Cuatro

Experimenté una variada mezcla de sentimientos al día siguiente, mientras esperaba la llegada de Sir Owen. Me complacía haber recuperado su cartera tan rápidamente, pero también me sentía receloso por la muerte de Jemmy. Reviví ese instante en la imaginación un centenar de veces, preguntándome si no habría echado a perder una oportunidad de librarme del peligro sin segar ninguna vida. No veía que hubiese actuado demasiado deprisa o con demasiada imprudencia, pero seguía agitado y bastante inquieto.

Seguía dudando de mi decisión de dejar a Kate irse sin más, pues si llegaba a asociarse mi nombre al asunto pasado mucho tiempo del incidente, mi reticencia a dar la cara se interpretaría sin duda como culpabilidad. No era aún demasiado tarde para contarle mi historia al juez si así lo deseaba. Había pasado tiempo como proscrito, y había vivido también entre proscritos, de modo que no iba a entregar a una mujer para que fuera ajusticiada simplemente por ser ésta la medida más conveniente.

Comprenderá usted pues, lector, por qué me dejaba en lugar tan vulnerable la afirmación del señor Balfour de que mi padre había sido asesinado, porque los acontecimientos de la noche anterior obviamente habían agudizado mi sensibilidad. Me llevó casi una hora tranquilizarme tras la partida de Balfour, y, cuando empezaban mis ánimos a calmarse, la señora Garrison hizo pasar a Sir Owen. Me había puesto en contacto con él a primera hora de la mañana para hacerle saber que tenía su cartera en mi poder, y cuando llegó, entró en mi despacho con jovialidad desenfrenada. Acercándose a mi mesa, desde donde yo le esperaba de pie para saludarle, me palmeó cordialmente los brazos, como si yo fuera un compañero de partida de naipes.

– Son muy buenas noticias, Weaver -me dijo, balanceándose alegremente sobre los talones-. Buenas noticias, sí señor. Van a ser las cincuenta libras mejor empleadas de toda mi vida.

Abrí el cajón de mi escritorio, saqué la cartera y se la entregué. Me la arrebató del mismo modo que he visto a los tigres expuestos en Smithfield echar la zarpa a su ración diaria de carne. Sí, me pareció que había algo cercano al hambre en su forma de desabrochar la tira de cuero que mantenía cerrada la cartera y empezar a manosear ansiosamente las hojas sueltas de papel que contenía. Me senté, intentando fingir que atendía a otra cosa y que no estaba escudriñando el contenido del librito. Sir Owen había sido poco juicioso al llevar la cartera encima: vislumbré los billetes bancarios que había mencionado; si Jemmy o Kate hubieran llegado a saber lo que eran, los hubieran usado sin duda como papel moneda, pero Sir Owen no se alegraba de que estuvieran a salvo. A medida que iba completando el examen del contenido de la cartera, el barón se fue poniendo cada vez más nervioso, pasando las hojas con mayor urgencia. La exuberancia abandonó su ancho rostro, y sólo la silueta de su vivaracho semblante se mantenía ya en torno a unas facciones cenicientas.

– Aquí no están -murmuró, empezando de nuevo desde el principio del libro.

Pasaba las hojas tan aprisa que me hubiera sorprendido que lograse encontrar alguna cosa. No creo ni que estuviera mirando ya, sólo el pánico le hacía seguir pasando hojas.

– No están -dijo otra vez-. No están aquí.

Yo no tenía ni idea de qué era lo que no podía encontrar, pero me estaba poniendo muy nervioso. Había dado por hecho que una vez que el barón hubiera abandonado mis dependencias con la cartera en el bolsillo habríamos llegado al final del asunto. Ya no parecía que fuera a ser así.

– ¿Qué es lo que echa en falta, Sir Owen?

Se quedó inmóvil un momento y luego me afrontó con una mirada helada y feroz. Estaba tan acostumbrado a ver al barón alegre y jovial que no había tenido en cuenta que, como todos los hombres, era también capaz de sentir ira. La severidad de su mirada me decía que sospechaba que yo había cogido lo que le faltaba. La verdad es que yo ni siquiera había examinado la cartera, aparte de para cerciorarme de que efectivamente era suya. Admito que si la noche no hubiera concluido de manera tan violenta, seguro que habría estado tentado de inspeccionar más de cerca el contenido, e incluso podría haber sucumbido a esa tentación, pero el tener las manos manchadas de sangre me había inspirado para mantenerme limpio de pecado a todos los demás efectos.

Y sin embargo, cuanto más me estudiaba Sir Owen, más imbuido por la culpa me sentía: la culpa que sólo sienten los inocentes bajo intenso escrutinio. Es algo inexplicable. Yo he sido culpable de muchas cosas a lo largo de mi vida y siempre he plantado cara a mis acusadores con tranquila seguridad. Ahora, bajo la mirada condenatoria de Sir Owen, me ruboricé y perdí los nervios. La cartera, al fin y al cabo, era mi responsabilidad. ¿Se me habría caído algo? ¿Me habría faltado diligencia a la hora de rebuscar en el cuarto de Kate? Mi mente examinó todas las posibles rutas del fracaso.

Fue a esta culpa sin sentido a la que respondió Sir Owen. Sus ojos se rasgaron. Se puso en pie para erguirse hasta una altura intimidadora.

– ¿Intenta usted jugar conmigo, señor? -me preguntó con un rugido quedo. Pude oler su aliento amargo desde mi asiento.

Sentí que los músculos de mi rostro se mudaban de la culpa sin objeto a la indignación encendida. Ahora que la acusación había sido formulada me erguí en una postura más desafiante. Me di cuenta, sin embargo, de que en nada convendría a mi reputación que diera muestra alguna de estar enojado, de modo que, serenándome, rebatí directamente la acusación de Sir Owen.

– Señor, vino usted a mí por recomendación de muchos caballeros. Le reto a que encuentre a uno sólo que pueda atribuirme un engaño de cualquier tipo, bajo cualquier condición. ¿Va usted a desmentirme?

Debo decir con toda humildad que, aunque no estaba ya en mi plenitud y sin duda no era ya el hombre que fui cuando peleaba en el cuadrilátero, presentaba una figura imponente. Sir Owen se acobardó. Dio un paso atrás y bajó la mirada. Parecía que no quisiera desmentirme en absoluto.

– Lo siento, señor Weaver. Lo que pasa es que todavía falta algo. Algo que para mí tiene más valor que toda la información y los billetes bancarios que contiene esta cartera -dijo mientras volvía a sentarse-. Quizá haya sido culpa mía. Debí asegurarme de que usted supiese lo que tenía que buscar.

Agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

– ¿Qué es lo que ha perdido? -le pregunté en un tono más amable. Sir Owen se había ablandado (casi se había venido abajo) y consideré necesario ablandarme yo también.

Levantó los ojos, el abatimiento inscrito en su rostro antes jovial.

– Es un legajo de papeles, señor -dijo. Se aclaró la garganta e intentó recuperar el sosiego-. Papeles de carácter personal.

Empecé a comprender la situación más claramente.

– ¿Falta algo más, Sir Owen?

– Nada de importancia -sacudió la cabeza despacio-. Nada que salte a la vista.

– ¿Y podría alguien que inspeccionase ese libro saber que esos papeles tenían valor para usted?

– Alguien que supiera lo suficiente sobre mí. Y un hombre semejante sabría cuánto valoro su recuperación.

Pensó durante un momento antes de continuar.

– Pero son varias páginas, y esa persona tendría que leerlo todo. Y, como le digo, esa persona tendría que saber mucho acerca de mi vida privada.

– Y, sin embargo -medité en voz alta-, es indudable que una persona lo suficientemente letrada como para conocer el valor de un paquete de cartas privadas, conocería también el valor de los billetes de banco que todavía siguen en la cartera. ¿Le falta algún billete?

– Creo que no. No.

– Me parece poco probable que los papeles hayan sido sustraídos intencionadamente -razoné-. Porque ¿quién robaría los papeles para luego dejar los billetes? ¿Es posible que esos papeles se hayan caído? ¿Que no estuvieran bien sujetos?

Sir Owen reflexionó un momento ante éstas observaciones. Tenía el rostro repentinamente surcado de arrugas, y los ojos inyectados en sangre.

– Es posible -dijo-. No puedo decir a ciencia cierta cómo se pusieron de broncas las cosas con la prostituta, ya sabe. Y una vez tuvo mis pertenencias en su poder, puede que no reparase en ser cuidadosa. Podrían haberse caído, sí, claro.

– ¿Pero le parece poco probable?

– Señor Weaver, necesito que me devuelvan esos papeles -Sir Owen cruzó las piernas y luego las volvió a cruzar del otro lado-. Le daré cincuenta libras adicionales para que los recupere. Cien libras si puede hacerlo en menos de veinticuatro horas.

No andaba en absoluto sobrado de dinero, pero veía ahora una oportunidad mayor en el encargo. Si podía ponerle remedio al problema de Sir Owen, él no sería luego avaro en sus elogios.

– Usted me ofrecía ya cincuenta libras por devolverle la cartera con su contenido. Aún no he cumplido mi encargo. Encontraré esos papeles, señor, y no le pediré nada más.

A Sir Owen se le iluminó algo el rostro.

– ¿No inspeccionaría usted, por casualidad, la zona por donde estaba escondida la cartera, o entre mis otras pertenencias?

– Señor, no hubo tiempo. Me temo que mi encuentro con la mujer resultó algo accidentado.

Procedí a informarle acerca de mis aventuras de la noche anterior. Esta confesión era imprudente, pero sentía la necesidad de asegurarme la confianza del barón. Y sabía que él comprendía de sobra su implicación en el asunto, ya que no me podían denunciar sin sacar a la luz pública el secreto de Sir Owen. Escuchó mí historia con grave concentración.

– Dios Santo -suspiró-. Éste es un dilema serio. Usted sabe que esa prostituta no debe hablar jamás. No podemos permitirle que le arrastre a usted a un juicio, y usted no debe arrastrar mi nombre consigo. Entenderá que no puede suceder tal cosa -su voz se elevaba a crecientes niveles de pánico-. No puedo permitir que tal cosa suceda nunca.

– Por supuesto -le dije, como tranquilizando a un niño-. Me ha dejado claro que su privacidad es de fundamental importancia, y yo la trataré como tal. Mientras tanto, creo que he trasladado a Kate la necesidad de guardar silencio y de abandonar Londres. Por ese lado hay poco que temer.

Estaba exagerando las circunstancias, pero era importante apaciguar la ansiedad del barón. Habría tiempo de sobra para lidiar con Kate Cole si resultaba revoltosa.

– Debemos concentrarnos ahora en encontrar sus documentos -continué-. Si los papeles se cayeron de la cartera, o resulta que estaban entre sus demás posesiones, entonces siguen aún con las cosas de Kate, dondequiera que estén.

Sir Owen emitió un suspiro desesperado y, viéndole necesitado, me levanté para ofrecerle algún refrigerio.

– ¿Le apetece un poco de vino?

Se ruborizó.

– Me temo que el vino no será suficiente, señor. ¿Tiene usted ginebra?

No tenía. Conocía demasiado bien lo insidiosa que llegaba a ser la ginebra por los infortunados con quienes mi oficio me ponía en contacto casi diario. Barata, insípida y potente, causaba estragos en las mentes y en los cuerpos de incontables miles de londinenses, y yo tenía poca confianza en mi naturaleza indulgente frente a tan poderoso veneno. En su lugar, le ofrecí un trago de licor escocés que mi amigo Elias Gordon me había traído de su tierra en su última visita. Sir Owen olisqueó el vaso con vacilante curiosidad, achicando los ojos por el acre aroma a malta del licor. Asintiendo ausente mientras le advertía de la enorme fuerza del brebaje, procedió a catarlo con la lengua. Lo que encontró excitó su curiosidad y se tragó el contenido de una sola vez.

– Asqueroso -pronunció, tras arrugar la cara en un gesto que expresaba tanto repugnancia como una especie de imprevisto placer-. Los escoceses son unos animales, no hay duda. Pero es eficaz.

Se sirvió otra copa.

Me senté de nuevo y estudié con cuidado el rostro de Sir Owen, intentando calibrar su estado de ánimo. Su agitación espesaba el aire de la habitación como la humedad estival, y yo deseaba consolarle, aunque no sabía cómo. No podía imaginar la naturaleza de aquellos documentos, pero suponía que el barón temía que la información allí contenida pudiera caer en manos equivocadas.

– Señor -comencé vacilante-, quiero recuperar sus papeles extraviados. No creo que todo esté perdido. Tengo muchos contactos en Londres; puedo encontrar a Kate Cole y ella puede entregarme los documentos. Pero -continué despacio- debo ser capaz de distinguir el paquete cuando lo vea. Debo ser capaz de saber que tengo sus papeles, señor, y que los tengo todos.

Asintió.

– Veo que ante usted estoy indefenso, señor Weaver. Ha sido mi propia estupidez, tantas veces ejercida, la que me ha colocado en esta situación, y ahora debo rectificarla. Así sea -se irguió, adoptando una postura de mayor fortaleza-. Tendré que fiarme de usted.

– Le aseguro que nunca revelaré sus secretos.

Sonrió, como para mostrarme su confianza.

– Señor Weaver, ¿se interesa usted por los asuntos de sociedad, como matrimonios y demás?

Negué con la cabeza.

– Me temo que mi trabajo no me deja tiempo para entretenimientos de esa naturaleza.

– Entonces no habrá oído que tengo previsto casarme dentro de dos meses con la única hija de Godfrey Decker, el cervecero. Decker es un hombre rico y su hija acude con una dote considerable, pero a mí la riqueza no me importa nada. Es una boda por amor.

Con cierta incomodidad, asentí comprensivo. Quería evitar toda apariencia de cinismo, pero aunque consideraba a Sir Owen un hombre capaz de muy variados sentimientos, no estaba muy seguro de que el amor romántico fuera uno de ellos.

– Ha habido habladurías -continuó-, pues hace apenas un año que Anne, mi difunta esposa, pasó a mejor vida. No debe usted pensar que no me afectó, o que no me afecta todavía su pérdida. La amaba mucho, pero tengo un corazón susceptible, y en la soledad que acompaña la suerte de los viudos, Sarah Decker me ha brindado mucha satisfacción y felicidad. Pero el fallecimiento de mi mujer no es tema sencillo, señor, ya que murió de una enfermedad que yo le contagié -hizo una pausa para suspirar profundamente-. Una enfermedad que yo, a mi vez, contraje en una aventura amorosa.

– Comprendo -dije después de un momento, con el deseo de llenar el silencio, pero sintiéndome como un cretino por haber hablado. Sir Owen no era en absoluto el primer caballero elegante de Londres en contagiar de gonorrea a su propia esposa. Nunca entenderé por qué tantos hombres se niegan a tomarse la molestia de ponerse la armadura de intestino de oveja que les protege de las flechas más perniciosas de Cupido.

– Yo siempre he respondido perfectamente a los tratamientos de los cirujanos, pero la enfermedad resultó ser demasiado para la delicada constitución de Anne. Quizá porque no sabía lo que tenía y esperó demasiado tiempo antes de buscar ayuda.

No tuve la habilidad de dar con las palabras adecuadas, así que aguardé a que continuara.

– Tengo toda la intención de reformar mi comportamiento una vez me haya casado con Sarah -prosiguió Sir Owen. Hizo unos pocos pucheros y me pareció percibir en uno de sus ojos algo parecido a una lágrima-. Soy un hombre nuevo. Los papeles que me faltan son prueba de ello. Se trata de una serie de cartas, señor Weaver, entre mi persona y mi querida Anne, que en paz descanse, en las que expreso en los términos más claros y condenatorios la naturaleza de mi transgresión, así como mi encendido y sentimental propósito de enmienda. El lector de estas cartas discerniría rápidamente el origen de su enfermedad y la naturaleza del contagio. He empeñado todos mis esfuerzos en intentar ocultarle esa información a Sarah, una mujer virtuosa de excepcional delicadeza. Si llegase a conocer el contenido de esas cartas, me temo que rompería nuestra relación. Y si un villano sin escrúpulos llegase a conocer el contenido, tendría sobre mí una ventaja terrible -Sir Owen se sirvió otra copa del licor escocés-. No me queda más remedio que esperar que las cartas permanezcan selladas. Las llevaba siempre encima, atadas con un lazo amarillo, con un sello de cera con la estampa de un chelín roto. La peor noticia del mundo para mí sería ver ese sello rasgado.

Antes de proseguir, levantó el vaso y dio un largo trago.

– No puedo arriesgarme a que esas cartas caigan en manos de un sujeto como Wild. Me arrastraría por el fango antes de devolverme lo que es mío. Pero su reputación le precede, señor. Creo que es el único hombre de todo Londres que posee tanto los conocimientos como la integridad para recuperar lo perdido.

Me incliné ante Sir Owen.

– Puesto que se trata de un asunto delicado, hace usted bien en venir a verme a mí antes que a Wild.

– Ya ve usted por qué estoy completamente a su merced.

– Igual que yo lo estoy a la suya -contesté-. Puesto que usted conoce mi participación en la muerte de un hombre. Estamos por tanto bajo obligación recíproca, y ninguno de los dos debe temer por la indiscreción del otro.

Esta observación le iluminó visiblemente el semblante, y confieso que yo ya no estaba horrorizado porque el asunto aún no hubiera concluido. Me sentía incluso algo aliviado. De haber devuelto la cartera con su contenido intacto, el asunto habría estado resuelto. Tendría que haber esperado a recibir noticia de las consecuencias de la muerte de Jemmy. Las cartas perdidas de Sir Owen me daban licencia para involucrarme de nuevo en el asunto. No podía decir si esta participación me resultaría beneficiosa, pero entrar en acción me haría sentirme menos impotente.

– Iniciaré la búsqueda de esas cartas de inmediato -le dije a Sir Owen- y esta búsqueda será mi prioridad absoluta hasta que sean recuperadas. Si tengo alguna noticia, señor, cualquiera que sea, no tardaré en hacérsela llegar.

Sir Owen hizo rodar el vaso entre las manos.

– Gracias, Weaver. Me congratulo porque sé que veré mis cartas muy pronto. Espero que comprenda, señor, que en caso de tener que interrogar a cualquiera de esos sinvergüenzas, no debe hacer referencia alguna al contenido de esos papeles.

– Por supuesto.

– Como verá, mi felicidad está en sus manos -se giró hacia la ventana y miró hacia fuera-. Sarah es una mujer tan maravillosa. Tan sumamente delicada.

– Seguro que es usted un hombre muy afortunado -mis palabras me sonaron a tópico vacío.

Después de asegurarme de que no había nada más de utilidad que Sir Owen pudiera contarme, le acompañé a la salida y comencé a diseñar un plan de actuación. Decidí que lo más eficaz sería visitar algunas de las desagradables instituciones que ya conocía, en las que los oscuros agentes de los bajos fondos se reunían para tratar sobre sus asuntos y desahogarse entre camaradas. Una de ellas era una taberna que servía ginebra en Little Warner Street, cerca de Hockley-in-the-Hole -un lugar igualmente repugnante a los sentidos del olfato y de la vista, ya que estaba tan próximo a la fétida cloaca conocida como Fleet Ditch que no eran raras las ocasiones en que el sitio estaba completamente inundado por el aroma nauseabundo de las alcantarillas y la basura-. Este dispensario de ginebra no tenía en puridad nombre alguno y el cartel que lo anunciaba no era más que una imagen gastada de dos caballos tirando de una carreta: un recuerdo del establecimiento anterior. Entre los parroquianos se conocía como Bawdy Moll's, puesto que su propietaria, la alegre Moll, era una mujer rolliza y afectuosa que combatía el avance de la edad con un exceso de concupiscencia y un mínimo de vestimenta.

Entré en Bawdy Moll's a primera hora de la tarde; el lugar estaba entonces mucho menos concurrido que en las abarrotadas horas nocturnas, cuando hombres empobrecidos buscaban refugio de sus vidas en pintas de ginebra que se vendían por apenas nada. Un penique o dos eran suficiente para transportar a la bestia más vil al reino indoloro de la ebriedad y el olvido. Por las tardes, sin embargo, la venta servía a una parroquia más esporádica: quizá al ladrón de poca monta o al carterista que encontraban allí la forma de resguardarse de un trabajo que se les había puesto feo, al mendigo que decidía cambiar sus peniques por bebida en lugar de por comida, o al jornalero sin trabajo que prefería enfrentarse al estupor de la insensibilidad antes que a un Londres sin entrañas al cual le importaba un rábano que se muriese de hambre.

También estaban los visitantes que acudían cada lunes y jueves a ver los espectáculos en los que se azuzaban perros contra un toro. Otros días podían encontrarse variedad de exhibiciones diferentes en Hockley-in-the-Hole. En mis años mozos, yo había sido una de ellas, puesto que antes de dedicarme en exclusiva a la pelea de puños, formé parte de una tropa de espadachines que demostraban, ante un público de pago, el noble arte de la defensa personal. Estas cosas no se ven ya hoy en día, pero de joven desfilé por la ciudad junto a una tropa de luchadores vestidos con nuestra propia versión, pobre y andrajosa, de los uniformes militares, tocando tambores, mientras los chavales repartían carteles que detallaban las emociones de nuestro espectáculo. Durante mis días de espadachín en un destartalado teatro al aire libre cerca de Oxford Street, arriesgaba la vida y la integridad corporal contra otro hombre, ambos intentando batir al adversario sin causarle graves daños. A pesar de nuestros esfuerzos por ahorrarnos el dolor, solía acabar las actuaciones cubierto de sangre y de cortes, y conservo numerosas cicatrices que dan fe de aquellas hazañas. Cuando el empresario del teatro me ofreció ganarme el pan luchando sólo con los puños, confieso que me quedé encantado ante la perspectiva de un oficio tan indoloro.

Supongo que tendía a abandonarme a los recuerdos de aquella época terrible, pero la taberna de ginebra pronto trajo a mi mente lo que generaba la vida en aquella parte de la ciudad. Bawdy Moll's tenía pocas ventanas, pues sus parroquianos no albergaban deseo alguno de mirar el mundo que les rodeaba, y aún menos de que el mundo les viese a ellos. Me preparaba mentalmente a resistir el hedor cuando vi a la alegre Moll de pie tras la barra, hablando excitadamente con un ratero de aspecto trasnochado cuyo nombre yo conocía, pero a quien nunca había deseado conocer. Ambos se cernían sobre una pila de papeles que, desde mi posición, reconocí como boletos de la lotería ilegal que Moll, como tantas otras taberneras de aquella zona de la ciudad, gestionaba desde su lugar de trabajo. Los premios eran siempre parciales, amañados y escasos, y sus beneficios engrosaban generosamente la faltriquera de Moll.

Moll llevaba el pelo recogido en un moño muy alto sobre la cabeza, en una parodia grotesca de la moda de las damas. El vestido presentaba una gran abertura desde el cuello, revelando un escote amplio, aunque ajado, y su maquillaje la desvelaba como una mujer que creía que aquellos colores artificiales y conspicuos tenían el poder, no ya de engañar, sino de cegar, porque su piel me recordaba a la corteza de un árbol a punto de desprenderse. Aunque grotesca, Moll era muy querida, y con frecuencia me proveía de valiosas informaciones acerca de los bajos fondos y los antros de los ladrones.

Al entrar, el ratero alzó la vista de su conversación con Moll y frunció el ceño. Oí las palabras «Weaver el judío», pero no pude entender nada más. A menudo me resultaba difícil establecer mi autoridad entre hombres de esta calaña. Tenía amigos entre los ejércitos de faltreros, pero también tenía enemigos, y sabía que su amo, Jonathan Wild, no fomentaba el compañerismo entre los de ese rango y mi persona. Imaginé que éste sería uno de los fulanos que se tomaba a pecho las recomendaciones de Wild, ya que conforme me acercaba a Moll él se terminó la pinta de ginebra -engullendo de golpe una cantidad que hubiera tumbado a un hombre sano- y se fue con paso airado hacia las oscuras sombras de la taberna, donde había siem pre montones de paja para que los pobres y los desesperados se acurrucasen a dormir la mona.

– Ben Weaver -voceó Moll cuando me vio acercarme, hablando como siempre más alto de lo necesario-. ¿Un vasito de vino para ti, eh, guapetón?

Moll sabía bien que yo no tocaba la ginebra, pero acepté de buen grado un vaso de vino ácido, del que sorbí tan sólo cuanto requería la cortesía.

– Buenas tardes, Moll -le dije mientras ella me frotaba el brazo con una mano curtida, los dedos como salchichas aferrándose a mí inconscientemente. No había manera de conseguir lo que uno quería de esta mujer sin satisfacer su necesidad de sentirse deseada-. Confío en que tan buena compañía mantenga el negocio boyante.

– Pues sí, no paro. A penique el vaso no es gran negocio, la verdad, pero contar monedas es un trabajo bastante apañado, creo yo -me tiró suavemente del lazo de mi cabello-. Me pregunto cuántas harían falta para comprar tus favores.

– No muchas -respondí, con una sonrisa que hubiese resultado menos convincente en un lugar menos iluminado-, pero ahora mismo no tengo mucho tiempo.

– Tú siempre tan ocupado, Ben. Tienes que encontrar más tiempo para el placer.

– Ya sabes que mi trabajo es mi placer, Moll.

– Eso va contra la naturaleza -me aseguró con un arrullo.

– ¿Qué novedades se cuentan por ahí? -contesté, como si ésta fuera una respuesta perfectamente adecuada a sus amorosas insinuaciones.

No puedo decir que me asombrase que la primera noticia en salir de su boca fuera la de la muerte de Jemmy, porque el rumor de un asesinato solía extenderse como el sarampión por los barrios bajos de Londres.

– Se lo cargaron de un tiro. ¿Lo conocías?

– Tuve un encuentro con él, aunque breve -dije.

– No era gran cosa, supongo, pero tampoco merecía que lo mataran así, como a un perro. Igual que a un perro -se rascó la cabeza-. Pero tampoco era mucho más listo que un perro, la verdad, ¿no? Y además era un depravado, aficionado a las chicas jóvenes, y digo jóvenes, lo quisieran ellas o no. Pensándolo mejor, que le disparasen era exactamente lo que se merecía un cabrón como él -se encogió de hombros ante su propia observación.

– ¿Quién le mató? -pregunté, manteniendo la voz serena.

– Su puta -se inclinó hacia delante y me habló en una voz que no puedo describir más que como un susurro a gritos-: Se llama Kate Cole. Jemmy y Kate llevaban juntos un negocio de nalga y puntazo, pero de haber sabido que uno iba a dispararle al otro yo hubiera jurado que sería él quien acabaría con ella y no al revés, porque ella mantenía a más chulos, y además hasta había pasado alguna que otra noche con el mismísimo Wild.

– ¿Era la puta de Wild?

– ¿Y quién no lo es? No seré yo quien diga que no se ha pegado algún que otro revolcón con el Gran Hombre en persona, pero Jemmy perdía rápidamente los estribos, y si Wild quiere mantener a sus faltreros a raya debiera no incitarles a que se maten entre ellos. De ahí que sea todavía más sorprendente que haya hecho lo que ha hecho.

– ¿Y qué ha hecho?

– Pues delatarla, eso ha hecho. Wild ha denunciado a su propia puta. Es verdad que le he visto hacerlo un montón de veces, y a menudo con un faltrero en quien ya no podía confiar, pero denunciar a una mujer con la que te has acostado no hace ni una semana demuestra una gran falta de… -titubeó buscando una palabra- modales, me parece a mí. La pobre chica está ahora en Newgate. ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que le den lo que le dan a todas ahí, me pregunto yo? Todos esos hombres, en busca de distracción. Bien que me dieron a mí de aquello en mis tiempos.

Se me revolvieron las tripas escuchando las especulaciones que cacareaba Moll, pues si Kate había sido arrestada no tendría razón alguna para callarse mi participación. Era cierto que, aunque no tenía ni idea de quién era yo, sí que sabía lo que había estado buscando, y si tenía el más menor atisbo de sagacidad, se habría percatado de que entre los bienes que yo buscaba se encontraba la clave de su supervivencia a la próxima jornada de ejecuciones.

– ¿Y qué tiene Kate que decir de todo esto?

– Y yo qué sé.

Pese a que yo le veía poca gracia a la pregunta, Moll estalló en una carcajada escandalosa que me sonó a graznido de gaviota.

– Creo que será mejor que vayas tú mismo a Newgate a preguntarle qué opinión le merece el suceso.

Tal era mi intención. Así que, intentando por todos los medios ocultarle mi terror a Moll, charlé un rato con ella, fingí estar recabando información acerca de una casa asaltada, y me escapé a las primeras de cambio.

Загрузка...