Ya no podía fingir ante mí mismo que mis sospechas con respecto a Bloathwait nacían del vago fantasma de un terror infantil. Había cubierto una cosa sobre su mesa, algo que no había querido que yo viese. Eso en sí mismo podía significar poco; podía haber estado apuntando algo relacionado con sus finanzas personales, o con las rameras, o con su afición por los niños pequeños, no había forma de saberlo. Sería muy raro que un hombre como Bloathwait no tuviera sobre la mesa nada que mereciese la pena esconder de un enemigo en potencia. Pero el vínculo con Sarmento, un hombre a sueldo de mi tío, era un asunto completamente diferente. Bloathwait mantenía una conexión secreta con mi familia, y sentí que tenía que saber cuál era.
Mis aventuras juveniles como fugitivo me habían curtido bien para este oficio de investigar asesinatos, y supe que era hora de utilizar mis habilidades como allanador de moradas. Hacía mucho tiempo que había aprendido que no había instrumento más eficaz para entrar ilegalmente en una casa que el interés de una doncella bobalicona, así que compuse una irresistible lettre d'amour, que envié doblada alrededor de un chelín. No albergaba apenas dudas de que Bessie la lavandera respondería amablemente a mi misiva, y cuando recibí la contestación qué deseaba menos de una hora más tarde, me froté las manos de emoción.
Mi parada siguiente era Gilbert Street, donde me alegré de encontrar a Elias de vuelta de sus festejos, pero estaba dormido tan profundamente bajo la influencia de un vino por el que aún tenía los dientes y la lengua manchados de un púrpura encendido, que a la señora Henry y a mí nos llevó casi media hora devolverle la consciencia a mi amigo. Estaba tumbado boca arriba, con la peluca aún pegada a la cabeza, pero colocada encima de la frente. Tenía casi toda la ropa puesta todavía, pero se había quedado dormido después de sacar un brazo de la manga de la chaqueta. Los zapatos y las medias estaban salpicados de barro, que había ensuciado las sábanas de la señora Henry, y su corbata de lazo, suelta pero no desatada, tenía lamparones oscuros de salsa de carne.
Cuando por fin alcanzó algo parecido a la consciencia, la señora Henry abandonó la habitación dando muestras muy claras de disgusto, y a la luz temblorosa de dos velas insuficientes observé a mi amigo abrir y cerrar la boca como una marioneta de la Feria de San Bartolomé.
– Dios santo, Weaver. ¿Qué hora es?
– Casi las nueve, me parece.
– Si la casa no se está quemando, voy a tener que enfadarme mucho contigo -murmuró, incorporándose con esfuerzo-. ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy de celebración?
– Tenemos trabajo que hacer -le dije sin más-. Necesito allanar la casa de Perceval Bloathwait, el director del Banco de Inglaterra.
Elias giró la cabeza de lado a lado.
– Estás loco.
Se puso en pie y cruzó tambaleando la habitación hasta una vasija llena y cubierta discretamente con un bonito retazo de lino. Se quitó la chaqueta y el chaleco y luego quitó el trapo del lavabo y empezó a echarse agua en la cara. Incluso en la oscuridad no pude menos de notar lo que parecían ser manchas de grasa en las posaderas de sus pantalones.
Se volvió hacia mí, con la cara ahora empapada de agua.
– ¿Quieres entrar en casa de Bloathwait? Dios bendito, ¿por qué?
– Porque creo que esconde algo.
Sacudió la cabeza.
– Entra en su casa si quieres. No voy a detenerte. Pero no sé por qué quieres que yo vaya contigo.
– Porque voy a poder entrar por gracia de una bonita doncella del servicio, y necesito a alguien que la mantenga entretenida mientras yo rebusco entre los papeles de Bloathwait.
Ya había captado la atención de Elias.
– ¿Cómo de bonita?
Una hora más tarde Elias se había lavado, se había cambiado de ropa, se había colocado la peluca, y me había pedido que le invitase a unos cuantos pocillos de café. Tomamos rumbo por tanto al Kent's, uno de los cafés preferidos de Elias; estaba lleno de ingenios, de poetas y de dramaturgos, ninguno de los cuales tenía ni un cuarto de penique. Me da la impresión de que las camareras debían pasarlas canutas para conseguir que esta banda de canallas pagados de sí mismos abonase sus cuentas, pero el café, pese a la pobreza de sus fieles, parecía prosperar. Esta noche en concreto, casi todas las mesas estaban llenas, y las conversaciones zumbaban a nuestro alrededor. La nueva temporada teatral estaba en boca de todos, y escuché críticas de tal obra y tal autor y elogios a la belleza de media docena de actrices.
– Cuéntame otra vez qué es lo que pretendes ganar allanando la casa de este hombre -Elias se llevó vacilantemente el pocillo a los labios como un criado presentando un guiso.
– Está escondiendo algo. Tiene más información de la que está dispuesto a compartir, y apuesto a que encontraremos lo que necesitamos en su despacho, y probablemente encima de su mesa.
– Incluso de haber habido algo ahí cuando fuiste a visitarle, ¿no lo habrá guardado bajo llave a estas alturas?
Sacudí la cabeza.
– Bloathwait no me parece la clase de hombre que pueda creer que alguien se atreva a violar su residencia.
– Ojalá tengas razón -suspiró Elias-. ¿Eres consciente de que el allanamiento de morada es un delito castigado con la horca?
– Sólo si entramos como ladrones. Si entramos con objeto de asaltar la virtud de una jovencita, no habrá un solo hombre en Inglaterra que consienta que nos acusen, y mucho menos que nos declaren culpables.
Elias sonrió traviesamente ante mi ocurrencia.
– Tienes toda la razón.
Mi amigo empezó a parecer más alerta, y aunque no era el mejor momento para pedirle consejo, no fui capaz de contenerme y le pregunté acerca de lo que esperaba que él conociese.
– ¿Qué puedes decirme acerca del negocio de los seguros?
Levantó una sola ceja.
Insistí.
– ¿Sería capaz un comerciante de mandar un barco en misión comercial sin asegurarlo?
– No, a no ser que el tal comerciante fuera un necio -me contestó. Dejó el «¿por qué?» en el aire.
– La viuda de mi primo -le expliqué con reticencia-. Ella tenía una fortuna, y no era una fortuna insignificante, al casarse, y mi primo la invirtió en el negocio de mi tío. Su barco, que representaba un porcentaje muy alto de esa inversión, se perdió, y con él, supone ella, se perdió también su parte. Pero si el barco hubiese estado asegurado, entonces está claro que alguien tiene ahora ese dinero.
– ¡Una intriga con una guapa viuda! -Elias casi gritó. Ahora estaba completamente despierto-. Dios mío, Weaver, te voy a matar por reservarte esta información. Tienes que contármelo todo sobre ella.
– Vive en casa de mi tío -le dije, con cuidado de no proporcionarle demasiada munición para cuando declarase el fuego abierto-. Creo que desea independizarse, pero no tiene mucho dinero.
– Una viuda -dijo soñador-. Me encantan las viudas, Weaver. Nada de cicaterías a la hora del favor. No, las viudas son una raza generosa de mujeres -vio que me estaba disgustando y echó el freno-. Triste asunto -observó.
– Me gustaría ayudarla de alguna manera.
– ¡Si es bonita, yo también la ayudaré bien! -exclamó, pero enseguida volvió en sí-. Sí, bueno, ¿sospechas que tu tío está reteniendo lo que le pertenece por derecho?
– No creo que haya cogido nada que no esté en el contrato -respondí-. Pero me duele pensar que la mantiene prácticamente como una prisionera en su casa aprovechándose de las leyes de propiedad.
– ¿Crees que tu tío es completamente digno de confianza? -me preguntó.
No tenía respuesta alguna, ni siquiera para mí mismo. Así que en lugar de contestar miré el reloj y anuncié que era hora de irse. Pagué la cuenta y conseguí un carruaje, que nos llevó a unas pocas manzanas de la casa de Bloathwait. Desde allí proseguimos a pie hasta Cavendish Square, que en mitad de la noche era un lugar oscuro y silencioso como una tumba. Elias y yo nos deslizamos silenciosamente hasta la entrada de servicio y, según el plan, nos encontramos con Bessie a las once de la noche. Miró a Elias con cierta confusión (mientras que él la observó a ella con cierto placer), pero nos dejó entrar de todas formas.
– Todos duermen -dijo con voz queda-. ¿A qué ha venido este caballero?
– Bessie -susurré-, eres una chiquilla encantadora, y no se me escapa lo guapa que eres, pero he venido a mirar el despacho del señor Bloathwait. No quiero llevarme nada, sólo echar un vistazo. Si quieres, puedes venir con nosotros y pedir auxilio si hacemos algo que no te guste.
– ¿El despacho del señor Bloathwait? -su voz se había hecho alarmantemente aguda.
– Aquí tienes media corona -le dije, poniéndole una moneda en la mano-. Habrá otra cuando hayamos terminado si aceptas hacer la vista gorda.
Miró la moneda que tenía en la mano; la ofensa que había sentido desapareció al comprobar el peso del dinero.
– Vale -dijo despacio-. Pero yo no quiero tener nada que ver con esto. Ustedes hagan lo que tengan que hacer, y si les cogen, yo no pienso decir que les he visto.
No era exactamente lo que yo quería, pero iba a tener que conformarme con eso. Así que le dije que si nos veíamos obligados a escapar a toda prisa, le enviaría la otra media corona por la mañana. Habiendo cerrado este trato, nos dirigimos hacia el despacho.
La habitación, que era oscura incluso de día, ahora daba una sensación mucho más maligna, y nuestras sombras se alargaban en el estrecho espacio de la cámara, que parecía envolvernos como un enorme ataúd. Me acerqué a la mesa, encendiendo unas cuantas velas por el camino, pero la luz macilenta de las escasas llamas creaba un ambiente más amenazante todavía.
Mientras yo intentaba que las condiciones de nuestra búsqueda invasiva fueran más soportables, Elias se paseaba por la habitación, examinando los libros de las estanterías y tocando los artefactos de Bloathwait.
– Ven aquí -susurré-. No sé cuánto tiempo tenemos, y quiero acabar con esta felonía cuanto antes.
Reuní unas cuantas velas sobre la gran mesa de Bloathwait, y comencé a hojear los imponentes montones de documentos extendidos sobre la superficie como si el viento los hubiese revuelto.
Elias se unió a mí junto a la mesa y levantó un trozo de papel al azar. La caligrafía de Bloathwait era apretada y difícil de leer. No iba a ser fácil descifrar estos escritos.
Puso la página a la luz de la vela, como si amenazarla con la llama fuera a obligarla a confesar sus secretos.
– ¿Qué es lo que estamos buscando? -preguntó Elias.
– No sé decirte, pero había algo que quería esconder. Busca algo que tenga que ver con mi padre o con la Compañía de los Mares del Sur o con Michael Balfour.
Los dos empezamos a hojear los papeles, procurando no dejar nada fuera del sitio en que lo encontrábamos. Había tanto sobre la mesa, y estaba organizado de una manera tan caótica, que no podía importarme que Bloathwait se diera cuenta de que alguien había estado rebuscando entre sus papeles. Con tal de que no pudiese probar que había sido yo, me daba por satisfecho.
– No me has dicho qué aspecto tiene tu viuda -dijo Elias, pasando el dedo por una línea de prosa embrollada.
– Presta atención a lo que estás haciendo -murmuré, aunque lo cierto es que encontraba reconfortante el sonido de su voz. Estábamos en medio de una tarea muy tensa: la mirada se me iba a cualquier sombra que se moviese, y mi cuerpo se ponía rígido con cada crujido de la casa.
Elias comprendió que mi réplica no significaba nada.
– Yo me puedo concentrar y hablar de viudas al mismo tiempo. Lo hago todo el tiempo mientras opero. Así que dime, ¿es una judía encantadora, de piel aceitunada y el cabello oscuro y los ojos bonitos?
– Pues sí -le dije, procurando no sonreír-. Es bastante bonita.
– No esperaba nada menos de ti, Weaver. Siempre has tenido buen ojo, a tu manera.
Me entregó un trozo de papel que contenía unas notas sobre un préstamo del Banco, pero no vi que pudiera sernos útil.
– ¿Estás pensando en el matrimonio? -me preguntó traviesamente, pasando a ocuparse de un fajo de papeles atados con un grueso cordel. Desató el nudo cuidadosamente y comenzó a revisar las páginas-. ¿Has empezado a plantearte crear un hogar, circuncidar a unos pequeñuelos?
– No comprendo por qué te divierte tanto que me guste esta mujer -dije hoscamente-. Tú te enamoras tres veces cada dos semanas.
– Cosa que me hace inmune a las burlas entonces, ¿no es cierto? Todo el mundo espera que yo me enamore. En cambio tú, el israelita pétreo, fuerte y luchador; ése es otro cantar.
Alcé una mano. Estaba oyendo un crujido, como de pisadas. Los dos permanecimos inmóviles a la luz titilante de las velas durante unos minutos, escuchando sólo el ruido de nuestra propia respiración y el tictac del gran reloj de Bloathwait. ¿Qué íbamos a hacer si de pronto apareciese Bloathwait, con una vela en la mano y su enorme cuerpo envuelto en la bata? Podía reírse, echarnos, burlarse de nosotros -o podía entregarnos al juez y utilizar su inmensa influencia para vernos ahorcados por allanamiento de morada-. Se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades, la burla y la suficiencia y la risa siniestra, o la prisión y la horca. Me llevé la mano a la empuñadura de mi cuchillo, luego a la de la pistola. Elias me vio hacerlo; sabía en qué estaba pensando yo. Mataría a Bloathwait. Me echaría a las carreteras, abandonaría Londres para no regresar jamás. No iba a enfrentarme a un juicio por esta aventura mía, ni podía permitir que Elias conociese los horrores de la prisión. Resolví hacer lo que creía necesario.
El ruido había cesado, y después de unos momentos en los que no podía terminar de creerme mi propia certeza de que el peligro había pasado, le hice señas para seguir a lo nuestro.
– Me das que pensar -dijo Elias, intentando nuevamente levantar mis ánimos, y los suyos propios-. Pasando todo este tiempo entre tus correligionarios, ¿estás pensando en volver al redil? ¿Mudarte a Dukes Place y convertirte en una figura respetada en la sinagoga? ¿Dejarte barba y todo lo demás?
– ¿Y qué si lo hiciera?
La idea de regresar a Dukes Place se me había pasado por la cabeza, no como una decisión tomada, sino como un interrogante: ¿cómo sería vivir allí, ser un judío entre muchos en lugar de ser el único judío que conocían mis amistades?
– Sólo espero que, cuando encuentres el camino de la abstención y la devoción, no te olvides del todo de los amigos de tu disipada juventud.
– Podías considerar la idea de convertirte a nuestra fe -le dije-. Supongo que la operación puede resultarte un poco dolorosa, pero no recuerdo especialmente estar incómodo.
– Mira esto -me enseñó un papel-. Es Henry Upshaw. Me debe diez chelines, y anda en negocios con Bloathwait por valor de doscientas libras.
– Deja de buscar chismes -le dije-. No debemos permanecer aquí más tiempo del necesario.
Llevábamos allí unas dos horas y los dos nos estábamos poniendo nerviosos, pensando en lo necios que habíamos sido, cuando un papel me llamó la atención, no por nada que tuviera escrito, sino porque me resultaba familiar. Tenía el mismo tipo de esquina rasgada que había visto en el documento que Bloathwait intentó esconder de mi mirada.
Cogiéndolo con cuidado, vi que en el margen superior decía «¿Ca. M. S.?». Mi pulso se aceleró. Debajo había escrito «¿falsificación?» y debajo de eso «advertencia Lienzo». ¿Quería decir que había recibido una advertencia de mi padre, que él había advertido a mi padre, o incluso que entendía la muerte de mi padre como una advertencia?
Un poco más abajo había escrito «Rochester», y después, debajo de eso, «Ca. M. S. Contacto: Virgil Cowper».
Llamé a Elias y se lo enseñé.
– ¿Pueden ser éstas notas que tomó después de vuestra entrevista? -me preguntó.
– Nunca le mencioné a Rochester -dije- y no tengo ni idea de quién es Virgil Cowper, así que aunque éstas sean notas que tomó después, nos demuestra que hay algo que no me ha contado.
– Pero éstas pueden no ser más que sus propias especulaciones. No prueban nada.
– Es verdad, pero al menos tenemos un nombre que no teníamos antes. Virgil Cowper. Sospecho que es alguien de la Compañía de los Mares del Sur, y a lo mejor puede decirnos algo.
Saqué un papel y apunté el nombre, y luego seguí mirando entre los papeles. Por entonces Elias se había empezado a aburrir, y comenzó a mirar las notas encuadernadas de las estanterías, donde sólo encontró páginas de nombres, cifras y fechas incomprensibles.
Seguimos trabajando juntos en silencio, los dos excitados con nuestro descubrimiento. No estábamos perdiendo el tiempo. No creí, sin embargo, que Elias fuera capaz de mantener prolongados periodos de silencio.
– Al final no has contestado a mi pregunta -dijo por fin-. ¿Te casarías con esa viuda si ella te aceptase?
Aunque el objetivo principal de Elias era burlarse de mí, había algo más en su tono de voz, una especie de tristeza, y una especie de emoción también, como si estuviéramos al borde de algo maravilloso y transformador.
– Ella nunca me aceptaría -dije al fin-. Así que es imposible contestar a la pregunta.
– Creo que ya la has contestado -me dijo suavemente.
Me escapé del interrogatorio al descubrir el borrador de una carta, dirigida a un nombre que no pude descifrar. La hubiese pasado por alto completamente, pero un nombre en la mitad de la página atrapó mi mirada. «Sarmento demuestra ser un idiota, pero dejemos eso ahora.» Era la única mención que hallé al empleado de mi tío. La referencia me hizo sonreír, y por alguna razón me proporcionó un extraño placer el saber que él y yo estábamos de acuerdo acerca del carácter de Sarmento.
Mi reflexión fue interrumpida por un ruido de pisadas que se acercaban desde el recibidor. Los dos nos apresuramos a volver a colocar en su sitio todos los papeles y apagar todas las velas. Pero nuestra frenética actividad cesó cuando vimos a Bessie entrar a toda prisa por la puerta, con la falda remangada para poder correr mejor.
– El señor Bloathwait está despierto -susurró-. Le ha despertado la gota. Se supone que le estoy preparando un chocolate, y luego piensa bajar. Así que denme mi media corona y lárguense.
Le di la moneda mientras Elias continuaba apagando las velas. Sólo podía esperar que pasase suficiente tiempo antes de que llegara Bloathwait y que quien volviera a encenderlas no se diese cuenta de que la cera estaba blanda y caliente.
Bessie nos llevó a través del laberinto de habitaciones hasta la entrada de servicio.
– No vaya a volver por aquí -me dijo-, a no ser que tenga otra cosa en mente. No tengo tiempo para las intrigas de ustedes los hombres de negocios. No me gustan mucho esas cosas.
Hizo una reverencia y cerró la puerta, y Elias y yo salimos cuesta arriba hasta la calle. Era tarde, y yo saqué la pistola para que cualquiera que pasase por ahí se lo pensase dos veces antes de decidirse a asaltarnos.
– ¿Ha sido una aventura productiva?
– Me parece que sí -le dije-. Sabemos que Bloathwait tenía conocimiento de los fraudes de la Mares del Sur, y que tenía alguna idea acerca de la relación de mi padre con ellos. Y tenemos ese nombre, ese tal Virgil Cowper. Te digo, Elias, que esta noche me da buena espina. Creo que la información que hemos sacado de Bloathwait nos va a resultar de lo más útil.
No pude distinguir si Elias no estaba de acuerdo o si simplemente quería regresar a sus aposentos y echarse a dormir.