No podía resultarme muy sorprendente que Jonathan Wild hubiese denunciado a Kate, ya que beneficiarse de la condena de sus propias criaturas explicaba en no poca medida el origen de su fortuna. Se decía que guardaba un libro con el nombre de todos los criminales que tenía a sueldo, llevando la cuenta como si fuera un comerciante o un mercader además de un ladrón. Cuando sospechaba que uno de sus faltreros le estaba escondiendo mercancía ponía una cruz junto a su nombre, para indicar que ya iba siendo hora de entregar al pobre animal a los tribunales. Una vez ahorcado, Wild ponía una segunda cruz junto a su nombre, y así los ladrones de Londres entendían ahora la expresión «doble cruz» como equivalente a la traición.
Mucho antes de que yo me convirtiera en apresador de ladrones Wild ejercía su oficio desde la Blue Boar Tavern, en Little Old Bailey, y se labró un nombre denunciando a asaltadores de caminos como James Footman, villano de renombre en su día, y desmantelando la banda de rateros del célebre Obadiah Lemon. Llevaba a estos rufianes ante la justicia del mismo modo que llevaría más tarde a sus propios rufianes, traicionando su confianza y haciéndoles creer que él formaba parte de su hermandad -puesto que, efectivamente, así era-. ¿Y cómo iba a saber alguien de la calaña de Obadiah Lemon que un colega iba a convertirse de pronto en juez en virtud de su propio nombramiento? Creo que incluso en los primeros tiempos del reinado de Wild, casi todo el mundo sospechaba lo que había detrás de este hombre, pero el crimen rampaba a sus anchas de tal modo -había hombres armados recorriendo las calles como perros hambrientos, y las ancianas y los pensionistas temían salir a la calle por que no les derribasen brutalmente- que todos los habitantes de la metrópoli soñaban con un héroe, y Wild resultó ser lo bastante vistoso y carente de escrúpulos como para proclamarse exactamente como tal. Su nombre aparecía en todos los periódicos y estaba en boca de todo ciudadano. Se había convertido en el Apresador Mayor.
Yo sólo llevaba tres meses en el negocio cuando conocí a Wild, pero de algún modo fue raro que tardase tanto. Londres, después de todo, es una ciudad en la que cualquier hombre de cualquier profesión o cualquier interés está destinado a conocer a todos los demás de inquietudes similares en un lapso de tiempo sorprendentemente breve. Mis amigos pueden resultar ser sus enemigos, pero más tarde o más temprano acabamos por conocernos todos.
Aunque tardase algunos meses en conocer a Wild, le había visto muchas veces por la ciudad. Todos le habíamos visto, ya que Wild procuraba dejarse ver, apareciendo en las ferias y en la Fiesta del Alcalde y en los días de mercado, montando a caballo con sus hombres haciendo de séquito, ordenándoles que apresaran a los rateros como si liderase un pequeño ejército. Supongo que si en Londres tuviéramos algún cuerpo que se dedicase a aprehender criminales, lo que los franceses llaman una police, un hombre como Wild nunca hubiese alcanzado tan gran poder, pero los ingleses son muy vivos a la hora de denunciar recortes en sus libertades, y dudo seriamente que veamos algún día una police en esta isla. Wild se aprovechó de esta laguna en los reglamentos, y tengo que admitir abiertamente que cuando lo veía subido al caballo, elegantemente vestido, señalando aquí y allá con su bastón ornado, no podía evitar admirarle.
Para cuando Wild y yo nos vimos las caras, se había mudado a la taberna llamada Cooper's Arms, donde montó su «Oficina para la Recuperación de Objetos Perdidos y Robados». Con cierta vergüenza he de narrar la historia de mi primer encuentro con Wild, porque es una historia sobre mi propia debilidad. Mi nuevo negocio de apresador de ladrones prosperaba -debido en gran medida, sospecho, más a la suerte que a la habilidad-, pero la suerte empezó a fallarme el día que emprendí el encargo de un comerciante adinerado cuya tienda había sido asaltada, con el resultado de que habían desaparecido media docena de libros de contabilidad. Antes de volverse unos descarados, los faltreros de Wild preferían robar libros mayores y carteras, y otros objetos que sólo tenían valor para sus dueños, puesto que si los robos llegaban a los tribunales, los bienes sin valor intrínseco no podían llevar a los autores de su hurto a la horca.
De una forma muy similar a la de mi nueva amistad, Sir Owen, este mercader requirió mis servicios porque había comprendido el juego de Wild y se negaba a pagarle por lo que él mismo se había llevado. A diferencia de Sir Owen, no estaba dispuesto a pagarme el doble de lo que le cobraría Wild, y me propuso una libra por libro, que acepté de buen grado, ya que deseaba fervientemente tener la oportunidad de ganarle a mi competidor en su propio juego.
Yo conocía bien a la clase de fulanos que robarían libros de contabilidad, así que hice un repaso de los dispensarios de ginebra, las tabernas y las posadas, buscando a los hombres que creía que podían tener los libros. Pero era en esta época cuando Wild comenzaba a descubrir el placer de denunciar a sus propios ladrones y, con tres miembros de su ejército ahorcados en la última jornada de ejecuciones, todos los hombres con los que hablé mantuvieron un cauto silencio: ninguno de ellos deseaba contrariar a Wild.
Me pasé una semana entera haciendo preguntas y ejerciendo presión sobre los hombres más débiles, pero no encontré ni rastro de los libros que buscaba. Entonces se me ocurrió un plan que, ahora me ruborizo al recordarlo, me pareció de lo más ingenioso. Iría a la Oficina de Objetos Perdidos de Wild en el Cooper's Arms y pagaría de mi bolsillo por los bienes de mi mercader. Aunque aquella transacción no me proporcionara beneficio alguno, podría devolverle al mercader su propiedad, y él le hablaría a todo el mundo de cómo yo era capaz de encontrar los objetos robados por Wild. La razón por la que creí que sería capaz de recuperar objetos en el futuro, aun cuando no fuera capaz de recuperar éstos en el presente, todavía se me escapa.
De modo que, en una tarde calurosa de junio, entré en la guarida de Wild, una taberna oscura que olía a moho y a licor. El Gran Hombre estaba sentado a una mesa en el centro de la habitación, rodeado de sus secuaces, que le trataban, ciertamente, como si fuera un sultán. Wild era un hombre corpulento: tenía el rostro ancho, la nariz afilada, la barbilla puntiaguda, y sus ojos brillaban como los de un arlequín. Tal y como iba vestido, como un hombre de mundo, con su chaqueta amarilla y roja y su peluca pequeña y aseada bajo un sombrero cuidadosamente ladeado, me pareció un personaje ridículo en una comedia de Congreve, pero me di cuenta inmediatamente de que no debía tomar esta frivolidad al pie de la letra. No digo que estuviera jugando a ser vistoso, porque eso induciría a confusión, pero parecía el tipo de persona que, en mitad de una celebración, pudiera estar pensando en cómo jugársela al hombre que le estaba sirviendo el vino.
Cuando entré estaban efectivamente en mitad de una celebración; había oído en la calle que, justamente aquella mañana, Wild había apresado a una banda de media docena de pellejeros -ladrones que roban caballos, los sacrifican y luego venden las pieles- y estaba de un humor la mar de jovial ante la perspectiva de cobrar cuarenta libras por cabeza como recompensa. En el momento de entrar vi a tres canallas beberse una jarra entera de cerveza de un solo trago. Un bufón borracho se paseaba por la estancia, arañando un violín de forma espantosa, pero su libertino público pisoteaba el suelo y bailaba pese al caos.
Inclinándose sobre Wild estaban su fulana preferida, Elizabeth Mann, junto a una docena de sus lugartenientes. Entre ellos se encontraba una pobre bestia llamada Abraham Mendes, el soldado en quien Wild más confiaba y que, me avergüenza decirlo, era un judío de mi propio barrio. Mendes y yo habíamos ido juntos a la escuela de niños, y yo incluso había mantenido una especie de cauta amistad con este muchacho amenazador que hasta a mí me parecía violento y peligroso. Le había visto con frecuencia en compañía de Wild, pero no había hablado con él desde los doce años quizá, y le habían expulsado del colegio por intentar sacarle un ojo al maestro con un puntero de la Tora. Ahora era un individuo de aspecto animoso, endurecido por la mala fortuna; su rostro, que lucía el aire retorcido y deforme de alguien curtido en más peleas aún que yo mismo, presentaba ahora la fisonomía gris de la apatía más abyecta.
Al entrar, Mendes alzó la mirada y encontró la mía, como si llegara tarde a una cita concertada. Sin cambiar de expresión, se inclinó hacia delante y murmuró algo al oído de Wild. El apresador asintió, y luego dio una palmada en la mesa como un juez golpeando con el mazo: calló el violín, los juerguistas se detuvieron en seco, y se hizo un silencio tenso.
– No podemos permitir que nuestro buen humor perjudique el negocio -anunció Wild-. La Oficina de Objetos Perdidos permanece abierta.
La fulana y buena parte de sus secuaces desaparecieron en un instante, desvaneciéndose sigilosamente en el interior de los cuartos traseros. Sólo se quedó Mendes, callado y en pie detrás de su señor como una estatua diabólica.
Wild se levantó y dio unos cuantos pasos al frente, puede que exagerando su famosa cojera. Había quienes afirmaban que su defecto era falso, que lo fingía a lo mejor para que el mundo le considerase menos peligroso, pero yo no me lo creía. Yo también había sufrido una lesión en la pierna, y conocía la diferencia entre una cojera verdadera y una falsa.
– Por favor, pase y tome asiento -dijo, y señaló una silla frente a su mesa-. Perdonará los festejos de mis compañeros, pero ha sido una mañana fructífera, señor Weaver.
El sonido de mi propio nombre me golpeó los oídos como una bofetada, y ya no quería hacer otra cosa que huir. Había sido muy tonto por pensar que podría recuperar aquellos libros de manera anónima, que Wild nunca me reconocería. No podía tragarme mi orgullo y decirle lo que quería. Toda la ciudad se reiría de mí. Pero era demasiado tarde para echarme atrás, así que di un paso al frente y me senté despacio mientras él hacía lo mismo.
No dije nada.
Wild sonrió, zalamero como un comerciante.
– ¿Le apetecería tomar algún refrigerio?
Seguí sin decir nada. No se me ocurría nada que decir, así que esperé que encontrara mi silencio amenazador.
– Señor Weaver, no puedo ayudarle si no me cuenta la naturaleza del problema. ¿Ha perdido usted alguna cosa? -agitó las manos en el aire como si intentase que le vinieran a la mente algunos ejemplos-. Quizá unos… ¿libros de contabilidad?
Me sentí como un niño a quien han pillado haciendo una travesura. No me sorprendía que Wild supiera lo que yo buscaba: la única sorpresa era no haberlo previsto; llevaba una semana haciendo preguntas a sus hombres, y profiriendo amenazas, y no debí confiar en que él fuera a hacer la vista gorda ante un hombre que intentaba hacerse un hueco en el negocio de apresar ladrones.
No podía irme, y no podía pedirle ayuda. Mi única opción, y era una opción que en el pasado me había traído tanta suerte como lesiones, era la bravata.
– Sé que tiene usted los libros -le dije-. Los quiero.
Wild fingió no haber oído mi amenaza.
– Ha llegado a mis oídos que ha estado usted haciendo averiguaciones por la ciudad, y creo que es posible que yo pueda ser capaz de encontrarle esos libros. Como usted sabe perfectamente, yo no cobro por mis servicios aquí en la Oficina de Objetos Perdidos, pero puede que tenga que ofrecerle a la persona en cuyas manos se encuentran estos bienes alguna bonificación. Estoy seguro de que una libra por libro será suficiente.
Mi deseo más ferviente era el de romper su mueca de falsa complacencia contra la mesa, pero sabía que éste no era lugar para violencias. Mendes tenía los instintos de un animal: entornó los ojos e hinchó las narices, como si oliese mis pensamientos, y sacó pecho como para amedrentarme.
Girándome para darle la cara a Wild, me erguí en la silla y saludé su brillante mirada con mis cansados y sin duda opacos ojos.
– No tengo intención de participar en sus jueguecitos, señor. Los hombres de su banda robaron los libros. Si no me los entrega, le aseguro que haré uso de la ley para que responda usted por ellos.
Mendes dio un paso al frente, pero Wild sacudió la cabeza.
– ¿La ley, dice usted? ¿Qué temor le tengo yo a la ley? Yo soy el servidor de la ley, señor Weaver, y todo Londres me aplaude. ¿Tiene usted alguna prueba que me relacione con este robo? ¿Hay algún testigo que vaya a decir mi nombre? ¡La ley, pues sí que estamos buenos! Hubo una época en la que creí que podría divertirme con usted, pero ahora veo que sus palabras no son más que una pompa de jabón.
– No debería usted subestimarme -dije, esperando que mi voz confiriera alguna fuerza a mis palabras. Sólo deseaba estar en otra parte, puesto que en esta partida verbal él sin duda llevaba todas las de ganar.
– Oh -dijo riendo-. Yo nunca subestimo a nadie. Ése es mi secreto, ¿sabe? Creo que valoro sus talentos en su justa medida. Dígame, ¿cuánto espera usted ganar este año? Puede que consiga dos o tres recompensas, y alguna triste libra de aquí o de allá ¿Cuánto habrá logrado? ¿Cien libras? ¿Ciento cincuenta? Si quiere usted venir a trabajar para mí, Weaver, le pagaré doscientas libras al año.
Me puse en pie y me incliné ligeramente hacia delante, lo justo para poder mirar al Gran Hombre desde arriba mientras hablaba. Por el rabillo del ojo vi a Mendes, que hacía algún vago gesto amenazador, pero no me molesté en hacerle caso. Sabía que no iba a tocarme sin permiso de su amo.
– Desprecio su oferta -le dije a Wild.
Mendes se me acercó desde detrás de la silla de Wild, así que, para demostrar este desprecio, me di media vuelta y me fui tan despacio como pude, para que nadie pudiese alegar que me había escapado de la reunión. Supongo que hice la salida más digna posible de tan bochornosa visita.
Albergaba la esperanza de no tener nada más que ver con Wild durante algún tiempo, pero al día siguiente me honró con sus burlas enviándome los libros de cuentas que buscaba, acompañados de una nota que decía sólo: «Saludos». Devolví los libros a su agradecido dueño, que se encargó de anunciarle al mundo que Benjamin Weaver había recuperado los libros robados por Wild.
Fue un momento amargo para mí, un momento que he intentado olvidar con todas mis fuerzas, pero no me engaño demasiado si digo que Jonathan Wild vivió para lamentar ese gesto de desprecio.
De mi encuentro con Wild aprendí que en efecto era un hombre peligroso, pero también que era muy capaz de dar un tropiezo por el exceso de confianza en su propio poder. Anteriormente, aquel mismo año, Wild había escapado indemne de un juicio por delitos graves que amenazó con sacar a la luz pública sus criminales estrategias y acabar con él para siempre, y más recientemente se había recuperado de una enfermedad tan severa que los periódicos llegaron a anunciar su inminente fallecimiento. Estas escapadas por los pelos, según yo había oído, no le habían enseñado a Wild que él también era objeto del infortunio de los hombres; él había aprendido otra lección: la de ser inmune a los ataques, ya provinieran del hombre o de la naturaleza.
No supuse ni por un momento que Wild fuese consciente de que me estaba perjudicando al denunciar a Kate Cole, pero no podía arriesgarme a que se enterase de la verdad. Wild la había traicionado en su propio beneficio, la había dispuesto para la doble cruz, y yo pensé que mi única opción ahora era convertirla en mi criatura.
Tras regresar del Bawdy Moll's, volví a disfrazarme de caballero empelucado, y me dirigí a la prisión de Newgate, donde estaba encerrada Kate. Mi trabajo me había llevado hasta Newgate en numerosas ocasiones, y no tenía intención alguna de adentrarme más profundamente de lo necesario en el corazón de la bestia. Ningún lugar del mundo se parece más a la idea cristiana del infierno que ese foso de cuerpos condenados y podridos, despojados incluso de los residuos de la dignidad. Por el bien de Kate, sólo podía esperar que hubiese convertido lo que conservaba de los bienes de Sir Owen en dinero, para poder costearse así algo más que el alojamiento común dentro de la cárcel. En Newgate, o se resguardaba de la vil morralla o habría de soportar el asalto despiadado al poco honor que le quedara.
A medida que me acercaba, vi de lejos cómo se reunía una multitud, y me di cuenta enseguida de que en el patio había un hombre en la picota. Unas cuantas docenas de mirones se habían congregado para dar vivas en su desgracia y golpearle con huevos podridos y fruta, y a veces con cosas más contundentes, porque el pobre infortunado sangraba por heridas profundas en la cabeza, y tenía un ojo hinchado y negro y quizá del todo destrozado. Un cartel indicaba que estaba acusado de sedición jacobita, un crimen capaz de desencadenar la violencia más odiosa por parte de la muchedumbre. Muchos hombres acusados y castigados por lo mismo no habían logrado sobrevivir a tres días en la picota. Mientras me apresuraba a pasar de largo, un rufián de entre el gentío le arrojó una manzana con fuerza asesina, gritando: «¡Esto por el rey Jorge, papista hijo de puta!». No puedo confirmar que aquel hombre albergara verdadera lealtad hacia nuestro Rey, pero el placer, para él, residía en la agresión. La manzana llegó bien alto y estalló contra la madera por encima de la cabeza del prisionero, sobre la que llovió fruta podrida. Un par de vendedoras de ostras se paseaban por el patio, anunciando a gritos su mercancía, y los hombres y las mujeres de la muchedumbre devoraban los frutos marinos mientras contemplaban alegremente al hombre al que estaban torturando, quizás hasta la muerte.
En absoluto me complacía tal espectáculo, así que me abrí paso a empellones, atravesando la verja terrible de la prisión, donde encontré a un guardián a quien informé de mi propósito. Era un individuo imponente de mediana estatura, pero de mayor grosor del acostumbrado. El grosor de sus brazos era el doble que el que los míos habían tenido jamás, y los cruzó ostensiblemente ante mí para indicar que no pensaba moverse si yo no lo tocaba -ofreciéndole dinero, claro está, y en compensación por las molestias-. Al igual que el resto de los trabajadores de la prisión, desde el propio alcaide hasta el último llavero, este hombre había desembolsado una bonita cantidad para obtener su puesto, y necesitaba explotar su poder lo mejor que supiese para rentabilizar la inversión. Le acometí por tanto con unos cuantos chelines y me acompañó a la Zona Común de la prisión, donde esperaba poder encontrar a Kate.
– La recuerdo -me dijo, con una impúdica sonrisa que se expandía como la marea del Támesis por su rostro basto y estúpido-. Era nueva, y no tenía ningún dinero. La encontrarás por los gritos, supongo.
¿Qué podría escribir yo acerca de la prisión de Newgate que el lector no haya leído ya? ¿Describo el hedor de los cuerpos putrefactos -algunos vivos, otros largo tiempo muertos-, de los despojos humanos, del sudor y la mugre y el miedo, que, les aseguro, tiene también su propio olor? ¿Escribo sobre las condiciones, impropias para cualquier criatura que se llame humana? Siguiendo al guardia por los oscuros pasillos, yo, que había visto tanto y me creía tan inmune a la visión de la miseria de este mundo, desvié la mirada de la descomposición y la enfermedad de los cuerpos, visibles tras los barrotes. Amarrados con grilletes a los fríos muros de piedra, estaban tendidos sobre sus propias heces, los cuerpos infestados por toda clase de bichos. Apartar la cabeza servía de poco, porque el sonido de sus gemidos y ruegos resonaba por las antiguas piedras de aquella mazmorra. Me gustaría creer, lector, que son sólo los criminales más peligrosos y violentos quienes soportan estas torturas, pero usted sabe tan bien como yo que las cosas no son así. He oído hablar de carteristas -carteristas, digo- a quienes han encadenado y dejado morir, devorados vivos por las ratas y los piojos, porque no tenían dinero para procurarse la libertad. He oído hablar de hombres absueltos de toda acusación que se han podrido hasta la muerte por no poder pagar la cuota de liberación. Es mejor que lo ahorquen a uno, pensé, antes que permanecer en este lugar.
Seguí al guardián a través de la peor de las moradas y subimos las escaleras hacia el ala de las mujeres en la Zona Común. Quizá mis lectores crean que allí se protege a las mujeres del acoso del sexo fuerte, pero en Newgate no hay protección sin dinero. La plata consigue casi cualquier cosa, incluyendo el derecho a ir de cacería entre mujeres débiles e indefensas. Al entrar en la sala, vimos a esos bestiales depredadores escabullirse entre las sombras.
El guardia llamó a Kate por su nombre. Tardó algunos momentos en aparecer, y no por su propia voluntad, sino empujada por sus compañeras de encarcelamiento, quienes, por la maldad desarrollada en la prisión, le negaban el derecho a esconderse.
Confieso que sentí remordimientos al contemplarla. Ya no era la muchacha linda, aunque ajada, que había visto la noche anterior, sino una niña desamparada, golpeada y sangrando. Sus ropas estaban rotas y sucias, y despedía un fuerte olor a orín. Una mugre indefinible le manchaba la cara y el cabello, y tenía heridas abiertas que manaban sangre y se extendían desde la frente a la barbilla. Le habían puesto grilletes de hierro en las piernas, una precaución innecesaria para una mujer como Kate, pero evidentemente no había podido costearse el precio que le exigían por quitárselos. Mujeres como las que usted conoce, lector, se habrían rendido a un llanto incesante o quizá incluso habrían perdido la consciencia, en caso de recibir el mismo trato que se dispensó a Kate durante sus primeras horas en Newgate, pero a ella la mala fortuna sólo la había vuelto pétrea y remota. Quizá no fuera la primera vez que se hallaba en la gran prisión, y quizá no fuera la primera vez que la trataban tan mal.
Le susurré al guardián que la desencadenase. Sufragaría los costes de la relajación de su encarcelamiento cuando la visión de mi plata no supusiese un problema para ninguno de los dos. Asintió y se agachó para abrir los hierros; Kate ni le dio las gracias ni dio muestra alguna de ser consciente de que su estado había variado.
Solicité una audiencia privada y por un chelín adicional el guardián me proporcionó una celda diminuta, iluminada tan sólo por un ventanuco muy estrecho. Después de permitirse una sonrisa chabacana llena de complicidad, cerró la puerta y me indicó que pegara un grito si necesitaba ayuda. Era un día nublado, y una vez dentro era difícil ver algo en el sucio cuartucho, pero para mi propósito no hacía falta mucha luz. Me sorprendió poco que el único mobiliario fuera una cama estrecha cubierta por una manta raída, y que una familia de ratas se dispersara al entrar nosotros.
Apenas la conocía lo suficiente como para especular acerca de cómo se desarrollaría nuestra entrevista: no sabía si pelearía o si se acobardaría. Se sentó silenciosamente sobre la cama y miró al suelo, sin pedirme nada ni esperar nada de mí.
– Bueno, Kate -dije, forzando una sonrisa irónica-. Parece que te has metido en un buen lío, ¿verdad?
– No me ahorcarán por algo que no he hecho -se afanaba tanto en controlar el tono de su voz que creí que se le quebrantaría la mandíbula por la presión. Me miró a la cara. No podía ignorar que quería retarme-. Oh, Dios -murmuró-, oh, Jemmy.
– Siento lo que le ocurrió a Jemmy -le dije suavemente.
Sacudió la cabeza.
– Jemmy -murmuró. Hundió la cabeza hasta casi apoyarla en el regazo-. Bueno, por lo menos ya no me pegará más. Ni me obligará a esconder lo que no le podemos vender a nadie sin que se entere Wild. Creo que él tiene la culpa de todo esto -levantó la mirada de pronto y encontró la mía-. Y usted también la tiene. Y no me van a ahorcar por algo que no he hecho.
– No -le dije-. No te ahorcarán, Kate, si hacemos un trato. Yo me encargo de eso. No puedo garantizar que no te deporten, pero puede que siete años en las colonias te ayuden a recuperarte de las desgracias de tu vida, además de escapar de las garras de un benefactor tan poco piadoso como el señor Wild -ella se sobresaltó al oír aquel nombre-. He aquí lo que voy a hacer por ti, Kate. Te voy a dar el suficiente dinero como para que te mantengas alejada de la chusma mientras estés aquí. Además, utilizaré mi influencia con la magistratura para asegurarme de que si te condenan no te sentencien a la horca. Haré lo que pueda para verte absuelta, ya que no quiero que Wild gane dinero por tu desgracia, pero sólo puedo prometerte que no te ahorcarán. ¿Me entiendes?
– Sí -respondió, mientras a sus labios se asomaba un atisbo de sonrisa irónica-. Entiendo que tiene miedo de que les hable de usted.
Usó las puntas del cabello para limpiarse la sangre y la mugre de la frente.
– No, no tengo miedo, Kate. Porque tú no sabes cómo me llamo ni sabes quién soy. Además, en caso de ser llamado a declarar, estaría obligado a contarle la verdad al tribunal: que maté a Jemmy cuando él intentaba robarme, cuando intentaba robarme con tu ayuda. Puedo mantenerte con vida si cooperas conmigo, pero si me la juegas te ahorcarán. Estás enfadada: es normal. Wild te ha traicionado; eso lo entiendo. Pero si deseas seguir con vida, será mejor que escuches lo que tengo que decir. Ya sé que no te gusto, que me ves como la razón por la que estás aquí, pero tienes que comprender que soy la única persona que puede ayudarte ahora mismo.
– ¿Por qué habría de ayudarme? -no alzó la vista, pero su voz era firme y exigente.
– No por bondad, te lo aseguro. Lo haría porque es lo que más me conviene -mantuve la voz tranquila mientras le hablaba.
Vio que yo tenía cierto poder, el suficiente como para sobornar al guardián. Para una mujer en la posición de Kate, entre llevar unas pocas libras en la billetera y una sensacional peluca en la cabeza, y tener influencia ante los tribunales no mediaba gran distancia. Era todo mentira, por supuesto. No tenía influencia alguna, pero tenía que hacer todo cuanto estuviera en mi mano para mantenerla callada. A cambio intentaría ayudarla como mejor pudiera, y le haría creer que bastaba con mi influencia.
– No pienses que puedes perjudicarme, Kate. Puedes complicarme la vida: nada más. A cambio de prometerme que me evitarás estas complicaciones, prometo que te mantendré con vida y, si puedo, haré que te declaren inocente de asesinato.
El gesto de su rostro no varió, pero había captado su atención. Me miró fijamente unos momentos antes de hablar.
– ¿Qué quiere de mí?
Había conseguido algo, porque ahora mostraba al menos que estaba dispuesta a escucharme.
– Dos cosas solamente. Primero, que no me menciones en absoluto. No me importa lo que le cuentes al tribunal, pero no debes mencionar que fue un caballero quien lo hizo. Jemmy era un hombre peligroso con muchos enemigos mucho más proclives que tú a dispararle. Por lo que a mí respecta puedes incluso insinuar que existía una rivalidad entre Jemmy y Wild: eso sería una justa recompensa por su traición. Pero no debes mencionarme a mí, ni lo que sabes acerca de este incidente. ¿Me has entendido, Kate? No tienen pruebas en las cuales basar tu condena. Dile a los tribunales que no sabes nada, y las pruebas actuarán en tu favor: los hechos se pondrán a tu servicio mucho más de lo que pueden hacerlo tus palabras.
– ¿Por qué habría de fiarme de usted o de los tribunales? -preguntó-. Cuelgan a los que les da la gana y absuelven a los que les da la gana. Si Wild dice que lo hice yo, no llego ni a Navidad como no pida amparo por la tripa.
Me pregunté si efectivamente estaría embarazada, o si simplemente pretendía pedir amparo por la tripa, como hacían tantas mujeres, para que les concediesen unos cuantos meses más de vida.
– Estás sobrestimando la influencia de Wild -le dije, al no encontrar más alternativa que la mentira descarada- y no estimas la mía lo suficiente. Puedes ver que soy un caballero y que tengo amigos poderosos que también son caballeros. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? Si admites haber estado allí, haber visto lo que viste, estarás admitiendo que cometiste un crimen capital, aunque no sea el crimen por el que estás aquí encerrada. Si permaneces callada, no podrán condenarte. ¿Quieres vivir?
– Pues claro que quiero vivir -dijo amargamente-. No me haga preguntas estúpidas.
– Entonces vas a hacer lo que yo te diga.
Me miró fijamente.
– Deme cualquier razón para dudar de usted, la que sea, y diré todo lo que sé, y al diablo las consecuencias. Así que creo que debería decirme su nombre.
– Mi nombre -repetí.
– Sí. Deme su nombre o no haré lo que me pide.
– Mi nombre -dije, intentando inventarme alguna mentira que pudiera recordar fácilmente-. Mi nombre es William Balfour.
Quizá debiera haber elegido un nombre aún más distanciado de mi persona, pero fue lo primero que se me ocurrió. Además, pensé, cualquier confusión que pudiera echarle encima a Balfour la tenía merecida, por pomposo.
Kate me observó.
– Conozco a un William Balfour, y usted no es él. Un caballero tacaño que solía venir a verme. Pero supongo que puede haber más de uno con el mismo nombre.
Efectivamente podía haberlos, convine para mis adentros, preguntándome si el Balfour que ella conocía era el mismo Balfour que había contratado mis servicios. Pero no podía ocuparme de a qué putas visitaba un hombre como Balfour.
– Tenemos otro asunto más importante al que atender. Como sabes, fui a verte para recuperar los bienes de un amigo. Había una cosa en particular que él creía tener en la cartera, pero no estaba. ¿Cogiste alguna cosa de esa cartera, Kate?
Se encogió de hombros.
– No me acuerdo de él. Un bobo borracho no se distingue de otro.
Suspiré.
– ¿Dónde guardas los objetos que robas?
– Algunos los tiene Wild, pero escondí la mayoría de las cosas antes de ir a contarle lo de Jemmy.
– ¿Qué tienes escondido ahora?
– Pelucas, relojes… -su voz se fue apagando, como si se olvidase de lo que estaba diciendo.
Suspiré de nuevo. Si Wild tenía las cartas entonces tendría que decirle a Sir Owen que precisamente lo que él pretendía evitar había sucedido.
– ¿No sabes nada de unos papeles? ¿Un paquete de cartas, atadas con un lazo amarillo, selladas con cera?
– Ah, sí, los papeles -asintió, extrañamente orgullosa de sí misma-. Los tiene Quilt Arnold, sí señor. Se cree que valen algo. Los vio y dijo que tenían que ser las cartas de amor de algún caballero, porque olían muy bien y estaban perfumadas, y que el caballero querría que se las devolviesen, eso dijo.
Intenté disimular mi alivio.
– ¿Quién es Quilt Arnold y dónde puedo encontrarle?
Resultó que Quilt Arnold había sido el rival de Jemmy en los afectos de Kate antes de que Jemmy tuviera el desafortunado encontronazo con mi bala de plomo. Frecuentaba una taberna denominada Laughing Negro en Aldwych, cerca del río. Kate tenía montado otro negocio de nalga y puntazo allí con él, pero las ganancias eran más escasas, porque la parroquia era más pobre: marineros y porteadores en su mayoría, y otros a quienes, todo lo más, se les podía robar un par de chelines. Kate le había hecho llegar la noticia a Arnold cuando yo perforé a Jemmy, y él le prometió que cuidaría de ella, aunque básicamente lo que hizo fue cargar con cuanta mercancía de Kate pudiese llevar encima, y luego aconsejarle que hablase con Wild.
– ¿Tienes alguna idea de cuánto exactamente cree Quilt Arnold que valen esas cartas? -le pregunté a Kate.
– Oh, me figuro que espera sacarse unas diez o veinte libras, seguro que sí.
Me temía que este negocio se estuviera volviendo cada vez menos lucrativo. No estaba muy dispuesto a entregarle veinte libras a ese bellaco, pero no tenía más remedio que recuperar las cartas.
– ¿Sabes dónde las guarda?
Si pudiera robarlas, pensé, en lugar de negociar por ellas, podría ahorrarme tiempo, dinero y peligro. Pero no va a ser así.
– Dijo que se las iba a quedar encima -me explicó Kate-, porque decía que sabía que alguien vendría por ellas antes o después. Que no estarían seguras en ningún otro sitio, eso dijo.
Esta información obviamente limitaba mis posibilidades. Si el tal Arnold tenía alguna idea del contenido de las cartas, la cosa podía ponerse fea para Sir Owen. Ni siquiera necesitaban tener pruebas para propagar rumores perjudiciales, especialmente si esa Sarah Decker era tan delicada como la pintaba Sir Owen.
Repasé con ella lo que me había contado y luego le entregué un monedero con cinco libras, lo suficiente para que comiese, bebiese y se vistiese con relativa comodidad hasta el juicio.
Una vez que hubiese abandonado su celda tendría que organizar el asunto de su alojamiento. Para que colaborase conmigo tenía que ponerla cómoda, y eso significaba que debía trasladarse al Patio de la Prensa, un lugar que no era barato, les aseguro, ya que se trataba de la zona más deseable de la prisión. Allí los presos disfrutaban de habitaciones relativamente amplias y limpias, se paseaban sin ser molestados al aire libre del patio y eran atendidos por guardianes que parecían más dueños de taberna que carceleros. Con plata se conseguía de todo en el Patio de la Prensa. Mientras que la bebida era floja y a veces estaba avinagrada, era mejor que el agua asquerosa de la Zona Común. Y si la comida era cara e insípida, superaba con mucho a las gachas que habían de sufrir los prisioneros más pobres, a menudo tan infestadas de gusanos que eran casi incomestibles.
El precio de este alojamiento me iba a suponer una carga severa: veinte libras para procurarle acceso al Patio de la Prensa, y después cinco chelines diarios de renta. Y luego estaba el dinero que iba a tener que pagarle al villano, el tal Arnold, más los distintos sobornos que ya habían aligerado mi monedero, de modo que no veía posibilidad alguna de que la notable cantidad de cincuenta libras que recibía de manos de Sir Owen llegase siquiera a cubrir mis gastos. Un asunto que creí que sería sencillo y lucrativo me iba ahora a costar una cifra a contar en chelines, cuando no en libras. Deshacerme de una suma de tal calibre para hospedar a Kate me abatía, pero veía que no me quedaba otra salida. Pagaría lo que fuera para comprar su silencio.
– Volveré para asegurarme de que estás bien -le dije, aunque fuera mentira, del mismo modo que mi afirmación de que no iban a ahorcarla era mentira también. Esperaba que la absolvieran las pruebas, pero no sabía a qué extremos llegaría Jonathan Wild para conseguirle testigos a la acusación. A pesar de todo, no podía convertirme en el protector de Kate, así que abandoné la prisión de Newgate esperando pensar en ella lo menos posible durante las siguientes semanas.