Capítulo 29

En el apartamento de Harry reinaba el optimismo. Walter y Maura llegaron con escasos minutos de diferencia, ambos con buenas noticias.

Y bien que las necesitaba Harry. Después de la reunión en el hospital, al bajar del Mercedes de Mel Wetstone para ir a su consulta, notó un dolor en el pecho, más agudo que el de la otra vez, que le llegaba desde la espalda hasta el esternón. El dolor sólo duró tres o cuatro minutos y no fue muy intenso, pero sí el más fuerte que había tenido últimamente.

Después de darle un beso de agradecimiento a Mary Tobin, fue rápidamente al cuarto de medicamentos con la idea de tomarse una píldora de nitroglicerina. No obstante, el dolor ya remitía. Si era angina de pecho, se dijo, desde luego no era un caso típico.

Pese a ello, Maura no pensaba dejar de cumplir con su parte del compromiso: iría con Walter a la reunión de AA. Lo mínimo que debía hacer, se dijo Harry, era someterse a una prueba de estrés cardíaco. De manera que volvió a su despacho, marcó el número de un cardiólogo amigo y… colgó en cuanto sonó.

Decidió guardarse la píldora en el bolsillo para tomársela en cuanto le volviese a doler. Si era eficaz, si el dolor remitía, había muchas probabilidades de que tuviese una dolencia cardíaca. Entonces llamaría al cardiólogo. Hasta entonces, la prueba de estrés podía aguardar.

Harry les detalló a Maura y a Walter el desarrollo de la reunión (sobre todo, la intervención de Caspar Sidonis, que había estado a punto de ser catastrófica para él, y las formidables iniciativas de Mel Wetstone y de Mary Tobin).

– ¿Sabía Sidonis lo de su esposa? -preguntó Walter cuando Harry hubo terminado-. Me refiero a si estaba al corriente de su investigación periodística.

– No lo creo. No he contado lo de su doble vida a nadie, salvo a la policía. Decírselo a Sidonis se me antoja hacerle el juego, aparte de que no me creería.

– Da la impresión de ser un mal enemigo. Yo le recomendaría mantenerse tan alejado de él como pueda. ¿Cree que se atendrá a su amenaza de dimitir?

– Lo dudo, aunque nunca se sabe. Parece querer dar la impresión de que puede dimitir del CMM porque lo van a recibir con los brazos abiertos en cualquier hospital, pero ahora dirige un enorme laboratorio de investigación y gana más de un millón de dólares al año, y le aseguro que no es tan sencillo que lo contraten a uno en tales condiciones. Todos los hospitales de la ciudad tienen un jefe de cirugía cardiovascular, y ninguno de ellos vería con buenos ojos que Caspar se entrometiese en su territorio.

Maura explicó entonces lo mucho que Lonnie Sims la había ayudado a hacer una serie de composiciones fotográficas de gran calidad del hombre que había visto. Allí tenía el original y tres copias de la composición fotográfica final, una de frente y dos de perfil (una con gafas y barba, otra con bigote y con el pelo rubio y la restante con los ojos azules y el pelo largo y castaño). Sims las había reducido, luego las había pegado en un impreso oficial con un recuadro en blanco para añadir datos personales y, por último, sacó diez copias para Maura.

– Tenían que haber hecho una disfrazado de mujer -dijo Walter en cuanto las vio.

– ¿Qué?

– Nada. Hablaba para mí. Es que este individuo da la impresión de poder pasearse por los hospitales a su antojo. Pensaba que, quién sabe, a lo mejor se disfraza de enfermera.

– La verdad es que Lonnie introdujo en el programa informático pelucas y maquillajes femeninos de varias clases. Esto aumentaba mucho el número de posibilidades y, a la vez, hacía que la síntesis final resultase de un tamaño demasiado pequeño. Además, nos ha parecido que examinar un juego de quince o veinte fotografías y centrarse en una podía confundir.

– Muy bien pensado -dijo Walter-. Haremos un juego de fotocopias en color y las distribuiremos por todas las plantas del hospital. Y quizá conviniera distribuirlas también en otros hospitales.

– No podemos -susurró Harry, que le explicó a Walter que, ante la airada oposición de Erdman, se había comprometido a que sólo él supervisase la distribución del retrato-robot, y discretamente, sólo a los jefes de departamento.

– Eso no nos sirve para nada -dijo Walter, más inquieto que en las anteriores ocasiones en que se había visto con Harry.

– ¿Por qué? -preguntó Corbett.

– Porque es poco probable que alguien repare en la foto y exclamé: «¡Aja! ¡Ya lo tenemos!». Ocurre, pero muy raramente. Lo que en realidad pretendemos es enfurecer al Doctor, inducirlo a cometer alguna imprudencia, liarse a la temeraria táctica de atacar y huir, una y otra vez, obsesionado con vengarse de usted.

– Habla como si lo conociera -se extrañó Harry.

– No conozco a la persona concreta -dijo Walter sin poder controlar el tic de la comisura de la boca-, pero conozco a los psicópatas. Aunque es más probable que caiga víctima de su propio ego que en nuestras manos, lo mejor para conseguirlo es enfurecerlo.

– Lo siento, pero no puedo hacerlo, Walter. Le he dado mi palabra al director del hospital. Mi posición ya es bastante comprometida, y no es caso de tentar demasiado a la suerte con él. Todo el mundo sabe cómo las gasta. Quizá dentro de una semana podríamos pedírselo de nuevo. Pero de momento no.

– Como usted quiera, doctor.

Walter examinó uno de los impresos con la foto que pensaba utilizar a la manera de pósters.

– Es asombroso, Maura -se entusiasmó Walter al guardarse el impreso en su raída cartera.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó ella, sorprendida.

– Ya sé que parezco un poco bruto, pero sé apreciar el trabajo artístico cuando lo veo -contestó Walter, risueño.

– Gracias -dijo ella, que se encogió de hombros como si desechara la extrañeza que le producía el comentario-. Bueno, ya veremos lo asombroso que es el parecido cuando ese individuo nos mire desde detrás de las rejas de una celda.

«Si llega vivo». Por un momento, Walter temió haberlo dicho en voz alta.

Maura tuvo la sensación de que el rostro de Walter se ensombrecía, como si de pronto su mente vagase muy lejos de allí.

Walter bebió un largo trago del refresco que Harry les había servido, y al posar el vaso, la sombra había desaparecido. Su sonrisa era franca y abierta.

– Bueno, amigos, ahora me toca a mí informar sobre Elegance, La Agencia de Azafatas para los Hombres Exigentes. La dirige una tal Page. No quería decirme más. Nos hemos visto en un bar del East Side que no tiene ni ventanas. Ni una. Resulta lo que yo sospechaba. Désirée trabajaba esporádicamente para Elegance. Acudía y luego pasaba cuatro o cinco meses sin aparecer. Siento decirlo, Harry, pero, por lo visto, estaba muy solicitada.

– Maravilloso.

– ¿Seguro que no le importa que siga?

– Adelante -dijo Harry con cara de resignación.

– Bien. La tal Page está muy furiosa porque unos clientes con mucho dinero y muy poderosos cortaron toda relación con ella al descubrir que Désirée era periodista. Désirée intentó entrevistar a una de las azafatas de la agencia y la chica se fue de la lengua. Page creyó que si echaba a Désirée la recompensarían, pero, en lugar de ello, los clientes en cuestión han prescindido de su agencia. De modo que ha perdido mucho dinero y, aunque estaba muy furiosa con sus ex clientes, también parece tenerles pánico. Por lo visto, dos de ellos le hicieron una visita y la interrogaron de muy mala manera acerca de Désirée. Al principio, no ha habido modo de que me dijese nada más acerca de ellos. Y he tenido que untarla a base de bien para que lo hiciera… Así que… lo siento, Harry, pero los mil quinientos dólares se han esfumado.

– ¿Los mil quinientos?

– Era cosa de vida o muerte. Llevaba ya más de una copa y no creo que hubiese tardado en llevarla de más. Y me he dicho que, o la hacía cantar allí mismo, o podía no volver a verle el pelo.

– Es que… de ese dinero, quinientos dólares eran suyos -dijo Harry.

– ¡Harry! -exclamó Maura.

– Bueno, bueno. Siga, Walter. Confío en usted, de verdad.

– El único nombre de sus clientes que ha podido darme es Lance. Un apellido, supongo yo. Era él quien le pagaba, en metálico, y quien le decía si estaban satisfechos o descontentos con las chicas. Siete de las mejores iban dos veces al mes al hotel Camelot y pasaban allí la noche. No sabe, a ciencia cierta, qué hacían sus clientes en el hotel, aunque, a juzgar por comentarios de las chicas, cree que algunos de ellos trabajan en compañías de seguros.

– ¿De seguros?

– Eso me ha dicho. No es gran cosa, pero me ha llamado la atención. Y he pensado que quizá podría acercarme a sondear a las camareras de habitaciones del Camelot. Las camareras de hotel siempre lo saben todo y, en Nueva York, la mitad son latinas. Quizá pueda averiguar la identidad de alguno de ellos, y partir de ahí…

Se reúnen cada dos semanas en el hotel Camelot…

– No creo que sea necesario -dijo Harry al recordar una de las pocas líneas del borrador de Désirée que tuvo oportunidad de leer-. Evie citaba en su trabajo un par de nombres que pueden sernos útiles.

Harry se refería a los dos nombres que encontró en la agenda de Evie y que anotó en un papel. Lo tenía escondido dentro de una zapatilla en el armario del pasillo. Fue a buscarlo, lo alisó encima de la mesa y llamó a información para pedir el número de teléfono de la Biblioteca Pública.

Corbett pidió que le pasaran con Stephanie Barnes, una bibliotecaria que tuvo como ayudante al principio de ejercer (una de las pocas que dejó el trabajo no para casarse y tener hijos o para ganar más dinero del que él podía pagarle sino para volver a la facultad). Harry le había dado una importante gratificación para ayudarla a pagarse su primer año de vuelta a la facultad. Ahora estaba felizmente casada y había hecho un master en bibliografía, además de tener hijos y de ganar más dinero que en su consulta.

A lo largo de años de continuada amistad, Stephanie Barnes le había demostrado algo que él intuía desde hacía mucho tiempo: que una bibliotecaria con iniciativa e imaginación podía averiguar casi cualquier cosa.

– Stephanie, tengo dos nombres, con sus correspondientes señas y números de la Seguridad Social -dijo Harry después de que Stephanie le expresase su condolencia por la muerte de Evie y de que él le asegurase su inocencia, pese a lo que insinuaban los periódicos-. Creo que estas dos personas están relacionadas con el sector de los seguros. Me interesa cualquier cosa que puedas averiguar acerca de ellos, sobre todo dónde trabajan y qué hacen. Podría volver a llamar mañana, si hoy estás demasiado ocupada, pero me vendría de perlas saber algo dentro… de una hora.

Stephanie no le prometió nada, pero al cabo de menos de media hora lo llamó.

– ¡Bingo! -exclamó Harry tras anotar la información que le dio Stephanie-. Ha vuelto usted a dar en el blanco, Walter. James Stallings es vicepresidente de la Interstate Healt Care, y Kevin Loomis, primer vicepresidente de la Crown Health and Casualty. Ambos han hecho una carrera meteórica. Loomis no había llegado más que a segundo curso en una universidad municipal de Nueva Jersey y hasta hace un par de años no era más que un simple agente de seguros; ahora ocupa un alto cargo. No entiendo que viva en Queens con lo que debe de ganar. Stallings se ha formado en centros privados desde el bachillerato: St. Stephen, Dartmouth y luego en el Instituto Wharton de Ciencias Empresariales. Ha ganado innumerables premios por su rendimiento en la compañía y en el sector.

– ¿Quiere que le busque los números de teléfono de la compañía? -se ofreció Maura.

– Gracias, pero ya veo que no sabe lo que son capaces de conseguir personas como Stephanie -contestó Harry señalando a las notas que acababa de tomar-. Aquí tengo los teléfonos de la oficina y los particulares de ambos.

– ¿Por quién va a empezar?

Harry le dirigió a Walter una inquisitiva mirada.

– Pues por el laureadísimo ejecutivo, naturalmente -dijo Walter-. ¿Es necesario que le diga cómo tiene que abordarlo?

– Supongo que será mejor improvisar -repuso Harry, que, de inmediato, marcó el número de las oficinas de la Interstate Health Care y preguntó por James Stallings.

La secretaria de Stallings se puso en seguida al teléfono.

– Diga.

– ¿Está el señor Stallings? Soy Harry Collins, y fui compañero de curso de Jim en Dartmouth. Formo parte del jurado que ha de conceder los galardones del próximo año, y se ha propuesto a Jim Stallings para la concesión del premio a ex alumnos distinguidos. No obstante, me faltan algunos datos.

Maura y Walter alzaron los pulgares con expresión aprobatoria. La secretaria tardó en contestar mucho más de lo normal.

– Lo siento, señor Collins -dijo al fin la secretaria-, pero el señor Stallings no puede ponerse.

– ¿Cuándo podría volver a llamar?

De nuevo se produjo una embarazosa y larga pausa.

– ¿De qué me ha dicho que se trataba?

– De un premio. Las autoridades académicas de Dartmouth quieren concederle un premio al señor Stallings.

– Pues… verá, señor Collins: el señor Stallings está muy enfermo, ha ingresado en la UCI del Memorial.

– ¡Qué horror! ¿Tan grave está?

– No puedo decirle nada más sin autorización. Lo siento.

Harry les dijo a Maura y a Walter lo que acababa de comunicarle la secretaria. Luego, llamó al Memorial. Como médico, sabía de sobras lo que había que hacer para que no lo pasasen de un departamento a otro; por tanto, logró hablar al momento con la enfermera de guardia en cuidados intensivos. Su conversación con la enfermera duró apenas un minuto.

– Stallings ha tenido un paro cardíaco esta tarde -dijo Harry-. Está con respiración asistida. Muerte cerebral. La enfermera no ha podido decirme más.

– ¿Qué edad tenía? -preguntó Maura.

– Cuarenta y dos -contestó Harry tras consultar sus notas.

– No es precisamente una edad propicia a los paros cardíacos -dijo Walter.

– ¿Qué opina? -preguntó Harry.

– No me gusta. No me gusta nada. Creo que debería llamar al otro. ¿Cómo se llama?

– Loomis -repuso Harry, que ya había marcado el número de la Crown Health and Casualty-. Kevin Loomis.

Harry le contó a la secretaria de Loomis un cuento distinto. Harrison Collins formaba parte del jurado para seleccionar al «Ejecutivo del Año» en el sector de las compañías de seguros, y Loomis era uno de los tres candidatos al premio. Harry estaba seguro de que era una mentira creíble y, en efecto, al cabo de pocos segundos se puso el propio Loomis.

– ¿Qué desea, señor Collins? -dijo Loomis.

– ¿Puede oírnos alguien desde algún supletorio? -preguntó Harry.

– ¿Cómo dice?

– Que si puede hablar con libertad.

– Por supuesto. ¿Qué significa esto?

– No me llamo Collins, señor Loomis. Soy Corbett, el doctor Harry Corbett. ¿Sabe quién soy?

– Lo he leído en los periódicos.

– Se trata de mi esposa, señor Loomis. De mi difunta esposa, Evelyn.

– Y ¿por qué me llama a mí?

– Trato de demostrar la falsedad de las acusaciones que me imputan el asesinato de mi esposa, señor Loomis. He indagado en la vida de mi esposa y me he enterado de que trabajaba para la agencia de azafatas de la compañía Elegance. Sé que usted y James Stallings fueron clientes suyos en el hotel Camelot.

– Eso es absurdo. No he estado nunca en el hotel Camelot y no conozco a su esposa ni a nadie llamado Stallings. Así que, perdone, estoy muy ocupado y…

– Su nombre, su dirección y su número de la Seguridad Social figuran en una nota que estaba en poder de mi esposa cuando murió -lo atajó Harry-, y también las señas y el teléfono de Stallings. Supongo que los obtendría de los carnés de conducir de ustedes. De modo que si no quiere hablar conmigo tendrá que hacerlo con la policía.

– Mire, doctor Corbett, no me gusta que me amenacen. No lo conozco a usted ni conocí a su esposa. Voy a tener que colgar. Y no vuelva a llamarme.

– Verá: acabo de hablar por teléfono con la enfermera de guardia de cuidados intensivos del Memorial. James Stallings ha sufrido un paro cardíaco hoy. Está con respiración asistida, en coma irreversible. Se le ha diagnosticado muerte cerebral.

El largo silencio de Loomis indicaba que la noticia había hecho su efecto.

– No conozco a Stallings. Y no tengo nada más que decirle a usted.

– Mi número es el ocho, siete, cero, guión, tres, cuatro, cero, cero de Manhattan. Puede llamarme a cualquier hora, pero hágalo cuanto antes porque tengo el presentimiento de que es urgente que hablemos.

Kevin Loomis colgó sin contestarle.

– Naturalmente, va a comprobar lo que acabo de decirle sobre Stallings -dijo Harry-. Estoy seguro de que en cuanto lo compruebe me llamará.

– Parece claro -aventuró Maura-. A juzgar por lo que sabemos, pudo haber sido él quien contrató al asesino de Evie.

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