Veintisiete

Una vez más me encontraba frente al juez John Duncombe, y una vez más se trataba de un asesinato, un dato que el juez no pasó por alto. Por un crimen tan grave, Duncombe a veces reunía a su tribunal en mitad de la noche. Los asesinos eran villanos peliagudos, y solían escaparse, y cuando un asesino se escapa los administradores de justicia se enfrentan a más escrutinio del que suelen agradecer.

La noticia de mi aventura había empezado a recorrer las calles, y en la sala del juzgado, aunque no albergaba a su número habitual de espectadores, había alrededor de una docena de curiosos, un público suficiente para una actuación de medianoche.

El juez me estudió con su mirada borrosa e inyectada en sangre. Su rostro estaba cubierto por una incipiente barba espesa, y tenía la peluca torcida sobre la cabeza. Las bolsas bajo sus ojos indicaban que no había dormido bien, y no me parecía que le hubiese hecho mucha gracia que le arrancasen de la cama a aquella hora para ocuparse del asunto de un asesino a quien había dejado en libertad tan recientemente.

– Veo que le traté con excesiva lenidad la última vez que apareció usted ante mi tribunal -entonó, con la piel floja batiéndose en torno a su boca desdentada-. No volveré a cometer el mismo error.

Si Duncombe tenía ganas de enviarme a Newgate rápidamente para poder volver a la cama, al menos lo que parecía un deseo de hacer justicia le aguijoneaba a seguir el procedimiento correcto.

– Me dicen -le dijo al tribunal- que hay testigos oculares que vieron a este hombre matar al fallecido. Que se aproximen los testigos.

Transcurrió un momento de silencio antes de que yo escuchara una voz familiar gritar:

– Yo soy testigo.

Sentí un alivio inexpresable cuando vi a Elias abrirse paso a través de los espectadores y, con paso torpe y vacilante, acercarse al estrado. Sus movimientos rígidos dejaban claro su dolor, y tenía un aspecto zarrapastroso, además de absurdo, ya que aún llevaba puesto el disfraz de mendigo judío, pero sin la máscara le presentaba al mundo su cabeza afeitada y sin peluca. Habían respetado su rostro, pero me estremecí al verle llevarse la mano al costado por el dolor.

– El muerto era uno de cuatro hombres que me atacaron sin provocación -comenzó Elias con voz trémula-. Este hombre, Benjamin Weaver, vino a rescatarme, y mientras él se esforzaba en salvar mi vida, uno de mis asaltantes disparó una pistola. Para defenderse, el señor Weaver hizo lo mismo, y el hombre que han encontrado pagó el precio de su vileza.

Un murmullo se extendió por la sala. Oí mi nombre repetidas veces, así como detalles de la narración de Elias. Sentía ya que la opinión pública estaba de mi parte, pero sabía que el deseo de la concurrencia de verme absuelto no iba a tener efecto alguno sobre un hombre como Duncombe.

– El alguacil me dice que se incautó de una pistola que había sido disparada, de modo que eso se confirma -dijo el juez-. Pero en el lugar de los hechos había otro hombre que declaró que el asesinato había sido deliberado, ¿no es eso cierto?

– Lo es, señoría -dijo el alguacil.

– Ese hombre era uno de mis atacantes -dijo Elias-. Estaba mintiendo.

– ¿Y por qué le atacaron esos hombres, señor? -preguntó Duncombe.

Elias guardó silencio un momento. Se enfrentaba a un dilema poderoso: ¿iba a decir todo lo que sabía, revelando nuestra investigación ante el tribunal, o iba a mantenerse todo lo taciturno que pudiera, con la esperanza de que un mero goteo de verdades fuera suficiente para liberarme?

– No sé por qué me atacaron -dijo al fin-. No creo que sea el primer hombre de Londres que se ve asaltado por un grupo de desconocidos. Supongo que iban detrás de mi dinero.

– ¿Acaso le pidieron dinero? -insistió el juez. Miraba a Elias fijamente, con la cara convertida en una ensayada máscara de penetración inquisitiva.

– No hubo tiempo -explicó Elias-. Poco después de que estos hombres me obligaran a seguirles, el señor Weaver intentó rescatarme.

– Ya veo. ¿Y usted ya conocía al señor Weaver?

Elias hizo una pausa muy breve.

– Sí. Somos amigos. Sólo puedo suponer que vio cómo estos hombres me atacaban e intervino, con la intención de liberarme.

– ¿Y dónde tuvo lugar este ataque?

– En el baile de máscaras del señor Heidegger, en Haymarket.

– Eso me parecía, por sus ropas. ¿Así que me está diciendo que estos cuatro hombres le atacaron en mitad de un baile de máscaras, señor?

– Me sacaron del baile y me llevaron al piso de arriba, donde me encontraría indefenso.

– ¿Y usted siguió a estos hombres, a quienes no conocía?

– Me dijeron que tenían información importante para mí -dijo Elias vacilante. Sonaba como una pregunta.

– Pues explíqueme otra vez cómo apareció el señor Weaver en este encuentro.

– El señor Weaver, que es amigo mío, debió de sospechar algo, así que me siguió. Una vez que los hombres comenzaron a agredirme, vino a ayudarme.

– Muy admirable -dijo el juez-. Y bastante oportuno, supongo. ¿Hay algún testigo más de estos sucesos? -preguntó.

No recibió más respuesta que los murmullos de la gente.

– ¿Tiene usted algo que añadir, señor Weaver?

No hubiera tenido sentido mencionar que el hombre a quien yo había disparado había matado a mi padre; no parecía la clase de información que fuera a exonerarme. Confiaba en que la historia de Elias resultara tan eficaz como cualquier otra. Sin embargo, no albergaba grandes esperanzas de que Duncombe fuera a ponerme en libertad. Había matado a un hombre en misteriosas circunstancias. Un juicio sería inevitable, a no ser que dijera algo que ablandase al juez. Ni siquiera podía esperar que mi tío fuera capaz de sobornarle si me arrestaban en espera de juicio. Una vez que un prisionero era enviado a Newgate, el asunto estaba ya fuera de manos de Duncombe. Iba a tener que sobornarle antes de que dictase sentencia para poder hacerle cambiar de opinión, y era del dominio público que Duncombe no aceptaba sobornos a crédito.

– Sólo actué para ayudar al señor Gordon -expliqué-. Cuando vi que su seguridad, que su vida incluso, podía estar en peligro, me comporté como creo que cualquier amigo, cualquier hombre en realidad, lo hubiera hecho. Aunque lamento la pérdida de una vida, creo que convendrá conmigo en qué Londres es una ciudad peligrosa, y que sería muy duro que le prohibiesen a un hombre protegerse a sí mismo y a sus amigos de los criminales que pululan por las calles y que incluso, como en esta ocasión, consiguen colarse en actos de sociedad.

Mi testimonio se había ganado a la concurrencia, aunque no a Duncombe. Los espectadores rompieron a aplaudir y hubo una profusión de «hurras», que el juez silenció dando golpes con el mazo sobre la mesa.

– Gracias por ese discurso apasionado, que le aseguro que no me ha afectado en absoluto. No es asunto mío juzgar si es usted culpable o inocente, sólo si los hechos que se me presentan merecen un examen más exhaustivo. Teniendo en cuenta la corroboración de su socio, no existe ambigüedad acerca de si efectivamente fue atacado o no. Y aunque no animo a nadie a utilizar la fuerza con resultado fatal, sería muy extraño por mi parte empezar a llevar a juicio a hombres que sólo protegen su propia seguridad o la de otros inocentes. Por consiguiente voy a liberarle, señor, bajo condición de que si salen a la luz nuevas pruebas, podré volver a llamarle a declarar.

El público estalló en expresiones de júbilo, y yo, invadido por una mezcla de confusión y alivio, me fui inmediatamente hacia Elias para ver cómo se encontraba.

– Estoy incómodo -me dijo- y debería tomarme unos cuantos días de reposo, pero no creo que me hayan hecho ningún mal serio o permanente.

Le palmeé cálidamente en la espalda.

– Lamento mucho que te hayan hecho tanto daño, al fin y al cabo estabas siguiendo mi plan.

– Imagino que encontrarás alguna forma de compensarme -me dijo con fingida petulancia.

Sonreí, contento de que Elias estuviese ileso y que no me guardase demasiado rencor.

– E imagino que la recompensa en la que piensas incluirá de una forma u otra a tu prima.

– En cuanto te circunciden -le dije-, será toda tuya.

– Lo vuestro es que es muy duro -suspiró-. Pero dime, ¿cómo es que el juez dictaminó a nuestro favor? Me pareció que las pruebas eran bastantes malas, y por propia confesión habías disparado al tipo. Temí verte arrestado y juzgado.

Sacudí la cabeza ante el enigma. La única explicación era que alguien hubiese pagado por el veredicto, pero no era capaz de imaginar quién podía haber provisto a Duncombe con fondos suficientes como para liberar a un posible asesino: una actuación peligrosa, porque un juez podía crearse muchos problemas por hacer la vista gorda ante un crimen tan serio. Sin embargo, Duncombe podría fácilmente alegar ante cualquiera de sus patrones que dictaminó a favor de la defensa propia. Pero la estrategia de Duncombe no me ayudaba a comprender quién podía haber puesto el dinero, o, puestos a preguntarnos cosas, con qué objeto.

– Lo único que se me ocurre es que algún amigo desconocido, o quizá incluso un enemigo misterioso, haya intervenido en mi favor -le dije a Elias, mientras consideraba el asunto en voz alta.

– ¿Un enemigo? ¿Por qué iba a querer un enemigo ofrecerte una ayuda tan generosa?

– Quizá le resulte peor que declaremos todo lo que sabemos en un juicio que que sigamos en la calle, donde podamos volver a ser víctimas de sus maquinaciones.

– Eres un amigo reconfortante, Weaver.

Resultó que Elias y yo no tuvimos mucho tiempo para especular acerca de la identidad de nuestro benefactor. Al salir de la casa del juez al frío de la noche vi un carruaje lujoso aparcado inmediatamente delante, y al abrirse la portezuela pude comprobar cómo el mismísimo señor Perceval Bloathwait, el director del Banco de Inglaterra, emergía del interior.

– Me parece que me debe usted un favor, señor Weaver -dijo Bloathwait en su tono aburrido-. De haber llegado aquí antes mis enemigos de la Mares del Sur, sin duda hubieran pagado abundantemente para verle arrestado en espera de un juicio. No porque hubieran permitido que se celebrase un juicio: sin duda sería demasiado peligroso permitir que un hombre como usted declare todo lo que sabe en un foro público. Una vez en Newgate hubiera sido usted ciertamente más susceptible de que le ocurriesen una variedad de desventuras: tifus, peleas con otros presos y demás; no habría vuelto a verle con vida.

– Una idea que sin duda le horrorizaba -le dije con escepticismo. Bloathwait me había ayudado sólo por salvaguardar sus propios intereses, y me resultaba difícil sentir nada parecido a la gratitud.

– Como sabe, deseo que usted llegue al fondo de esta cuestión. Creo que debe de estar usted acercándose, porque sus enemigos se comportan cada vez con mayor audacia. Enhorabuena.

Abrí la boca para responder, pero mi herido amigo Elias se abrió paso echándome a un lado para saludar a Bloathwait y ofrecerle una exagerada reverencia.

– Es un gran placer verle de nuevo, señor. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que tuve el honor de servirle.

Bloathwait se quedó mirando el disfraz de Elias.

– ¿Conoce usted a este vagabundo, Weaver?

Intenté reprimir una sonrisa.

– Este caballero es el señor Elias Gordon -dije-, a quien han herido hoy mientras me hacía un favor a mí. Creo que en una ocasión tuvo la oportunidad de hacerle un favor a usted también. Un asunto médico, si mal no recuerdo.

Bloathwait agitó una mano en el aire.

– Usted es el cirujano irlandés que me estuvo lisonjeando toda una noche en el teatro.

– Efectivamente -convino Elias con sorprendente obsequiosidad, Una vez le vi administrarle subrepticiamente una dosis triple de laxante a un caballero que cometió el error de llamarle irlandés, pero por un hombre de la fortuna de Bloathwait, Elias era capaz de crecerse bajo lo que consideraba un insulto.

Bloathwait volvió a dirigirse a mí.

– Espero que utilice bien esta libertad que le he conseguido.

– Agradezco su ayuda -dije secamente-, pero tengo la impresión de que sabe usted más de lo que dice, señor Bloathwait, y a mí no me gusta demasiado que jueguen conmigo.

– Sólo sé que la Compañía de los Mares del Sur está implicada de alguna manera y, de alguna forma que aún no alcanzo a comprender, también lo está ese bribón de Jonathan Wild. Pero sé poco más.

– ¿Y qué hay de Martin Rochester? -pregunté.

– Sí, también está Rochester, ¿verdad? Eso no hay ni que decirlo.

Apenas era capaz de contener mi ira. ¿Por qué nadie me decía nada acerca de aquel espectro?

– ¿Tiene usted alguna idea de dónde puedo encontrarle?

Bloathwait se me quedó mirando.

– ¿Que dónde puede encontrar a Rochester? Veo que le he sobrestimado, Weaver. Imaginaba que eso ya lo habría deducido.

– ¿Que habría deducido qué?

Admito que más que hablar escupía.

La pequeña boca de Bloathwait se rizó en una sonrisita.

– El tal Martin Rochester no existe.

Me sentí como un hombre que se despierta en un lugar desconocido, sin saber dónde está ni cómo llegó hasta allí. ¿Cómo que Martin Rochester no existía? ¿Qué era lo que yo había estado buscando? Me concentré en controlar mis pasiones y formularme estas preguntas.

– Todos y cada uno de los hombres de la Bolsa han oído hablar de él. ¿Cómo puede no existir Martin Rochester?

– Es un mero fantasma de corredor -explicó Bloathwait con su tono solemne-. Es un escudo tras el cual otro hombre, u hombres, hacen negocios. Si quiere usted descubrir quién mató a su padre, no necesita encontrar a Martin Rochester; necesita enterarse de quién es.

Necesitaba algún tiempo para pensar en esta revelación. Explicaba por qué nadie le conocía, desde luego. ¿Pero cómo podía este fantasma hacer negocios con tantos y mantenerse secreto?

– Dios -murmuré para mí-, qué desgraciado.

Noté que Elias había abandonado la sonrisa afectada.

– Ésta es la vileza sobre la que te advertí -me dijo-. Nuestro enemigo está hecho de papel. El crimen es de papel y el criminal es de papel. Sólo las víctimas son reales.

No podía compartir el horror filosófico de Elias. Aún creía que existían cosas tales como las preguntas con respuesta, y deseaba de todo corazón confiar en que cualquier velo de engaño, independientemente de la astucia con que hubiera sido colocado, podía arrancarse.

– Un hombre de papel -dije en voz alta-. ¿Tiene usted alguna idea acerca de su verdadera identidad?

Bloathwait sacudió la cabeza.

– Podría ser un hombre o podría ser un club entero. Me estremezco de pensar en el tiempo que ha perdido buscando a un hombre de carne y hueso cuando podría haberse estado esforzando en llegar al fondo de este asunto. Estoy incluso planteándome si no sería mejor devolverle al juez, para lo que vale usted.

– Sea quien sea este hombre -dijo Elias-, ¿no deberíamos saber algo más acerca de qué es? ¿Cuál es su relación con la Compañía de los Mares del Sur?

Bloathwait frunció el ceño brevemente.

– ¿Ni siquiera saben ustedes eso?

Pensé en lo que Cowper me había dicho; le había preguntado por Rochester inmediatamente después de preguntarle por el fraude de acciones. «Ya le he dicho, señor, que no voy a hablar del tema.» Sólo podía extraer una conclusión probable.

– Rochester es el procurador de acciones falsas -le dije a Bloathwait.

Me miró fijamente y asintió muy despacio.

– Puede que aún sirva usted -dijo.

No hice caso de su reservado elogio. ¿Me creía un perro al que dar palmaditas en la cabeza?

– Ya sabe que puede usted venir a verme si necesita algo más -dijo Bloathwait.

Luego se metió en su carruaje, y los caballos se fueron al trote, dejándonos a Elias y a mí más perplejos quizá que nunca.


Elias se reunió conmigo a la mañana siguiente. La vacilación de su caminar indicaba que el dolor aún limitaba sus movimientos, pero por lo demás parecía encontrarse bastante bien. Me informó de que tenía ocupaciones urgentes en el teatro, pero que estaba encantado de poder brindarme el poco tiempo que tenía. Nos sentamos en la sala de mi tío, sorbiendo té, intentando no pensar en los desastres de los que habíamos escapado de milagro la noche anterior.

– No se me ocurre cómo proseguir -le dije-. Hay tantos hombres implicados, y tengo tantas sospechas, que no sé cómo solucionarlo, a quién visitar, ni qué preguntas hacerles.

Elias se rió.

– Creo que te has topado con el problema de las conspiraciones. Hay hombres que desean evitar que descubras la verdad acerca de este asunto en particular, pero existen otros que sólo tienen vilezas privadas y tienen sus propias pequeñas verdades que ocultar. Cuando te enfrentas a una conspiración se hace monstruosamente difícil distinguir entre la abyecta vileza y las mentiras ordinarias, comunes.

Asentí.

– Anoche Bloathwait confirmó mis sospechas de que Rochester, quienquiera que sea, es el vendedor de acciones fraudulentas. Varios hombres me han sugerido que fue Rochester quien dio la orden de atropellar a mi padre, cosa que sin duda tendría sentido si mi padre hubiera estado amenazando el negocio de las acciones falsas. Es por tanto probable que Rochester sea responsable de los diversos asaltos que he sufrido yo, y que de hecho ahora también has sufrido tú.

– Bien razonado -convino Elias.

– Sabemos además que Rochester parece ser capaz de llegar a cualquier extremo para mantenerse oculto, pero la mejor manera de cerrar esta investigación es sacar a Rochester a la luz. Si no podemos localizarle, como efectivamente parece que sucede, quizá podamos localizar al resto de sus víctimas.

Elias aplaudió.

– Creo que estás a punto de dar el puñetazo perfecto.

Sonreí.

– ¿No es probable que podamos encontrar a algunos de sus enemigos, los dueños de acciones falsas, o a aquellos que hayan sufrido violencia por su culpa? Cuando intenté entregar mi mensaje falso en el Jonathan's, fueron muchos los hombres que levantaron la cabeza cuando el chico gritó el nombre de Rochester.

– No creo que puedas interrogar a todos los corredores de bolsa -observó Elias.

– A los corredores no, pero ¿qué hay de los compradores? Como bien dices, aquellos que no tienen ni idea de que han sido estafados. Son a ésos a los que hay que interrogar, Elias, porque si no saben que les han engañado, entonces tampoco saben que tienen algo que temer.

Mi corazón empezó a latir a toda prisa. Por fin vislumbraba una solución.

– Tenemos que encontrarles. Me guiarán hasta Rochester.

No sabía si a Elias le excitaba más la idea o mi entusiasmo.

– Dios santo, Weaver. La expresión de tu cara es de inspiración. Ya ni te conozco.

Le conté mi idea, y Elias me ayudó a solucionar los detalles. Luego nos fuimos hasta las oficinas del Daily Advertiser y colocamos el siguiente anuncio:


A Todos y a Cada Uno

de quienes hayan adquirido acciones del, o vendido acciones al,

Sr. Martin Rochester

Se solicita su asistencia al Mr. Kent Coffeehouse,

en Peter Street, cerca de Bloomsbury Square

este jueves entre las doce y las tres

donde recibirán una compensación

por su tiempo.


Hecho esto, regresamos a la calle para volver a casa. Tanto Elias como yo nos tapamos la nariz con un pañuelo al pasar al lado de un pobre que empujaba una carretilla llena de cordero podrido.

– Se trata de un golpe audaz -murmuré mientras nos apresurábamos a alejamos del hedor.

– Sí que lo es -convino Elias-, pero creo que no puede fallar. Tus enemigos, caballero, saben quién eres y lo que buscas. Han sido capaces de hacer que fueses hasta ellos, y han sido capaces de encontrarte. Y ahora tú, amigo mío, vas a tener que desvelar sus puntos flacos. Este bribón de Rochester ha hecho todo lo posible por ocultar su identidad, pero nadie puede tener tanto cuidado como para pasar completamente inadvertido. Ha cometido errores, y más tarde o más temprano los descubriremos.

– No puede ser de otra manera -convine, espoleado por la emoción de las acciones decididas-. Sospecho que esta falsa identidad suya nunca fue diseñada para soportar el nivel de escrutinio al que vamos a someterle.

Elias asintió.

– Empiezas a entender la teoría de la probabilidad -dijo-. De la necesidad general de existencia de víctimas, se infiere la particularidad del villano.

– Ojalá tuviéramos aún el panfleto de mi padre -no podía estimar con facilidad las consecuencias de la pérdida del documento-. Si aún estuviera en nuestro poder, imagino que podríamos dar algún empujón aquí y allá con un instrumento muy poderoso.

– Creo que eso ya lo hiciste -observó Elias-. ¿No fue por eso por lo que robaron el documento?

Tenía toda la razón. Iba a tener que empezar a pensar más como él si quería ser más listo que aquellos villanos.


La idea del anuncio me llenaba de resplandeciente satisfacción por mi propio ingenio, y deseaba informar a mi tío de lo que había hecho. La puerta de su estudio estaba abierta, y me acerqué con la esperanza de encontrarle desocupado, pero pronto me di cuenta de mi error. Se oían dentro varias voces, y debí haberme dado la vuelta y pensar solamente en regresar a una hora más oportuna, pero descubrí algo que me inquietaba. Uno de los hombres que hablaban era Noah Sarmento, y aunque no sentía afecto alguno por aquel hombre, no podía sorprenderme encontrarle en presencia de mi tío. No, era una segunda voz la que me llamó la atención, porque pertenecía al mismísimo Abraham Mendes, el esbirro de Jonathan Wild.

Me retiré deprisa; demasiado deprisa, ya que apenas oí un par de palabras de su conversación, pero no me atrevía a permanecer donde pudieran pillarme espiando tan atrevidamente a mi propio pariente.

De modo que salí y esperé en la calle, caminando arriba y abajo durante casi una hora hasta que vi a Sarmento y a Mendes abandonar juntos la casa. Quizá deba decir que la abandonaron simultáneamente, porque la forma en que estos hombres se comportaban el uno con el otro no daba en absoluto la impresión de que colaboraran, ni siquiera de que congeniaran. Simplemente se fueron del mismo sitio a la misma hora.

Me adelanté antes de que tuvieran tiempo de partir, sin embargo.

– Caramba, caballeros -dije con fingida alegría-. Qué alegría verles a los dos. Especialmente a usted, señor Mendes, saliendo tan inesperadamente de casa de mi tío.

– ¿Qué quiere, Weaver? -preguntó Sarmento con acidez.

– Y usted -continué, llevado ahora sólo por la fanfarronería-. Usted, mi buen amigo el señor Sarmento. Creo que no le he visto desde, ¿cuándo sería? Ah, sí. Fue después del baile de máscaras cuando usted se escondió entre la multitud justo después de un intento fallido de asesinato sobre mi persona. ¿Cómo está, señor?

Sarmento chasqueó la lengua con desagrado, como si acabara de hacer un comentario obsceno ante compañía elegante.

– Ni le entiendo ni tengo ganas de entenderle -dijo- ni voy a seguir por más tiempo hablando con alguien que no dice más que tonterías -se dio la vuelta deprisa y fingió marcharse con dignidad, pero giró la cabeza repetidas veces para ver si le estaba siguiendo, y no dejó de estirar el cuello hasta que dobló la esquina y desapareció de mi vista.

Pensé en perseguirle, pero Mendes no se iba a ningún sitio, como si me estuviera desafiando a que le preguntase por sus negocios. No tenía duda de que sería capaz de hacer confesar a Sarmento en el momento que quisiera, pero con Mendes la cosa era muy distinta.

– Me alegra encontrarle de tan buen humor, señor -me dijo-. Espero que su investigación le trate bien.

– Sí -respondí, aunque mi entusiasmo ya se había disipado-. En este momento investigo un asunto de lo más curioso. Investigo su presencia en casa de mi tío.

– Nada hay más simple -me respondió-. Tenía que resolver un asunto de negocios.

– Pero los detalles, señor Mendes, los detalles. ¿Qué tipo de negocio era ése?

– Sólo unas telas elegantes que cayeron en manos del señor Lienzo y de las que un gobierno que a veces puede ser excesivamente celoso no le deja deshacerse muy fácilmente. Me confió esta mercancía hace unos meses, y tras haber encontrado un comprador sólo quería pagarle a su tío lo que se le debe.

– ¿Y el papel de Sarmento en todo esto?

– Es el factótum de su tío. Eso usted lo sabe. Estaba con su tío cuando llegué yo. ¿No estará sospechando que su tío anda metido en algo feo? -añadió con una sonrisa-. Odiaría verle romper con él como rompió con su padre.

Me puse tenso ante estas palabras, que yo sabía que él pronunciaba con intención de provocar.

– Yo que usted tendría cuidado, señor. ¿En serio quiere usted ver si soy o no un oponente adecuado para usted?

– No pretendía desafiarle -añadió, con un tono aceitoso de falsa reconciliación-. Sólo se lo digo porque estoy preocupado por usted. Verá, yo, que he vivido en este barrio muchos años, vi el dolor que sentía su padre porque la plaga del orgullo le hubiera arrebatado a su hijo. El orgullo de ambos, padre e hijo, según creo.

Abrí la boca para responder, pero no se me ocurría nada que decir, y él continuó hablando.

– ¿Quiere que le cuente una historia de su padre, señor? Creo que la encontrará de lo más interesante.

Guardé silencio, incapaz de adivinar qué iba a decirme.

– No más de dos o tres días antes del accidente que le costó la vida, me vino a ver a mi casa y me ofreció una bonita suma de dinero para hacerle un recado.

Él deseaba que yo preguntase, así que lo hice.

– ¿Qué recado?

– Uno que me pareció extraño, se lo prometo. Quería que entregase un mensaje.

– Un mensaje -repetí. Apenas podía ocultar mi confusión.

– Sí. Me pareció de lo más incomprensible, e intentando con todas mis fuerzas evitar parecer que me las daba de algo que no soy, le dije al señor Lienzo que me parecía que la entrega de mensajes estaba por debajo de mi posición. Él pareció avergonzado, y me explicó que temía que alguien le quisiera mal. Creyó que un hombre de mi planta sería capaz de entregar el mensaje con seguridad además de con discreción.

Esta historia me dolía mucho más de lo que hubiera esperado. Mendes había sido contratado por mi padre para realizar una tarea que yo podía haber hecho, en caso de seguir hablándonos mi padre y yo. Mi padre había necesitado a un hombre de cuya fuerza y valor pudiera depender, y no me había llamado a mí, quizás ni siquiera se le había ocurrido llamarme a mí. Y si lo hubiera hecho, me pregunté, ¿cómo hubiera respondido yo?

– Llevé el mensaje a su destinatario -continuó Mendes-, que estaba, en aquel momento, en el Garraway's Coffeehouse en la calle de la Bolsa. El hombre abrió la nota y murmuró solamente: «Maldición, la Compañía y Lienzo en un mismo día». ¿Sabe usted quién era el destinatario?

Le miré fijamente.

– Bueno, pues era el mismo hombre por quien le preguntó usted al señor Wild. Perceval Bloathwait.

Me lamí los labios, que estaban ya bastante secos.

– ¿Envió el señor Bloathwait una respuesta? -pregunté.

Mendes asintió, extrañamente satisfecho consigo mismo.

– El señor Bloathwait me pidió que le dijera a su padre que le agradecía el honor que le había hecho compartiendo con él esa información, y que la guardase para sí hasta que él, Bloathwait, tuviera la oportunidad de reflexionar sobre ella.

– Wild negó que conociera a Bloathwait, y ahora usted me cuenta esta historia. ¿He de creer que desafía la autoridad de Wild? No, es mucho más probable que esta conversación entre judíos sea parte de su estrategia.

Mendes se limitó a sonreír.

– Hay tantos enigmas. Si hubiera prestado más atención a sus estudios de niño, ahora tendría la inteligencia suficiente para ordenar el caos. Que tenga un buen día, señor -se llevó la mano al sombrero y se marchó.

Permanecí allí de pie un momento, pensando en lo que me había dicho. Mi padre había buscado un contacto con Bloathwait, el mismo hombre a quien había visto reuniéndose en secreto con Sarmento. Ahora mi tío se reunía con Sarmento y con Mendes. ¿Qué podía significar?

No podía aguardar más tiempo para enterarme. Regresé a la casa y entré atrevidamente en el despacho de mi tío. Estaba sentado en su escritorio, revisando unos papeles, y me ofreció una sonrisa amplia cuando entré.

– Buenos días, Benjamin -dijo alegremente-. ¿Qué hay de nuevo?

– Esperaba que me lo dijera usted -comencé con una voz que apenas intenté modular-. Podemos empezar con sus negocios con el señor Mendes.

– Mendes -repitió-. Tú ya conoces mis tratos con él. Sólo quería pagarme por unas telas que vendió por mí -sus ojos atentos medían mi expresión con decisión.

– No entiendo por qué tiene negocios con un hombre semejante.

– Quizá no -respondió, con sólo un rastro de dureza en la voz-. Pero no te corresponde a ti comprender mis negocios, ¿verdad?

– No, no es verdad -repliqué-. Estoy ocupándome de una investigación que se refiere a los misteriosos negocios de su hermano. Me ha llevado a albergar ciertas sospechas del jefe de Mendes. Creo que tengo derecho a expresar mi preocupación.

Mi tío se levantó del asiento para nivelar su mirada con la mía.

– No estoy en desacuerdo -dijo con cuidado-. Pero preferiría que lo hicieras en un tono menos acusatorio. ¿Qué es lo que estás intentando decirme, Benjamin? ¿Que estoy involucrado en una especie de trama con Jonathan Wild para tenderte a ti una trampa para que hagas no sé ni qué? Te exijo que recuerdes quién soy.

Me senté, controlando mis pasiones y sin deseo alguno de inflamar las de mi tío. Quizá tuviera razón. Tenía tratos desde hacía mucho tiempo con Mendes. Apenas podía pedirle que los suspendiera simplemente porque a mí no me gustasen ni él ni su jefe.

– Creo que me he precipitado -dije al fin-. Nunca quise sugerir nada acerca de su conducta, tío. Es sólo que ya no sé en quién confiar, y desconfío de casi todo el mundo, particularmente de aquellos relacionados con Jonathan Wild. Me preocupa mucho verle con Mendes. Usted puede creer que no habla más que de negocios, pero a mí me sorprendería saber que no se trae alguna otra cosa entre manos.

Mi tío también cedió. Se sentó y se dejó ablandar.

– Ya sé que sólo quieres descubrir la verdad que se esconde detrás de estas muertes -me dijo-. Admiro tu dedicación, pero no debemos olvidar que mientras tratamos de hacer justicia a los muertos, debemos permanecer entre los vivos. No puedo abandonar mis negocios por esta investigación.

– Y yo no sugeriré que lo haga -suspiré-. Pero Wild, tío. No creo que usted comprenda lo peligroso que es.

– Estoy seguro de que en asuntos de robos y demás es enormemente peligroso -dijo mi tío con complacencia-. Pero éste es un asunto de textiles. Tienes la mente puesta en conspiraciones, Benjamin. Ahora todo te parece sospechoso.

Pensé en esto por un momento. Elias había observado que el peligro de investigar una conspiración era que toda clase de faltas parecen igualmente implícitas. Era sin duda concebible que estuviese sacando de quicio los tratos de mi tío con Mendes.

– Nunca he tenido ningún asunto con Wild -continuó-. Y siempre he encontrado que el señor Mendes se comporta de manera honorable. Comprendo tu preocupación, pero yo no puedo negarme a que me pague lo que me debe porque a ti te disguste el hombre. Pero si lo prefieres, no le encargaré ningún otro negocio hasta que esto no esté resuelto.

– Lo agradecería mucho.

– Muy bien, pues -dijo con buen humor-. Me alegro de que hayamos solucionado este problema. Sé que tu intención no era la de ser excesivamente severo, pero has trabajado demasiado duro en este asunto. Ya sé que no quieres abandonar tu investigación, pero podrías dejarla a un lado durante unos días para que se te despeje la mente.

Asentí. A lo mejor tenía razón, pensé. Unos días de descanso podían venirme bien, pero bien o mal, pensé, no tenía otra elección, ya que no se me ocurría cómo proceder hasta que no descubriese lo que daba de sí mi anuncio.

Considerando que la tensión había pasado, mi tío se levantó y sirvió dos vasos de oporto, que sorbí con placer. Me había bebido ya casi la mitad cuando me di cuenta de que no le había dicho nada acerca de mi anuncio en el Daily Advertiser y de que no tenía intención de hacerlo. No era que desconfiase de la descripción que me había dado mi tío de sus negocios con Mendes, pero tampoco estaba seguro de creérmela precisamente. Él podía ser víctima de un engaño tanto como cualquiera, y su insistencia en conducir su negocio como le parecía podía cegarle frente a ciertas verdades.

Charlé alegremente con mi tío, y disfruté de su conversación, pero preferí no informarle de muchas cosas: de mis sospechas con respecto a Sarmento, del comportamiento desordenado e inexplicable de Miriam, del intento de acabar con mi vida, del anuncio que había publicado y ahora de las revelaciones de Mendes acerca de la comunicación entre mí padre y Bloathwait. No deseaba creer que el comportamiento de mi tío tuviera su origen en ninguna otra cosa que llevar toda la vida haciendo lo que le venía en gana, pero por el momento mi propio silencio me hacía sentirme tan sabio que me resultaba inquietante.


Viví en tensión hasta el siguiente jueves, cuando vería quién había respondido al anuncio que yo había publicado. No sabía en qué ocupar mi tiempo mientras durase esta investigación, y no deseaba aceptar nuevos encargos. De manera que me pasé el tiempo reflexionando incesantemente acerca de lo que ya sabía y observando cómo disminuía la hinchazón de mi rostro. Tomé notas y compilé listas e hice diagramas, actividades que me ayudaban a comprender mejor la complejidad de mi búsqueda, pero que, me temía, no me llevaban más cerca de ninguna solución.

Me reprendí una y otra vez por no haber leído y comprendido por entero el panfleto de mi padre mientras tuve oportunidad. Me convencí a mí mismo de que las respuestas estaban allí dentro, pero incluso si aquello no era cierto, sí lo era que contenía las palabras de mi padre, hablando, aunque fuera indirectamente, acerca de su propia muerte. Ahora lo había perdido.

Por invitación de Elias pasé una de mis mañanas libres en el teatro de Drury Lane, donde me distraje casi por completo. Aunque vi cómo ensayaban una de las escenas de la comedia de Elias unas quince veces, hasta sentir que podía haber interpretado cada papel yo mismo, me pareció ingeniosa y bien representada. Elias se paseaba por el escenario como si fuera él mismo el empresario teatral, sugiriendo a los actores distintas poses y distintas maneras de declamar. Cuando ya me iba, me dio un ejemplar de la obra, que más tarde leí y encontré extrañamente encantadora.

Pasé aquella tarde con mi tía Sophia, acompañándola a hacer visitas de cortesía y conociendo a otras importantes judías ibéricas de Dukes Place. Algunas de estas mujeres eran bastante jóvenes y solteras, y mientras pasé aquellas horas tensas intentando hacerme entender en portugués, no pude menos de preguntarme si no estaría mi tía intentando organizarme un matrimonio.

En un esfuerzo por no dejar que la investigación se enfriase en este periodo de espera, visité la casa de Perceval Bloathwait en diversas ocasiones, pero cada vez que iba su criado me negaba la entrada. Dejé varios mensajes para el director del Banco de Inglaterra, pero no recibí ninguna respuesta. Deseaba con toda mi alma saber algo más acerca del mensaje que Mendes me había contado que mi padre envió a su viejo adversario, pero Bloathwait, al parecer, había decidido no tener nada más que ver conmigo.

Rumié cómo remediar la situación mientras me ocupaba de labores más mundanas: se había corrido la voz de que me había trasladado a Dukes Place, y unos cuantos hombres llegaron a la casa a solicitar mi ayuda. Así que me distraje encontrando a unos cuantos morosos mientras aguardaba lo que esperaba, y esperaba bien, sería el fructífero resultado del anuncio.

Mis relaciones con Miriam habían seguido siendo frías, especialmente después de su inexplicable acusación en el baile. En varias ocasiones intenté hablar con ella, pero me evitaba todo el tiempo. Un día, después de desayunar en silencio con ella y con mi tía, la seguí desde la mesa hasta la sala.

– Miriam -comencé-, dígame por qué está enfadada conmigo. No entiendo en qué la he traicionado.

La única explicación que se me había ocurrido era que estuviera enfadada porque yo había descubierto su relación con Deloney, pero como no había hecho pública la información ni la había utilizado para dañarla, ese conocimiento apenas podía contar como una traición.

– No tengo nada que decirle -anunció, y se dispuso a marcharse.

La agarré por la muñeca, tan suavemente como pude.

– Tiene que hablar conmigo. He rebuscado en mis recuerdos algo que haya podido hacer que pueda haberle hecho daño, pero no he encontrado nada.

– No intente engañarme -se zafó de mí, pero no se alejó-. Sé por qué está en esta casa, y conozco la naturaleza de su investigación. ¿Merecen la pena unas pocas guineas de su tío, o acaso del señor Adelman quizá, por establecer una falsa intimidad conmigo? Pensé que había regresado con su familia por un propósito más noble que el de ponerla en evidencia.

Se fue de la habitación corriendo; podría haberla seguido si hubiera sido capaz de formular alguna idea acerca de lo que decir. No se me ocurría ninguna razón, ninguna explicación, y me preguntaba si algún día la comprendería. No podía saber que mi próxima conversación con Miriam iba a clarificar muchas más cosas que su enfado conmigo.


Por fin llegó el jueves. La temperatura era significativamente más baja, y con el aire fresco de la mañana que olía a nieve inminente me puse en camino hacia el Kent's Coffeehouse. Llegué una hora antes de lo que indicaba el anuncio, para poder colocarme en posición antes de que llegara nadie. Hice saber a los criados quién era, y me senté con la prensa para mantenerme ocupado hasta que se me llamase, pero me encontraba demasiado distraído como para que la lectura me absorbiera por completo. Debo decir que los hechos del baile me habían vuelto aprensivo, ya que era evidente que estos villanos harían cualquier cosa por protegerse, y sin duda había algo de temerario en publicar mi desafío contra ellos en el Daily Advertiser. Sin embargo sabía que Elias tenía razón, porque si me limitaba a seguir el rastro dejado por ellos, conocerían mis pensamientos incluso antes que yo mismo. Aquí, al menos, tenían algo que no habían previsto.

Cada pocos minutos levantaba la mirada para ver si alguien me buscaba, y en una de esas ocasiones me percaté de un caballero de aspecto severo sentado en otra mesa. Sujetaba un periódico, pero era obvio que no lo estaba leyendo. Aunque el hombre iba bien vestido, había algo en la forma en que se había colocado la peluca, en el modo en que le colgaba el abrigo de los hombros y, de forma más llamativa, en el hecho de que llevara gruesos guantes de cuero dentro del café, que lo hacían notorio y extraño. Estaba seguro de que si le quitaba la peluca y le miraba directamente a la cara, vería a alguien a quien ya había visto antes.

Sintiéndome atrevido, y tal vez en exceso animado por una dosis elevada de café del señor Kent, me acerqué a su mesa y me senté y, al hacerlo, reconocí al hombre de inmediato. Reconocí la mirada dura, cruel y estúpida, además del ojo izquierdo que reposaba inútil en un mar de putrefacción amarilla. Él, por su parte, no supo cómo responder a mi asalto directo y fingió seguir leyendo.

– ¿Cómo está su mano, señor Arnold? -le pregunté.

Ya no parecía el mismo rufián de quien con tanta violencia había arrancado las cartas de amor de Sir Owen. Se había aseado considerablemente, pero la marca de la vileza aún le manchaba profundamente. Estaba seguro de que no me tenía poco miedo, y su temor tenía razón de ser. Los dos sabíamos que no iba a vacilar en repetir la misma violencia que ya le infligiera una vez.

Intenté recordar si le había apuñalado la mano izquierda o la derecha, porque ésa era la mano que deseaba agarrar. Arnold, sin embrago, se aprovechó de mi instante de reflexión, se puso en pie de un brinco, me tiró una silla para frenar mi avance, y salió corriendo por la puerta. Le seguí, tardando sólo unos segundos más que él, pero esos segundos fueron suficientes para que adquiriese ventaja. Cuando salí a la calle no pude verle por ninguna parte. Como tenía poco que perder, escogí una dirección y corrí, esperando que la fortuna me sonriese, pero no fue así, y después de un cuarto de hora de infructuosa búsqueda abandoné la causa y regresé al café.

Al final me vino bien haber tenido ese frustrante encuentro con el señor Arnold, porque cuando volví, resoplando y desaseado, vi que la moza del café estaba conversando con una joven dama, y oí lo suficiente de lo que hablaban como para saber que le estaba describiendo mi aspecto. De haber entrado esta joven dama en el café y haberme visto esperando, sin duda se hubiera marchado antes de que yo supiese que había venido, pero ahora yo estaba allí de pie, respirando profundamente, sacudiéndome distraído el polvo de la chaqueta, cuando nuestras miradas se encontraron.

Miriam había acudido en respuesta a mi anuncio.

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