Trece

Al día siguiente, tras un desayuno apresurado de pan basto y queso de Cheshire, regado con una jarra de cerveza suave, me dirigí a toda prisa a casa de Elias. Aunque era ya media mañana encontré a mi amigo aún dormido. Esto era bastante habitual. Como muchos hombres que se consideran más bendecidos por los dioses del ingenio que por los del dinero, Elias a menudo se pasaba durmiendo varios días en las épocas en las que se veía obligado a evitar la consciencia de su propia hambre y de su pobreza.

Esperé mientras la casera, la señora Henry, le despertaba, y me consideré honrado de que se apresurara a vestirse con toda celeridad.

– Weaver -me dijo, bajando deprisa la escalera y metiendo todavía un brazo por la manga de la chaqueta con encajes azul oscuro, que hacía juego a la perfección con el chaleco azul y amarillo que llevaba debajo. Aunque anduviera escaso de fondos, Elias era dueño de unos trajes muy elegantes. Se esforzó en terminar de vestirse, pasándose de una mano a otra un grueso paquete de papeles atados con un lazo verde-. Qué maravilla verte. Has estado ocupado, ¿verdad?

– Este asunto de Balfour consume toda mi atención. ¿Tienes tiempo de discutirlo?

Me miró con preocupación.

– Pareces cansado -me dijo-. Me temo que no has estado durmiendo lo suficiente. ¿Quiere que le sangre un poco para refrescarle, caballero?

– Un día voy a dejar que me sangres sólo por el placer de sorprenderte -me reí-. Es decir, dejaré que me sangres sólo si creo que de paso no me matarás.

Elias puso cara de fastidio.

– Es un misterio que los judíos hayáis sobrevivido. En vuestras creencias médicas sois como los indios salvajes. ¿Cuando alguno de vuestra tribu enferma, llamáis al médico, o al chamán, vestido con una piel de oso?

La ocurrencia de Elias me hizo reír.

– Me encantaría saber en qué manera los escoceses, que andáis pintados de azul y medio desnudos por las Tierras Altas, sois más civilizados que los autores de las escrituras, pero esperaba que tuvieras tiempo de hablar conmigo del asunto Balfour. Y me gustaría mucho que conversásemos acerca de todo este corretaje de bolsa y demás, del que creo que algo sabes.

– Por supuesto. Y tengo mucho que contarte. Pero si lo que quieres es hablar de la Bolsa, no se me ocurre un sitio mejor que el Jonathan's Coffeehouse, el corazón mismo y el alma de la calle de la Bolsa. Sólo hace falta que te agencies un carruaje para que nos lleve hasta allí, y luego dejaré que me invites a comer algo. O mejor aún, ¿por qué no incluimos la expedición en la cuenta de Balfour?

No iba a cobrarle ningún gasto a Balfour. Por lo que me había contado Adelman, iba a tener suerte si recibía algo de él, pero no quería apagar el entusiasmo de Elias. Sentí en el bolsillo el tintineo de la plata, fruto de la amabilidad de Sir Owen, y me pareció muy bien invitar a mi amigo a comer en pago a sus buenos consejos.

En el carruaje de camino a la calle de la Bolsa, Elias parloteó constantemente, pero dijo relativamente poco de importancia. Me contó de viejos amigos a los que había visto, de un motín en el que casi se había visto envuelto, de una aventura escabrosa que había tenido con dos prostitutas en la trastienda de una oficina de farmacia. Pero mi pensamiento vagaba durante la alegre charla de Elias. El día estaba fresco y nublado, pero el aire estaba limpio, y yo iba mirando por la ventanilla mientras avanzábamos en dirección este por Cheapside hasta Poultry. A lo lejos vi Grocers Hall, sede del Banco de Inglaterra, y delante de nosotros la enormidad del edificio de la Bolsa de Londres. Debo decir que esta estructura gigantesca siempre me había intimidado, porque aunque mi padre no había trabajado allí dentro desde mi más temprana infancia, aún lo asociaba con un poder paterno malhumorado y misterioso. La Bolsa, según había sido construida después de que el Gran Incendio destruyera la antigua sede, es esencialmente un gran rectángulo, con el exterior rodeando un gran patio abierto. Aunque sólo tiene dos plantas, los muros alcanzan tres o cuatro veces más altura que cualquier otro edificio de dos plantas que a uno se le ocurra, y la entrada se ve disminuida por una gran torre que asciende a los cielos.

Hace muchos años, los corredores como mi padre hacían sus negocios en el edificio de la Bolsa de Londres, y los judíos tenían incluso su propio «paseo» o lugar de trabajo en el patio, al igual que los comerciantes de telas o de comestibles y todo tipo de hombres dedicados al comercio exterior. Pero entonces el Parlamento aprobó una ley que prohibía la compraventa de acciones dentro de la Bolsa, así que los corredores tuvieron que trasladarse a la cercana calle de la Bolsa, instalándose en cafés como el Jonathan's o el Garraway's. Para indignación de aquellos que habían luchado contra la correduría de bolsa, la mayor parte del comercio de Londres se trasladó con ellos, y si bien el edificio en sí se mantenía como un monumento al poderío financiero británico, no era más que un monumento hueco.

Lo cierto era que las verdaderas operaciones de bolsa tenían lugar en unas pocas callejuelas estrechas y de apariencia insignificante que podían recorrerse en apenas unos minutos. Por el lado sur de Cornhill, enfrente justamente del edificio de la Bolsa de Londres, se entraba en la calle de la Bolsa, que avanzaba en dirección sur pasando por el Jonathan's y luego por el Garraway's, mientras la calle giraba hacia el este para desembocar en Birchin Lane, donde el caminante se encontraba con el Banco Sword Blade y unos cuantos cafés más donde hacer negocios con loterías o con aseguradoras o en proyectos en el comercio extranjero. Birchin Lane le conducía a uno hacia el norte, de vuelta a Cornhill, completando así el sencillo recorrido de uno de los conjuntos de calles más confusos, imponentes y misteriosos del mundo.

Nuestro carruaje se encontró con tráfico pesado cerca del edificio de la Bolsa, así que le pedí al cochero que se detuviese cerca de Pope's Head Alley, y desde allí caminamos un breve trecho, abriéndonos paso entre la multitud de hombres. Si el Jonathan's era el centro del comercio, era también donde se localizaba su esencia más pura, y a medida que uno se alejaba iba encontrando más tiendas híbridas y extrañas, que derivaban su negocio tanto de la excitación monetaria de la calle de la Bolsa como del comercio, más mundano, de la vida diaria. Se veían carnicerías-loterías, donde al comprar un pollo o un conejo se participaba en el sorteo de un premio. Un mercader de té prometía que un tesoro de acciones de la Compañía de las Indias Orientales estaba escondido en una de cada cien cajas de sus productos. Un farmacéutico apostado a la puerta de su establecimiento ofrecía a gritos asesoramiento financiero barato.

Sería injusto por mi parte sugerir que la zona en torno a la Bolsa era el único lugar de la metrópoli al que las nuevas finanzas le habían hincado el diente. La locura por la ganancia monetaria se había apoderado de la ciudad con el restablecimiento legal de la lotería en 1719, el año de este relato, y las loterías ilegales llevaban años siendo populares en todas partes. Confieso que yo mismo hacía negocios con un barbero lotero que me apuntaba para un premio cada vez que me afeitaba, aunque mis visitas prácticamente diarias desde hacía ya más de dos años aún no me habían reportado beneficio alguno.

Había visitado la zona con anterioridad, pero ahora me producía una nueva fascinación. Mantenía la mirada alerta, como si cada hombre con quien me cruzara pudiera esconder la clave del asesinato de mi padre; en realidad era mucho más probable que a cada hombre con el que me cruzaba le importase un rábano la muerte de mi padre, a no ser que yo fuera capaz de demostrarle de qué modo le iba a costar dinero o a hacérselo ganar.

Elias y yo nos abrimos paso hasta la calle y llegamos rápidamente al Jonathan's, que estaba bastante lleno, y bullía con los negocios del día.

El Jonathan's, café de corredores y corazón mismo de la calle de la Bolsa, me parecía el más animado de los cafés que yo conocía. Los hombres se agrupaban, discutiendo con vehemencia, riéndose, o con aspecto grave. Otros estaban sentados a las mesas, hojeando a toda prisa pilas de papeles, bebiendo café. Y el ruido no era sólo el de la conversación. Mientras algunos daban a sus amigos palmadas en la espalda con cálida benevolencia, otros anunciaban su mercancía a gritos: «¡Vendo para el próximo sorteo de lotería, ocho chelines el cuarto de boleto!», «¿Alguien vende bonos de 1704?», «¡Tengo aquí una fábrica de hacer dinero para cualquiera que me brinde cinco minutos de su tiempo!», «¿Quién quiere invertir en el drenaje de pantanos? ¡Proyecto garantizado!».

Mirando a mi alrededor, podía entender por qué mis vecinos cristianos asociaban tan rápidamente a los judíos con la calle de la Bolsa, porque había una gran cantidad de israelitas en la sala, quizá más de cuantos yo hubiese visto juntos nunca en Dukes Place. Pero los judíos apenas eran la mayoría en el Jonathan's, y en absoluto eran los únicos extranjeros. Aquí había alemanes, franceses, holandeses -muchos holandeses, se lo aseguro-, italianos y españoles, portugueses y, por supuesto, una cantidad considerable de británicos del norte. Había incluso algunos africanos dando vueltas por ahí, pero me parece que eran criados, no agentes de bolsa. La habitación era una cacofonía de idiomas distintos, todos pronunciados a gritos al mismo tiempo. Era un confuso muestrario de papeles que cambiaban de manos, firmas, sobres llenos, café servido y café bebido. Me pareció el centro mismo del universo, y no era escasa mi admiración por quienes eran capaces de trabajar en un lugar tan lleno de distracciones.

La fortuna nos sonrió, porque nada más entrar un trío de hombres dejaron libre una mesa delante de nosotros, y nos movimos con rapidez para ganarla antes que un grupo de hombres que llevaban más tiempo esperando, mientras negociaban de pie. Gritando por encima del barullo, le pedí a un chico que pasaba a nuestro lado con una bandeja llena de platillos sucios que nos trajera café y hojaldres.

Miré en torno a mí con asombro. No visitaba el Jonathan's desde la infancia, cuando mi padre nos traía a mi hermano y a mí a rastras para que observáramos cómo trabajaba. Solíamos quedarnos sentados, mudos e incómodos, paralizados a medias por el terror romo que siente un niño ante la presencia inexplicable de la locura adulta, y a medias por el puro aburrimiento. Ahora, de nuevo en el café y ya adulto, en mi propia visita de trabajo, aún me sentía pequeño, sobrecogido y un poco intimidado. Al menos aún no estaba aburrido.

El chico nos trajo café y comida, y Elias no perdió tiempo en meterse un hojaldre entero en la boca.

– ¿Conoces al señor Theodore James, el librero del Strand? -me preguntó, con la voz apagada por la pasta y la mermelada.

– He pasado por su tienda.

Elias vibraba de excitación al hablar.

– Deberías entrar alguna vez. Es un hombre espléndido. Imprimió mi volumen de poemas, ¿sabes? El señor James posee cierta influencia, que ha utilizado para conseguirme audiencia con el señor Cibber en el Teatro Real de Drury Lane, para que considere la posibilidad de montar mi obra dramática. Es algo increíblemente emocionante, la verdad. Me mareo sólo de pensar que mi obra se represente en un escenario. Es verdaderamente maravilloso, ¿no crees?

No podía evitar sonreír. Elias, después de todo, era un hombre de muchos talentos.

– No tenía ni idea de que tuvieras una obra lista para representar -le estreché la mano con alegría.

Soltó una risita bobalicona.

– Y no la tenía. Le diré que he trabajado con ahínco. Pero no con demasiado ahínco, porque no quiero que crea que soy uno de esos dramaturgos tontos que se creen un Jonson o un Fletcher. La escribí ayer -añadió en un susurro.

– ¿Una obra entera en un día?

– Bueno, he visto suficientes comedias como para saber cómo ordenar estas cosas. Y sin embargo, a pesar de las prisas, no carece de algún giro original. La he llamado El amante confiado. ¿Quién puede resistirse a una obra con un título tan alegre? Venga, Weaver, te considero un hombre de gusto. Déjame que te la lea.

– Me encantaría escuchar tu trabajo, Elias, pero tengo que admitir que estoy un poco preocupado. Te prometo que la oiré en otra ocasión, pero ahora necesito que me aconsejes en el asunto este de Balfour.

– Por supuesto -dijo, escondiendo el fajo de papeles que se había sacado del bolsillo-. La obra sin duda puede esperar. Ha llegado al mundo tan recientemente que descansar seguro que le viene bien.

No podía evitar que Elias me pareciese un amigo extraordinariamente simpático.

– Gracias -le dije, esperando no haberle ofendido despreciando sus esfuerzos literarios-, porque me hace mucha falta tu ayuda en este asunto. Ando un poco perdido. Aquí tenemos, después de todo, dos hombres que se conocían, aunque no fueran amigos, que murieron ambos con veinticuatro horas de diferencia. Uno en misteriosas circunstancias y el otro en circunstancias escandalosas. Te aseguro que se dice por la ciudad que hay algo raro en todo esto, pero no tengo ni idea de cómo empezar a decidir qué es exactamente lo que chirría. Voy a intentar localizar al hombre que atropello a mi padre, pero no creo que me lo vaya a poner demasiado fácil.

Nuestra conversación fue interrumpida momentáneamente por uno de los mozos, que pasó a nuestro lado haciendo sonar una campana.

– Señor Vredeman, Un mensaje para el señor Vredeman.

Estas interrupciones eran parte del trabajo en Jonathan's.

A Elias no le costó trabajo pasar por alto la distracción.

– Tienes entre manos un asunto complicado -convino Elias mientras sorbía el café. Yo me daba cuenta de que quería hablar más de su obra, aunque había algo en este tema que le parecía irresistible.

– Parece -expliqué- que hay alguien que no quiere que descubra la verdad que se esconde detrás de estas dos muertes. Alguien intentó acabar con mi vida hace dos noches.

Ahora había logrado captar toda la atención de Elias, sin ninguna duda. Le conté la historia de mi encuentro con el carruaje, insistiendo especialmente en las palabras de despedida del cochero.

– No puede tratarse de un asalto fortuito -observó-, ya que dices que el culpable sabía que eres judío. Los que asesinaron a Balfour y a tu padre no quieren que reveles sus crímenes.

Yo había observado aquel brillo en su mirada en otras ocasiones en las que me había ayudado. La verdad es que estaba acostumbrado a ver ese brillo cuando colaboraba conmigo en asuntos de mujeres jóvenes y atractivas. Sin embargo, esta investigación despertaba obviamente la curiosidad voraz de Elias.

– Estos malhechores se han tomado mucho trabajo en ocultar sus acciones, y ahora parece que se tomarán aún más para mantener escondidos sus secretos. Te va a ser difícil descubrirlos.

– No sólo difícil -suspiré-. Me temo que imposible. Estoy acostumbrado a seguir las pistas que la gente deja descuidadamente. Ahora me enfrento a unos hombres que han tenido cuidado en no dejar ni rastro de su presencia, hombres que, de hecho, han tomado medidas extremas para crear confusión en torno a sus actos. No sé si hay un camino por el que pueda avanzar.

– Supongo… -Elias levantó la cabeza pensativamente-. Tiene que haber un rastro, sólo que no del tipo que estás acostumbrado a buscar. Un rastro de ideas y motivos, ya que no uno de testigos. Tendrás que hacer algunas conjeturas, como comprenderás, pero eso no es problema.

– Hacer conjeturas no va a llevarme a ninguna parte -ahora me preguntaba si Elias no estaría persiguiendo alguna quimera precisamente cuando yo necesitaba su claridad-. Cuando alguien viene a verme porque requiere mi ayuda para encontrar a un acreedor, ¿acaso me pongo yo a hacer conjeturas acerca de su paradero? Por supuesto que no. Averiguo lo que puedo de su vida y costumbres y luego lo busco allí donde sé que voy a encontrarlo.

– Lo buscas donde crees que vas a encontrarlo, puesto que no sabes si estará donde te lleva tu razonamiento. Haces conjeturas todos los días, Weaver. Sólo te estoy sugiriendo que hagas conjeturas más amplias. Locke, sabes, escribió que quien no admite nada más que lo que puede ser demostrado claramente, no estará seguro de nada más que de perecer pronto. En tu caso, parece que esto será aún más cierto de lo que Locke pretendía.

– Eso no es más que un juego de palabras, Elias. Estos juegos no me ayudan.

– No es verdad. Creo que estás más acostumbrado a actuar guiándote por la especulación de lo que te parece. En este caso vas a tener que adoptar algunas premisas razonables y proceder como si fueran ciertas. Tu labor consiste en analizar lo general y sacar conclusiones particulares, porque lo general y lo particular siempre están relacionados. Piensa en lo que dice el señor Pascal acerca del cristianismo: escribe que puesto que el cristianismo recompensa la adherencia a sus principios y castiga la no adherencia, mientras que lo que no es cristianismo no ofrece ni recompensas ni castigos, cualquier hombre razonable optaría por convertirse al cristianismo, ya que al hacerlo obtiene la máxima probabilidad de beneficio y la mínima probabilidad de castigo. Pues bien, lo del cristianismo a ti no te afecta, y me parece que Pascal estaba más o menos dando por sentado que el cristianismo es la única religión a disposición de un hombre razonable. Su pensamiento es precisamente lo que te permitirá resolver este asunto, porque habrás de trabajar con probabilidades en lugar de con hechos. Si solo puedes guiarte por lo probable, más tarde o más temprano llegarás a la verdad.

– ¿Estás sugiriendo que me conduzca en este asunto eligiendo al azar caminos de investigación?

– Al azar no -me corrigió-. Si no sabes nada con certeza pero puedes hacer conjeturas razonables, actuar basándote en esas conjeturas te ofrecerá la mayor probabilidad de saber quién hizo esto, con la menor probabilidad de fracaso. No hacer nada no te ofrece ninguna probabilidad de descubrirlo. Las grandes mentes matemáticas del siglo pasado -Boyle, Wilkins, Glanvill, Gassendi- han elaborado las reglas en función de las cuales tendrás que razonar para encontrar al asesino que buscas. No vas a actuar según lo que te muestren los ojos y los oídos, sino según lo que tu mente considere probable -Elias puso el café sobre la mesa y jugueteó con las manos.

Cuando Elias se creía brillante siempre se ponía a juguetear con las manos. Me preguntaba cómo se atrevía a sangrar a sus pacientes, ya que era tal su fe en los poderes curativos de la flebotomía que me imaginaba que sería incapaz de controlar sus propias manos sólo de pensar en las virtudes de la sangría.

Confieso que ni sospechaba la importancia de lo que Elias me estaba contando. No comprendía que me estaba ayudando a cambiar la naturaleza misma de mi razonamiento.

– ¿Y cómo se supone que debo empezar a hacer conjeturas y a guiarme por las probabilidades?

– No tienes confianza suficiente en tu propio intelecto. A mí me parece que razonas de este modo todo el tiempo, pero como no estás versado en filosofía no eres capaz de reconocer el tipo de pensamiento que practicas. Estaré encantado de prestarte algunos libros.

– Sabes muy bien que no tengo cabeza para tus libros difíciles, Elias. Afortunadamente dependo de ti para que los estudies por mí. ¿Qué nos dice la filosofía del señor Pascal que debemos hacer con el asunto que nos traemos entre manos?

– Déjame que piense -me dijo despacio, y miró hacia arriba estudiando el techo.

Debo decir que nunca me cansaba mi amistad con Elias, porque era un hombre de muchas facetas. De haber entrado por la puerta en aquel momento una ramera atractiva, se hubiera olvidado de que hombres como el tal Pascal pisaron alguna vez la faz de la tierra, pero por el momento tenía a mi disposición todo el poder de su intelecto, y creo que le complacía en grado extremo aplicarlo a mi causa.

– Tenemos un hombre -comenzó lentamente- cuya muerte ha dejado al descubierto su bancarrota. Su hijo piensa que el suicidio es una artimaña y que su bancarrota está relacionada con su muerte; piensa, de hecho, que la muerte es consecuencia del deseo de dejarle en la bancarrota. Sin duda -reflexionó Elias-, el asesino no puede ser un ladrón normal. Uno no puede robar sin más los títulos de otro: hay que llevarlos a la institución emisora para que sean transferidos.

– ¿Qué instituciones emiten bonos?

– El Banco de Inglaterra tiene el monopolio sobre la emisión de Bonos del Estado, pero luego están también las compañías, claro: la Compañía de los Mares del Sur, la Compañía de las Indias Orientales, y demás.

– Sí, últimamente he oído hablar mucho de estas compañías. Especialmente del Banco y de la Mares del Sur. ¿Pero cómo sabes tanto de todo esto?

– No sé si sabes que me he aficionado algo a jugar en bolsa -se hinchó un poco, lanzando una mirada por el Jonathan's como si fuera el dueño del lugar-. Y como podría decirse que soy un habitual de los cafés, no es raro que aprenda alguna cosa sobre el negocio. He adquirido algunos valores que me han reportado gratos beneficios, aunque lo que más me interesa son los proyectos.

Creo que cuando nació Elias los inventores de proyectos y los intrigantes del mundo entero se tomaron unos tragos a su salud y otro más para honrar a sus padres. Desde el comienzo de mi amistad con Elias había invertido, y perdido, dinero en proyectos para la pesca del arenque, la plantación de tabaco en la India, la construcción de un barco que navegase bajo el mar, la desalación del agua marina, la fabricación de una armadura resistente al fuego de mosquete para los soldados, la creación de un motor que se alimentase de vapor, la invención de una especie de madera maleable y la cría de una raza de perro comestible. Una vez me burlé de él sin piedad por invertir cincuenta libras -que pidió prestadas a una serie de ingenuos, incluido yo mismo- en un proyecto «para la producción de enormes cantidades de dinero por medios que, una vez revelados, asombrarán».

De modo que, aunque no creyese que Elias fuera el inversor más cauto del mundo, sí creía que comprendía el funcionamiento del mercado de valores.

– Si un simple ladrón no puede robarle sus valores a alguien -seguí preguntando-, ¿quién puede, y con qué propósito lo haría?

– Bueno -Elias se mordió el labio-, podríamos pensar en la propia entidad emisora.

Eché una carcajada como si encontrase la idea ridícula. Pero no podía olvidar al viejo enemigo de mi padre, Perceval Bloathwait, el director del Banco de Inglaterra.

– ¿Quieres decir que el Banco de Inglaterra, por ejemplo, podría matar a dos hombres para conseguir algo, que el Banco de Inglaterra es responsable de intentar quitarme la vida a mí también?

– ¡Señor Adelman! -gritó el mozo del café al pasar por nuestra mesa-. ¡Hay un coche esperando al señor Adelman!

Observé de lejos cómo el amigo de mi tío se abría paso a través del café, seguido de un grupúsculo de sicofantes que le acosaron incluso mientras trataba de cruzar el umbral. Por un momento me sentí sorprendido, como si fuera una extraña coincidencia que él estuviera en el mismo sitio que había elegido yo para tomarme un pocillo de café. Luego me acordé de que era yo quien había elegido tomar un pocillo de café en su lugar de trabajo. No era él quien me perseguía a mí, sino más bien al contrario.

Me volví de nuevo hacia Elias, quien, mientras yo andaba perdido en mis pensamientos, había estado especulando sobre las intenciones asesinas de la institución financiera más poderosa del país.

– Quizá el Banco se diera cuenta de que le resultaba imposible pagar el interés y tuviera que deshacerse de todos los inversores -propuso-. ¿Qué mejor manera de ordenar las cuentas que hacer que algunos bonos desaparezcan? Quizá u padre y Balfour tenían una cantidad muy grande de participaciones de alguna institución en particular.

Sentí una especie de escalofrío. Elias estaba levantando un espectro que mi tío había despreciado por ridículo.

– Me han dicho que tal cosa es improbable. No creo que el Banco de Inglaterra vaya por ahí asesinando a sus inversores. Si necesitaba incumplir algún préstamo, estoy seguro de que existen formas más eficaces de hacerlo.

Elias gesticuló.

– Por el amor de Dios, Weaver. ¿De qué crees que se trata en el Banco de Inglaterra?

– De asesinatos no, claramente.

– Esa no es su función, pero no hay razón alguna para creer que el asesinato no se encuentra entre sus instrumentos.

– ¿Por qué? -le pregunté-. ¿No es más probable que estos asesinatos hayan sido llevados a cabo por un hombre o un grupo de hombres en lugar de como parte del programa de una compañía?

– Pero si este hombre u hombres actúan para servir a la compañía, entonces no sé si veo la distinción. La compañía sigue siendo el villano. ¿Y qué significa la vida de un hombre o dos a ojos de una institución tan enorme como el Banco de Inglaterra? Si la muerte de un hombre sugiere la probabilidad de un beneficio financiero considerable, ¿qué va a detener al Banco o a alguna de las otras compañías a la hora de hacer una inversión tan sangrienta? Ya ves, el meollo de la cuestión es que este tipo de cálculo de probabilidades, que va a ayudarte a averiguar lo que hay detrás de estas atrocidades, ha permitido la aparición de las mismas instituciones que con mayor probabilidad están involucradas en el asesinato de tu padre. El Banco y las compañías se dedican a la correduría bursátil a gran escala, ¿y qué es jugar en bolsa si no un ejercicio de probabilidades?

– Entre mi tío y tú, Elias, me siento como si me hubiera matriculado en una de las universidades. No sé si soy capaz de desentrañar todo esto de la probabilidad y los Bonos del Estado y Dios sabe qué más -hice una pausa y pensé que quizá estuviera desechando lo que decía Elias con demasiada rapidez-. ¿Cómo se relaciona la probabilidad con estas compañías?

La sonrisa en el rostro de mi amigo me indicó que había estado esperando que le hiciese esa pregunta.

– Es la teoría de la probabilidad la que ha permitido la aparición de los valores. Para invertir, tienes que pensar en lo que es probable, no en lo que se sabe a ciencia cierta, y actuar en consecuencia. Considera el negocio de las aseguradoras. Un hombre paga a una aseguradora porque sabe que es posible que algo le ocurra a sus bienes. La compañía aseguradora, por su parte, acepta el dinero, sabiendo que en cada caso individual es probable que no ocurra nada, de manera que cuando se ve obligada a pagar, la mayor parte del dinero está seguro. Ahora bien, es posible que todos los barcos asegurados por una compañía acaben en el fondo del océano, y entonces la compañía iría a la bancarrota, pero un azar tan monstruoso no es probable, así que nuestros amigos los potentados de las compañías aseguradoras duermen la mar de bien por las noches.

Sentía que Elias estaba en la cúspide de algo que yo seguía sin entender.

– Nada de esto explica por qué el Banco de Inglaterra querría verse involucrado en un asesinato.

Los ojos de Elias se iluminaron como velas gemelas al retomar el tema de la villanía del Banco.

– De nuevo estás pensando en términos de probabilidad. ¿Qué podría, con toda probabilidad, explicar los dos asesinatos? El viejo Balfour murió en circunstancias misteriosas, y resultó que en sus finanzas había grandes agujeros de dinero. No sabemos cuánto, pero si es una cantidad que pudiera ser equivalente a la diferencia entre estar en la bancarrota o no, deberemos suponer que se trata, al menos, de diez mil libras. Quizá más. ¿Estás de acuerdo?

Le dije que sí.

– Entonces, los valores por una cantidad de esa envergadura serían, o bien acciones de las compañías de comercio exterior, o bien Bonos del Estado emitidos por el Banco de Inglaterra. En cualquiera de los dos casos, esos fondos no son transferibles, lo que quiere decir que para que alguien, aparte del dueño legal, posea esos valores, este último tendría que transferir oficialmente su titularidad al Banco en las horas oficiales de transferencia. Yo no puedo coger simplemente los fondos de Balfour y decir que son míos. O él o sus herederos tendrían que firmar la transferencia a mi nombre.

– Creo que te entiendo. Un ladrón común no ganaría nada con esos valores, de modo que el asesino tiene que ser alguien que esté involucrado en la compañía, porque sólo alguien así puede convertir los valores en beneficios.

– Exacto -dijo Elias.

– Pero eso no explica por qué tiene que estar involucrada la institución misma. ¿No podría el asesino ser un oficial de la compañía, alguien que pudiera transferir fondos robados a sí mismo o a un socio?

– Una sólida conclusión -Elias me sonrió con cierto paternalismo-. Pero me dijiste que el viejo Balfour y tu padre tenían un misterioso negocio entre manos antes de morir. De la fortuna de tu padre no parece que falten valores. A mi parecer, es posible por lo tanto que el motivo de estos asesinatos sea algo más que el robo. El viejo Balfour y tu padre sabían algo, o bien se traían entre manos algún negocio o planeaban algo que les hacía peligrosos para algunos hombres muy poderosos. Es que no paras de considerar la muerte del viejo Balfour por un lado y la de tu padre por otro. Y si estas muertes están relacionadas, entonces el móvil es más que el robo, y eso a mí me sugiere una conspiración, y las conspiraciones sugieren poder.

Permanecí en silencio un momento, considerando los hábiles brincos que daba Elias de conclusión en conclusión. No me terminaba de creer lo que decía, pero no podía negar la habilidad que demostraba para extraer respuestas posibles de lo que yo había visto como un batiburrillo de datos sueltos.

– ¿En qué tipo de conspiración estás pensando?

Elias se mordió el labio inferior.

– Dame un chelín -me dijo por fin. Agitó la mano con impaciencia al ver mi gesto de perplejidad-. Venga, hombre, no seas sieso, Weaver. Pon un chelín sobre la mesa.

Me llevé la mano al bolsillo y rebusqué hasta encontrar un chelín que deposité de un golpe.

Elias lo cogió antes de volverlo a poner sobre la mesa.

– Es una pena de chelín -observó-. ¿Qué le ha pasado?

Era efectivamente una pena de chelín. Habían limado los bordes hasta convertirlo en un pedazo informe de metal de apenas la mitad de su peso original.

– Lo han recortado -le dije-. Lo mismo que uno de cada dos chelines en el Reino Unido. ¿Estás sugiriendo que las compañías están involucradas en el recorte de monedas?

– No, no exactamente. Sólo quiero demostrar la idea de lo que están haciendo estas compañías. Nuestros chelines son recortados y limados, y la plata que sobra se funde y se vende en el extranjero. Ahora tienes un chelín que contiene quizá tres cuartas partes de su metal original. ¿Aún vale un chelín? Bueno, pues sí, más o menos, porque necesitamos un elemento de cambio para que la nación funcione sin sobresaltos -sujetó la moneda en alto entre el índice y el pulgar-. Este chelín recortado no es más que una metáfora, si quieres, de la ficción en la que se ha convertido la idea del valor en este Reino.

Fingí que no le había visto meterse la moneda en el bolsillo.

– De ahí el éxito del billete bancario -observé-. Al menos en parte, por lo poco que entiendo. Si la plata no circula, sino que se mantiene intacta allí donde no puede dañarse, la representación de la plata proporciona una medida de valor segura. La ficción se sustituye así por la realidad, y tu ansiedad con respecto a estos nuevos mecanismos financieros se disuelve.

– ¿Pero qué ocurriría, Weaver, si no hubiese plata? ¿Si la plata se sustituyese por billetes de banco, por promesas? Hoy estás acostumbrado a sustituir un billete de banco por una gran cantidad de dinero. Quizá mañana olvides que un día utilizaste dinero real. Intercambiaremos promesas, y ninguna de esas promesas se cumplirá nunca.

– Incluso si algo tan absurdo llegara a suceder, ¿qué daño habría en ello? Después de todo, la plata sólo tiene valor porque todo el mundo está de acuerdo en que lo tiene. No es como la comida, que tiene utilidad en sí misma. Si todos estamos de acuerdo en que los billetes de banco tienen valor, ¿cómo es que son menos valiosos que la plata?

– Pero es que la plata es plata. Las monedas se recortan porque te puedes llevar la plata a España o a la India o a la China e intercambiarla por algo que deseas adquirir. Eso no puedes hacerlo con un billete de banco, porque no hay nada que apoye la promesa fuera de su lugar de origen. No lo entiendes, Weaver: estas instituciones financieras se dedican a restarle valor a nuestro dinero para sustituirlo por la promesa del valor. Porque en cuanto controlen la promesa del valor, controlarán toda la riqueza misma.

– ¿Es ésta la conspiración de la que hablas? ¿Me estás diciendo que crees que una de las compañías está conspirando para hacerse con el control de toda la riqueza del Reino?

Elias se inclinó hacia delante.

– No una de las compañías -me dijo en voz baja-. Todas ellas. Por separado, juntas… da lo mismo. Han descubierto el poder del papel, y quieren explotarlo.

– ¿Y crees que mi padre y el viejo Balfour consiguieron de alguna manera estropear ese plan?

– Seguramente parte de algún plan mayor. Un sistema crediticio es como una gran tela de araña: no la ves hasta que no te ha atrapado, y a la araña no la ves hasta que no la tienes encima, dispuesta a devorarte. Yo no sé quién es la araña, Weaver. Pero te aseguro que es la araña que mató a tu padre. El dinero es lo que mató a tu padre. El dinero mueve a la acción, y el dinero crea poder. En algún lugar de este Reino están los hombres que crean el dinero, y son ellos, por razones que aún no comprendemos, tal vez incluso por razones que ellos mismos aún no comprenden, quienes mataron a tu padre.

– Vaya, Elias, no entiendo por qué, si ves la bolsa como algo tan intrínsecamente maligno, inviertes tú en ella.

– Ése es el maldito meollo del asunto -susurró-. Uno tiene que invertir en bolsa en los tiempos que corren. Mira a tu alrededor en este café. ¿Crees que toda esta gente está aquí porque les gusta negociar en bolsa? No hay otra cosa que uno pueda hacer con su dinero. El dinero genera dinero, y estamos todos atrapados en la tela de araña, incluso aquéllos de nosotros que sabemos lo que es. No podemos evitarlo.

– Cosa que no nos explica en qué conspiración se vieron involucrados mi padre y Balfour.

– No podemos sacar datos de la nada, Weaver. Sólo intento que te des cuenta de que estas compañías tienen mucho que ganar, y pueden tener buenas razones para eliminar a quien se les ponga por delante.

– Ya que te veo tan versado en estos temas -le dije, reuniendo el coraje necesario para sacar un tema que deseaba evitar con todas mis fuerzas-, ¿podrías decirme qué sabes acerca de un caballero de nombre Perceval Bloathwait? Es un hombre metido hasta el fondo en bolsa y por tanto, sin duda, uno de los grandes enemigos de la nación.

Para mi asombro, a Elias de pronto se le iluminó el rostro.

– ¿Bloathwait, el director del Banco del Inglaterra? Un hombre endiabladamente bueno, para ser uno de esos disidentes ingleses. Al menos sabe cómo mostrar su agradecimiento. Tuve la suerte de encontrarme disponible durante una representación del Catón de Addison cuando le sobrevino una crisis gástrica. Casi se cae desmayado al patio. Gracias a Dios, pude sangrarle allí mismo, convirtiendo un accidente casi fatal en un negocio muy afortunado. Me recompensó nada menos que con veinte guineas.

– Tus sospechas de los ricos -observé- se ven considerablemente templadas cuando te hacen algún favor.

– ¡Faltaría más! -respondió Elias con exuberancia-. No son pocos los hombres de más alta cuna que no se dignarían a pagarle al cirujano que la providencia les ha puesto en el camino. Bloathwait es un buen hombre, te lo digo yo. Aunque -añadió después de una breve pausa- investido de demasiado poder y probablemente corrupto e infame.

– Está claro que tendré que hacerle una visita a este tipo endiabladamente bueno, corrupto e infame y desmayado -murmuré-, porque siempre fue enemigo de mi padre.

– Me perdonarás que no te acompañe. No deseo que un hombre tan poderoso hable mal de mí en los mejores círculos.

– Te comprendo -le dije-. Quizá puedas dedicar ese tiempo a pulir El amante confiado.

– Una idea espléndida. ¿Te agradaría escuchar algunas escenas particularmente efectistas?

Me terminé el café y me puse en pie.

– Nada me gustaría más, pero debo tomar este asunto como prioritario.

Pagué la cuenta y dejé a Elias sentado a la mesa, muy ocupado retocando su obra.

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