Capítulo 18

– ¡Hay que ver cómo lanza a canasta ese crío! -exclamó Harry, que, junto a Maura, observaba las evoluciones de los chicos tras la valla de tela metálica-. Ese de ahí, el que lleva la camiseta de los Knicks.

El muchacho, que era el más bajito y el más rápido, los obsequió con un limpio triple.

– ¡Formidable! -dijo Maura.

Siguieron el informal partido durante unos minutos y luego enfilaron por Manhattan Avenue hacia el Central Park.

– ¿De verdad quiere ir a pie hasta el restaurante? -preguntó Harry.

– Aunque le parezca difícil de creer, antes de romperme la crisma al caer por la escalera, era una buena andarina.

– Pues… a caminar se ha dicho.

– Ya veo que, aunque sea médico, es usted muy paciente. Cualquier otro me habría frito a preguntas acerca del misterioso colega del hospital.

– Ya hablaremos después.

– No sabe cuánto siento no recordar qué aspecto tenía. La verdad es que no he pensado mucho sobre mi estancia en el hospital; quizá porque en mi fuero interno no deseaba recordar nada. Pero ahora sí. Sin embargo, tengo la cabeza como un queso de Emmental, llena de agujeros. Ciertas conversaciones, algunas cosas, las recuerdo con nitidez, pero en cambio otras…

– Sólo por curiosidad, ¿recuerda, por cierto, a Lonnie, el amigo de su hermano? Estaba también en la habitación aquella noche. Lo apodan el Genio.

– ¿Es negro, verdad?

– ¡Exacto! -exclamó Harry con un brillo de entusiasmo en los ojos-. ¿Recuerda cómo iba vestido? ¿Qué hizo aquella noche?

– Llevaba sombrero. No. No era un sombrero; era una gorra.

– Efectivamente. ¿Y qué más?

– Nada -repuso ella, que alzó la vista hacia la parte alta de un edificio y meneó la cabeza, entristecida-. No sabe cuánto lo siento, Harry. Es como si tratase de recordar quién se sentaba a mi derecha en párvulos. Sé que estaba allí, y conservo vagas imágenes, incluso cómo solía ir vestida mi señorita, pero no podría describir ningún rostro.

Harry recordó entonces con qué rapidez reparó Maura en el pin que le regaló Jennifer y en el peluquín del inspector Dickinson; así como en sus inmediatas reacciones ante la reconstrucción de los hechos que trató de hacer el Genio. Una zona clave de su corteza cerebral, especializada en la recepción de información, funcionaba perfectamente aquella noche (incluso pudiera ser que mejor de lo habitual). No obstante, su capacidad para archivar información, o por lo menos para recuperarla, había resultado gravemente dañada, a juzgar por lo que había olvidado.

– No es sorprendente -dijo Harry en su tono más desenfadado-. La caída por las escaleras, la operación, el alcohol, el síndrome de abstinencia, la medicación… Si tenemos eso en cuenta, su estado es más que satisfactorio.

– Insisto: no sabe cuánto lo siento. De todas formas, pondré el máximo empeño en recordarlo todo. En cuanto vuelva a mi memoria cualquier detalle, lo llamaré en seguida, por si pudiera serle útil.

– Gracias. Y… bueno, dejémonos ya del tema y hablemos de otra cosa. De pintura, por ejemplo.

– Y de héroes de guerra.

A lo largo de los años, en las reuniones propias de la vida social, rara vez era Harry quien llevaba la voz cantante. Él lo atribuía a tener un carácter más bien reflexivo, y Evie lo achacaba a que era aburrido. Sin embargo, con Maura Hughes le resultaba tan fácil comunicarse que, de camino al restaurante, le habló sin parar, y del modo más espontáneo, de la «maldición de los Corbett» y de sus dolores en el pecho, algo que sólo había comentado con su hermano Phil y con Steve (y sin sincerarse del todo).

– ¿Quién es su médico, si se puede saber? -le preguntó ella.

– Aún no lo he… decidido -repuso él sin pensarlo.

Maura se detuvo, lo sujetó de los brazos y le ladeó el cuerpo hacia ella con cara de preocupación.

– ¿Me lo promete?

Harry perdió la noción del tiempo al mirarla a los ojos, verdes como dos esmeraldas.

– Dadas mis circunstancias actuales -repuso él-, no me atrevo a decirle cuándo iré. Pero le prometo pedirle hora.

La luz del semáforo acababa de cambiar. Cruzaron Columbus y, cuando estaban a menos de cincuenta metros del Central Park, Maura lo miró sonriente.

– Debo informarle que, a pesar de mi cero en memoria de esta noche, la tengo de elefante para lo que los demás me prometen. Y soy un increíble incordio, si no cumplen lo prometido.

– Me parece que usted debe de ser… increíble en todo si se lo propone -dijo Harry.

Harry se quedó perplejo al percatarse de que sus palabras sonaban a coqueteo. ¿Sería posible?

– Es usted muy gentil -repuso ella-. Sobre todo, teniendo en cuenta que hasta la fecha me ha visto usted más con mi delírium trémens que como ahora.

– ¿Qué es lo que la impulsó?

– ¿A beber, se refiere?

– Sí.

Maura se echó a reír.

– ¿Cree que una tragedia, o algún hecho terrible o turbio de mi pasado, fue lo que hizo que me diese a la bebida?

– La verdad es que… sí. Algo así he imaginado.

– Pues siento decepcionarlo. Desde luego, hay cosas en mi pasado que preferiría olvidar, pero ninguna tragedia espantosa. En realidad, la bebida fue para mí una bendición, por lo menos, durante una temporada.

Maura le habló de su infancia en el seno de una acomodada familia, de sus paseos a caballo en verano, de sus años en un internado y, luego, de su breve temporada de trabajo con Sarah Lawrence. Para entonces, la rebelión contra el estilo de vida de sus padres, y contra su hipocresía, había abierto entre ellos una brecha insalvable.

– Mi padre tuvo una serie de reveses económicos y mi madre lo dejó. Murió en accidente de automóvil, en las afueras de Los Ángeles. No se equivoca si piensa que no debía de ir muy sobrio. La mujer que iba con él en el coche también murió.

Harry advirtió que, al hablar de su padre, Maura cambiaba ligeramente de expresión y de tono de voz. Los músculos de su mandíbula se habían tensado y casi farfullaba, mientras un tenue velo cubría sus ojos, como una protectora membrana que ocultase sus sentimientos.

– ¿Y su madre? -le preguntó Harry para ayudarla a dejar el tema de su padre, que tan visiblemente la afectaba.

– Mi madre todavía vive, pero ni mi hermano Tom ni yo sabemos nada de ella, salvo en alguna que otra Navidad. Tampoco es fácil encontrarla sobria. No sé si será debido a que mis padres rehuían los temas trascendentes, pero, desde que tengo memoria, siempre he sido muy sensible a la injusticia y al dolor ajeno.

Maura le contó también que, durante varios años, trató de escribir «la gran novela americana», y que incluso llegó a pasar dos años en una reserva de los indios navajos en Arizona. Sin embargo, le confesó que a su estilo literario le faltaba vigor, y que tenía la impresión de que su experiencia con los navajos y otros grupos castigados por la pobreza o la opresión no hizo sino aumentar su sensación de impotencia, y de que, cuanto mayor empeño ponía en dar sentido a su vida, menos sentido le encontraba.

– Un día -prosiguió Maura-, más que por verdadera vocación, a modo de terapia, desempolvé mi estuche de pintura y compré unas cuantas telas. Había aprendido los rudimentos en el instituto, pero sin llegar a aficionarme. En esta ocasión, noté que pintar me relajaba mucho. Sin embargo, aunque no lo hacía mal, a nadie le interesaban mis cuadros. Y entonces descubrí algo maravilloso: el whisky. Descubrí que beber liberaba algo de mi interior, o quizá suavizaba mi lado más esquinado. No lo sé. Lo único que sé es que cuanto más bebía mejor pintaba.

– Puede que, simplemente, lo creyese usted así -la corrigió Harry.

– No. Quizá no lo crea usted, pero no cabe la menor duda: pintaba mejor. Así lo consideraron los galeristas y los compradores. Durante cierto tiempo, mi obra estuvo muy solicitada. Hasta tal punto, que compré este inmueble en el que tengo mi apartamento. Luego, casi sin darme cuenta, empecé a dedicar cada vez más tiempo a beber y a dormir la mona y menos a trabajar frente al caballete. Hace ya tres años que no pinto nada que interese. Y de mi última venta ni me acuerdo.

– ¿No ha acudido nunca a la consulta de un especialista en alcoholismo o a Alcohólicos Anónimos?

– ¿Para qué? Siempre he tenido alguna razón para beber: relaciones que se iban al garete, injusticias, malas críticas sobre mi obra, tropiezos profesionales. Pero sí: recurrí a una especialista una temporada. Me decía que lo único que pasaba era que yo tenía un temperamento artístico y apasionado. Además, siempre estuve sinceramente convencida de que podría dejar de beber cuando quisiera. Ahora, después de lo que me ha ocurrido, ya no estoy tan segura.

– Por algo se empieza.

– ¿A qué se refiere?

– A que si comprende que puede no serle tan fácil dejarlo, a lo mejor…

El restaurante elegido por Harry estaba en la calle 93, cerca de la avenida Lexington. Entraron en el Central Park por la calle 97. Aunque eran ya las nueve menos cuarto, aún quedaba un poco de luz del día. Dejaron el coche y bordearon el estanque por un sendero asfaltado. Apenas soplaba viento, sólo una tenue y cálida brisa. La superficie del agua del estanque parecía un espejo.

– Adoro esta ciudad -dijo Harry-; sobre todo, el Central Park.

– ¿Viene a menudo a pasear por aquí de noche? -preguntó ella.

Aunque con la escasa luz no hubiesen podido asegurarlo, alrededor del estanque no parecía haber nadie.

– De noche, lo que se dice de noche, no. No hay que tentar a la suerte, aunque no se corre demasiado peligro por aquí -matizó Harry, que se agachó, cogió una piedra plana y la lanzó al estanque-. ¡Trece saltos! Nuevo récord mundial -añadió.

– Yo sólo he contado ocho -lo corrigió ella.

– Me temo que voy a tener problemas con usted -replicó él, sonriente.

Visiblemente cómodos con su mutua compañía, se adentraron por otro sendero, flanqueado de arbustos, que llegaba hasta la carretera. La noche ya había borrado los últimos vestigios de luz del día.

– Verá, Harry, le voy a proponer un trato -dijo ella-. Usted cree que debo acudir a un especialista o a Alcohólicos Anónimos, y yo creo que usted debe ir al cardiólogo, por esos dolores que tiene en el pecho. Si usted afronta su problema, yo haré lo propio con el mío.

– Le he prometido ir al médico.

– Me refiero a hacerlo en seguida. Si quiere, mañana mismo asistiré a una de esas reuniones de Alcohólicos Anónimos.

– No tema, que no es angina de pecho lo que tengo. Conozco muy bien la angina de pecho. Lo que ocurre es que debido a mis antecedentes familiares soy hipersensible a cualquier molestia en el pecho.

– ¿Hay trato o no?

Se detuvieron y se miraron a los ojos.

– Trato hecho -dijo Harry, que tenía la garganta tan seca que tuvo que tragar saliva-, pero siempre y cuando usted acepte no probar una gota de whisky, sin darme la oportunidad de disuadirla.

– De acuerdo -convino ella con una esperanzada sonrisa, que se le heló de pronto en la boca-. ¡Harry! -gritó, sobresaltada, al mirar hacia atrás.

– ¡Ni una palabra! -los conminó el individuo que había aparecido detrás de Harry.

Este reconoció la voz de inmediato: era la del más alto de los dos matones que lo atacaron en el apartamento de Désirée. Fue a darse la vuelta, pero el matón, que le sacaba medio palmo de estatura, lo cogió por el cuello y le hundió el cañón de un revólver en las costillas.

La instintiva reacción de Maura fue correr, pero apenas hubo dado dos zancadas se dio de bruces con otro individuo (el compañero del matón que, desde la carretera, había atajado por otro sendero para cortarles la retirada). El rincón elegido para atacarlos no se veía ni desde el estanque ni desde la carretera.

El tipo con el que Maura había tropezado la agarró por la muñeca, se la retorció y se la llevó a la espalda. Maura gritó de dolor. El fornido individuo la obligó entonces a ir cuesta arriba y adentrarse en la espesura, mientras su compañero conminaba a Harry a seguirlos.

– Esta vez no te van a valer de nada los puños -le espetó a Harry el grandullón.

Harry tropezó con la raíz de un árbol, pero al llevarlo cogido del cuello el matón, no cayó. Cuando hubieron caminado unos veinte metros, había tanta maleza y el desnivel era tal que resultaba imposible avanzar. Además, estaba mucho más oscuro que cuando iban por el sendero.

– ¡De rodillas los dos!

El grandullón le dio una patada a Harry en la rodilla. Maura estaba totalmente indefensa, con la muñeca casi a la altura de la nuca.

– Bonito cuerpo -dijo el matón, que la obligó a echarse boca abajo-. Muy bonito -añadió, sentado a horcajadas en su cintura.

– ¡Calla la boca! ¡Limítate a lo que tienes que hacer! -le espetó el grandullón.

– ¡No la toquen! -les gritó Harry en tono suplicante-. No es ninguna amenaza para nadie. No recuerda nada. Nada. ¡Tienen que creerme!

– ¡Haz el puñetero favor de callar!

Algo contundente (el puño del matón o la culata de su pistola) se estrelló en el parietal derecho de Harry, que sintió un dolor que le hizo ver las estrellas. Se venció hacia delante y se desplomó de bruces. Sus pulmones parecieron exhalar aire comprimido.

– ¡No, por favor! ¡No le…!

Aunque semiinconsciente, Harry oyó los gritos de Maura. Luego, farfullar entrecortadamente y, en seguida, sólo el sordo borbor que salía de su garganta. Al alzar la cabeza, la vio patalear y forcejear desesperadamente. El fornido matón seguía sentado a horcajadas sobre Maura. Le había rodeado el cuello con sus toscas manazas y tiraba de su cabeza hacia atrás. La estrangulaba y le arqueaba la espalda.

– ¡No! -gritó Harry-. No lo haga -añadió en un tono tan desmayado que apenas se oyó.

Harry intentó levantarse, pero el mastodonte que tenía al lado se lo impidió con una patada entre los omóplatos.

De pronto, el matón que estaba encima de Maura gritó, se venció hacia un lado y rodó por la cuesta hacia el estanque. Casi al mismo tiempo, su compañero gritó también y rodó por el suelo sujetándose el brazo derecho con la mano. En su caída, en lugar de pararla, dejó rodar el cuerpo hasta un grueso roble, se incorporó y fue a gatas a parapetarse detrás del tronco.

Aunque Harry no estaba ya tan aturdido, no acababa de entender qué había pasado. Entonces reparó en que el revólver del grandullón estaba en el suelo, a sólo un par de metros. Se arrastró para cogerlo, casi seguro de que el grandullón saltaría sobre él para impedírselo. No obstante, en lugar de ello, el matón se puso en pie, sin dejar de sujetarse el brazo, y se escabulló entre los matorrales.

Harry cogió el revólver y volvió a rastras junto a Maura, que seguía boca abajo e inmóvil, pero respiraba. Le ladeó con cuidado el cuerpo y le recostó la cabeza en su mano izquierda.

– Ya ha pasado todo, Maura -le susurró al oído-. Soy Harry. No está herida.

Con sus cinco sentidos ya muy alerta y el dedo en el gatillo del revólver, miró hacia la oscuridad por si advertía algún movimiento. Cuando el ruido que hacía el matón al huir por el matorral se hubo extinguido, todo quedó sumido en un silencio tan denso como las sombras de aquel paraje.

Harry le tomó el pulso a Maura en las carótidas. Era vigoroso y nítido (el suyo martilleaba sus sienes).

Maura abrió los ojos y sollozó quedamente. Harry siguió atento a cualquier sorpresa, con la mirada fija en la espesura. Dejó el revólver apoyado en el muslo y le acarició a Maura la mejilla.

– Quería estrangularme -dijo ella con voz enronquecida-. No podía respirar.

– Claro. Pero se ha librado.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé. Creo que les han disparado a los dos, pero yono he oído ningún disparo. ¿Se encuentra bien?

– Sólo me falta dejar de temblar para estar perfectamente. Es que… ha sido todo visto y no visto.

– Esos dos tipos trabajan para el médico que vio usted. Creo que querían matarla a usted y dejarme a mí con vida, a ver cómo me las arreglaba para convencer a la policía de que no lo hice yo.

Harry la ayudó a sentarse.

– ¿Cree que hay alguien por ahí? -dijo ella, que señaló en derredor con visible aprensión.

Escucharon atentamente, pero no oyeron nada. Harry volvió a empuñar el revólver y la ayudó a levantarse. Le daba pinchazos la cabeza y seguía un poco aturdido. Una leve conmoción cerebral, pensó. Nada más. Se palpó la contusión del parietal e hizo una mueca de dolor. Como no lo tenía muy inflamado, no le serviría como prueba de que los habían atacado. Los dos matones sabían lo que hacían porque eran profesionales, aunque alguien los había puesto en fuga.

Harry y Maura bajaron por el pronunciado repecho, apoyados el uno en el otro. El sendero, que estaba menos oscuro que el rincón en el que los atacaron, parecía desierto. Recorrieron con la mirada las hileras de arbustos que lo flanqueaban.

– Juraría que ese cabrón ha caído por aquí -casi gruñó Harry con el dedo apoyado en el gatillo.

– A lo mejor sólo lo han herido, como al otro.

– No sé. Por aquí no se le ve. Puede que sí, que sólo esté herido.

– No me hace ni pizca de gracia seguir aquí en el parque -dijo ella.

– Ni a mí.

Maura señaló entonces al pie de un árbol, que estaba a menos de dos metros cuesta arriba. Asomaba un brazo por detrás del tronco con la palma hacia arriba, y parecía inerte.

Harry y Maura dieron un rodeo para acercarse al árbol desde arriba. El tipo que estuvo a punto de estrangular a Maura aparecía pegado al tronco. Llevaba téjanos oscuros y jersey de cuello vuelto, y tenía la cabeza semihundida en la esponjosa tierra. Sólo se le veía un lado de la cara, y sus ojos miraban hacia arriba, sin ver.

– Aquí -dijo Harry, que señaló a la altura de las falsas costillas-. Fíjese.

Maura se agachó y vio que el hombre tenía un agujero en la espalda, del tamaño de una moneda de diez centavos, y un rodal de sangre.

– ¿Qué deberíamos hacer? -preguntó Maura.

Aunque Harry supuso que aquel desgraciado no debía de llevar cartera, le registró los bolsillos del pantalón para comprobarlo.

– No he oído ningún disparo -repitió Harry-. ¿Yusted?

– No. Pero es que yo estaba muy ocupada con el equipaje para el más allá.

– Han tenido que dispararles con silenciador.

– ¿Porqué?

– Porque los asesinos profesionales utilizan silenciador. Creo que tendríamos que salir de aquí inmediatamente, Maura.

Ella se palpó el cuello y miró a Harry.

– Totalmente de acuerdo con usted -le dijo.

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