A las cuatro de la madrugada… a las cinco, a las cinco y media… El teléfono del apartamento de Harry sonaba una y otra vez.
Las insólitas circunstancias que rodeaban al «loco del revólver» del CMM y el asesinato de Caspar Sidonis situaban a Harry Corbett en el punto de mira de los medios informativos.
Sentada en el despacho de Harry, Maura seguía las informaciones de los distintos canales de TV. Tenía puesto el contestador para filtrar llamadas.
Sólo al «caso» Simpson y al de Tonya Harding, se les prestaba algo más de atención en los informativos. Cada cinco o diez minutos, las emisoras de radio emitían flashes de última hora y recapitulaciones de lo ocurrido hasta aquellos momentos, mientras que los canales de TV empezaban a emitir reportajes sobre la fecunda vida profesional de Caspar Sidonis.
Maura estaba física y mentalmente agotada, pero también estaba demasiado nerviosa y preocupada por Harry como para poder conciliar el sueño. En el sofá tenía la nota que un tal White le había entregado hacía unas horas:
Maura:
Estoy bien. Te espero, a las diez de la mañana, frente al local en el que quedamos con Walter el primer día. Si no aparezco, vuelve al cabo de tres horas. Yo haré lo mismo. Primero, coge varios taxis, luego el metro y después ve a pie. Ten cuidado. Lo más probable es que te sigan.
Te quiero.
Harry
Lo único que White le había dicho sobre Harry era que estaba sano y salvo. Una hora después, Albert Dickinson subió a hablar con ella. Pistola en mano, el inspector y un agente registraron el apartamento. Pese a estar acompañado por otro agente, Dickinson se mostró tan brusco y maleducado como en el hospital. No quiso oír ni media palabra acerca de la inocencia de Harry Corbett, ni sobre Antón Perchek, ni sobre nadie. Lo único que quería saber era dónde estaba Harry Corbett.
– Señora Hughes, ¿sabe cómo castigan las leyes de este estado la complicidad con un fugitivo acusado de asesinato? -le había preguntado el inspector-. Si conoce usted el paradero de Harry Corbett y no nos lo dice, le prometo que pasará usted la mayor parte de lo que le quede de vida en la cárcel.
– Dudo que ninguna cárcel pueda ser más desagradable que esta conversación -replicó Maura con una irónica sonrisa.
– Por lo visto, la estupidez es algo genético. Me complace comunicarle que acabamos de ascender a inspector a alguien con más espíritu de equipo y menos imbécil que el «yalero» de su hermano.
– Oiga, teniente, si quiere fumar, hágalo fuera -dijo Maura, que no sólo hizo caso omiso del comentario de Dickinson sino que, en lugar de señalar hacia la puerta, le indicó la ventana.
Por un momento, Maura temió que Dickinson fuese a pegarle. No fue así, sino que el inspector optó por dar media vuelta y salir del apartamento mascullando juramentos.
Maura cerró entonces la puerta con llave y echó el cerrojo.
Ahora, por lo menos, estaba más relajada para seguir los reportajes de TV, que incluían entrevistas con ejecutivos del CMM, enfermeras, agentes de policía, el electricista a quien atacó el «loco del revólver» y Max Garabedian. La única novedad era que el falso Garabedian no había sido detenido ni identificado, aunque ya habían enviado a analizar las huellas dactilares detectadas en la habitación del hospital.
«¡Ánimo, Ray!», exclamó Maura para sus adentros. Estaba satisfecha de no haber caído en la tentación de beber, pese a la enorme tensión de aquella noche. Lo que sí necesitaba con urgencia, no obstante, era dormir. De manera que puso el despertador a las 8.30, desconectó los timbres de todos los teléfonos del apartamento y colocó el contestador cerca de su cabeza. Si llamaba Harry para comunicarle algún cambio de planes, lo oiría.
Antes de disponerse a dormir, sonó el teléfono, lo cogió y, al oír la voz de un desconocido, estampó el auricular en la horquilla.
– ¡A ver si nos dejan tranquilos de una puñetera vez! -exclamó, exasperada.
A las 8.00, adormilada, Maura oyó un mensaje del productor del programa Última edición: le ofrecía a Harry el suficiente dinero como para pagarse el mejor equipo de abogados, a cambio de la exclusiva de su historia.
En cuanto hubo acabado de oír el mensaje, Maura fue a ducharse. Después hizo café y se lo tomó junto a la ventana. Estaba nublado pero no llovía.
El C.C.'s Cellar no estaba muy lejos de allí, pero quería salir con una hora de tiempo. Cogería un taxi hasta las inmediaciones del edificio de las Naciones Unidas. Luego, iría a pie hasta una estación del metro. A continuación cogería otro taxi, y quizá entrase en unas galerías comerciales. Finalmente, tomaría un tercer taxi hasta un par de manzanas del club. Pensaba que, en el superpoblado Manhattan, con tanto paso subterráneo, estaciones de metro y grandes almacenes, no debía de ser tan difícil conseguir despistar a cualquiera que la siguiese.
Se puso téjanos, zapatillas deportivas y una camisa, y cogió una bolsa de las muchas que había en el armario de Evie. En la bolsa metió su billetero, la peluca oscura que llevaba en el hospital y una blusa blanca, por si tenía que cambiar de aspecto sobre la marcha. También metió, por si acaso, téjanos, camisa y zapatillas para Harry. Ella creía que era impensable que volviese al apartamento. Maura cogió también el revólver. Le daba seguridad llevarlo, aun a riesgo de que la detuviesen por tenencia ilícita de armas.
Bajó los seis pisos por las escaleras. Rocky Martino se sobresaltó al verla asomar en el vestíbulo. Se puso en pie de un salto y, aunque se echó un poco hacia atrás, no pudo evitar que a Maura le llegase el pestazo a vodka.
Rocky tenía los ojos enrojecidos y le temblaban las manos, pero logró mantener mínimamente la compostura.
– ¡Qué susto me ha dado, señorita Hughes! -exclamó Rocky, que se humedeció los labios, un poco cohibido-. ¿Puedo servirle en algo?
Maura pensó en cuántas veces no habría ella tratado, tan inútilmente como Rocky, de disimular que estaba bebida, aunque creyera, como probablemente él ahora, que lo conseguía.
– ¿Podría pedirme un taxi? -dijo Maura a la vez que rebuscaba un billete en la bolsa.
– En seguida, señorita -contestó Martino-. ¿Sabe algo del doctor Corbett?
– No, Rocky, no sé nada.
– Ojalá todo le vaya bien -dijo Rocky, que salió de detrás del mostrador de la conserjería y fue hacia la puerta con largas y lentas zancadas.
Martino le hizo señas al taxi que, al cabo de unos momentos, se situó en la entrada. Maura le dio entonces a Rocky un billete de cinco dólares.
– Tenga, Rocky, para que se tome algo a mi salud.
– Muchas gracias, señorita -dijo él tras guardarse el billete en un bolsillo del pantalón.
Maura detectó en su sonrisa algo que no le gustó. Fue a subir al taxi bastante inquieta.
– A las Naciones Unidas -le indicó Maura, que en cuanto el taxi arrancó miró hacia atrás-. Le iré diciendo por dónde quiero ir. No le preocupe que no sea el camino más directo.
El taxista asintió con la cabeza. Si la seguían, lo hacían muy bien, pensó Maura, que cuando hubieron recorrido unos cien metros comprobó que no tenían a nadie detrás. No obstante, cabía la posibilidad de que alguien fuese por delante con una radio, pero, por si acaso, en seguida tomaría medidas.
Al pasar frente a un quiosco vio la fotografía de Harry en la portada de todos los periódicos. «Eh, no se lo pierdan. ¡El Doctor Muerte ataca de nuevo!» No tenía ninguna gracia. No había en todo aquello nada de aventura romántica. La noche anterior, durante un rato, allí arriba en la copa del árbol contiguo al descampado, confiaba en que todo iba a terminar bien; se sintió como Grace Kelly en Atrapa a un ladrón, o como Audrey Hepburn en Charada. Ahora, en cambio estaba desanimada, exhausta y asustada. No quería ni imaginar cómo debió de sentirse Harry al abrir el maletero.
El taxi había llegado a Broadway y enfilaba en dirección sur.
– Gire a la derecha -le dijo Maura al taxista, que hizo caso omiso-. ¡Eh! ¡Se ha pasado! ¡Le he dicho que girase a la derecha!
El taxi giró bruscamente a la izquierda, en dirección al parque. A unos cincuenta metros aminoró la velocidad. Maura, que no había dejado de golpear el cristal de separación con los nudillos para llamar la atención del taxista, estaba desconcertada. Pensó en el revólver (lo llevaba en una pequeña bolsa de piel, remetida bajo el pantalón y atada a la cintura), pero intuyó que lo que tenía que hacer era bajar de aquel taxi como fuese.
Justo en el momento en que Maura se decidió a saltar del taxi, se abrió la puerta y un hombre se abalanzó sobre ella. Era muy alto y corpulento. La empujó en el asiento con tal violencia que la estampó contra la otra ventanilla. Maura notó un fuerte golpe junto a la cicatriz de la operación.
Sin aguardar instrucciones, el conductor aceleró en dirección al río.
Maura reconoció de inmediato al monstruo: era el secuaz de Perchek (el que quedó con vida en el Central Park). Maura se revolvió contra él. Intentó arañarle la cara con la mano derecha a la vez que con la izquierda trataba de sacar el revólver. No consiguió clavarle las uñas, pero acertó a darle un puñetazo en la ceja. Bastó un instante para que, al sujetarla él con menos fuerza, Maura empuñase el revólver, le encañonase las costillas y apretase el gatillo.
El revólver no disparó. La única posibilidad que tenía se había ido al garete. El matón le arrebató el arma y le cruzó la cara. La abofeteó con tal violencia que le partió el labio superior y volvió a estamparle la cabeza contra la ventanilla. Maura se venció hacia delante y quedó con la cabeza entre sus muslos.
– El seguro, el seguro -se burló él con voz aflautada-. No se puede disparar la pistolita sin quitarle el seguro.
El matón la agarró del cuello y la obligó a erguirse en el asiento. Ella le escupió y le manchó de sangre la camisa y la cara. El se limpió la mejilla con el dorso de la mano, lentamente pero muy furioso. Luego volvió a golpearla con saña. Maura quedó inconsciente. El matón la arrodilló a viva fuerza y le estampó la cara contra el asiento.
– Buscamos a tu amiguito Corbett.
– No sé dónde está -farfulló Maura, que apenas podía abrir la boca de tanto como le dolía el cuello. Pero no iba a darle la satisfacción de gritar-. No sé dónde está. Ni siquiera sé si está vivo.
El sacó entonces de la bolsa la camisa de Harry y le levantó a Maura la cabeza para mostrársela.
– ¿Y esto qué es? -le espetó.
– Aunque supiera dónde está, no se lo diría.
– Al Doctor le encantará charlar con usted -dijo él a la vez que volvía a estamparle la cara contra el asiento.
El fugitivo más buscado de todo Nueva York circulaba por las calles de Manhattan en el interior de una enorme caravana. Maniobraba con cuidado para no llamar la atención, procuraba circular sólo por las amplias avenidas, que discurrían de norte a sur. Si se adentraba en cualquiera de las calles perpendiculares a las avenidas, podía encontrarse con algún camión o con un tramo en obras.
Como Harry apenas utilizaba el coche, porque vivía y trabajaba en el centro, no era un conductor muy experto. Si maniobrar con el BMW a veces ya le costaba, hacerlo con una caravana en una calle estrecha, con coches aparcados a ambos lados, podía ser desastroso.
Había fotografías suyas por todas partes. En cuanto le rozase la chapa a un coche y apareciese un agente, lo detendrían. Así de sencillo.
Eran las diez menos diez. Harry iba por Columbus Avenue. Trataba de sincronizar la velocidad para llegar a la calle 56 a las diez en punto. En cuanto Maura estuviese con él en la caravana podrían salir de la ciudad, aparcar y analizar la situación. Había muchas personas que sabían que era inocente o que, por lo menos, creían que lo era. Maura, Tom Hughes, Mary Tobin, Kevin Loomis, Steve Josephson, Doug Atwater, Julia Ransome, Phil, Gail…
Miró la primera hoja del bloc que tenía en el salpicadero. Había escrito todos aquellos nombres casi como un rito. Añadió el de Ray Santana. Tenía muchos amigos, colegas e incluso pacientes a quienes se les haría muy cuesta arriba creerlo culpable de cualquier delito, y mucho menos de asesinato. Pero la cuestión estribaba en saber quiénes estarían, de verdad, dispuestos a jugársela por él.
Juntos, él y Maura, podrían idear algún plan, sobre todo si lograban localizar a Ray Santana que, ciertamente, había contribuido mucho a complicarle las cosas, pero que no era la causa de sus problemas. Sólo con que consiguiera actuar de acuerdo con Kevin Loomis, tendría una buena posibilidad de salir del atolladero, aunque antes de pensar en otra cosa tenía que reunirse con Maura. Luego, ya procuraría hacer algo para que Loomis siguiese con vida. Finalmente, tendría que localizar a Santana. Y todo eso tenía que hacerlo sin caer en manos de la policía.
«Lo primero es lo primero», pensó Harry al recordar el lema que figuraba en los azules banderines de Alcohólicos Anónimos. «Lo primero es lo primero.»
Harry se adentró en la calle 56. Por suerte, no había camiones de reparto, ni tramo en obras, ni coches aparcados en doble fila. Pero… tampoco estaba Maura.
Frente a la entrada del club C.C.'s no había nadie y la puerta tenía toda la pinta de estar cerrada con llave. Harry redujo la velocidad y pensó en bajar un momento a comprobarlo, pero la impaciencia de un automovilista, que tocaba insistentemente la bocina, le ahorró tomar una decisión.
Rodeó por Ámsterdam Avenue y volvió a pasar por la calle 56. Ni rastro de Maura. Llamó a su apartamento y al de Maura, pero en ambos sólo respondieron los contestadores. Tampoco en el club se ponía nadie al teléfono. Al fin, llamó al «busca» de Phil.
– Hola, Harry -dijo su hermano al llamarlo-. Me parece que he oído hablar de ti un poco en la radio y en la televisión.
– Muy gracioso. ¿Qué tal lo llevan Gail y los niños?
– Digamos que volcados en la defensa del buen nombre de la familia. ¿Qué tal estás tú?
– Gracias a ti, todavía libre. Oye, Phil, la nota que te di era para decirle a Maura dónde teníamos que vernos. Pero aquí no aparece nadie. ¿Estás seguro de que se la han entregado?
– Completamente. Esta mañana he hablado con Ziggy. Se la ha entregado en mano a las tres de la madrugada.
– ¡Mierda!
– ¿Puedo hacer algo?
– De momento no. Ya has hecho bastante. Gracias, Phil. Te volveré a llamar cuando pueda.
– Trátame bien la caravana, eh. Le he prometido a Gail pasar un fin de semana en tu hotel rodante. A lo mejor hasta encontramos alguno de tus fajos por ahí tirado.
Harry siguió dando vueltas alrededor del punto de encuentro durante casi una hora, pero no había ni rastro de Maura. No cabía duda de que se había torcido algo. Pidió el número de Kevin Loomis en información y lo llamó a su casa.
Papá había ido a comprar helados para la fiesta, según le contestó un niño, y mamá estaba en el cuarto de baño.
Harry le dijo al pequeño que volvería a llamar dentro de una hora.
Eran casi las once. Faltaban aún dos horas para el segundo intento de encontrarse con Maura frente al C.C.'s. Harry, por supuesto, acudiría, pero estaba casi seguro de que Maura no. ¿Perchek? ¿Dickinson? ¿Maura, que se había vuelto a emborrachar? Lo último era lo que le parecía menos probable.
Harry miró el salpicadero, que casi parecía el cuadro de mandos de un reactor. Tenía gasolina de sobras.
Corbett volvió al centro de la ciudad. No creía que le quedase más alternativa que tratar de localizar a Ray Santana. Aunque detestaba la idea de poner en peligro a Mary Tobin, no tenía más remedio. Además, si la policía y Mary «llegaban a las manos», pensó Harry sonriente, compadecía a… la policía.
Harry localizó a Mary en su casa. Tal como imaginaba, ella ardía en deseos de hacer lo que fuese para ayudarlo (ella y su extensa familia al completo).
– Mi yerno, Darryl, es el único que se ha permitido hablar mal de usted -dijo Mary-. Volverá a casa en cuanto le hagan radiografías y le den todos los puntos de sutura. Y eso sólo se lo ha ganado de parte de mi hija, porque cuando lo coja yo por mi cuenta…
Mary tardó casi cuarenta y cinco minutos en ir a la consulta, a por las señas y el número de teléfono de Walter, y volver a casa. Había estado tanto tiempo porque, nada más llegar a la consulta, los dos agentes que la registraban la abrumaron a preguntas.
«Lo cazaremos -le había dicho uno de ellos-. No se le ocurra tratar de ayudarlo.» «Tengo veintiún nietos y siete biznietos, joven -había replicado Mary-. ¡Lo que iban a presumir ustedes, ante su familia y sus compañeros, si me meten en la cárcel!»
A las doce en punto, Mary Tobin llamó a Harry para darle la dirección y el número de teléfono de Walter, e informarle de su conversación con la policía.
Harry llamó inmediatamente al número de Walter, pero no contestó nadie. Luego, a sólo una manzana de la pensión, lo volvió a intentar. En esta ocasión cogió el teléfono el propio Santana. Tres minutos después, Santana estaba sentado junto a Harry en la caravana. Nada más verlo, Harry se percató de que ya no estaba furioso con él. Por el contrario, se alegraba de poder actuar juntos en lugar de por separado.
– ¡Vaya! ¡A esto lo llamo yo un vehículo para una huida! -exclamó Santana al enfilar Harry por la calle Harlem River.
Ray iba sin afeitar. Harry no lo había visto nunca tan demacrado y nervioso.
– Es de mi hermano. Me alegro de que lograse escapar, Ray. ¿Se encuentra bien? Porque no tiene muy buen aspecto.
– El de siempre, sólo que algo peor. Lo eché todo a rodar en el hospital, Harry. Lo siento.
– ¿Fue a Perchek a quien vio?
– No, a Perchek, no. Era Garvey. Sean Garvey, el cabrón que me entregó a Perchek. Estaba en la cama, medio dormido, y oí su voz. La reconocí inmediatamente, pese a que han pasado siete años. Estoy completamente seguro que también él me reconoció en cuanto me vio. Iba con un grupo de individuos muy trajeados. Se ha teñido el pelo y se ha hecho algo en la cara, pero era él. Cuando llegué a la puerta de mi habitación, echó a correr. Entonces, perdí los estribos y… disparé. El resto me parece que ya lo sabe.
– ¿Tiene idea de por quién se hace pasar ahora Garvey? ¿Qué pinta él en un hospital de Nueva York?
– No sé. Después de lo de Nogales, se esfumó. Debía de tener amigos muy poderosos que ocupasen altos cargos, o algo muy fuerte con qué amenazarlos. Removí cielo y tierra para dar con él, pero nada. No consta en ninguna parte que haya trabajado para organismos del Estado. No tiene número de la Seguridad Social, ni siquiera NIF. Nada. No ha habido manera. En fin… ¿Tiene café hecho?
Harry le indicó dónde estaba el termo. Santana se sirvió una taza y luego encendió el pequeño televisor instalado en el salpicadero. Un periodista informaba sobre la búsqueda del doctor Harry Corbett y de un hombre, conocido como Ray Santana, ex agente «legal» de la Brigada de Narcóticos, cuyas huellas se habían encontrado en la habitación 218 de la planta 2 del edificio Alexander.
– Ocurre cuando menos se piensa -dijo Ray-. Era sólo cuestión de tiempo. ¿Cree que Maura está en peligro?
– Seguro que sí. Ahora vamos al club donde se la presenté. Le he hecho llegar una nota para vernos a las diez de esta mañana o a la una.
– Lo del cadáver de su maletero parece cosa de Perchek. ¿Cree que Maura habrá caído en sus manos?
– Prefiero no pensarlo -dijo Harry en tono angustiado.
– Primero lo de la Tabla Redonda, luego lo de Perchek y ahora lo de ese maldito Sean Garvey. ¡Menudos angelitos, Harry!
– ¿Por dónde cree que deberíamos empezar, Ray? ¿Ray?…
Santana miraba con fijeza la pantalla del televisor.
– Douglas Atwater, vicepresidente de la Cooperativa de Salud de Manhattan. ¿Lo conoce usted, Harry?
– Ya lo creo que lo conozco. Es uno de los pocos que me apoyan en el hospital.
– Pues ahí lo tiene, en directo, rogándole públicamente que se entregue antes de que nadie sufra más daño.
– ¿Cómo dice?
– Que ese hombre, uno de los pocos que lo apoyan en el hospital, según usted, es el hombre a quien intenté matar ayer.
– ¿Garvey?
– En persona.