Diez

Llegó el ocaso y con él el final del sábbat. Después de la cena me retiré con mi tío a su despacho, donde por fin nos pusimos a conversar acerca del estado de las finanzas de mi padre en el momento de su muerte. Al igual que la oficina privada de mi tío en el almacén, esta habitación estaba también empapelada con libros mayores y mapas, pero aquí guardaba también historias, libros de viajes, e incluso algunas memorias; todo, sospechaba yo, relevante a la hora de comprender los lugares con los que comerciaba. Las paredes de la habitación que no estaban cubiertas de estanterías presentaban un confuso desorden de mapas y grabados recortados de los periódicos o arrancados de panfletos baratos. Casi todo el espacio disponible de la pared estaba cubierto; trozos de grabados y de xilografías se montaban unos sobre otros. Algunos eran retratos de hombres importantes, como el Rey, o de escenas de la vida doméstica, o del comercio, o de un barco sobre el mar. Era un despliegue mareante, pero al tío Miguel le complacía la infinita variedad de imágenes.

Estaba sentado tras el escritorio, y yo arrimé una silla para no perderme ni una sola de sus palabras. Supongo que como retomar el contacto con mi tío había sido tan difícil, y como él había retrasado la reunión en veinticuatro horas, creía que tendría cosas que decir que me resultarían tremendamente esclarecedoras.

– El problema no es que los registros que realizaba tu padre sean inadecuados -comenzó mi tío-. Sus registros son copiosos. Sencillamente organizaba la información de manera inadecuada. Sabía dónde estaba todo, pero no lo sabía nadie más. Sería una labor de meses, quizá de años, organizar sus papeles y luego compararlo todo con las acciones que tenía en su poder en el momento de su muerte.

– Así que no hay manera de saber si sus valores estaban desordenados, como dice Balfour que estaban los de su padre.

– Me temo que no. Por lo menos no directamente. Pero estaba involucrado en algo curioso poco antes de su muerte, y fue por esta razón por la que empezó a resultarme sospechoso este accidente. Tu padre tenía un verdadero don para los valores, ¿sabes? Casi una habilidad profética para predecir sus subidas y bajadas. Le gustaba hablar conmigo de bolsa, de cuánto valía este o aquel valor en el mercado actual. Creo que quizá yo era el único hombre con quien podía hablar sin temer que actuase prematuramente conforme a sus consejos, produciendo así un movimiento inesperado en el mercado. Entonces, poco antes de morir, se volvió silencioso, y cambiaba de tema cuando yo le preguntaba sobre lo que estaba trabajando. Sé que se reunió varias veces con el señor Balfour, pero Samuel nunca me habló de sus negocios juntos. Que ambos murieran con sólo un día de diferencia… creo que comprenderás por qué sospecho.

– Si he de proceder con esta investigación, debo formarme una idea más elaborada acerca de estos asuntos en los que estaba implicado. Debo confesar que mi padre nunca me contó mucho de su negocio, y que yo nunca me preocupé por aprender gran cosa de los tejemanejes de la calle de la Bolsa en general. ¿Qué son estos valores de los que habla? ¿Cómo funcionan?

Mi tío se acomodó en la silla y sonrió de manera pedante.

– El proceso es bastante sencillo. Si te encontraras con necesidad de tener más liquidez de la que tienes en tu poder, tendrías diversas posibilidades, como por ejemplo pedirle un préstamo a un orfebre o a un escribano. Los Gobiernos, particularmente cuando participan en guerras, se encuentran a menudo escasos del dinero necesario para pagar a las tropas, construir armamento y demás. En el pasado, en este país, e incluso hoy en día en países oprimidos por monarcas absolutos, un rey podía pedir que sus nobles ricos le «prestasen» dinero. Si el rey nunca se lo devolvía, los nobles no podían hacer gran cosa. Y una vez muerto el monarca, los herederos solían negarse a honrar cualquier deuda de su predecesor.

– De manera que este dinero no era prestado, sino extorsionado.

– Exacto. Y cuando los terratenientes poderosos son oprimidos por los monarcas, la circunstancia siempre es peligrosa. Cuando el rey Guillermo le arrebató el trono al canalla papista, Jacobo II, hace treinta años, inmediatamente declaró la guerra a Francia para impedir que esa nación se hiciera dueña de Europa. Para pagar esas deudas, utilizó el método holandés para aumentar las rentas públicas. En lugar de exigir a la población que pagase a la Corona dinero en metálico, le ofreció la oportunidad de convertir el metálico en inversión. Cuando el Reino desea pagar una guerra, se puede adquirir el dinero vendiendo bonos: promesas de devolver una determinada cantidad con un interés particular. Si inviertes mil libras en un bono que te promete devolverte un diez por ciento de interés, recibes cien libras al año. Después de diez años, el Gobierno ha subsanado su deuda, pero tú sigues recibiendo un dinero. Bien, ésta puede ser una mala inversión para alguien que no tiene en el mundo nada más que mil libras, pero si a un hombre le sobra el dinero, entonces los bonos se convierten en una fuente regular y segura de ingresos. Más segura que la tierra, porque las rentas de un terrateniente pueden fluctuar dependiendo de la economía del campo y de la bondad de la cosecha. La inversión en los bonos está garantizada.

– ¿Pero por cuánto tiempo? -pregunté-. ¿Por cuánto tiempo continúa el Estado pagando esas cien libras al año?

Mi tío se encogió de hombros.

– Depende del bono, por supuesto. Algunos son por dieciséis años, algunos por un poco más, otros por un poco menos. Algunos valores son asignaciones anuales de por vida, con lo cual mientras el inversor siga vivo, el interés llega año tras año.

– Pero si el receptor muere antes de que le haya sido saldada la deuda… -comencé.

– Entonces sale ganando el Tesoro, sí.

– ¿Es posible que a mi padre lo matasen para impedir que se saldase alguna deuda? -pregunté, aunque tal cosa me parecía poco probable. Mal gobierno sería aquel que asesinase a sus prestamistas.

Mi tío se rió débilmente.

– Es cierto que el rey Eduardo expulsó a los judíos de esta isla porque no deseaba pagar sus deudas, pero creo que las cosas han cambiado un tanto en los últimos quinientos años. Me parece poco probable que el Tesoro o sus agentes sean tan violentos en sus esfuerzos por reducir la deuda nacional.

– Adelman me habló la otra noche de reducir la deuda nacional -observé, sin intención de elevar la voz.

– Es una preocupación en boca de todos.

– Sí, pero me hace sentir curiosidad cuando está en boca de un hombre que quiere silenciarme. Su amigo el señor Adelman me pidió que suspendiese mi investigación, y eso me hace preguntarme qué es lo que tiene que ocultar.

Mi tío apenas pareció oírme.

– Adelman es una criatura compleja. No creo, sin embargo, que el asesinato se encuentre entre sus prácticas. Puede conseguir lo que quiera por otros medios.

– ¿Y cómo va a conseguir a Miriam, tío?

Sonrió traviesamente, el tipo de sonrisa que me hacía lamentar haberme mantenido alejado de él durante tanto tiempo.

– Por su consentimiento, diría yo, Benjamin, aunque ella no parece muy dispuesta a dárselo. No, Adelman tiene sus propias razones, estoy seguro, para pedirte que no investigues estos asuntos, y tengo la certeza de que están relacionadas con su temor de que los hombres de negocios de los cafés puedan ser presa del pánico si oyen rumores desagradables. Verás: Adelman ocupa un lugar poco habitual dentro de la Compañía de los Mares del Sur. No es uno de sus directores, al menos no oficialmente, pero ha invertido secretamente en la Compañía una cantidad del orden de decenas de miles de libras, quizá incluso más.

– Sigo sin entender por qué mi investigación es de su incumbencia.

– Me he dejado mucho en el tintero, ya lo veo. El Estado no actúa de intermediario en estos préstamos. Ha sido responsabilidad del Banco de Inglaterra recoger el dinero y organizar el pago del interés. A cambio recibe determinadas exenciones monetarias por parte del Tesoro, además de la posesión de grandes cantidades de dinero, las cuales, aunque sólo sea temporalmente, pueden ser utilizadas por el Banco. Ahora la Compañía de los Mares del Sur ha estado intentando quedarse con parte de este negocio que lleva el Banco.

– Así que la Compañía y el Banco están compitiendo por el mismo negocio: el de actuar de intermediario en los préstamos estatales.

– Correcto -dijo mi tío-. Y como te dije, durante las guerras del rey Guillermo contra los franceses se tuvo que recolectar mucho dinero, y muy deprisa, y el Estado ofreció bonos muy atractivos, como esos que he mencionado, que daban un interés vitalicio del diez por ciento. Ahora hay mucha agitación en el Parlamento, que entiende la deuda de nuestros padres como la herencia de nuestros hijos. De manera que la Compañía de los Mares del Sur ha propuesto una reducción de la deuda nacional mediante la organización de conversiones de acciones. Una conversión de ese tipo, aunque a muy pequeña escala, tuvo lugar a principios de año. A los propietarios de valores gubernamentales se les ofreció la oportunidad de intercambiar sus dividendos anuales por acciones de la Mares del Sur. El Tesoro le da a la Compañía dinero por las acciones, cosa que elimina una deuda a largo plazo.

– Esta Compañía de los Mares del Sur debe de tener grandes beneficios si la gente intercambia algo garantizado para obtener un alto interés.

– Lo raro es que no tiene beneficios en absoluto. Su éxito es una especie de fábula de las nuevas finanzas -se inclinó hacia delante y me miró, satisfecho, como siempre, de poder hacer el papel de instructor-. Como las otras compañías comerciales, la Compañía de los Mares del Sur se fundó para tener derecho exclusivo a comerciar con una región en particular; en este caso, las costas de Sudamérica. Desgraciadamente, la intromisión de España ha vaciado este derecho de casi todo su valor. La Compañía intentó ganar algún beneficio hace unos años en el desagradable comercio de esclavos en Sudamérica, pero por lo que he oído, su falta de experiencia en estos asuntos hizo que el negocio resultara ruinoso y todavía más cruel para el cargamento de lo que suele ser habitual.

– Y si no comercia, ¿qué hace?

– Se ha estado constituyendo como rival del Banco de Inglaterra; es decir, que intenta participar en la financiación de la deuda nacional. Y la Compañía se ha ido haciendo cada vez más poderosa. Sus acciones han ido muy bien últimamente, y han reportado más que estos dividendos anuales del diez por ciento, de manera que parece un buen intercambio. Pero hay muchos que no creen que las conversiones sean de fiar, porque para que las acciones sean lucrativas, la Compañía ha de hacer dinero y pagar dividendos a sus accionistas. Si la Compañía no obtiene beneficios, las acciones no valen nada, y los hombres que tenían Bonos del Estado, dinero real, de pronto descubren que no tienen nada. Es como si te levantases una mañana y descubrieses que tus tierras se han convertido en aire.

– ¿Por eso Adelman desea asustarme para que abandone esta investigación? ¿Por una conversión de acciones?

– Supongo que el señor Adelman teme que tu investigación provoque un escándalo público acerca de asesinatos e intrigas dentro del mundo de la bolsa.

– ¿No está usted de acuerdo? -le pregunté.

– El señor Adelman ha sido amigo de esta familia desde hace muchos años, pero eso no significa que sus intereses y los míos sean siempre los mismos. Él quiere que a la Compañía de los Mares del Sur le vaya bien. Mi motivación es la justicia. Si estos intereses no pueden coexistir, yo me niego a echarme a un lado.

– Admiro su espíritu, tío -le dije, porque observé una fiera determinación en su rostro que me hacía querer servirle con entusiasmo.

– Como yo admiro el tuyo, Benjamin. Si Aaron estuviera vivo, sé que no vacilaría a la hora de encargarse él mismo de esta investigación. Ahora debes ocupar tú su lugar.

No me quedó más remedio que asentir. Yo creía que si Aaron hubiera estado vivo, se habría escondido en un armario antes de salir a las calles en busca de un asesino, pero si mi tío deseaba recordar a su hijo como un hombre valiente, no iba a ser yo quien le quitase esa imagen de la cabeza.

– Creo que quizá debamos volver sobre nuestros pasos -continuó mi tío-. El juez que se ocupó de la muerte de tu padre no hizo más que darle una severa reprimenda al cochero que atropello a Samuel. No creo que el conductor, ese tal Herbert Fenn -y aquí mi tío hizo una pausa para murmurar una maldición en hebreo-, cometiera este acto por propia voluntad. Si se trató de un asesinato, entonces el cochero estaba trabajando para alguien. No me parece que un hombre de tus agallas tenga muchas dificultades en hacerle decir a ese cochero más de lo que le conviene.

– Sí, eso ya se me había ocurrido -le dije-, y mi objetivo es encontrarle.

Mi tío me sonrió de nuevo, no tan dulcemente.

– La conversación no ha de ser agradable para él. ¿Me entiendes?

– Puede que le quite las ganas de volver a hablar nunca más.

Se reclinó en el asiento.

– Eres un buen hombre, Benjamin. Aún encontrarás tu camino.

– Supongamos -continué- que no llego a ninguna parte con este cochero. ¿Sabe, tío, de algún enemigo que pudiera haber tenido mi padre? ¿De alguien que pudiese resultar beneficiado por su muerte, o quizá que le guardase el suficiente rencor como para motivar una venganza?

Mi tío sonrió ante mi ignorancia.

– Benjamin, tu padre era un importante corredor. Toda la nación le odiaba y muchos brindaron cuando murió.

Sacudí la cabeza.

– No me intereso por los asuntos financieros, pero aun así no entiendo por qué se odiaba tanto a mi padre.

– Para muchos ingleses, éstos son tiempos muy confusos. Nuestra familia lleva ya bastantes años dedicándose a las finanzas en Holanda, pero para los ingleses es una novedad, y a muchos les parece muy peligroso, como si fuera a reemplazar la gloria del pasado con una nueva avaricia deshonrosa. Gran parte de todo esto es fantasía, naturalmente. Siempre es así cuando los hombres recuerdan el pasado y lo utilizan para condenar el presente. Pero los hay que recuerdan con nostalgia una época en la cual un rey inglés era un rey inglés, y le escogía Dios en lugar del Parlamento. De manera similar -dijo, sacando una guinea del monedero- recuerdan la época en la que el oro era oro. Su valor no dependía de nada, y todas las cosas tenían un valor que podía ser calibrado en metales preciosos. El oro y la plata, si quieres, eran el núcleo estable del valor, alrededor del cual todas las cosas trazaban sus órbitas, de forma muy parecida a como los filósofos naturales nos han descrito el funcionamiento del sol y de los planetas -me hizo una señal para que me acercase-. Bien. Echa un vistazo a esto.

Me acerqué a su mesa y me enseñó un billete de banco por valor de ciento cincuenta libras. Era del Banco de Inglaterra, y estaba a nombre de alguien que yo no conocía, pero este hombre lo había traspasado a otro caballero, que lo había firmado a nombre de un tercero, que a su vez lo había firmado a nombre de mi tío.

– ¿Qué preferirías? -me preguntó-. ¿La guinea o el billete?

– Como el billete vale más de cien veces lo que vale la guinea -contesté-, preferiría el billete, siempre que lo firmase y me lo traspasase.

– ¿Por qué hace falta que te lo firme? Si vale ciento cincuenta libras, entonces ése es su valor. ¿Cómo puede mi firma conferirle valor?

– Pero es que no son ciento cincuenta libras de la misma forma que esta moneda es una guinea. Este billete no es más que la mera promesa de pagar ciento cincuenta libras. No es negociable, y como está firmada a su nombre, es una promesa para pagarle a usted. Si me lo traspasa a mí, entonces la promesa está hecha a mí. Sin firma, sería muy difícil que los que prometen accediesen a pagarla.

– Ahí tienes el problema -explicó mi tío-. Porque el dinero en Inglaterra está siendo sustituido por la promesa de dinero. Los que hacemos negocios hemos valorado durante mucho tiempo los billetes bancarios y el papel moneda, porque permiten transferir grandes sumas con facilidad y relativa seguridad. Han permitido el florecimiento del comercio internacional que vemos hoy. Sin embargo, para muchos hombres hay algo muy inquietante en la sustitución del valor con la promesa del valor.

– No veo por qué esto crea inquietud. Si yo soy el comerciante y puedo comprar lo que quiera con ese billete, o si puedo convertirlo fácilmente en oro, ¿dónde está el perjuicio?

– El perjuicio -dijo mi tío- está en las personas a quienes este sistema convierte en poderosas. Si el valor ya no lo confiere el oro, los hombres que hacen promesas tienen el poder último, ¿no? Si el dinero y el oro son uno y lo mismo, el oro define el valor, pero si el dinero y el papel son lo mismo, entonces el valor no está basado en nada en absoluto.

– Pero si damos valor al papel y con él podemos comprar lo que necesitamos, se convierte entonces en algo tan bueno como la plata.

– ¿Pero no eres capaz de imaginar, Benjamin, cómo asustan estas cosas a los hombres? Ya no saben dónde está el valor ni cómo concebir su propia riqueza, cuando ésta varía de una hora para otra. Esconder tu oro bajo el suelo de tu casa es cosa de lunáticos hoy en día, porque dejar que el metal se oxide cuando podría estar generando más metal es perder dinero. Pero jugar en bolsa es arriesgarse también, y muchas fortunas se han creado y se han perdido especulando con los valores. La especulación no podría tener lugar, entiéndeme, si no hubiera corredores como él, pero incluso aquellos que se han enriquecido enormemente en el mercado se dan la vuelta y miran a los hombres como tu padre con odio y con desprecio: porque los corredores como Samuel se han convertido en símbolos de estos cambios que tanto inquietan a la gente. Los que han perdido dinero, como imaginarás, odian aún más a los corredores. Existe la idea de que las finanzas no son más que un juego, cuyas reglas y conclusión han sido preestablecidas por unos hombres que operan en secreto. Estos hombres se benefician de la suerte o de la falta de suerte de los demás, y no pueden perder porque ellos mismos dictan los valores del mercado. Eso, en cualquier caso, es lo que se piensa.

– Absurdo -dije-. ¿Cómo podrían los que compran y venden acciones dictar su valor?

– Primero tienes que entender que para que los corredores hagan dinero, los precios de los valores han de fluctuar. De otro modo no se puede comprar y vender con beneficios.

– Si los precios de los Bonos del Estado son fijos -pregunté-, ¿por qué fluctúan los precios?

Mi tío sonrió.

– Porque el precio se fija con dinero, y hay veces que el dinero vale más y otras que vale menos. Si la cosecha ha sido mala y la comida escasea, con un chelín compras menos que si hay comida en abundancia. La amenaza de una guerra o de una hambruna, o la promesa de una ganancia o de la paz, todo ello afecta al precio de los valores.

Asentí, satisfecho de haber comprendido este concepto.

– Bien. Digamos que yo soy un corredor corrupto -reflexionó mi tío, disfrutando de este juego- y tengo un Bono del Estado que quiero vender y que está valorado en uno veinticinco, es decir, el ciento veinticinco por ciento de su valor original. Digamos además que circulan rumores de conflicto entre Prusia y Francia. El resultado de un conflicto de esas características afectará casi con toda seguridad a los precios de aquí, ya que una victoria prusiana significa la derrota de un enemigo mutuo, mientras que una victoria francesa refuerza a nuestro enemigo y hace que la guerra sea más probable, y si hay guerra, entonces el dinero compra menos cosas.

– Comprendo.

– Nuestro corredor corrupto cree que Francia va a ganar y que los precios de los Bonos del Estado bajarán, de manera que quiere vender. ¿Qué hace? Pues empieza a hacer circular rumores falsos de que los prusianos indudablemente ganarán, es decir, que convence a los demás de lo contrario de lo que él mismo cree. Hace que aparezcan artículos en este sentido en los periódicos. De pronto, la calle de la Bolsa está llena de alcistas que quieren comprar todo lo que puedan. Nuestro amigo vende a uno treinta y cinco, y cuando los prusianos finalmente pierden la batalla, el precio del valor cae en picado, el corredor ha vendido a un precio desproporcionado, y quienes compraron cuando el precio era elevado sufren ahora grandes pérdidas.

– ¿No estará sugiriendo que los hombres realmente ponen en marcha tramas semejantes, o que mi padre solía hacerlo?

– ¡Bah! -dijo, agitando la mano-. ¿Manipulan la información los corredores para alterar el precio de los valores en su favor? Algunos lo hacen y otros no. Si ocurre, es asunto de hombres bien situados que son dueños del oído de los gobiernos, directores del Banco de Inglaterra y demás. Estos hombres sí tienen control sobre lo que tiene valor y lo que no, y eso significa tener muchísimo poder.

– ¿Pero recurría mi padre a tales trucos? -pregunté intencionadamente.

Elevó hacia el techo las palmas de las manos.

– Yo nunca me inmiscuí en sus negocios. Él manejaba sus asuntos según le parecía.

Pasé por alto el hecho de que mi tío hubiera esquivado una pregunta. No tenía importancia; yo conocía la respuesta demasiado bien, es decir, conocía al menos un incidente, de cuando era niño, en que mi padre había engañado a otro hombre. Cuando me enteré de ese engaño, aunque no era más que un niño, no podía entender cómo podía haber hecho trampas: él no tenía habilidad para resultar encantador o para bromear como mi tío. Quizá su impaciencia blanda se había confundido con entusiasmo.

– Aunque nunca tomó parte en ninguna manipulación -continué-, solía vender cuando sospechaba que los precios caerían pronto. ¿No es eso engañar?

– Nunca, sabía que los precios iban a caer, e indudablemente se equivocó muchas veces, aunque nunca tantas como acertó. Si yo te compro algo a ti, por mi lado existe mucha incertidumbre, pero de una cosa sí puedo estar seguro, y es que tú quieres deshacerte de lo que vendes. Cuando tu padre vendía se arriesgaba, de igual manera que los hombres a quienes les vendía.

– Sin embargo, cuando acertaba, y los precios caían, los hombres le acusaban de falta de honradez.

– Inevitablemente. Así son las cosas cuando se pierde, ¿no es cierto?

– Entonces -dije, con cierta agitación-, ¿usted cree que todos los hombres con los que mi padre hizo negocios deben considerarse sospechosos? Parece un gran número de hombres. ¿No habrá quizá un registro de los hombres con quienes había hecho tratos más recientemente?

Mi tío sacudió la cabeza.

– No que yo haya descubierto.

– ¿Y no se le ocurre nadie en particular, algún gran enemigo que pueda haberse alegrado de la destrucción de mi padre?

Mi tío negó con la cabeza vigorosamente, como si intentase disipar un pensamiento desagradable.

– No se me ocurre. Como te digo, a tu padre le odiaban muchos hombres, hombres que temían los nuevos mecanismos financieros. ¿Pero un gran enemigo? No lo creo. Fue Herbert Fenn, ese cochero, quien le atropello. Ahí es donde debe comenzar tu investigación -sentenció, golpeándose con el puño la palma de la otra mano.

Percibiendo que mi tío no tenía nada más que contarme, me puse en pie y le di las gracias por su ayuda.

– Le mantendré informado de mis progresos, naturalmente.

– Y yo seguiré buscando cualquier cosa que pueda ser de utilidad.

Mi tío y yo nos estrechamos la mano cálidamente, quizá demasiado cálidamente para mi comodidad, porque me miró con algo parecido al afecto paternal, y yo sólo pude atragantarme con la necesidad de decirle que yo no era su hijo, y que su hijo, con toda certeza, no estaba dentro de mí.

Después de despedirme formalmente de mi tía y de Miriam, abandoné la casa y me dirigí a la calle principal, donde conseguí un carruaje que me llevara a casa.

Estaba satisfecho de haber adquirido tanta información, aunque no supiera bien cómo iba a proceder. Una cosa estaba clara, sin embargo. En el tiempo transcurrido desde mi primera conversación con Balfour, me había convencido de su opinión. Quizá fuera por la conversación que había mantenido con Adelman en su carruaje, o por mi comprensión del abismo de confusión que habían producido los nuevos mercados financieros que mi padre había entendido tan bien. No podía señalar con precisión por qué había ocurrido, pero me di cuenta de que ahora actuaba llevado por la certidumbre de que la muerte de mi padre había sido un asesinato.

En mi mente, sin embargo, permanecía aún una pregunta que no podía soslayar. Era el problema de los enemigos de mi padre. No podía comprender por qué mi tío me había mentido tan descaradamente.

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