Nueve

Los sentimientos con los que me reuní con mi tío a la mañana siguiente para ir a la sinagoga de Bevis Marks eran ambivalentes. Quizá deba explicar que no todos los judíos son tan escrupulosos en la observación del sábbat como mi tío. Algunos son mucho más ortodoxos, claro está, pero a un número aún mayor les importa poco que sea este día de la semana o aquél. Incluso la barba corta de mi tío les parecía a muchos judíos ser una mala moda, porque era una especie de cosa sabida que cualquier judío con barba era o un rabino o un inmigrante reciente.

A muchos de los judíos de origen ibérico les habían robado hacía mucho tiempo el conocimiento de sus ritos, forzados, como lo habían sido, durante la época de la Inquisición, a convertirse a la fe católica. Los llamados cristianos nuevos a veces eran sinceros en sus conversiones, aunque otros seguían practicando su religión en secreto, pero después de una o dos generaciones a menudo se olvidaban de por qué observaban estos ritos ahora tan oscuros. Cuando estos judíos secretos escaparon de la península hacia las provincias holandesas, como habían empezado a hacer en el siglo XVI, muchos buscaban volver a adquirir conocimientos judíos. El abuelo de mi padre fue uno de ellos, y se educó a sí mismo en las tradiciones judías -incluso estudió con el gran rabino Manasseh ben Israel- y educó a sus hijos para que las honrasen.

A mí también me habían educado en esas tradiciones, pero hacía tiempo que me parecía más fácil desatenderlas que honrarlas. Por esa razón no estaba seguro de qué esperar de mi regreso a la sinagoga. Quizá me había empeñado en no esperar nada, pero me encontré bastante confortado por el servicio matutino. Como cuando era niño, el rabino que oficiaba era David Nieto, mucho más viejo de como yo lo recordaba y con aspecto flaco y frágil, pero aún era un hombre venerable, de respetable presencia con su enorme peluca negra y su hilo de barba que le cubría apenas la punta del mentón.

En el culto judío, los hombres y las mujeres se sientan en lugares separados para resguardar a los hombres del abstractivo encanto de la carne femenina. A mí esta costumbre siempre me pareció sabia, porque nunca había visto a Elias volver de misa en la iglesia sin cuentos de las mujeres elegantes y de sus vestidos. En la sinagoga de Bevis Marks, los hombres se sientan en el piso inferior en una serie de bancos que están colocados en perpendicular con respecto al púlpito del rabino. Las mujeres se sientan arriba, donde se supone que han de estar resguardadas de las miradas de los hombres por una celosía de madera. Pero la celosía está construida de tal manera que, aunque no sea perfectamente, se ven destellos de feminidad a través de los huecos.

La sinagoga estaba repleta aquella mañana, más llena de lo que recordaba haberla visto nunca de niño. Había unos trescientos hombres en el piso inferior y casi cien mujeres en la sección superior. Además de los fieles, había un par de mozos ingleses que venían a ver rezar a los judíos. Estas visitas no eran nada extraordinario; de pequeño recuerdo haber visto con frecuencia a los buscadores de curiosidades, y generalmente se comportaban razonablemente bien, aunque no era raro que estos hombres se empezaran a poner nerviosos cuando se enfrentaban a varias horas de liturgia en hebreo. La verdad es que los visitantes no solían esconder su perplejidad frente a un servicio que se desarrollaba casi exclusivamente en una lengua extranjera y en el que los hombres están sumidos en contemplaciones privadas tanto como en el culto colectivo. Por mi parte, me di cuenta de que el hebreo me causaba pocas dificultades, ya que había leído estas oraciones tantísimas veces de niño que estaban todavía firmemente grabadas en mi memoria, y pronunciarlas me proporcionó una felicidad que no hubiera sido capaz de anticipar. Sentí una especie de cómodo placer al llevar puesto el manto de rezar, prestado por mi tío, y le vi dirigirme numerosas miradas de aprobación durante toda la larga ceremonia. Sólo podía esperar que no se estuviera fijando tanto en las frecuentes miradas que yo dirigía hacia arriba, hacia la sección de las damas, donde podía discernir, aunque a duras penas, el bello rostro de Miriam a través de la celosía. Lo cierto es que había algo particularmente atractivo en vislumbrar esta perspectiva diseccionada de su rostro: ahora el ojo, ahora la boca, ahora la mano. La vista del ojo era especialmente gratificante, porque no podía menos de sentirme satisfecho al ver que se dirigía a mí tan a menudo como al libro de rezos.

Después de terminar el oficio, Miriam y mi tía regresaron a casa directamente, mientras yo me quedaba en el patio de la sinagoga con mi tío. Se puso a charlar con los hombres de la comunidad, mientras yo le observaba, fingiendo interesarme por discusiones acerca de quién se había mudado y quién se había ido del vecindario. Estando allí de pie oí que alguien me llamaba por mi nombre y me volví para ver a un hombre elegantemente vestido cuyo rostro, desfigurado por demasiadas peleas y heridas de arma blanca, reconocí al instante. Era Abraham Mendes, el hombre de Jonathan Wild.

Pocas veces he estado tan sorprendido de ver a alguien, y me limité a mirarle atónito.

A Mendes le hizo bastante gracia mi confusión. Se rió como un niño travieso.

– Es un placer volver a verle, señor Weaver -me dijo con una reverencia exagerada.

– ¿Qué hace aquí, Mendes? -balbuceé-. ¿Cómo se atreve a seguirme hasta aquí?

Se rió. Sin desprecio, por pura hilaridad. La verdad es que había algo extrañamente encantador en su fea cara.

– ¿Yo seguirle a usted, señor? Debe usted tener la idea de que su trabajo es de lo más interesante para sospechar tal cosa. Yo vengo sólo a la ceremonia del sábbat, y al ver a un viejo conocido, me pareció que lo cortés era saludarle.

– ¿Debo creer que ha venido sólo a escuchar el servicio? -le pregunté-. Me resulta imposible.

– Yo podría decir lo mismo de usted -sonrió-. Pero pregunte por ahí si no me cree. He vuelto a instalarme en Dukes Place, donde resido desde hace varios años. Y aunque no vengo todos los sábbat, vengo con bastante frecuencia. Es su presencia la que resulta una anomalía -se inclinó hacia delante y con un susurro teatral me preguntó-: ¿No me estará usted siguiendo?

No pude evitar reírme.

– Estoy asombrado, Mendes. Me ha sorprendido absolutamente.

Hizo una reverencia cuando mi tío se volvió.

– ¿Volvemos a casa, Benjamin? -se inclinó ligeramente hacia mi compañero-. Shabbat shalom, señor Mendes -le dijo, ofreciendo el saludo ritual del sábbat a este canalla.

– Y a usted, señor Lienzo -Mendes volvió a sonreírme-. Shabbat shalom, señor Weaver -me dijo antes de alejarse entre el gentío.

Mi tío y yo dimos unos cuantos pasos antes de que yo hablase.

– ¿Cómo es que conoce a Mendes? -le pregunté.

– No hay tantos judíos en Dukes Place como para no poder conocerlos a todos. Le veo a menudo por la sinagoga. No es un hombre devoto, supongo, pero viene con bastante regularidad, y en Londres eso ya es algo.

– ¿Pero sabe lo que es? -insistí.

Mi tío tuvo que hablar más alto de lo que querría, porque un hombre vendiendo empanadas de cerdo se había acercado a la gente que salía de la sinagoga para divertirse anunciando a voz en grito su mercancía a los judíos.

– Por supuesto. No lo sabe todo el mundo. Pregúntale a la mayoría de los hombres y te dirán que trabaja de mayordomo para algún hombre importante. Pero en mi oficio, ya sabes, hay veces que recibo algún cargamento de mercancía no siempre del todo legal y, si no tengo comprador, el señor Mendes puede muchas veces ofrecerme un buen precio de parte de su jefe.

No podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Me está diciendo, tío, que hace negocios con Jonathan Wild? -pronuncié el nombre con poco más que un silbido y tan quedo que a mi tío le costó trabajo entender lo que le decía.

Se encogió de hombros como si se rindiese.

– Esto es Londres, Benjamin. Si yo quiero vender un determinado tipo de producto, no siempre tengo compradores entre los que elegir, y el señor Mendes me ha ofrecido ayuda más de una vez. No he tenido ningún trato personal con este Wild y procuro mantenerme a bastante distancia de él, pero el señor Mendes ha demostrado ser un intermediario muy capaz.

– Supongo que es usted consciente de los riesgos que implica tener negocios, aunque sea a través de terceros, con Wild -dije casi en un susurro.

– Al señor Mendes le gusta decir que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild. La experiencia me ha enseñado que eso es bastante cierto. Claro que he oído que Wild es un hombre peligroso -me dijo-, pero confío en que Wild sepa que yo también, a mi manera, puedo ser peligroso.

Mi tío no sonrió en absoluto al decir estas palabras.


Regresamos a la casa a almorzar pan, fiambre y pasteles de jengibre, la comida que había sido preparada el día anterior. La sirvieron Miriam y mi tía, y cuando hubimos terminado llevaron los platos a la cocina para que los criados se encargaran de ellos después de la salida del sol.

Me retiré al salón con Miriam, y me sorprendió un tanto que no nos siguieran ni el tío ni la tía. Miriam estaba radiante aquel día, con un llamativo vestido azul combinado con una enagua color marfil.

Le pregunté a Miriam si le apetecía tomarse un vaso de vino conmigo. Lo rechazó cortésmente y decidió sentarse en un sillón con un ejemplar de la Ilíada de Pope, volumen del cual yo había oído hablar, pero nunca había examinado. Me serví un vaso de madeira de una elegante jarra de cristal y, fingiendo un estado de ánimo meditativo, me senté frente a ella para observar la expresión de su rostro a medida que iba avanzando en la lectura. No era mi intención mirarla tan fijamente, pues soy un hombre versado en las buenas maneras, pero me hallé transportado al mirar sus ojos oscuros siguiendo las palabras por el papel, con los labios rojos apretados de concentración.

Quizá dándose cuenta de que no apartaba la mirada de ella en aquel momento, Miriam dejó el libro a un lado, señalando con cuidado la página con una pequeña tira de tela. Cogió un periódico que estaba por ahí y empezó a hojearlo con aire forzadamente despistado.

– Ha hecho usted muy feliz a su tío al venir hoy aquí -me dijo sin mirarme-. No habló de otra cosa en todo el desayuno.

– Me asombra -respondí-. Francamente, tenía la impresión de que yo le gustaba bien poco.

– Oh, no sabe usted cómo valora la lealtad familiar. Creo incluso que se ha dejado seducir por la idea de reformarle a usted. Para él eso significa, supongo, convencerle de que se mude a Dukes Place, y que vaya con cierta regularidad a la sinagoga y adquiera algunas responsabilidades en el negocio.

Guardó silencio un momento. Pasó la página. Por fin me miró, su rostro era una máscara estoica inescrutable.

– Me dijo que usted le recuerda a Aaron.

No me atrevía a mostrarle ni desprecio ni desacuerdo a la viuda de Aaron.

– A mí me dijo lo mismo.

– Es posible que se vea algún parecido familiar en sus fisonomías, pero a mí me parece que son ustedes hombres de distinto talante.

– Creo que en esto estaría de acuerdo con usted.

Hubo otra pausa, uno de los muchos momentos de tenso silencio que interrumpía nuestra conversación. Ninguno de los dos sabía qué decir. Por fin encontró un tema nuevo.

– ¿Va usted alguna vez a bailes y a fiestas y demás? -se trataba de una pregunta informal o, quizá, de una pregunta que intentaba ser informal. Hablaba despacio y sin levantar la vista.

– Me temo que suelo encontrarme incómodo en esas reuniones -le dije.

Su sonrisa sugería que compartíamos un secreto.

– Su tío opina que la sociedad de Londres no es adecuada para las señoritas judías refinadas.

Yo no entendía lo que estaba intentando decirme.

– La opinión de mi tío puede que sea muy justa -dije-, pero si usted no desea compartirla, no entiendo qué control puede él tener sobre usted. Es usted mayor de edad y presumo que independiente económicamente.

– Pero he elegido permanecer bajo la protección de esta casa -dijo en voz baja.

Yo deseaba entender el significado de aquello. Para una viuda de su posición, acostumbrada como estaba a buenos vestidos, comida y muebles, montar su propia casa sería una empresa costosa. No sabía cuánto dinero le había dejado Aaron en herencia a Miriam; la fortuna de ella había pasado a manos de él al casarse, y no podía adivinar cuánto le habría dejado a mi tío, o se habría jugado, o habría malgastado en un mal negocio, o perdido de cualquiera de las otras incontables maneras en que los londinenses ven desvanecerse sus fortunas. Quizá no pudiera plantearse la independencia. Si tal era el caso, entonces estaba simplemente esperando que se presentase el pretendiente adecuado para poder pasar de manos de su suegro a las del siguiente marido.

La idea de las ataduras de Miriam, la posibilidad de que se sintiera prisionera en casa de mi tío, me hacía sentirme incómodo.

– Estoy seguro de que mi tío sólo desea lo mejor para usted -aventuré-. ¿Disfrutó de las diversiones de la ciudad con su difunto marido?

– Su comercio con el Este le obligaba a pasar largas temporadas en el extranjero -me respondió sin emoción-. Pasamos sólo unos pocos meses juntos antes de que él se embarcase en el viaje en que lo perdimos. Pero en ese tiempo demostró ser, en cuanto a diversiones, muy parecido en espíritu a su padre.

Estaba tan incómodo que me encontré clavándome la uña del pulgar en la del índice. Miriam me había colocado en una posición difícil, y apostaba a que era lo suficientemente lista como para haberse dado cuenta. Entendía que se encontrase encerrada, pero no podía estar en desacuerdo con las reglas que había impuesto mi tío.

– Puedo decirle, desde mi propia experiencia, que la sociedad de Londres no es siempre la más acogedora para miembros de nuestra raza. ¿Puede usted imaginarse cómo se sentiría si, asistiendo a una merienda de té en un jardín, se pusiera usted a conversar con una dama joven y agradable, alguien que a usted le gustaría tener como amiga, y luego descubriese que no tenía sino cosas despectivas que decir si saliera el tema de los judíos?

– Me buscaría una amiga más liberal -dijo con un gesto despreocupado de la mano, pero vi, por la disminución del brillo en sus ojos, que la pregunta no había dejado de afectarla-. Sabe, primo, he cambiado de idea, y ahora me apetecería un vasito de ese vino.

– Si se lo sirvo -pregunté-, ¿no estaría trabajando y rompiendo así la ley del sábbat?

– ¿Usted concibe servirme un vaso de vino a mí como un trabajo? -inquirió.

– Señora, me ha convencido -me puse en pie y le llené una copa, que le entregué despacio, para poder ver cómo sus delicados dedos evitaban cuidadosamente todo contacto con mi mano.

– Dígame -dijo, después de tomar un sorbo controlado-, ¿cómo se siente uno al regresar a su familia?

– Oh -contesté con una risa evasiva-, no lo siento tanto un regreso como una visita.

– Su tío dijo que rezó usted con entusiasmo esta mañana.

Pensé en cómo la había visto mirándome tras la celosía de madera.

– ¿Le pareció a usted que rezaba con entusiasmo?

Miriam ni me entendió ni fingió que no me entendía.

– Muy entusiasta tendría que haber sido para que yo le hubiera podido oír desde la galería de las damas.

– Como me sentía entusiasta, no vi razón para que la sinagoga no se beneficiase de mi estado de ánimo.

– Es usted muy poco serio, primo -me dijo más divertida que molesta.

– Espero que no lo tome a mal.

– ¿Puedo hacerle una pregunta de carácter personal? -me preguntó.

– Me puede usted preguntar lo que quiera -le dije-, siempre y cuando yo pueda hacer lo mismo.

Mi comentario fue quizá poco caballeresco, ya que ella hizo una pausa breve y pareció vacilar antes de continuar. Por fin me ofreció una expresión que más que una sonrisa era un apretar pensativo de los labios.

– Yo a eso lo llamo un trato justo. Su tío, como usted sabe, es un hombre muy tradicional. Quiere resguardarme del mundo. Yo, sin embargo, no disfruto sintiéndome encerrada, de manera que procuro aprender como puedo -guardó silencio un momento, contemplando, o bien mis palabras, o bien el vino-. Nunca me han explicado el motivo de la ruptura con su padre.

Rara vez había explicado a nadie los detalles de la ruptura con mi familia. Parte de mi deseo de hablar sobre ello con Miriam tenía que ver con las ganas de crear un lazo de confianza con ella, pero otra parte era simplemente la necesidad que sentía de hablar sobre estas cuestiones.

– Mi padre tenía la esperanza de que yo heredase su negocio, y me convirtiese en un corredor registrado como él. A diferencia de mi hermano mayor, yo nací aquí en Inglaterra, cosa que significaba que era ciudadano y que estaba libre del impuesto de extranjería, y tenía derecho a poseer tierras. Para mi padre era normal que José regresara a Amsterdam para ocuparse allí de los negocios familiares, y que yo me quedase aquí. Pero cuando era niño no se me daba muy bien hacer lo que se esperaba de mí. A menudo me encontraba involucrado en peleas callejeras, con frecuencia contra chicos cristianos que nos atormentaban sólo porque no les gustaban los judíos. No sé explicar por qué tenía esas inclinaciones. Quizá porque crecí sin el afecto de una madre. Mi padre odiaba que yo me pelease, porque temía la notoriedad. Yo siempre le dije que me sentía obligado, por honor, a defender a nuestra raza, pero me emocionaba todavía más pegarle a los demás chicos.

Vi que tenía toda la atención de Miriam y me complací en su mirada. Incluso hoy me resulta difícil expresar por qué esta mujer me cautivó al instante. Era hermosa, sí, pero hermosas son muchas mujeres. Tenía ingenio, pero las mujeres inteligentes no son tan raras como nos dicen algunos autores poco amables. A veces creo que me parecía que ella y yo teníamos mucho en común, maniobrando de la manera que lo hacíamos, cada uno a nuestro modo, en la frontera de lo que significaba ser judío y británico a un tiempo. Quizá por eso mi historia había atrapado tanto su atención.

– Siempre sentí que de alguna manera era culpa suya que yo no tuviera madre: ya sabe lo disparatado que es el pensamiento de los niños -continué-. Murió, como estoy seguro que sabe, de una enfermedad degenerativa cuando yo estaba aún en pañales. Desde una edad muy temprana, tuve la sensación de que mi padre era un padre mediocre, y me encontraba casi buscando desagradarle a propósito. Imponía una disciplina estricta y lo que no fuera perfecto le enfadaba.

Hice una pausa para sorber de mi copa, felicitándome porque Miriam parecía no ver la confusión que contar mi historia generaba en mí.

– Un día, cuando tenía catorce años, me encargó que fuera a entregar un dinero a un comerciante con quien había contraído una deuda. Yo estaba en la edad en la que él acababa de empezar a enseñarme los rudimentos del negocio familiar. Deseaba verme convertido en un negociante de la Bolsa, como él, pero me temo que tenía poca habilidad matemática, y menos interés aún en los negocios. Quizá mi padre debió empezar a enseñarme estas cosas antes, pero creo que él esperaba que yo madurase y comenzara a interesarme por ellas por propia voluntad. Pero a mí sólo me interesaba corretear por las calles metiéndome en problemas y visitando las casas de juego.

– Sin embargo, le pareció usted lo suficientemente maduro entonces -observó Miriam con cautela.

– Eso parece -le dije, aunque a menudo me había preguntado si sólo habría querido darme la oportunidad de fracasar-. Mi padre estaba decidido a convertirme en alguien útil, y con frecuencia me mandaba a hacer recados. Uno de ellos era este pago que quería que yo entregase. Era un billete negociable por quinientas libras. Nunca había tenido una cantidad tan grande en mis manos, y me pareció una oportunidad de oro. Creí que con tanto dinero podría entrar en una casa de juego y ganar seguro, como si mi suerte fuera a incrementarse en proporción al dinero apostado. Mi plan era ganar una enorme cantidad de dinero, entregarle al mercader su parte y quedarme con el interés. Había visitado casas de juego con anterioridad, y en general solía salir esquilmado, de modo que no tenía razones para ser tan optimista. Sólo era joven y estaba enamorado del poder del dinero que llevaba encima. Así que fui a la casa de juegos y cambié el billete con la intención de cambiar las monedas de nuevo al salir. La historia es predecible, supongo: fui acumulando una pérdida detrás de otra hasta que me quedaban menos de cien libras, y ya no podía engañarme a mí mismo creyendo que podría recuperar la suma original. No me atrevía ni a pensar en ver a mi padre y contarle lo que había pasado. Me había castigado muchas veces con severidad por volver tarde de hacer recados. No era capaz ni de imaginar cuál sería su respuesta ante este crimen.

– Debía de estar aterrorizado -dijo en voz baja.

– Aterrorizado, sí. Pero extrañamente liberado. Me sentía como si llevase toda la vida esperando ese momento, el momento en el cual no volvería a casa. Y de súbito había llegado. Decidí tomar el dinero que quedaba y lanzarme por mi cuenta. Para ocultarle mi paradero adopté el nombre de Weaver. Hasta pasados varios meses no descubrí que podía ganarme el pan -a veces apenas y de vez en cuando con creces- haciendo lo que más me gustaba: pelear. En ocasiones imaginaba que podría ahorrar y volver a él con la cantidad que me había llevado, pero siempre retrasaba el proyecto. Me había acostumbrado a mi nueva libertad, y temía que esa misma libertad me hubiera marcado para siempre. En mi cabeza ya había vuelto y había sido repudiado, de manera que en mi corazón sentía que se me había tratado injustamente y que tenía la obligación moral de mantenerme alejado. Imagino que parte de mí supo siempre que ésta era una idea falsa, una mera excusa, ya que nunca me gustó doblegarme a las leyes de nuestro pueblo.

No me dijo nada pero de pronto sus ojos se clavaron en los míos. Había pronunciado las palabras que ella nunca se había atrevido a decir en voz alta.

– Estando solo, podía comer lo que quisiera, trabajar cuando quisiera, vestirme como quisiera, pasar el rato con quien yo quisiera. Dejé que un error de juventud creciese, y mi fallo se convirtió, en mi pensamiento, en la respuesta apropiada al tratamiento duro y despiadado recibido de manos de un padre injusto. Y así me convencí a mí mismo hasta que recibí la noticia de su muerte.

Miriam se quedó mirando su copa de vino, temerosa quizá de mirarme a mí.

– Pero se mantuvo alejado incluso entonces.

Había intentado mantenerme distante mientras contaba la historia; me la había contado a mí mismo tantas veces que debería haber sido capaz de volver a contarla sin siquiera detenerme a pensar en ella. Aun así me sentía profundamente entristecido; condición que intenté rectificar terminándome el vino que quedaba en la copa.

– Sí. Incluso entonces me mantuve alejado. Es difícil cambiar un hábito que dura más de una década. Siempre creí, Miriam, que mi padre era un hombre cuya falta de amabilidad era antinatural. Pero es extraño. Ahora que hace más de diez años que no le veo, ahora que nunca volveré a verle, me pregunto si no sería yo quien fue el mal hijo.

– Envidio su libertad -me dijo, deseosa de cambiar de tema y pasar a otro que me pusiese menos meditabundo-. Ir y venir como le venga en gana. Puede comer cualquier cosa, hablar con cualquiera, ir a cualquier sitio. ¿Ha comido cerdo? ¿Y marisco? -sonaba de pronto como una niña excitada.

– No son más que comidas -le dije, intrigado por mi necesidad de disminuir la emoción que yo había sentido ante la libertad de comer las viandas que nuestra ley prohibía-. ¿Qué importancia tiene un tipo u otro de carne o de pescado? ¿Qué importancia tiene el modo de prepararlo? Estas cosas sólo apetecen porque están prohibidas, sólo encantan por la seducción del pecado.

– ¿Así que a los ingleses no les gustan las ostras por su sabor? -me preguntó escéptica.

Me reí, porque me gustaban las ostras.

– No estoy seguro de haber querido decir eso -contesté-, pero ahora le toca a usted responder a mis preguntas. Comencemos por su pretendiente, el señor Adelman. ¿Qué opina de él?

– No es tanto mi pretendiente como el pretendiente del dinero de su tío -me dijo-. Y además es un poco viejo. ¿Por qué le interesa mi opinión de Adelman?

Mi orgullo no me permitía expresarle la profundidad de mi interés, aunque desde luego estaba encantado de que Adelman no fuera un rival.

– Compartí carroza con él anoche, y digamos que su conversación me resultó algo inquietante. Me pareció un hombre taimado.

Miriam asintió.

– Está muy involucrado en política, y muchos periódicos tienen muy mala opinión de él -me explicó, con las mejillas coloradas de orgullo por saber estas cosas, habitualmente privilegio de los hombres.

Me pregunté qué pensaba mi tío, a quien agradaba tan poco que ella pudiese conocer los entretenimientos sociales, que ella leyera la prensa política.

– Gran parte del odio dirigido contra nuestra gente -continuó-, que según usted está tan presente en los círculos selectos, nace en no poca medida de la desconfianza que suscita la influencia de Adelman sobre el Príncipe y los ministros. Ésa es razón suficiente, en mi opinión, para no tener nada que ver con él. No me gustaría mucho estar atada de por vida a un villano público, ya sea culpable o no.

El atrevimiento de su forma de expresarse me cautivó por completo. Comprendía lo que significaba casarse con un hombre como Adelman, y yo no podía menos de aplaudir su deseo de no participar en ello.

– Y sin embargo mi tío parece permitir este cortejo. ¿Quiere él verla casada con Adelman?

– Ése es un tema sobre el que se muestra ambiguo. Sólo puedo imaginar que la idea de que la viuda de su hijo se case con otro hombre, el que fuere, me parece a mí, no debe agradarle demasiado. A pesar de ello, una conexión tan cercana con un hombre del rango del señor Adelman puede resultar un motivo muy poderoso, pero el señor Lienzo aún tiene que convencerme a mí de las bondades de Adelman.

– Aún tiene que… -repetí sus palabras-. ¿Cree que aún puede?

– Creo que los sentimientos de su tío hacia su hijo es seguro que sucumbirán en el futuro al deseo de crear un vínculo más estrecho con Adelman.

– ¿Y qué hará usted si intenta forzar su consentimiento? -pregunté despacio.

– Buscaré protección en otro lugar -dijo, fingiendo una ligereza que percibí que no sentía.

Me pareció raro que Miriam no dijera nada de establecer su propia casa; que creyese que sus únicas opciones fueran la protección de un hombre u otro. Pero no encontraba la forma de incidir en este punto sin ofenderla, de modo que proseguí en otra dirección.

– Dice que quiere el dinero de mi tío, pero sin duda él es un hombre enormemente rico.

– Cierto, pero eso no significa que no ansíe más riqueza. La creencia de que uno no tiene nunca dinero de sobra es, según me dicen, uno de los requisitos previos de todo hombre de negocios de éxito. Y él envejece y desea una esposa. Para él una buena esposa debe aportarle dinero, pero sospecho que también debe ser judía.

– ¿Por qué? Estoy seguro de que un hombre de su poder podría casarse con cualquiera de entre un buen número de mujeres cristianas, si así lo quisiera. Este tipo de uniones no es tan insólito, y la poca conversación que he tenido con Adelman me sugiere que no siente ningún apego hacia su propia raza.

– Creo que tiene razón -Miriam apretó los labios y se encogió de hombros-. Supongo que podría casarse con una dama cristiana, pero no sería inteligente para un hombre de su posición.

Asentí.

– Claro. Sus enemigos le temen como una fuerza conquistadora del poder judío. Si se casara con una cristiana su inhabilidad para… contenerse, quizá, sería percibida como una amenaza.

– También creo que le gustaría convertirse a la Iglesia anglicana. No porque tenga inclinación religiosa alguna hacia esa fe, sino porque le resultaría más fácil hacer negocios. Pero Adelman reconoce también, supongo, la animadversión que esta jugada le procuraría en ambas comunidades. De manera que me echa el ojo a mí, una judía que le llega con dote y sin ataduras a las antiguas tradiciones.

Pensé en el análisis de Miriam por un momento.

– Si me permite hacerle una pregunta algo indiscreta, ¿puedo saber algo más acerca del deseo de Adelman de adquirir la riqueza de mi tío? ¿No sería la riqueza de usted la que adquiriese al casarse?

Puso la copa sobre la mesa, casi derramándola al hacerlo. Lamentaba haber hecho una pregunta tan incómoda, pero después de todo, era ella quien había sacado el tema, y era importante conocer las razones de Adelman.

– Yo misma me he buscado que me haga esta pregunta, así que debo contestarla de buena gana, supongo.

Alcé la mano.

– Si quiere aplazar la respuesta, no voy a presionarla en absoluto.

– Es usted demasiado amable, pero contestaré. Aaron, como sabe, era un agente de su tío, no su socio. Cuando murió, era dueño de muy poco, realmente sólo de lo que le había sido adjudicado por mis padres en el momento de nuestro enlace. Y gran parte de ese dinero había sido invertido en el negocio en el que estaba involucrado Aaron, un negocio que terminó en desastre, como sabe. Yo, por mí misma, soy dueña de una fortuna muy pequeña, y debo mucho a la generosidad de su tío.

Sentí algo cáustico en su último comentario, pero no creí que éste fuera un tema en el que yo debiera meterme más profundamente de lo que lo había hecho ya.

– ¿Así que mi tío le ha ofrecido una dote a Adelman en caso de casarse con usted? -pregunté.

– No ha dicho tal cosa -explicó Miriam-, pero no puedo menos de especular que es así. Su tío vería el adquirir tamaña influencia sobre Adelman como una inversión. ¿Es cierto que su padre no le incluyó en su testamento? -preguntó de repente, en un tono de voz menos serio, como si el tema de la conversación hubiera derivado hacia la música o las comedias.

Mi primer instinto fue agitar la mano para demostrar mi falta de interés, pero sabía que tal gesto no sería más que fachada, y una fachada que no quería erigir ante esta mujer. De modo que asentí.

– No siento ningún rencor. De hecho, lo considero una gentileza, porque si me hubiera dejado una fortuna de cualquier envergadura, la culpa que sentiría ante mi negligencia para con él sería sin duda más de lo que podría soportar.

Miriam guardó silencio, no porque me juzgara severamente, sino porque no sabía qué decir, me parece. Intenté desviar la conversación hacia un tema menos incómodo.

– ¿Y qué hay del señor Sarmento?

Su rostro reveló lo que yo interpreté como asombro.

– Es usted un hombre muy listo, primo, por haberse dado cuenta de las atenciones del señor Sarmento. Sí, él también me pretende.

– A veces es difícil distinguir si no pretenderá a lo mejor al señor Adelman.

Ella asintió seria.

– Sí, por eso me sorprende que usted notase su interés. El señor Sarmento le ha expresado a mi tío cierto interés, pero está mucho más preocupado por atender a asuntos de negocios que a asuntos de naturaleza doméstica. Francamente, el señor Sarmento es más inquietante y repulsivo que Adelman. Está gobernado por su propio interés, y creo que es una criatura falsa. Adelman también lo es, pero al menos está involucrado en la política cortesana, y es menester ser falso en ese ambiente, creo yo. ¿Qué disculpa tiene el señor Sarmento para espiar por ahí como un roedor? Con franqueza, imagino que desea ocupar el lugar de Aaron en el corazón del señor Lienzo, de manera que en ese sentido es su rival, primo, tanto como el del señor Adelman.

Decidí ignorar esa pulla.

– ¿Tiene suficiente para lograr este casamiento?

– A su familia no le va mal. Le ofrecerían lo necesario para establecerse por su cuenta, me parece, una vez que comenzasen las negociaciones matrimoniales. Pero su familia se beneficiaría mucho más que la de usted.

– ¿Y qué opinión le merece a mi tío este roedor?

– Piensa que es un hombre capaz en el almacén, que mantiene el negocio de mi padre en orden, y que, si Sarmento decidiera establecerse por su cuenta, sería difícil reemplazarle. No creo que este sentimiento sea equivalente al deseo de mirarle a la cara en la mesa del desayuno durante el resto de su vida.

– Es una labor compleja la de colocar a la viuda de un hijo en el mercado matrimonial, supongo.

– Sí que lo es -convino Miriam con sequedad.

– ¿Y en quién se ha fijado usted, si me permite la pregunta?

– En usted, primo, evidentemente -respondió; las palabras surgían instantáneamente de su boca.

Sospecho que se arrepintió de su frivolidad al momento de pronunciarlas, y hubo un periodo de silencio que nos confundió profundamente, durante el cual ni hablé ni respiré. Miriam dejó escapar una risa nerviosa, sospechando quizá que se había tomado demasiada libertad.

– ¿Presumo demasiado? Quizá debiéramos pasar dos o tres tardes como ésta antes de poder ser frívola con usted con impunidad. Me pondré seria, pues. No me fijo en nadie. Estoy segura de que no estoy preparada aún para convertirme en propiedad de otro hombre. Tengo pocas libertades ahora mismo, y no sé si quiero sacrificar las que tengo. Quizá deseo más libertades, y creo que las conseguiré antes aquí que en casa de otro hombre.

No dije nada por un momento, ya que sentía el rostro caliente aún por la revelación inesperada del placer que me proporcionaba su compañía. Pasó un rato antes de que pudiera finalmente abrir la boca para hablar, pero me interrumpió la llegada de mis tíos, que entraron alegremente en la habitación, se sirvieron vino, y nos contaron historias de su juventud en Amsterdam.

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