En la iglesia de St. Anne no cabía un alfiler. Se celebraba el funeral por Evie.
El día estaba nublado y tan triste como el oficio religioso. Evelyn DellaRosa -dinámica, extraordinariamente bella, escritora y periodista de talento- había muerto prematuramente a la edad de treinta y ocho años. Casi todos los presentes en la ceremonia reflexionaban sobre la fugacidad de la vida y sobre las sorpresas que daban las enfermedades y el azar.
La iglesia de St. Anne tenía ciento cincuenta años. La cara exterior de sus muros de guijarro estaba encalada. La fachada señoreaba en el pintoresco parque de Sharpston, una población del norte de Nueva Jersey en la que Evie creció y en la que aún vivían sus padres.
Harry reparó en lo concurrida que estaba la iglesia; todo un homenaje a Evie. Pero a cada persona que veía llegar, tenía la sensación de haber conocido menos a su esposa. Aparte de los familiares, de algunos colegas de Harry y de vecinos de su urbanización, acudieron compañeros de la revista para la que trabajaba Evie, pintores y mecenas. También había empleados de la cadena de TV en la que Evie dejó de trabajar hacía diez años, y otras muchas personas totalmente desconocidas para él.
Poco antes del comienzo del servicio religioso, el primer marido de Evie, John Cox, que tenía ahora un alto cargo en un canal de TV, entró con una exuberante joven.
Que Harry supiera, Evie no había cruzado una palabra con su ex marido desde poco después de su inamistoso divorcio. Y, sin embargo, allí estaba.
Los días de luto posteriores a la muerte de Evie se vieron perturbados, de continuo, por las visitas de Albert Dickinson a los vecinos de la urbanización en la que vivía Harry, a sus compañeros de trabajo en el hospital y a Carmine y Dorothy DellaRosa.
Dorothy llamó a Harry en cuanto el inspector Dickinson se marchó, tras hacerle preguntas sobre Caspar Sidonis.
«La verdad, Dorothy, es que no sé si Caspar Sidonis miente o no -le había dicho Harry-. Y, con franqueza, me da lo mismo. Yo amaba a Evie y estoy seguro de que me correspondía. Aunque hubiese tenido alguna relación con esa persona, cosa que dudo mucho, estoy convencido de que lo hubiésemos superado.»
«¡Madre mía!», se había limitado a exclamar Dorothy.
Cuando el funeral estaba a punto de comenzar, Harry miró hacia atrás y vio entrar a Caspar Sidonis, que fue a sentarse en el último banco del fondo. Su presencia lo enfureció tanto como lo incomodó. «Cornudo» era una palabra muy desagradable.
– Acaba de entrar Sidonis -le susurró Harry a Julia Ransome, una agente literaria que era, también, la más íntima amiga que tenía Evie en Nueva York.
– ¿Te molesta que haya venido? -le preguntó ella sin dignarse mirarlo.
Harry pensó que quizá fuese deformación profesional de la agente literaria, pero el caso era que Julia iba siempre al fondo de la cuestión, sin rodeos.
– No -contestó él-. Si quieres que te diga la verdad, creo que no demasiado.
Desde el mismo momento en que se despidió del cuerpo de Evie y salió de la habitación del hospital, Harry había tratado de analizar sus sentimientos.
También había pensado en cambiar de domicilio. Incluso en abandonar el ejercicio de la medicina y empezar de nuevo, en alguno de los «paraísos de la seguridad ciudadana» que tanto ensalzaban las revistas médicas. Pero del mismo modo que no se sintió capaz de dejar a sus pacientes por un empleo en los laboratorios Hollins/McCue Pharmaceuticals, sabía, en su fuero interno, que tampoco ahora lo iba a hacer. De todas maneras, el inspector Dickinson no lo dejaría marchar en aquellos momentos.
El féretro de Evie estaba sobre un estrado, rodeado de flores. En el centro de una guirnalda de rosas blancas habían colocado una copia de la misma fotografía de estudio -tan perfecta y relamida como impersonal- que Evie le había «dejado» tener a Harry en la mesa de su despacho.
No habría entierro. El día que apareció su esquela y una nota necrológica en el Times, un abogado de Manhattan se puso en contacto con Harry. Evie había modificado su testamento hacía tres semanas. Expresaba su voluntad de ser incinerada y legaba sus joyas y sus obras de arte a sus padres, en lugar de a Harry, como figuraba en el testamento anterior (otra muestra de que daba por deshecho su matrimonio). Harry seguía como beneficiario de los 250.000 dólares del seguro de vida, que suscribieron conjuntamente hacía unos años. Eso era todo. El documento no hacía la menor mención de Caspar Sidonis.
Harry estaba sentado en el primer banco, entre Julia y los padres de Evie. Su hermano Phil, Gail y sus tres hijos estaban a la derecha de Julia. Doug Atwater ocupaba un asiento justo detrás de Harry, que daba gracias por el hecho de que ninguno de ellos pudiera leerle el pensamiento, pues sólo deseaba que la ceremonia terminase cuanto antes para poder volver a casa.
Con la ayuda de su colega Steve Josephson, de la esposa de éste y de unas asistentas, el apartamento había vuelto a quedar casi como estaba, salvo algunos cajones rotos y la falta de los objetos robados.
Lo que más anhelaba Harry ahora era pasar un par de veladas en el club C.C.'s Cellar y tocar el contrabajo con el grupo de jazz. Relajarse y reanudar luego su trabajo en su consultorio y en el hospital. La misa tuvo la adecuada solemnidad y no fue muy larga. Previamente, invitaron a Harry a que dijese unas palabras, antes o después del oficio religioso, pero éste declinó. El sacerdote, que conocía a Evie desde niña, hizo lo que pudo para darle algún sentido a su prematura muerte. Harry apenas se enteró de nada. No prestó atención. Lo que lo preocupaba era tratar de encontrarle algún sentido a la vida de Evie. No dejaba de pensar en el gotero de Evie y en el médico, o impostor, que logró entrar y salir de la unidad de neurocirugía sin que nadie lo viese. Y por si las cosas no estuviesen ya bastante complicadas, se encontraba con otro misterio: el de las tres llaves del llavero en forma de pata de conejo que tenía Evie en su bolso.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Julia cuando el sacerdote estaba a punto de concluir su panegírico.
– No mucho -contestó él-. Verás, ¿puedes tomar una copa conmigo esta noche, Julia? Hay algunas cosas que me gustaría comentarte.
Aunque Harry y Evie habían salido alguna que otra noche con Julia y su esposo, solo con Julia no lo había hecho nunca.
Julia era varios años mayor que Evie, delgada, atractiva y muy inteligente. Su agencia literaria era una de las más prestigiosas de Manhattan y estaba en vías de contraer matrimonio por tercera vez.
Julia reflexionó sobre la invitación de Harry y, minutos después, mientras algunos asistentes comulgaban, ladeó la cabeza y lo miró.
– A las nueve en el Ambrosia -le susurró.
– Gracias -dijo él.
Aunque Phil, Julia y Doug Atwater se ofrecieron a hacerle compañía, Harry les dijo que prefería estar solo, y permaneció en la iglesia hasta que los demás se hubieron marchado.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
Harry se sobresaltó al oír al padre Francis Moore, pese a que el sacerdote no pudo habérselo dicho con voz más queda y delicada.
– No, gracias, padre. Estaba… pensativo.
– Me hago cargo.
Harry dio media vuelta y enfiló hacia la salida. El anciano sacerdote fue tras él, con la Biblia en una mano.
– ¿Va usted a casa de los DellaRosa? -preguntó el sacerdote.
– Sí, pero sólo un rato porque estoy agotado.
No podía eludir ir a casa de sus suegros, aunque tenía la intención de volver a Nueva York lo antes posible.
– Me hago cargo -volvió a decir el padre Moore-. Aunque no nos conocíamos de nada, Dorothy y Carmine me han hablado muy bien de usted. Dicen que es un hombre muy amable y gentil.
– Gracias -dijo Harry.
Harry salió de la iglesia seguido del sacerdote. Habían quedado unos corrillos frente a la iglesia. Unos charlaban y otros esperaban sus coches. No había hecho Harry más que llegar al pie de la escalinata, cuando Caspar Sidonis surgió de uno de los corrillos y se encaró con él.
– ¡Usted la mató, cabrón! -le espetó con talante amenazador-. Lo sabemos los dos muy bien, pero pronto lo va a saber todo el mundo. La mató porque no podía soportar perderla, ¿eh?
Hacía treinta y tres años que Harry no le daba un puñetazo a nadie, y en aquella última ocasión apenas le rozó la mejilla al pendenciero que lo provocó. La réplica del grandullón fue tan rápida como contundente. En esta ocasión, el puñetazo de Harry estuvo mejor dirigido, pegado con más rabia y justificación, y fue mucho más eficaz, ya que impactó en la nariz de Sidonis, que se trastabilló hacia atrás y cayó de espaldas sobre un matorral empapado del agua de la lluvia que había caído. La nariz le sangró en seguida aparatosamente.
Al padre Francis Moore se le cayó la Biblia al suelo de pura estupefacción. Harry se agachó a recogerla con toda tranquilidad, la limpió en sus pantalones y se la devolvió al sacerdote.
– Me parece que no soy tan gentil como le han asegurado, padre-le dijo Harry.
El Ambrosia era un bar muy elegante, y siempre estaba atestado. Se hallaba en la avenida Lexington, casi haciendo esquina con la calle 79.
Harry había pasado una hora en su despacho, ocupado en revisar análisis de sus pacientes y en poner al día el papeleo antes de coger un taxi para acudir a su cita.
La llovizna que había caído durante casi todo el día había cesado y las densas nubes empezaban a disiparse.
La ciudad parecía recién lavada y aseada. Todavía no eran las nueve, pero Julia Ransome ya estaba en el Ambrosia tomando una copa en una de las altas mesas negras, frente a la barra.
Aunque era relativamente temprano para el ambiente de los bares de Manhattan -incluso teniendo en cuenta que era jueves-, el local ya estaba de bote en bote.
Julia y Harry se dieron los besos de rigor en la mejilla al encontrarse. Ella llevaba una blusa de seda negra y un chaleco indio estampado, y los dos parecían sentirse muy cómodos entre la «gente guapa».
– ¿A quién has sobornado para conseguir esta mesa? -preguntó Harry al sentarse en el taburete, frente a ella.
– Donny, aquel barman de allí, hace diez años que escribe una novela -dijo ella, sonriente-. Le prometí leerla cuando la terminase. Lo llamo antes de venir, y sienta a un par de amigos aquí hasta que llego yo. Es uno de los privilegios de ser agente literaria. Mi modista también escribe una novela, y el fontanero, que se me presenta en casa a los diez minutos de llamarlo. El truco está en adivinar quiénes no tienen la menor posibilidad de terminar nunca una novela. De vez en cuando me equivoco, claro, pero cuando sucede esto, todo lo que tengo que hacer es leer el libro y luego buscarme un nuevo mecánico, un nuevo dentista, o lo que sea.
– Bueno, pues te agradezco que conmigo hayas aceptado verme, así, por las buenas.
– ¿No irás a creer que he tenido que pensarlo mucho? Si es así, es que lo he hecho muy mal para que notases que eres una de las personas que mejor me cae.
– Gracias.
– Te lo digo de verdad, Harry -le aseguró ella, que se terminó su copa y llamó a la camarera con un leve movimiento de la cabeza-. ¿Qué tomas?
– Bourbon solo, pero doble.
– ¡Vaya! Un bourbon doble solo. Esta faceta no te la conocía yo.
– Ni yo. Si me lo termino, tendrán que sacarme de aquí en camilla -dijo él, que aguardó a que la camarera volviese con las copas, y se hubiese alejado, para abordar el tema-. Me gustaría que me hablases de Evie, Julia.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó Julia con la mirada fija en su vaso.
– En estos momentos, cualquier cosa que me digas será probablemente nueva para mí. El cirujano que te he señalado esta mañana en la iglesia, el que dice que Evie estaba enamorada de él, está convencido de que le administré alguna sustancia que provocó que reventase su aneurisma. Se equivoca en cuanto a acusarme a mí, pero ya no estoy tan seguro de que se equivoque acerca de que le administrasen algo…
Harry se extendió en detalles acerca de la horrible noche que pasó en la planta 9 del edificio Alexander, de su conversación con el anestesista y de sus conclusiones.
– … Mira, Julia -prosiguió Harry-, no tengo ni idea de si Evie se entendía con otro hombre o no, pese a que, desde hacía más de un año, la notaba muy distante. Pero he pensado que acaso a ti te hiciese alguna confidencia… sobre cosas que yo ignore.
Permanecieron unos instantes en silencio. Harry tenía el íntimo convencimiento de que Julia negaría saber nada acerca de lo que él insinuaba. Sin embargo, ésta alzó de pronto la vista y asintió con la cabeza.
– La cosa pintaba mal desde el principio, Harry -dijo ella-. Tú podrías con el Vietcong -añadió con una irónica sonrisa-, pero con Evie DellaRosa no tenías nada que hacer. Nos conocíamos desde que compartimos habitación durante un verano, en nuestros tiempos de la universidad. De eso hace casi veinte años. Era una persona interesante y misteriosa en muchos aspectos, y Dios sabe cuánto la voy a echar de menos, pero a lo largo de todos estos años nunca la he visto satisfecha. Hiciera lo que hiciera, estuviese con quien estuviese, siempre quería más, y no le importaba demasiado lo que costase o, por desgracia, que pudiese herir a los demás. Ésa era la faceta suya que siempre me inquietó: no estaba contenta si no veía a todo el mundo a sus pies. Eso nos impedía intimar más. John Cox estaba en la iglesia. ¿Lo has visto?
– Sí.
– ¿Qué te contó Evie acerca de su ruptura con él?
– Que descubrió que él le era infiel y, que cuando se lo dijo, la echó del trabajo en televisión y se dedicó a ponerla verde entre la gente de la profesión.
– ¿No te parece que eso no encaja con la presencia de John Cox hoy en el funeral?
– La verdad es que no. Me ha sorprendido verlo en la iglesia.
– John Cox estaba loco por Evie. Fue ella quien le fue infiel, Harry… y con el jefe de John. Sólo sé lo que John me contó, que no es gran cosa, pero fue el jefe quien la echó y no John, y quien la ponía verde. Es más, creo que John la hubiese perdonado, pero a ella no le interesaba.
– ¿Y no fue nunca feliz conmigo?
– Quizá lo fuese durante uno o dos años. Mira, Harry, Evie necesitaba estar siempre en el candelero, quería ser el centro de atención. Una parte de ella renegaba de esa manera de ser, y por eso se casó contigo, me parece a mí. Buscaba su equilibrio personal, pero, por lo visto, su lado narcisista podía más.
– ¿Sabías lo de Sidonis?
– En absoluto. Durante vuestro matrimonio, ni lo suyo ni lo de ningún otro hombre, caso de haber alguno. Me parece que Evie no concedía a estas cosas tanta importancia como para hablar de ellas, o pudiera ser que no tuviese la suficiente confianza en mí.
– Yo sabía que no estaba contenta con su trabajo en la revista, pero…
– Lo detestaba. Había nacido para estar frente a una cámara, Harry. Lo sabes tan bien como yo, o por lo menos deberías saberlo. Desde que empezó a trabajar en Manhattan Woman se propuso dejarlo para volver a estar frente a una cámara.
– Últimamente, yo tenía la impresión de que trabajaba en algo que ella consideraba muy importante.
– No te equivocas.
– ¿Sabes de qué se trataba?
– No. Intenté sonsacárselo la última vez que nos vimos, pero sólo me contó que era un bombazo y que varios productores de programas de televisión de gran audiencia le habían ofrecido mucho dinero sólo por ver qué es lo que tenía hecho.
Harry miró hacia la pared del fondo del local, junto a la que había una escultura, hecha con tubos fluorescentes, que representaba a una altísima veinteañera -de más de metro ochenta- que sostenía en una mano una larga boquilla.
Aunque Evie fumaba sólo de vez en cuando, había algo en la escultura que se la recordó. Pensó que habría de pasar mucho tiempo para que detalles como aquél no se la recordasen.
– No más preguntas, señoría -dijo Harry, que apuró el bourbon y dejó la copa en la mesa-. Te agradezco de veras que hayas accedido a verme en seguida.
– Bobadas -repuso ella-. Eres un tío estupendo y, lo supiese apreciar o no, Evie era muy afortunada por tenerte a su lado. ¿De verdad crees, Harry, que alguien la asesinó?
– No sé qué pensar. Hasta dentro de unas semanas no habrán terminado con los análisis de sangre; quizá antes, si el inspector que quiere añadir mi cabellera a su colección se sale con la suya. Me preocupa que encuentren alguna sustancia tóxica, aunque no estoy seguro de que el hecho de que no hallen nada signifique que no la hayan asesinado.
– ¿Crees entonces la versión de la compañera de habitación de Evie?
Harry miró la fluorescente escultura mientras pensaba la respuesta. Dos días después de la muerte de Evie, volvió a la planta 9 del edificio Alexander y Maura Hughes no estaba. «Aún tenía terribles convulsiones, pero, por lo menos, ya no veía bichos», le dijo una de las enfermeras para describir su estado al darle el alta.
Harry tenía el convencimiento de que la verdadera razón de que le diesen el alta tan pronto era la negativa de su mutua a cubrirle más días de hospitalización, algo muy propio de las compañías de seguros, que acortaban la cobertura de las estancias casi tan radicalmente como declinaban toda responsabilidad por las consecuencias.
– Te he hecho una pregunta, Harry, sobre la compañera de habitación de Evie -dijo Julia al ver que no le contestaba-. Parecía que me ibas a responder, pero te has quedado ensimismado.
Harry miró a su copa vacía. Tras muchos años de casi total abstinencia, no aguantaba la bebida como antes. Sabía que distraerse con facilidad era el primer síntoma de la ebriedad.
«¿Y qué? -pensó-. Cuanto más ebrio, mejor.»
– La verdad es que sí creo en la versión de Maura Hughes. Un médico, o alguien que se hizo pasar por médico, entró en la habitación tras irme yo, y poco después de marcharse el supuesto médico se le reventó el aneurisma a Evie. Creo que le inyectó algo en el gotero. No me sorprendería que su muerte tuviese relación con el trabajo que preparaba. Daría cualquier cosa por saber de qué se trataba.
– ¿Has mirado en su despacho?
– ¿En el de la redacción de la revista?
– No, en el de Greenwich Village.
– ¿Cómo dices?
– Tenía un despacho alquilado. Ya sabes… para trabajar más a sus anchas. No sé exactamente en qué calle. Sólo que estaba en el Village.
– Pues… no… lo desconocía. ¿Y no sabes la dirección?
– Ni idea.
Harry pasó la mano por el exterior del bolsillo en el que llevaba el llavero de Evie.
– Tengo que averiguar dónde está ese despacho, Julia.
– Lo que tienes que hacer es ir a casa y dormir, Harry -le aconsejó ella con cara de preocupación-. Esté donde esté el despacho, mañana seguirá allí. Además, sin saber dónde está, no te va a ser fácil localizarlo. No tenía teléfono, según ella.
– Gracias -dijo Harry-. La verdad, Julia, es que me pregunto con quién he estado casado durante todos estos años.
Julia dejó un billete de veinte dólares y otro de diez bajo su copa y salió del bar con Harry. En seguida notaron que había refrescado.
– Mira, Harry -quiso tranquilizarlo ella-, si le preguntases lo mismo a diez personas distintas que conocieran a Evie, obtendrías diez respuestas diferentes. Sería como lo del ciego que trata de describir un elefante con sólo palpar una parte de su cuerpo: serpiente, árbol, palo, pared, manta… Todas tienen cierta base… pero… una base incierta. ¿Cogemos un taxi los dos?
– ¡Vamos, Julia! ¡Si vivimos cada uno en una punta de la ciudad! -protestó él-. ¿No irás a estar preocupada por mí? Me sentará bien pasear un poco para quitarme este «bourbonazo» de la cabeza. Iré a casa y dormiré. Te lo prometo.
Aguardaron a que llegase un taxi para ella y se despidieron con los besos de rigor.
– Llámame si me necesitas -dijo ella-. Y no te empeñes en dar palos de ciego.
Harry aguardó hasta que el taxi hubo desaparecido por una esquina. Luego, echó a caminar en dirección al Central Park.