Era absurdo permanecer en la ciudad. Y tenían muy buenas razones para abandonarla.
Harry Corbett y Ray Santana dejaron Manhattan y fueron en dirección norte, por la N-684, hacia el límite entre los estados de Nueva York y Connecticut.
Conducía Harry, que tenía la misma cara de preocupación que Ray. Maura no había acudido a la cita a las 13.00 en el C.C.'s. Ya no parecían caber dudas de que estaba en poder de Perchek y no de la policía.
– Cuanto más pienso en Atwater, más imbécil me siento -se lamentó Harry.
– ¿Por qué? -dijo Santana, que tenía los pies apoyados en el salpicadero.
Había apagado el televisor y miraba por la ventanilla los negros nubarrones que se cernían sobre la zona.
– Hacer que le inyectase el gotero a Evie y administrarle luego Aramine requería cierta planificación -contestó Harry-. Quienquiera que lo hiciese, estaba informado de que Evie iba a ingresar en el hospital aquel día. Yo no lo supe hasta veinticuatro horas antes. Doug era una de las pocas personas, aparte de mí, que estaban al corriente del aplazamiento de la fecha de ingreso.
– ¿Cuándo empezó Atwater a trabajar para su hospital?
– En rigor, no trabaja para el hospital, sino para una sociedad de atención médica que tiene contrato con el hospital.
– ¡Menuda atención… médica!
– Desde luego… A veces parece que está uno ciego. En fin. El caso es que Doug está con nosotros desde hace cinco o seis años.
– Encaja -dijo Santana-. Alguien de la Agencia hizo un primoroso trabajo para «liquidarlo»: nueva vida, nuevo rostro y ninguna constancia documental de que hubiese existido jamás. Probablemente, Garvey se trajo a su amigo Perchek a Nueva York tras incorporarse a esa sociedad de… atención médica. Debe de ganar una millonada Perchek con los de la Tabla Redonda para renunciar a su papel de verdugo internacional.
– Quizá Perchek quisiera algo… más tranquilo.
– Ya. Sin duda. Está en fase de prejubilación. Ahora sólo mata cinco o seis veces por semana.
– ¿Qué hacemos?
– Quizá deberíamos visitar a Garvey -dijo Santana-. Está tan apurado como nosotros. Él sabe que mientras yo ande cerca no podrá vivir tranquilo. Aunque mi disparo no lo matase, le envió el claro mensaje de que no me siento muy dialogante. Además, ha debido de comprender que usted está al corriente de lo de la Tabla Redonda. ¿Por qué, si no, ingresarme en el hospital?
– También debe de estar seguro de que carecemos de pruebas, pues, de lo contrario, lo habríamos denunciado.
– Cierto. Y esoles da la esperanza de seguir con sus manejos, pero a condición de que usted esté en la cárcel, o en el cementerio, y de que consigan comprarme o liquidarme.
– ¿Y Maura?
Santana meneó la cabeza, muy serio.
– Si la tienen en su poder, la utilizarán para negociar, mientras nosotros los acosemos; de lo contrario, está perdida.
– ¡Voy a llamar a ese cabrón! -exclamó Harry, furioso-. ¡Le voy a dar las gracias por su sincera amistad en todos estos años!
– Pero no pierda los estribos.
Harry entró en un área de descanso, detuvo la caravana y marcó el número del despacho de Atwater en el CMM.
– ¿De parte de quién? -le preguntó la secretaria.
– De parte del doctor Charles Mingus -contestó Harry tras un momento de vacilación.
Mingus era uno de los ídolos de Harry -y considerado por muchos, incluido el propio Atwater, el mejor contrabajo de jazz de todos los tiempos-. Había muerto hacía más de quince años. Atwater se puso en seguida al teléfono.
– ¿Es usted, Harry?
– Hola, Doug. ¿Puede hablar?
– Por supuesto. Charles Mingus, ¿eh? Inteligente. Muy inteligente. En buena se ha metido, Harry.
– Lo he visto en la «tele» hace un rato. Gracias por preocuparse tanto por mí.
– De verdad, no sabe cuánto me alegro de oírlo, y de que se encuentre bien. Pero ¿dónde demonios está?
– Por ahí. Trato de localizar a Maura Hughes, Doug. He pensado que, a lo mejor, usted sabe dónde está.
– Lo del dibujo que hizo ha sido formidable, ¿verdad, Harry?
– La ha secuestrado Perchek, ¿no?
– Perchek… Perchek… Ese nombre no me suena. La verdad es que lo siento mucho por su amiga Maura. Sólo la vi una vez en el hospital, pero seguro que debe de ser una mujer muy hermosa, si está sobria, sin cardenales y con pelo. No es una mujer despampanante como Evie, por supuesto, pero es que como ella… ninguna. ¿No cree, Harry?
Corbett tapó el micrófono con la mano.
– La tiene él -le dijo a Santana-. ¿Cuánto quiere por dejarla en libertad, Doug? -añadió tras retirar la mano del micrófono.
– ¿No me ha oído usted, Harry? Le acabo de decir que sólo la vi una vez en el hospital.
– Sé dónde está Ray Santana, Doug. Santana a cambio de Maura.
– ¡Vamos, hombre! En mi vida he tenido una conversación más absurda que ésta. Primero me dice no sé qué de un tal Perchek, de quien no he oído hablar en mi vida; y ahora me sale con un Santana de quien tampoco sé una palabra.
– Oiga, Doug, esa mujer es muy importante para mí. No quiero que sufra el menor daño. No tiene usted más que decirme lo que quiere.
– La verdad es que desde que ese falso paciente suyo se lió a tiros conmigo no he dejado de preguntarme por qué se tomó usted tanto interés en hacer que ingresara en el hospital.
Harry volvió a tapar el micrófono con la mano.
– Me parece que va a picar -le susurró Harry a Santana-. Está bien, Doug -añadió tras retirar de nuevo la mano del micrófono-. Escuche: hablemos claro de una vez. Usted me entrega a Maura Hughes sana y salva, y yo le pondré a Santana en bandeja y le diré todo lo que sé sobre la Tabla Redonda: quiénes de sus caballeros están a punto de tirar de la manta y qué pruebas tienen, exactamente, contra usted.
Atwater tardó varios segundos en reaccionar.
– ¿Qué se propone, Harry?
– Largarme. Lo tengo todo preparado: billetes de avión, pasaporte, dinero, un seguro refugio. Todo. Pero no voy a marcharme sin Maura.
– ¡Ay, Harry! ¿Lo ha cazado, eh? Hágame caso: ninguna merece la pena, salvo la siguiente.
– Sin ella, no me importa lo que me ocurra. Y no pienso marcharme. Lo que significa quedarse sin Santana, y que la Tabla Redonda… se le hunda bajo los pies. Y si Maura y yo nos marchamos, tiene que ser forzosamente mañana al amanecer. De modo que, o lo solucionamos usted y yo esta noche, o se va todo al garete.
– ¿Dónde puedo localizarlo? -preguntó Atwater tras una larga pausa.
– Ni hablar, Doug. Podré estar desquiciado, pero no soy imbécil.
– Desde luego que no lo es. Está bien, amigo. ¿Tiene bolígrafo a mano?
– Sí.
Atwater le dio un número de teléfono con el prefijo 201, que correspondía a la zona norte de Nueva Jersey e incluía Fort Lee.
– Llámeme esta noche a las nueve y hablaremos -dijo Atwater.
– A las nueve entonces. Y escuche bien, Doug: no me queda mucho que perder. Si Perchek le hace algún daño a Maura, le juro que los mataré, a él y a usted.
– Menos lobos, Harry, menos lobos. Hablaremos y veremos qué pasa.
– A las nueve en punto -repitió Harry, que colgó sin dar opción a más.
– ¡Bravo, bravo! -aplaudió Santana-. ¡Ha estado formidable!
– Mejor de lo que usted cree, Ray -dijo Harry con una maliciosa mirada-. Ahora sé con exactitud dónde está Maura.
Llovía bastante cuando cruzaron el puente Tappan Zee en dirección a Nueva Jersey. El reloj-calendario del salpicadero de la caravana marcaba las 7.06 del 31 de agosto.
31 de agosto… El día anterior a la fecha de la «maldición de los Corbett».
Harry permaneció atento a la carretera mientras Santana se preparaba. Estaba convencido de poder caer muerto el 1 de septiembre, al igual que su abuelo (a los setenta años) y su padre (a los sesenta). Las probabilidades que tenía él de que lo matasen aquella noche eran aún mayores.
Con todo, Santana era un profesional. Harry había tenido que enfrentarse a enemigos armados muchas veces. De modo que estaban preparados y en condiciones para intentar liberar a Maura.
Antes de cruzar el puente, dejaron la autopista y merodearon por la zona hasta encontrar una armería. Ray pasó media hora en el interior y salió con un rifle, dos mochilas llenas de accesorios y un recibo de 1.124 dólares. La armería no tenía mucho surtido, pero el rifle, la mira telescópica y los prismáticos eran de buena calidad.
– ¿Es cierto que en la guerra mató a uno de la manera que dicen los periódicos? -preguntó Santana, que, en cuanto Harry arrancó, examinó el rifle.
– No me enorgullezco de ello.
– Ya. Lo digo porque, sólo si ha matado uno alguna vez, sabe que es capaz de hacerlo. Eso es todo lo que me interesa en estos momentos.
– Tengo tanto odio dentro de mí, Ray… No me costaría nada liquidarlos a los dos.
– Estupendo. Menos trabajo para mí -dijo Santana, sonriente.
Harry nunca había estado en casa de Doug Atwater, pero la había visto desde el mar y desde tierra. Tres años antes, Harry alquiló un yate para darle una sorpresa a Evie el día de su cumpleaños. Era un yate muy grande, lo bastante como para que cupiesen el grupo de jazz del club y unos cuarenta invitados (y aún sobraba espacio). Lo destinaban habitualmente a recorrer el litoral de Manhattan.
Alquilar aquel yate era la mayor extravagancia que Harry se había permitido en toda su vida.
Como por entonces su matrimonio ya se tambaleaba, Harry debió de intentar alegrarlo un poco. Lo cierto era que aquella noche fue la última que recordaba haber visto a Evie verdaderamente feliz.
Atwater se había presentado con su ligue del momento, una exuberante rubia que trabajaba en el teatro, o en el cine, creía recordar Harry. ¿Cómo se llamaba? ¿Sandi? ¿Pati? Ella y Harry se quedaron un momento solos en cubierta al oscurecer. Veían alejarse los acantilados de Nueva Jersey entre dos luces y, de pronto, ella señaló hacia una modernísima casa construida casi al borde del agua.
«¡Es la de Doug! -había exclamado ella, alborozada-. Es la casa de Doug. ¿Ve aquel porche? ¿Y el jardín de al lado? Esta mañana hemos cogido mimosas. Tiene una vista formidable. ¿No ha estado nunca allí?»
El ignoraba que Atwater tuviese aquella casa. Sólo conocía su lujoso ático de la calle 49, en el que había estado varias veces, cuando él y Evie salían con Atwater y su ligue de turno.
Harry sintió curiosidad por aquella casa y memorizó un par de puntos de referencia, en la orilla neoyorquina del río. Luego, por la noche, le pidió al capitán del yate que utilizase sus instrumentos para precisar el emplazamiento de la casa. No estaba lejos de Fort Lee.
Aunque más de una vez se sintió tentado a preguntarle a Atwater por la casa, no había llegado a hacerlo. Él y Atwater tenían una relación amistosa, pero no eran íntimos amigos, pues, de lo contrario, lo habría invitado a aquella casa.
Un día, al cabo de un par de meses, cuando regresaba de visitar a su madre en la residencia de ancianos, Harry pasó a pocos kilómetros de la casa de Atwater y se acercó a verla.
Era una gran mansión de estilo californiano, en lo alto de una loma a la que se llegaba por una arbolada rampa de acceso de más de cien metros de longitud. La enorme verja de la entrada, de hierro forjado, estaba cerrada. Un muro de cemento de casi dos metros de altura se extendía a ambos lados de la verja y daba la impresión de que toda la finca estaba vallada. Entonces no le pasó por la cabeza entrar.
Ahora, sin embargo, iba a visitar el lugar en compañía de Santana.
– Pare en la primera área de servicio que encuentre -dijo Ray-. Usted tiene que prepararse y yo tengo que echarle un vistazo al equipo.
Pese a su débil aspecto físico y a sus tics nerviosos, Ray siempre daba la impresión de arrogancia y seguridad en sí mismo. Pero después de oír cómo le había hablado Harry a Sean Garvey, estaba algo cohibido. Por otra parte, parecía más tranquilo: apenas se le notaba el tic de la boca y no le temblaban las manos.
De aquel mismo aplomo debió de armarse Santana en el Central Park, pensó Harry, la noche que les disparó a quienes los atacaron a él y a Maura.
El área de servicio en la que Harry detuvo la caravana no estaba muy concurrida. Santana le dio un jersey negro de cuello alto, un chaleco antibalas, un pasamontañas y un frasco de grasienta pintura negra.
– No olvide untarse el dorso de las manos, Harry -dijo Santana, que bajó de la caravana con el rifle en una funda de lona.
Arreciaba la lluvia. Por el este, a lo lejos, un relámpago hizo azulear el cielo.
Harry dejó su equipo junto al asiento. Evie, Andy Barlow, Sidonis, ¿Maura? Estaba dispuesto a luchar. Dispuesto a lo que fuese. Pero antes de disponerse a ir a la batalla, tenía algo importante que hacer: una llamada telefónica.
Kevin Loomis miró el reloj y trató de imaginar hasta dónde debía de llegar ya el agua en el sótano.
La lluvia los había obligado a hacer la barbacoa en el interior de la casa, pero no importaba. Todo transcurría como él lo había planeado. Ya faltaba poco.
Debía de hacer cosa de media hora que había dejado la fiesta y había salido por la puerta de atrás, so pretexto de ir a por su tarjeta de puntuación de golf al garaje. Cogió la tarjeta de la bolsa, que estaba junto a la puerta del garaje, y luego rodeó por detrás de la casa para aflojar el tubo de la lavadora. Dentro de diez minutos «descubriría» el desaguisado.
Kevin volvió a mezclarse con los invitados. Se mostró dicharachero y alegre, eficazmente ayudado por el alcohol. Resultaba extraño saber con exactitud el momento de la propia muerte. ¿Habría hecho las cosas de otro modo, de haberlo sabido desde niño? Era una pregunta meramente retórica. Habría vuelto a aceptar ser miembro de la Tabla Redonda, tal como él creyó que era el grupo. Desde la primera reunión habría sido uno más. Y, a partir de ahí, nada hubiese cambiado lo más mínimo.
El día anterior se despidió de sus hijos lo mejor que supo. Luego, hizo el amor aceptablemente con Nancy antes de que la tensión lo rindiese.
Ahora, estaba en la cocina y miraba el cajón en el que tenía las linternas. Sólo faltaban unos minutos. De pronto, oyó sonar el teléfono. Lo cogió por si la llamada tenía que ver con alguno de sus hijos.
– Diga.
– ¿Kevin Loomis?
– Sí.
– Soy Harry. Harry Corbett. ¿Qué tal está?
– Bien. Pero tenemos una fiesta. No puedo hablar.
– No importa. Sólo escuche. Seré breve. ¿Sabe lo del asesinato por el que me buscan, el del cirujano?…
– Sí.
Desde la puerta de la cocina, Nancy preguntó con elocuentes ademanes si era una llamada importante. Kevin meneó la cabeza.
– Es Atwater, Kevin -prosiguió Harry-. Doug Atwater, de la Cooperativa de Salud de Manhattan. Él es el… caballero que está detrás de todos los asesinatos, el que manipula a Perchek, el médico de quien le hablé.
– Lo sospechaba. Atwater es Galahad, el caballero encargado de seguridad. Lo he visto antes en las noticias de la televisión.
– Los restantes miembros del grupo han podido participar, pero estoy convencido de que él es el cerebro. Vamos a por él ahora mismo… y a por Perchek.
– Buena suerte.
– Oiga, Kevin, lo he llamado para rogarle que espere a ver cómo termina todo esto. Si los cazamos, necesitaremos el testimonio de usted para procesarlos, pero si no lo conseguimos, los pacientes que corren un grave peligro van a necesitar de usted aún más.
– Yo… No sé por qué me habla en estos términos -dijo Kevin-. Por supuesto que voy a esperar a ver cómo termina todo esto. Les deseo suerte para esta noche. No obstante, ahora perdone, pero he de dejarlo.
– No se rinda, Kevin, porque tiene demasiado que perder. Todos tenemos mucho que perder.
Kevin colgó sin contestar. «¡Maldito Corbett! Claro… ¡como él no tiene hijos!», exclamó para sí Kevin, que abrió el grifo del fregadero. Apenas salía un hilillo de agua.
Loomis llamó a voces a Fred (uno de los vecinos elegidos para que prestasen testimonio en su momento).
– Nos hemos quedado sin presión de agua. ¿Qué puede ser?
Fred se encogió de hombros, aunque dijo:
– Vayamos a echar un vistazo al sótano.
Kevin dejó que abriese la puerta del sótano y pulsase el interruptor de la luz.
– Debe de estar fundida la bombilla -continuó Fred-. O será cosa del interruptor.
Desde abajo les llegaba claramente el murmullo del agua que inundaba el sótano. Kevin le pasó a Fred una linterna. Luego llamó al reverendo Pete Peterson y le dio otra.
– Me parece que esto se ha inundado -dijo Kevin, ya muy nervioso-. Y precisamente tengo las botas de agua ahí abajo. Sujeten la escalera y alúmbrenme. A ver qué pasa…
«A punto de pasar está», pensó Kevin, algo desconcertado ante la idea de que toda su vida desembocase allí dentro de unos instantes.
Bajó con sus dos amigos hasta el sótano. Mientras ellos lo alumbraban, él fue hacia la lavadora, con el agua hasta media espinilla.
– Es el tubo de la lavadora -dijo Kevin desde la oscuridad-. Se ha salido un poco. Alúmbrenlo bien.
Las cosas que creía tan importantes… carecen ahora de sentido…
– Tenga cuidado -dijo Peterson.
– ¿Ven? Ya está. Problema resuelto -anunció Kevin tras ajustar el tubo.
Hago lo debido. Lo mejor para Nancy. Lo mejor para los niños, lo mejor para todos. Perdóname, Dios mío…
Sir Tristán, caballero de la Tabla Redonda, respiró hondo y tocó con la mano la parte de atrás de la secadora. Su cuerpo se quedó rígido. Empezaron a saltar chispas de sus piernas por donde le llegaba el agua. El corazón se le paró de inmediato. Su mano se crispó alrededor del cable.
Kevin Loomis llevaba muerto quince segundos al desplomarse en el inundado sótano.