponerlo en conocimiento de la fiscalía, iré con usted.

– Gracias, pero a tenor de lo que he leído en los periódicos, no creo que eso me ayudase. Parece que la policía la tiene tomada con usted.

– ¡Touché! -admitió Harry, sonriente-. Verá, Kevin: se me ocurre algo distinto que puede resultar. ¿Podría repetirme los criterios de… selección de enfermos terminales que figuraban en el informe de Stallings?

– Puedo hacer algo más práctico -repuso Loomis, que le entregó una copia del proyecto de Merlín, con los criterios que a Elizabeth DeSenza le costaron el empleo.

Loomis enfiló entonces por la avenida Mosholu, rodeó por la autovía Major Deegan y siguió en dirección al centro de Nueva York.

– ¿Cuántas compañías están implicadas? -preguntó Harry.

– Probablemente cinco, sin contar con la de Stallings y con la mía. Hay dos de las que tengo constancia: la Comprehensive Neighborhood Health y la Northeast Life and Casualty. Ignoro cuáles son las otras tres, aunque creo que si me lo propongo lo averiguaré.

– Yo no haría nada que pueda levantar la liebre. Esos tipos no tienen mucha paciencia con quienes se interponen en su camino -dijo Harry sin levantar la vista del informe de Merlín-. ¿En cuánto me ha dicho que sitúan el mínimo coste de un enfermo terminal, a partir del cual deciden liquidarlo? ¿En medio millón?

– En efecto.

Harry arrolló la hoja del informe y se dio un golpecito en el puño. Su idea empezaba a tomar cuerpo.

– Le agradezco mucho que haya hablado conmigo antes de acudir a la fiscalía, Kevin. Le mostraré una cosa.

Harry le tendió uno de los carteles con el retrato. Kevin le echó un vistazo y en seguida se situó en el arcén y encendió la luz interior.

– No sé quién pueda ser -dijo Kevin tras estudiar el retrato casi un minuto.

– Es el hombre que mató a Evie. Tenemos pruebas. Lo vi frente a la habitación de Evie poco antes de que le inyectasen la sustancia que la mató. Y su compañera de habitación lo vio entrar. Dejó una huella dactilar identificada en el laboratorio del FBI. Se llama Antón Perchek. Es médico, Kevin. Un médico. Es conocido en todo el mundo como un virtuoso de la tortura, especializado en mantener con vida y conscientes a las víctimas mientras las martiriza. Pasaba por haber muerto al estrellarse el helicóptero con el que, supuestamente, pretendía huir de la cárcel hace seis años.

– ¿Y cree usted que está relacionado con la Tabla Redonda?

– Sí. Creo que es el encargado de liquidar a los enfermos.

Kevin le devolvió el cartel, arrancó y se situó en el carril central. Durante un rato permanecieron en silencio.

– Tiene usted que detener a ese individuo -dijo Kevin.

¿Tiene usted? Harry lo miró con extrañeza, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Kevin iba atento a la conducción.

– Se me ocurre una idea acerca de las dos compañías que me ha citado -exclamó Harry de repente-. De la Comprehensive no tengo muchos pacientes, pero sí de la Northeast Life. ¿Y si hiciera ingresar yo en mi hospital a un paciente y firmase un diagnóstico de enfermedad en fase terminal que lo incluya en los criterios que sigue la compañía para liquidarlo?

– ¿Podría usted hacerlo?

– Creo que sí. La cuestión estriba en que su colega de la Northeast muerda el anzuelo. ¿Cómo se llama?

– Pat Harper. Es Lancelot, el que le propuso a Stallings unirse al grupo… de los cinco.

– De manera que él es probablemente el más implicado en este asunto, ¿no? Estupendo.

– Vamos a ver, Corbett: ¿pretende exponer a un paciente a que caiga en manos de Antón Perchek? ¿Quién va a prestarse a correr semejante riesgo?

– Pues se me ocurre alguien que estaría encantado de hacerlo -dijo Harry-. Sólo que no es, en rigor, paciente mío. ¿Me lleva a mi consulta? Está en la calle 116, cerca de la Quinta Avenida.

– No faltaba más. Ya sabía yo que hacía bien en ponerme en contacto con usted.

Harry no podía evitar un cierto desasosiego ante lo que Loomis decía y el tono en que lo decía. En ningún momento se había referido a lo que todo aquello pudiera significar para él y su familia. Es más, no aludía a su familia en absoluto. Había optado por hablar con Harry antes de acudir a la fiscalía. ¿Por qué? Tiene usted que detener a ese individuo. ¿Por qué tiene? ¿Por qué no tenemos?

Y, de pronto, Harry lo comprendió. Lo que resultaba inquietante era que Loomis tratase la cuestión con tanta distancia, como si fuese ajeno a lo ocurrido. Optó por hablar con él, antes que con la fiscalía, porque no tenía la menor intención de acudir al fiscal. En realidad, no pensaba ocuparse del asunto. Entonces Harry vio claro lo que significaba aquel extraño paseo en coche; el aplomo de Loomis; su absoluta despreocupación. Loomis era un ejecutivo de una aseguradora, y su muerte dejaría a su familia a cubierto de toda zozobra económica.

– ¿Se encuentra usted bien, Loomis? -preguntó Harry cuando llegaron al centro de la ciudad.

– Sí -contestó Loomis, algo ensimismado-. Pensaba en lo que pueda suceder en adelante, pero me siento mucho más esperanzado después de hablar con usted.

– Bien. Estoy convencido de que podemos acabar con la Tabla Redonda.

– Y yo también -dijo Loomis con inequívoca tristeza.

– Ha dicho que sabe de mí y de mi participación en la guerra, Kevin.

– Sé lo que dicen los periódicos.

– Mi pelotón cayó en una emboscada. Nos atacaron con un intenso fuego de mortero que machacaba nuestra posición desde un altozano. Casi todos nuestros hombres resultaron muertos o gravemente heridos. Yo conseguí arrastrar a tres hasta el helicóptero de evacuación. Por eso me condecoraron, aunque lo cierto es que, en aquellos momentos, yo no era consciente de lo que hacía. Al tratar de ponerme a cubierto me explotó una granada, o pisé una mina. El caso es que tuve la sensación de que volaba media jungla. No tengo ni idea de quién me sacó de allí. Tardé una semana en recobrar el conocimiento. Me extrajeron un montón de metralla de la espalda, junto a parte de un riñón. Pasé meses en la unidad de rehabilitación de un hospital. Tenía fuertes dolores y, durante una larga temporada, temí quedarme paralítico.

– Pero se repuso.

– Cuando llevaba unos tres meses en rehabilitación, me dije que ya no aguantaba más. Dejé la silla de ruedas con un revólver oculto bajo la camisa. Durante media hora, o puede que más, estuve sentado en la arboleda del hospital con el cañón del revólver en la boca y el dedo en el gatillo.

– ¿Por qué no lo apretó?

Harry se encogió de hombros.

– Supongo que porque, en el último momento, pensé que poner fin a mi vida no era cosa mía.

Ya habían cruzado el río y se adentraban por el centro de la ciudad, hacia la consulta de Harry.

– Eso dice mucho en su favor.

– Desesperación y desesperanza son términos muy relativos, Kevin. A James Stallings apenas le queda esperanza, pero a usted sí, no lo olvide.

Por un momento, pareció que Loomis fuese a decir algo. En lugar de ello, asintió con la cabeza y se concentró en la conducción. Harry se dijo que no debía excederse al darle consejos a un desconocido. Ya le había dado su opinión. Siguieron en silencio, hasta que Loomis paró en la entrada del edificio en el que Corbett tenía la consulta.

– ¿Hay algo más que deba yo saber, antes de prepararle el cebo a Lancelot?

– No. Sólo cíñase al procedimiento normal -repuso Kevin-. Suerte.

Aunque cuando Harry bajó del coche había dejado de llover, la humedad era aún casi del cien por cien.

– Me gustaría disponer de una semana antes de que acuda usted a la fiscalía -dijo Corbett-. La publicidad nos perjudica.

– No hay problema. En cualquier caso, lo avisaré antes de hablar con el fiscal.

– Gracias. Y, oiga, Kevin.

– ¿Sí?

– Piense en los demás y no se rinda.

Loomis lo miró sin verlo.

– Sí, hombre, claro que sí. Gracias.


* * *

Hasta muy entrada la noche no encontró Harry lo que buscaba: un paciente de entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años que tuviese suscrita una póliza de seguro de enfermedad con la Northeast Life and Casualty. Max Garabedian, de cuarenta y ocho años, que trabajaba de conserje en un colegio, fue la persona elegida. Era un hombre de talante compulsivo, tanto respecto de su trabajo como de su cuerpo. Tenía bastante de hipocondríaco, aunque en líneas generales gozaba de buena salud. Y eso era lo que Harry necesitaba saber. Sólo había una manera de que su plan resultase; un plan que, sin embargo, podía irse al garete… de muchas maneras. Pero salvo que ocurriese una verdadera desgracia, hacer que Max Garabedian apareciera en un determinado hospital, estando ya ingresado en el CMM, no presentaba mayores problemas.

Harry pensó llamar a Garabedian para explicarle lo que se proponía hacer, aunque si éste accedía, quedaba expuesto a que lo acusaran de fraude a una compañía de seguros. Por tanto, desistió de ello.

Max Garabedian tendría que ser hospitalizado para tratar su costosa y potencialmente mortal enfermedad sin que él lo supiera. De manera que Harry anotó los datos requeridos para ingresarlo en el hospital.

Ahora sólo restaba solucionar dos problemas: elegir un cuadro clínico de extrema gravedad y convencer a Ray Santana para que aceptase ser el cebo.

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