Capítulo 26

Hacía un calor y un bochorno espantosos aquella noche. Era de esa clase de noches que, invariablemente, propiciaban las más terribles pesadillas.

Estaba echado boca abajo, con la sábana empapada. Tenía los puños cerrados y los músculos tensos. En cierto modo, creía que todo pertenecía al pasado, que no hacía más que evocar una terrible experiencia.

Pero, como de costumbre, era incapaz de despertar.

«… el Hiconidol tiene, átomo a átomo, una composición química casi idéntica a la del neurotransmisor encargado de la transmisión del dolor. Eso significa que puedo activar tales nervios de una vez o gradualmente, como quiera. Todos. Piense en ello, señor Santana. Nada de heridas… Nada aparatoso… Sin sangre. Sólo dolor. Puro dolor. Salvo para mi trabajo, el Hiconidol no tiene el menor valor clínico. Si algún día lo comercializamos, creo que su nombre apropiado sería Agonil. Es un fármaco asombroso, si me permite que lo diga, aunque lo haya creado yo. ¿Una pequeña dosis? Un cosquilleo. ¿Una dosis mayor? Bueno… Ya puede imaginárselo.»

Ray tragaba saliva. Le latía tan fuerte el corazón que estaba seguro de que el Doctor veía los movimientos de su pecho.

«No, por favor -clamaba en silencio-. Por favor…»

El pulgar de Perchek presionaba el émbolo de la jeringuilla.

«Empezaremos por algo suave -decía Perchek-. Equivalente, pongamos por caso, a sentir una fría brisa en las raíces de los dientes. Lo que nos interesa es la identidad de los agentes mexicanos "legales", señor Santana. Orsino anotará los nombres que usted nos dé. Y se lo advierto: algunos de los nombres que usted nos dará ya los conocemos, y tendría muy desagradables consecuencias para usted que descubriésemos que pretende engañarnos.»

«¡Váyase a la mierda! ¿De qué engaños habla?»

El Doctor se limitaba a sonreír.

La última voz que Ray oía antes de la inyección era la de Joe Dash.

«Un hombre puede enfrentarse a la muerte de tres maneras…»

El émbolo de la jeringuilla descendía ligeramente.

Menos de medio minuto después, Ray notaba una tenue vibración en todo su cuerpo, como si le aplicasen una pequeña descarga eléctrica. Su cuero cabelludo se tensaba, y los músculos de su rostro se crispaban. Unía las yemas de los dedos y se las frotaba, como si tratara de desentumecérselas.

Mientras tanto, Perchek había sacado un cronómetro de su maletín.

«Calculo que el efecto de esta minúscula dosis le durará un minuto y veinte segundos -decía Perchek-. El efecto de dosis superiores dura un poco más. De todas maneras, el tiempo se le va a hacer a usted algo muy relativo: unos pocos segundos pueden parecerle horas, y un minuto, una eternidad. ¿Qué tal? ¿Puede darnos ya algunos nombres?»

«Cary Grant, Mick Jagger, Marilyn Monroe…»

Perchek se encogía de hombros y le inyectaba un poco más. La sensación redoblaba su intensidad y resultaba mucho más desagradable. Era ya dolor, como si le hiciesen numerosos cortes con un cuchillo en manos y pies. Sintió un sudor pegajoso, como cuando hace tanto bochorno que se barrunta una tormenta. Tenía la camiseta empapada y le escocían los ojos.

«Ahora le inyectaré una dosis algo superior y la mantendré a ese mismo nivel durante un rato -continuó Perchek a la vez que le tomaba a Ray la presión y el pulso-. Nosotros no tenemos prisa, ¿verdad, Orsino?»

Desde la calle a Ray le llegaba el bullicio de la fiesta de Nogales: las explosiones de los cohetes de los fuegos artificiales y los sones de la música. La ruidosa fiesta duraría toda la noche, pero difícilmente estaría con vida cuando la fiesta hubiese terminado.

El Doctor tenía razón. Para Santana, la hora que siguió se le hizo eterna. Estuvo dos veces a punto de morir de puro dolor. Sin embargo, en ambas ocasiones Perchek le inyectó una sustancia que lo reanimó lo suficiente para soportar una nueva serie de inyecciones.

Ray se acostumbró a oírse gritar. Llegó a orinarse. Entre inyección e inyección, sus músculos sufrían incontrolables espasmos. En varias ocasiones farfulló nombres. Perchek miraba a Orsino, que meneaba la cabeza una y otra vez. El castigo por mentir era, indefectiblemente, una dosis superior, y su reacción, gritos espeluznantes.

Un hombre puede enfrentarse a la muerte de tres maneras… De tres maneras… De tres maneras…

Se le vencía la cabeza hacia atrás, y se le nublaba la vista. Ya no lo molestaba la luz de la desnuda bombilla que pendía del techo. Era como si el indecible dolor insensibilizase sus ojos. Sudaba a mares, y tenía el sistema nervioso destrozado y estaba a punto de derrumbarse mentalmente. Debía facilitarles un nombre que los obligase a comprobarlo; darles algo, algo que detuviese la química carnicería que Perchek cometía con él, aunque sólo fuese durante un rato. Ya había hecho lo posible por superar las dos primeras fases recomendadas por Joe Dash. Su capacidad de resistencia se había agotado. Tenía que decirles algo que detuviese aquel insoportable dolor.

«¡Cabrón! -le gritaba a Perchek al inyectarle éste una fuerte dosis-. ¡Es usted un maldito cabrón! Está bien. Está bien. Le diré…»

Ray se interrumpió en seco al oír que se abría bruscamente la puerta del túnel y percibir, a través de una espesa niebla, la voz de un hombre sin resuello.

«¡Hay soldados ahí fuera, Antón! -gritaba el hombre en perfecto inglés-. Decenas de soldados. Creo que tienen a Alacante. Un grupo de agentes norteamericanos ha irrumpido también en la casa de Arizona. La entrada del túnel sigue cerrada, pero la encontrarán de un momento a otro. Vienen a por usted, Antón. No sé cómo lo han averiguado, pero saben dónde está.»

La voz. Ray porfiaba por hacer encajar los dispersos fragmentos de sus pensamientos. Conocía aquella voz.

«¿Tiene esto alguna otra salida, Orsino?», preguntaba Perchek.

«Por esa puerta, doctor. Hay un corto túnel que conduce a una casa que está al otro lado de la calle. La hizo construir Alacante.»

«Escuche -decía la voz-. Tengo que volver antes de que den con el túnel principal y me encuentren a mí.»

«Gracias por avisarme, amigo.»

«Ya sabe cómo localizarme si necesita ayuda.»

La puerta del túnel chirriaba un poco al cerrarse. Se oían pasos durante unos segundos y luego se hacía un absoluto silencio. Pero en aquellos momentos, la mente de Ray se concentraba sólo en la voz.

¡Sean Garvey!

«¡Eres un cabrón, Garvey! ¡Un mal nacido!», gritaba al recordar el momento en que él y su jefe eran sacados a rastras por los hombres de Alacante.

«Garvey había dado muestras de no ser trigo limpio decenas de veces -pensaba ahora Ray-. Había sido una imperdonable negligencia no actuar en su momento. Qué estúpido.»

«Me temo que debemos zanjar nuestra cuestión prematuramente, señor Santana», decía Perchek.

Se oía cerrarse una puerta en la planta baja, y luego disparos.

«Tenemos que salir de aquí, doctor», decía Orsino.

«Tiene razón, Orsino, aunque… sólo en parte», replicaba Perchek, que se daba la vuelta y se alcanzaba el maletín.

Perchek se giraba de nuevo con un revólver de cañón muy corto en la mano y, antes de que Orsino pudiese reaccionar, le disparaba en pleno rostro. La cabeza de Orsino se vencía hacia atrás, y el cuerpo describía una grotesca pirueta y se desplomaba.

Los disparos del sótano no cesaban. Las voces y los pasos se oían cada vez más cerca. El Doctor apuntaba a la cabeza de Santana. Ray apretaba los dientes y trataba de sobreponerse para mantener los ojos abiertos en aquel último momento de su vida. Luego, con aquella sonrisa que Ray temía tanto como despreciaba, Perchek bajaba el cañón del revólver, se acercaba a él y le inyectaba el contenido de la jeringuilla (aún casi llena) en el tubo del gotero.

«No se preocupe -le decía-. Morirá a causa de esta dosis mucho antes de que pueda hacerle efecto.»

Perchek saltaba entonces por encima del cadáver de Orsino y corría hacia el túnel secundario.

«¡Garvey! -gritaba Santana, más furioso con el amigo que lo había traicionado que con aquel loco-. ¡Te pudrirás en el infierno por esto!»

Instantes después, su sistema nervioso estallaba, roto de puro dolor. Sus gritos eran sobrecogedores. Meneaba la cabeza, desesperado, se mordía el labio inferior y caía de costado al suelo. El dolor era cada vez más intenso en todos y cada uno de los nervios de su cuerpo.

¡Garveeeyyy!


* * *

Bañado en sudor, Walter Concepción se incorporó bruscamente en la cama. Después de más de siete años, casi se había acostumbrado a aquella recurrente pesadilla. Pero la evocación que su mente hacía por su cuenta de la tortura a que lo sometió el Doctor en aquel sótano no siempre resultaba angustiosa. La de aquella noche (la primera que tenía en muchas semanas después de llegar a Manhattan desde su casa de Tennessee) había sido espantosa.

Era el dolor lo que activaba la pesadilla. Casi siempre le ocurría así. Aquel dolor martirizaba su sistema nervioso como un electroshock, y apenas le daba respiro desde hacía siete años, desde que el Doctor le vació la jeringuilla en el cuerpo.

Ray se secó el sudor de la frente y de las mejillas con la sábana y palpó la mesilla de noche en busca de la Biblia vaciada que utilizaba para ocultar su Percodan (uno de los analgésicos más potentes). Habría podido soportar quedarse sin todo lo que tenía en la pequeña habitación en la que vivía realquilado, incluso sin su revólver, pero no sin el Percodan. Su médico de Tennessee se hacía cargo. Después de años de consultas neurológicas, de psicoterapia, de recurrir a AA y a DA, de hospitalizaciones, el médico había desistido de curarlo y se limitaba a recetarle calmantes. También el farmacéutico de su barrio de Tennessee se hacía cargo y se lo vendía, pese a que su consumo era desorbitado (e ilegal). Para ambos, y para todos aquellos que conocían su historia, Ray era una leyenda: era el hombre que apresó a Antón Perchek.

Santana había traído consigo pastillas suficientes para un mes, siempre y cuando sus crónicos dolores no se agravasen. No tenía el menor deseo de salir a la calle a comprar droga, pero lo haría si no tenía más remedio.

Antón Perchek estaba vivo y reeditaba sus canallescas hazañas en Nueva York. Ray no estaba dispuesto a abandonar la ciudad hasta que Perchek hubiese muerto.

Harry ya lo había puesto al corriente del éxito de la sesión de Maura con Pavel Nemec. Ahora, Maura se entrevistaría con el criminólogo que conocía su hermano, y juntos introducirían el dibujo de Maura en un ordenador, con un programa informático que reproduciría el mismo rostro pero con toda una gama de caracterizaciones y disfraces. Las imágenes resultantes las pasarían a todos los hospitales de la ciudad.

El plan de Santana era sencillo: no darle respiro al Doctor, irritarlo lo bastante como para ponerlo nervioso. Tarde o temprano cometería un error.

Santana se tomó dos pastillas de Percodan con un poco de agua. Más tarde, eligió la indumentaria adecuada para su entrevista con Page. Se pondría la chaqueta de sport para poder llevar oculto su revólver. No creía tener que utilizarlo, pero… por si acaso. Desde que lo traicionaron y detuvieron en Nogales, procuraba que nunca lo pillasen desprevenido.

Metió la mano debajo de la almohada, cogió el revólver y desenroscó el silenciador. Era engorroso y, aunque había funcionado estupendamente aquella noche en Central Park, tendía a afectar a la precisión del arma. Además, pensó, cuando al fin lograra echarse a la cara a Antón Perchek, cuando le apuntase entre las cejas y apretase el gatillo, quería que el Doctor oyese el disparo.

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