Diecisiete

A la tarde siguiente Elias vino a visitarme, hinchado de felicidad y bastante dispuesto a abrazarse a sí mismo. Apenas si había entrado por la puerta cuando le brotó la noticia de la boca.

– Le ha ocurrido una desgracia terrible a un compañero dramaturgo -dijo con evidente placer-. Un zopenco llamado Croger, que iba a tener una obra terminada para Cibber, ha ido y se ha muerto sin acabarla. Requetemuerto. Han aceptado mi obra y la van a representar la semana que viene.

Le di la enhorabuena cálidamente a mi amigo por su buena suerte. Me dirigí a coger una botella para tomar una copa de celebración, pero Elias había logrado alcanzarla antes de que yo terminara de darme la vuelta, y me alargó un vaso. Brindamos por su éxito, y se desplomó en uno de mis sillones.

– ¿No es algo fuera de lo común que una obra se represente con tantas prisas? -le pregunté.

– Increíblemente extraordinario -me aseguró-, pero Cibber es la clase de empresario teatral que siempre se obstina en tener algo nuevo para el principio de la temporada, y cuando escuchó mi Amante confiado le sedujo inmediatamente. Y no es una razón menor, me parece, el hecho de que yo haya diseñado el personaje del Conde de Malamoda a la medida del propio Cibber. Al leerle la obra, y te puedo asegurar que leer toda una obra uno solo, intentando conseguir que todas las inflexiones suenen ajustadas, no es tarea fácil, no paraba de interrumpirme cuando leía a Malamoda para exclamar «creo que es posible que esta pieza tenga algo», o «eso es muy ingenioso». La clave está, no en escribir obras que sean buenas, sino más bien en escribir obras que contengan papeles para el director del teatro. Estoy tan orgulloso de mí mismo que voy a estallar.

Le escuché hablar bastante rato sobre el señor Cibber, sobre el Teatro Real de Drury Lane, sobre las actrices que le gustaban de allí, y demás. Luego Elias me explicó que iba a estar excepcionalmente ocupado con los ensayos apresurados, pero que de todas formas aún deseaba ayudarme como pudiera en la investigación. Le conté pues mi entrevista con Bloathwait, y le pregunté si había oído hablar alguna vez de Martin Rochester, el hombre para quien ahora trabajaba el que acabó con mi padre, pero Elias sacudió la cabeza.

– No se me ocurre cómo seguirle la pista -me quejé-. Un hombre a quien nadie puede encontrar y que trabaja para otro a quien nadie conoce. A lo mejor si me convierto en habitual del Jonathan's podré enterarme de algo que me sea útil.

Elias sonrió.

– ¿Puedes estar seguro de que estarás haciendo uso sabio de tu tiempo?

– No puedo -expliqué-. Sólo me parece la mejor opción que tengo. Espero -le dije con una sonrisa- estudiar lo general para descubrir lo particular.

Asintió.

– Muy bien, Weaver. Como no hay certezas, buscas lo probable. Todavía hay esperanza para ti.

Elias se levantó de la silla y se paseó tambaleante hacia la jarra de licor, que para su disgusto estaba ya vacía.

– ¿Qué te parece, Weaver, si salimos a celebrar mi triunfo? Visitamos el lupanar que prefieras y hablamos de probabilidad con las putas -le vi escudriñar los estantes en busca de otra botella de vino.

– Nada me gustaría más -le aseguré-, pero me temo que debo seguir con esta investigación.

– Lo sospechaba -respondió, pronunciando con bastante dificultad la palabra «sospechaba». Luego me invitó a varios soliloquios de su comedia, y aunque se olvidó de la mayoría de las palabras, le aplaudí vigorosamente. Después anunció que tenía algo de puterío del que ocuparse y otros compañeros de farras además de mí con los que compartir su jolgorio. Abrió la puerta después de varios intentos con el pomo y salió torpemente.

Escuché cómo Elias descendía ruidosamente por la escalera de la señora Garrison, y entonces me senté a la mesa de nuevo e intenté leerme el panfleto de mi padre. No puedo fingir que me sorprendiera descubrir que mi padre no era más accesible por escrito de lo que era en una conversación normal. Consideren las primeras palabras del documento:


No podemos menos de ser conscientes de que en los últimos años ha existido un estupor generalizado, un escándalo ciertamente, en relación con los crecientes poderes de determinadas facciones de la calle de la Bolsa; facciones que han dejado claras sus intenciones y que han luchado, contra los deseos más sensatos de quienes desean ver prosperar a la nación, por deshacer aquello que con tanto ímpetu se ha hecho en interés del Reino.


Después de esta primera frase, decidí comenzar a poner en práctica un juicioso método de lectura rápida, que produjo una oleada de acusaciones contra la Compañía de los Mares del Sur y de elogios al Banco de Inglaterra que nadaban sin piedad ante mi vista. Algunos párrafos tenían más interés que otros; no podía evitar leer con atención los pasajes en los que mi padre postulaba la existencia de una conspiración dentro de la propia Compañía: «Este fraude sólo puede haberse perpetrado con la cooperación de ciertos elementos dentro de la propia Gasa de los Mares del Sur. La Compañía es como un trozo de carne podrida y repleta de gusanos».

Pasé quizá una hora más con el manuscrito, hojeándolo, esperando que en alguna parte mi padre hubiera destilado las ideas en una conclusión comprensible. Una vez abandonada esta esperanza, decidí que para comprender los temas de los que hablaba, debía pasar el tiempo no frente al panfleto de mi padre, sino en el fragor de la batalla. De modo que me vestí con mi mejor chaleco y chaqueta, me peiné y me recogí el cabello con cuidado, y abandoné mis aposentos con aspecto muy aseado. Entonces tomé rumbo al Jonathan's, donde había decidido pasar unas cuantas horas entre los ingenieros de los mercados financieros de Londres. Si quería llegar a comprender sus intrigas, razoné, era necesario que conociese mejor a los propios corredores.

Encontré el café tan vivo como el día anterior, y aunque resultaba un sitio menos entretenido para pasar la tarde que una casa de placer con un escocés borracho, llegué a la conclusión de que la calle de la Bolsa, con su incesante actividad, tenía mucho interés. Tomé asiento junto a una mesa, pedí un pocillo de café, y comencé a mirar los periódicos del día.

Escuchaba a los hombres hablarse a gritos de un lado al otro de la sala, debatiendo los méritos de tales o cuales valores. Había voces que gritaban que querían comprar. Voces que querían vender. Oía discusiones en todas las lenguas vivas y por lo menos en una muerta. Pese a la confusión circundante, al principio aprendí mucho, y disfruté bastante de estar allí, sintiéndome como si fuera otro corredor judío en la calle de la Bolsa. Había algo verdaderamente contagioso en la exuberancia de aquel lugar donde acontecimientos que hacían época siempre estaban a punto de suceder, siempre estaba a punto de hacerse o de destruirse una fortuna. Yo ya había estado en muchos cafés, donde los hombres daban rienda suelta a su vehemencia hablando de escritores, de política o de actrices. Aquí los hombres hablaban de sus fortunas, los resultados de sus discusiones podían hacerles ricos o pobres, célebres o infames. El café de los corredores convertía la discusión en riqueza, las palabras en poder, las ideas en verdad, o al menos en algo que se parecía muchísimo a la verdad. Yo me había hecho mayor en un mundo sin ambigüedad, de violencia y pasiones. Ahora me sentía como entre una raza de hombres diferentes, en una tierra extraña y ajena gobernada, no por los fuertes, sino por los astutos y los afortunados.

Después de unos tres cuartos de hora, reconocí al contable de mi tío, el señor Sarmento, entre un grupo de desconocidos que se ocupaban con afán de sus negocios. Extendidos sobre la mesa había una serie de documentos, y algunos de los hombres los leían. Este ritual continuó durante un rato, y luego todos los hombres se despidieron de una manera que me pareció afable.

Sarmento no había dado señal alguna de haberme visto, pero cuando terminó con sus asuntos, dobló sus papeles y se me acercó con decisión.

– ¿Le importa que le acompañe, señor Weaver? -me preguntó en un tono tan neutro e inescrutable como su rostro. No encontraba ni rastro del cachorro que daba brincos detrás del señor Adelman en casa de mi tío. Aquí sólo se veía la expresión seria de un hombre para quien la vida no era más que una sucesión de situaciones de mayor o menor tensión.

– Me encantaría -le dije con una cortesía que se quedó colgada en el aire como un mal olor.

– No me imagino qué asunto puede traerle a este café -me dijo con aire ausente-. ¿Está usted pensando en meterse en los valores?

– Sí -le contesté secamente-. Creo que voy a ganarme la vida como corredor registrado en la calle de la Bolsa.

– Se burla usted de mí, pero no ha contestado todavía a mi pregunta.

Tomé un sorbo de café.

– ¿Qué cree usted que hago aquí, señor Sarmento?

Pareció escandalizarse ante esta pregunta.

– No le creo tan burdo como para hablar de ello abiertamente. Nunca he tenido la presunción de juzgar el negocio del señor Lienzo, pero esperaría que usted, por respeto hacia él, fuera sutil. Aún recuerda, espero, lo que significa su familia.

Sarmento era difícil de leer, pero tenía aspecto de estar satisfecho por haber resuelto un enigma complejo.

– ¿Qué sabe usted de este asunto? -pregunté con suavidad. Pensé que quizá pudiera engañarle para que me contara… no sé qué. Sólo sabía que no confiaba en él, y eso me pareció razón suficiente para proseguir.

– Le aseguro que sé lo suficiente. Quizá más de lo que debiera.

– Me encantaría saber más de lo que debiera -le dije con enorme calma.

Sarmento me sonrió. Era la sonrisa torcida y mal formada de un hombre para quien el humor no era algo que resultase natural.

– No creo que le convenga. ¿Sabe usted lo que yo creo, señor Weaver? Creo que tiene usted ambiciones que están muy por encima de sus habilidades.

– Le agradezco la buena opinión que tiene de mí -le hice una breve reverencia.

– ¿Qué? ¿Hemos de comportarnos nosotros con la cortesía de nuestros vecinos ingleses? Ésa no es nuestra manera de hacer las cosas, todas esas tonterías de «me honra usted» y «a su servicio». Nosotros decimos lo que pensamos.

Me estremecí ante la idea de que estaba actuando como un inglés, fingiendo ser algo que no era. Que este hombre fuera un miembro de mi raza me llenaba de una especie de vergüenza. Era algo extraño, porque estaba tan acostumbrado a identificarme a mí mismo como judío de un modo tan peculiar, oyendo lo que los británicos de mi entorno tenían que decir de los judíos, preguntándome cómo debía sentirme frente a sus palabras. Pero lo que tenía aquí era otra cosa; durante la última década había tenido muy pocas ocasiones de identificarme a mí mismo como un judío en relación con otros judíos; era como si estuviese a la defensiva de alguna manera, como si fuera miembro de un club y deseara verle a él expulsado.

– ¿De qué desea usted hablar, señor Sarmento? -le pregunté al fin.

– Cuénteme su conversación en el carruaje con el señor Adelman la otra noche.

Apreté las manos una contra otra para parecer un hombre sumergido en sus pensamientos. Lo cierto es que sí que estaba sumergido en mis pensamientos, pero quise dar la impresión de estar pensando por ser inteligente, no por estar confundido.

– Primero, señor, me habla usted de mis tratos con el señor Lienzo, y ahora me pregunta por mis tratos con el señor Adelman. ¿Hay alguno de mis negocios del que usted no quiera hablar?

– ¿Negocios? -me preguntó con asombro-. ¿Es de negocios su asunto con Adelman?

– No he dicho que hayamos llegado a ningún acuerdo -le expliqué-. Sólo que hablamos de negocios. Pero aun así me gustaría mucho saber por qué me hace preguntas tan entrometidas acerca de mis negocios.

– Ha habido un malentendido -balbuceó Sarmento, intentando de pronto parecer obsequioso-. Sólo estoy interesado. Preocupado incluso. Adelman podría no ser el hombre por quien usted le toma, y no quiero que usted sufra.

– ¿Que no sufra, dice? Pero bueno, si hace unos días le vi hacerle la corte a Adelman durante toda la noche; ¿y ahora quiere usted prevenirme contra él? De verdad que no le entiendo.

– Soy un hombre que se conoce los entresijos de la calle de la Bolsa, señor, y usted no. Haría bien en recordarlo. Pero los hombres como Adelman y su tío son hombres de negocios, entrenados en las artes del fingimiento y la adulación.

Me incorporé de repente en la silla, asustando al señor Sarmento.

– ¿Qué está diciendo usted de mi tío?

– Su tío no es hombre con quien jugar, señor. Espero que no lo tome a la ligera. Quizá lo vea usted como un amable caballero de cierta edad, pero puedo asegurarle que es extremadamente ambicioso, y es una ambición que yo he llegado a admirar y a emular.

– Explíquese mejor.

– Vamos, vamos. Sé que está usted inmerso ahora en los negocios de su familia. Su tío le tira unas pocas monedas, y usted corre a recogerlas como un perro. Pero incluso usted podrá darse cuenta de que es raro que su tío tenga una amistad tan estrecha con un hombre odiado por su padre.

¿Mi tío tirándome monedas? ¿Adelman odiado por mi padre? Quería saber más, pero no me atrevía a descubrirme preguntando demasiado.

– No juegue conmigo -dije al fin-. Y debería recordarle que vigile su lengua cuando le hable a un hombre que se la arrancaría de la boca sin pensárselo dos veces.

– No tengo tiempo para juegos, Weaver -se burló de mi apellido pronunciándolo con afectación-. Se lo prometo, yo tampoco soy hombre con quien se deba jugar. Ya no está en el ring, y no puede pegar a los demás para que se aparten de su camino. Si desea usted pelear en la calle de la Bolsa, señor, encontrará usted que le pueden los hombres como yo, y que aquí utilizamos armas mucho más peligrosas que los puños.

Me miró de la manera más inanimada, como si compartiese mesa con un vegetal. No había nada amenazador ni en los gestos de su cuerpo ni en la expresión de su cara.

– Confieso que no sé cómo juzgarle, señor -dije por fin-. Tiene usted aspecto de querer amenazarme, y sin embargo no veo razón para que sea usted mi enemigo.

Sarmento volvió a ofrecerme algo que se parecía bastante a una sonrisa.

– Si usted no tiene intención de ser mi enemigo, entonces yo tampoco tengo intención de amenazarle.

– ¿Por qué le doy miedo? -le pregunté-. ¿Porque pueda heredar el negocio de mi tío? ¿Porque pueda casarme con Miriam? ¿Porque pueda retarle a una pelea? Seamos honestos el uno con el otro.

– Desprecio sus burlas -me contestó, no puedo decir que airadamente porque su tono no varió un ápice-. Haría usted bien en tener cuidado conmigo. Y con su tío, y con sus amigos.

Antes de que pudiera responder, Sarmento se había puesto en pie, empujó a un corredor de baja estatura para apartarlo de su camino, y se abrió paso entre la multitud. No estaba seguro de qué quería sugerir sobre mi tío, pero que me previniese acerca de Adelman me preocupaba más que cualquier otra cosa que hubiera dicho, porque ahora Sarmento hacía insinuaciones acerca de un hombre a quien, en casa de mi tío, sólo había querido agradar.

Empujado por la curiosidad, me levanté de la mesa y fui hacia la salida, donde vi que Sarmento se marchaba. Tras esperar un momento, seguí su ejemplo, y le vi dirigirse en dirección norte hacia Cornhill. Una vez hubo llegado a esa concurrida calle, resultaba fácil seguirle de cerca. Caminaba a buen paso, tejiendo un rumbo entre el gentío avaricioso que venía a hacer negocios en la calle de la Bolsa.

Tomó dirección oeste, hacia el lugar en el que Cornhill se cruza con las calles Threadneedle y Lombard, y aquí el espesor de la muchedumbre empezó a disminuir, así que me rezagué bastante, me tomé un instante para tirarle un penique a un mendigo, y continué la persecución a una distancia prudencial.

Para entonces Cornhill se había convertido en Poultry, y Sarmento giró a la derecha hacia Grocers Alley, mucho menos concurrida. Esperé un momento y le seguí al callejón que llevaba a Grocers Hall, que era la sede del Banco de Inglaterra. Sarmento se dirigió al enorme edificio que, como el propio edificio de la Bolsa, se levantaba como testimonio arquitectónico de los excesos del último siglo.

Sarmento se apresuró hacia un carruaje aparcado delante del Hall. Para poder ponerme más cerca, me aproximé a un grupo de caballeros que andaban por allí, puse acento del campo y les expliqué que me había extraviado y que necesitaba que me informasen del camino más corto al Puente de Londres. Los londinenses pueden no ser los más sociables del mundo, pero no hay nada que les guste más que dar direcciones, y ahora, mientras estos cinco caballeros se peleaban por darme las mejores instrucciones, el carruaje empezó a moverse despacio, pasando por delante de mí. Pude ver que Sarmento conversaba concentradamente con un hombre de rostro ancho lleno de facciones demasiado pequeñas. La pequeñez de su nariz y de su boca y de sus ojos era aún más absurda por la enorme peluca negra que llegaba casi hasta el techo del carruaje y descendía ondulada en tirabuzones gruesos. Era una cara que había visto hacía poco y que no me costó reconocer. No puedo decir que sintiese otra cosa que no fuese la más absoluta confusión cuando vi que Sarmento se iba en coche con Perceval Bloathwait.

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