Uno

Hace ya algunos años, los caballeros del negocio del libro me insisten con toda urgencia en que traslade mis memorias al papel; pues, como han argumentado estos caballeros, son muchos los que pagarían gustosos unos pocos chelines por conocer las verdaderas y sorprendentes aventuras de mi vida. Si bien ha sido mi costumbre desechar la idea con un movimiento despreocupado de la mano, no puedo afirmar que jamás haya pensado seriamente en ello, ya que a menudo he sido yo el primero en felicitarme por haber visto y vivido tanto, y muchas veces he compartido alegremente mis historias en buena compañía, en la sobremesa de alguna cena. Con todo, existe una diferencia entre las historias que se cuentan avanzada la noche, en torno a una botella de clarete, y un libro que cualquier hombre en cualquier lugar puede coger y examinar. Por supuesto que me he deleitado con la idea de contar mi historia, pero también he reconocido que publicarla sería una empresa peliaguda -los nombres y detalles de mis aventuras tocarían de cerca a tanta gente aún viva que el libro que las recogiera podría ser, cuando menos, objeto de denuncia-. Pero la idea me ha intrigado -atormentado incluso-, no cabe duda de que alimentada por la vanidad que anida en el corazón de todos los hombres, y quizás más aún en el mío que en el de la mayoría. He decidido, por tanto, escribir este libro como a mí me plazca. Si los caballeros de Grub Street desean tachar los nombres de oscuras conexiones, son libres de hacerlo. En lo que a mí respecta, conservaré el manuscrito a fin de que haya algún registro veraz de estos acontecimientos, si no para esta época, sí para la posteridad.

Me ha costado bastante decidir cómo comenzar, pues he visto muchas cosas de interés para el público en general. ¿Arranco como los novelistas, con mi nacimiento, o como los poetas, en mitad de la acción? Tal vez no. Creo que empezaré mi historia con el día -ahora hace ya más de treinta y cinco años- en que conocí a William Balfour, puesto que fue el asunto de la muerte de su padre el que me proporcionó algo de éxito y de reconocimiento entre el público. Hasta ahora, sin embargo, pocos han sabido toda la verdad acerca de ese asunto.

El señor Balfour me visitó por primera vez a última hora de una mañana de octubre de 1719, un año de mucha agitación en esta isla: la nación vivía en permanente temor a los franceses y a su apoyo al heredero del depuesto rey Jacobo, cuyos seguidores jacobitas amenazaban constantemente con recuperar la corona británica. Nuestro rey alemán llevaba apenas cuatro años en el trono, y las luchas de poder en el seno de su gobierno irradiaban una sensación de caos a toda la capital. Todos los periódicos condenaban la carga que suponía la deuda nacional, que decían que nunca podría ser saldada, pero esa deuda no mostraba señales de disminuir. Fue ésta una época de exuberancia y de desorden, de desastres y de oportunidades. Fue una buena época para un hombre cuyo sustento dependía del crimen y la confusión.

Pero a mí la política nacional me importaba más bien poco, y la única deuda que me preocupaba era la mía. Y el día en el que comienza mi relato tenía problemas más acuciantes incluso que mi precaria economía. Llevaba tiempo despierto, aunque muy poco levantado y vestido, cuando mi casera, la señora Garrison, me informó de que había abajo un caballero cristiano que deseaba verme. La buena de mi casera siempre sentía la necesidad de especificar que era un caballero «cristiano» el que me visitaba, aunque en los meses que llevaba residiendo con ella, ningún judío, aparte de mí mismo, había cruzado nunca el umbral de su puerta.

Esa mañana me encontraba deshecho, y en absoluto en condiciones de recibir a nadie, mucho menos a un extraño, así que le pedí a la señora Garrison que le despidiera, pero, con su habitual intrepidez -porque la señora Garrison era una criatura resuelta-, regresó para informarme de que el motivo de la visita del caballero era urgente.

– Dice que viene por un asesinato -me explicó con el mismo tono apagado que utilizaba para anunciarme una subida en el alquiler. Su cara pálida y venosa se endureció mostrando su desagrado-. Eso ha dicho, asesinato por las buenas. No puedo decir que me agrade, señor Weaver, que venga gente a mi casa hablando de asesinatos.

No alcanzaba a entender del todo por qué, si la palabra le resultaba tan desagradable al oído, la pronunciaba tan alto en mitad del pasillo, pero supe que mi tarea era confortarla.

– Lo comprendo perfectamente, señora. Seguro que el caballero ha dicho «satinado» y no «asesinato» -mentí-, pues ando en este momento ocupado en un negocio de telas. Dígale que suba, por favor.

La palabra «asesinato» había llamado mi atención tanto como la de la señora Garrison. Había estado involucrado en una especie de asesinato hacía apenas doce horas, y pensé que el asunto podía concernirme, y mucho. Este Balfour sería sin duda algún pájaro carroñero -la clase de renegado * desesperado que infestaba Londres-, una criatura que peinaba las callejuelas húmedas e inmundas cercanas al río, a la caza de cualquier cosa que pudiera empeñar, incluyendo información. Seguro que había oído algo acerca del desafortunado incidente con el que me había topado y venía a pedirme que pagara su silencio. Yo sabía bien cómo deshacerme de un hombre de su calaña. No con dinero, por supuesto, porque darle a un granuja un poco de plata no es más que animarle a que vuelva por más. No, yo había llegado a la conclusión de que, en estos casos, la violencia me era más rentable. Pensaría en algo nada sangriento -en algo que no atrajese la atención de la señora Garrison cuando tuviese que escoltar al canalla hasta la puerta-. Una mujer a la que le enojaba que se hablase de asesinato bajo su techo, difícilmente daría su aprobación al espectáculo de una mutilación bajando por su escalera.

Me tomé un momento para ordenar mi sala de visitas, como yo la llamaba. Le había alquilado dos habitaciones a la señora Garrison, una privada, y otra donde me ocupaba de mi negocio. Como muchos hombres de negocios -porque así me imaginaba a mí mismo, incluso entonces- solía atender mis asuntos en un café cercano, pero la delicada naturaleza de mi trabajo había convertido esos establecimientos públicos en lugares inaceptables para mis clientes. En lugar de eso, había montado una habitación con diversas sillas confortables, una mesa en torno a la que sentarse y una elegante estantería que usaba para almacenar vino y queso en lugar de los libros para los que estaba diseñada. La señora Garrison se había ocupado de la decoración, y si bien le había dado al cuarto un tono alegre poco apropiado, con su pintura rosa pálido y sus cortinas celestes, me di cuenta de que unas cuantas espadas y algún grabado de tema marcial en las paredes contribuían a añadir un correctivo suficientemente masculino.

Me enorgullecía que estos aposentos fueran tan sumamente decentes, puesto que su aire refinado tranquilizaba a los caballeros que acudían a solicitar mis servicios. Mi oficio tocaba con frecuencia aspectos desagradables, y los caballeros, según había aprendido, preferían la ilusión de estar participando en un negocio corriente -y nada más.

Me gustaría añadir, aun a riesgo de que se me acuse de vanidoso, que también me enorgullecía de mi propio aspecto. Había escapado de mis años como púgil con pocos de los distintivos que otorgaban a mis colegas veteranos del ring ese aspecto de rufianes -ojos perdidos para siempre, narices aplastadas u otras desfiguraciones semejantes-, y no lucía más señal de las palizas que unas pocas cicatrices pequeñas por la cara, una nariz que mostraba tan sólo alguna que otra leve protuberancia y el contorno mellado que acompaña a varias roturas. De hecho, me consideraba un hombre razonablemente apuesto, y me empeñaba en vestir siempre con corrección, aunque con modestia. Sólo llevaba sobre el cuerpo camisas limpias, y ninguna de mis chaquetas o chalecos tenía más de un año. Sin embargo no era uno de esos joviales petimetres vestidos a la última con colores vivos y chorreras; un hombre de mi profesión prefiere siempre las modas sencillas que no atraigan sobre su persona especial atención.

Me senté tras mi gran escritorio de roble, de cara a la puerta. Utilizaba esta mesa para ordenar mis asuntos, pero había descubierto que servía para hacer patente mi autoridad. Así pues, cogí una pluma y contraje los músculos de la cara tratando de adoptar el aspecto de un hombre ocupado e irritado a la vez.

No obstante, hube de esforzarme en ocultar mi sorpresa cuando la señora Garrison hizo pasar a aquel visitante. William Balfour no era ni mucho menos un faltrero -tal y como llamábamos entonces a los ladrones-, sino un caballero de aspecto y vestimenta elegantes. Tendría unos cinco años menos que yo: le eché unos veintidós o veintitrés años. Era un hombre alto, flaco y encorvado, con la mirada algo hundida en el semblante ancho y apuesto, que sólo malograban ligeramente las marcas de la viruela. Llevaba una peluca de primera calidad, pero mostraba la edad y el uso en sus manchas y en un sucio color amarillento mal disimulado con polvos. Asimismo, sus ropas conservaban la huella de un buen sastre, pero se las veía demasiado usadas, cubiertas por el polvo del camino y del miedo y de los aposentos baratos. El chaleco, en particular, en otro tiempo entretejido con fino hilo de plata, estaba ahora ajado y raído. Había algo también en su mirada. No sabría decir si era sospecha, fatiga o derrota, y me observaba con un escepticismo al que yo estaba más que acostumbrado. La mayoría de los hombres que entraban por aquella puerta, como pueden comprender, tenía una mirada preparada para mí: desprecio, duda, superioridad; algunos, incluso admiración. Los hombres de esta última categoría me habían visto en mi época de esplendor como púgil, y su amor por el deporte les permitía superar la vergüenza de tener que recurrir a la ayuda de un judío que se injería en los asuntos desagradables de otros hombres. Este Balfour me miraba no como a un judío o un púgil, sino como a otra cosa -algo sin importancia alguna, casi como si yo fuese el sirviente que debía llevarle hasta el hombre que buscaba.

– Caballero -le dije, levantándome al tiempo que la señora Garrison cerraba la puerta tras de sí. Saludé a Balfour con una ligera reverencia, que él me devolvió con rígida resignación. Después de ofrecerle asiento delante del escritorio, volví a mi silla y le comuniqué que aguardaba sus instrucciones.

Vaciló antes de plantear su problema, tomándose un momento para estudiar mis rasgos -debería decir que para observar embobado mis rasgos, porque me miraba más como a un espectáculo que como a un hombre-. Sus ojos se pasearon con evidente desaprobación por mi cara y por mi ropa -aunque ambas estaban más limpias y aseadas que las suyas-, y lanzaron una mirada furtiva a mi pelo, pues, a diferencia de los verdaderos caballeros, yo no llevaba postizo, sino que me recogía los mechones en la nuca, al estilo de las pelucas con coleta.

– Usted, supongo, es Benjamin Weaver -dijo por fin con una voz quebrada por la incertidumbre. Apenas paró mientes en mi asentimiento-. Vengo por un asunto serio. No me agrada tener que recurrir a sus peculiares servicios, pero necesito la ayuda que sólo un hombre como usted puede proporcionarme.

Se revolvió incómodo en el asiento, y me pregunté si no podría el señor Balfour ser alguien diferente de quien aparentaba -si no sería acaso un hombre de rango muy inferior disfrazado de caballero-. Ahí estaba, después de todo, el asesinato del que le había oído hablar la señora Garrison, pero ahora no podía sino preguntarme si el asesinato que él había mencionado era el mismo que a mí tanto me atormentaba.

– Espero poder serle de alguna ayuda -le dije, con estudiada cortesía. Dejé a un lado la pluma y ladeé la cabeza ligeramente para demostrarle que tenía toda mi atención.

Las manos le temblaban caprichosamente mientras se miraba las uñas con indiferencia poco convincente.

– Sí, se trata de un asunto desagradable, así que estoy seguro de que estará usted a la altura del encargo.

Le ofrecí una breve reverencia desde mi silla y le dije lo amable que era, o alguna otra perogrullada por el estilo, pero él apenas se percató de lo que yo decía. A pesar de sus esfuerzos por fingir una especie de afectada lasitud, su aspecto era el de un hombre a punto de ahogarse, como si el cuello de la camisa le apretase la garganta. Se mordió el labio. Miró alrededor de la habitación; los ojos le saltaban de un lado a otro.

– Caballero -le dije-, perdóneme si le digo que parece usted algo descompuesto. ¿Puedo ofrecerle una copa de oporto?

Mis palabras le alcanzaron como una bofetada en pleno rostro, y se recompuso adoptando de nuevo la pose de un dandi despreocupado.

– Me imagino que sabrá usted que existen formas menos impertinentes de preguntarle a un caballero por sus aflicciones. No obstante, aceptaré una copa de lo que sea que pueda tener por aquí.

No era por deferencia por lo que le permitía a Balfour que me insultase libremente. Una vez establecido en mi profesión, no me llevó mucho tiempo aprender que los hombres de linaje o posición sentían una profunda necesidad de demostrar su superioridad -no hacia el hombre que contrataban para inmiscuirse en sus asuntos privados, sino hacia el trabajo en sí-. Yo no podía tomarme las libertades de Balfour como una cuestión personal, porque no iban dirigidas a mí. Sabía también que una vez que hubiera satisfecho a un hombre así, el recuerdo de su propio comportamiento descortés a menudo le movería a pagarme con celeridad y a recomendar mis habilidades a sus conocidos. De modo que aparté de mí los insultos de Balfour como un oso espanta a los perros que le atormentan en Hockley-in-the-Hole. Le serví el vino y volví a mi mesa.

Tomó un sorbo.

– No estoy descompuesto -me aseguró. Si la calidad de mi licor sorprendió agradablemente a mi invitado, como esperaba que hiciese, consideró que éste era un detalle que no valía la pena mencionar-. Lo que estoy es fatigado por la mala noche, y la verdad -hizo una pausa para lanzarme una mirada cargada de intención- es que estoy de luto por mi padre, que falleció apenas hará dos meses.

Le presenté mis disculpas y luego me sorprendí a mí mismo diciéndole que yo también había perdido a mi padre recientemente.

Balfour a su vez me dejó boquiabierto al contarme que sabía de la muerte de mi padre.

– Su padre, señor, y el mío, se conocían. Hicieron negocios juntos, ya sabe, en una época en la que mi padre necesitó los servicios de un hombre de la… clase de su padre.

Me gustaría creer que no mostré sorpresa alguna, pero dudo de que fuera así. Mi apellido de nacimiento no es Weaver, sino Lienzo. Pocos hombres estaban al tanto de mi verdadero apellido, así que no podía prever que éste conociese la identidad de mi padre. No podía adivinar qué más sabría Balfour de mí, pero no le hice preguntas. Sólo asentí despacio.

Me encontraba ya completamente despistado acerca de lo que querría este hombre, ya que estaba perfectamente claro que no había venido para nada relacionado con mi desafortunado incidente de la noche anterior. Mientras meditaba sobre mis muchas incertidumbres, se me ocurrió que me acordaba vagamente del padre de Balfour. Recordaba haber oído a mi padre hablar de él -sólo había dicho cosas buenas de aquel hombre, porque habían estado más unidos, creo, que dos simples conocidos, aunque llamarlos amigos habría sido exagerar las posibilidades de su relación-. Recordaba al padre de Balfour, aun cuando hubiese olvidado a numerosos hombres con los que mi propio padre hacía negocios, puesto que era poco habitual que mantuviera una relación tan estrecha con un caballero cristiano. Sin embargo, no me había venido a la memoria la asociación de mi padre con aquel hombre cuando leí en los periódicos la noticia del suicidio de Michael Balfour. Había sido un comerciante adinerado y, como muchos hombres de negocios que asumían riesgos, había sufrido graves reveses financieros. Los suyos en particular fueron severos; había perdido más de lo que tenía en una serie de malas empresas e, insolvente e incapaz de enfrentarse ni a sus acreedores ni a su familia con la vergüenza de su ruina, se había ahorcado en sus establos. Había cometido este acto apenas veinticuatro horas antes de la muerte de mi padre.

– ¿Así que usted oyó hablar de mis servicios de voz de su padre? -le pregunté a Balfour. Era una pregunta irrelevante, al menos en lo que atañía a las preocupaciones del señor Balfour. Quería saber si mi padre había hablado de mí -es más, si lo había hecho favorablemente- a sus colegas y socios. Para mi sorpresa, me descubrí deseando que Balfour supiera si mi padre, de algún modo, respetaba la vida que me había construido.

Balfour me desengañó rápidamente de estas ficciones.

– La recomendación no es tan directa. No hay duda de que había oído su nombre en el pasado, con las mismas connotaciones, comprenderá usted, con las que uno oye hablar de trapecistas y espectáculos de feria y esa clase de cosas, pero me hallaba recientemente en un café, cuando oí a un caballero mencionar su nombre. Un amigo de este caballero, un tal Sir Owen Nettleton, le había contratado a usted por un asunto de negocios y le creía competente, un adjetivo de suficiente mérito en los tiempos que corren. Fue entonces cuando concebí la idea de que sus servicios quizás pudieran serme de utilidad.

A menudo me maravillaba de que Londres, siendo una ciudad tan enorme, fuera a veces tan asombrosamente pequeña. Entre incontables miles, esta clase de casualidades se dan casi a diario, puesto que hombres de naturaleza e intereses similares inevitablemente se congregan en los mismos clubes, tabernas, cafés y salones de té. Era cierto que había servido a Sir Owen Nettleton, y sus asuntos ocupaban gran parte de mis pensamientos aquella mañana, pero hablaré de él más adelante.

Balfour se terminó el oporto de un trago y me miró directamente a los ojos con una intensidad que sugería que estaba armándose de valor.

– Señor Weaver, iré al grano. A mi padre, señor, lo asesinaron. Creo que la misma persona o personas que asesinaron a su padre.

Ni siquiera podía pensar en cómo reaccionar. A mi padre lo habían matado, sí, pero no asesinado, hacía unos dos meses: un cochero borracho le había arrollado cuando cruzaba Threadneedle Street. El asunto había estado rodeado de cierta incertidumbre. ¿Cuán temerario había sido el cochero? ¿Acaso mi padre se le cruzó ciegamente en el camino? ¿Podía haberse evitado? Todas, preguntas sin respuesta, según dictaminó el juez. El cochero, aunque negligente, había actuado sin mala intención, y no podía tener ningún motivo para querer hacerle daño a mi padre. La misma acción perpetrada contra un conde o contra un parlamentario podría haberle supuesto al cochero, como mínimo, siete años de destierro en las colonias, pero el atropello descuidado de un corredor de bolsa judío apenas era un tema sobre el que desplegar todo el imperio de la ley. El juez puso en libertad al cochero con una severa advertencia, y eso supuso el final legal de la cuestión.

Por aquella época yo llevaba casi diez años sin hablar con mi padre. No sabía prácticamente nada acerca de sus negocios y en ningún modo se me había pasado por la cabeza que su muerte pudiera haber sido algo tan horrible como un asesinato. Este pensamiento, sin embargo, sí se le había ocurrido al pariente de mi padre, mi tío Miguel, quien me había escrito para informarme de sus sospechas. Me ruboriza admitir que respondí a sus esfuerzos con una mera respuesta formal en la que tachaba sus ideas de disparatadas. Hice esto en parte porque no quería relacionarme con mi familia y en parte porque sabía que mi tío, por razones que no acertaba a comprender, había querido a mi padre y no podía aceptar el sin sentido de una muerte tan fortuita. Pero ahora, de nuevo, me enfrentaba a la idea de que mi padre había sido víctima de un malvado crimen, y de nuevo me daba cuenta de que mi exilio voluntario de la familia me hacía desear no creer en ella.

Forcé mi rostro para adaptarlo a los rígidos ángulos de la imparcialidad.

– La muerte de mi padre fue un desafortunado accidente -comencé. Balfour sabía más acerca de mi familia de lo que yo sabía de la suya, y lo consideré una desventaja, así que, con el ánimo ya agitado, continué al ritmo más pausado posible-. Y si me permite la des cortesía, le recordaré que la prensa informó sobre la muerte de su padre como algo distinto al asesinato.

Balfour levantó la mano, como si pudiese espantar la idea del suicidio.

– Ya sé cómo informó la prensa -me espetó, escupiendo salivazos- y sé lo que dijo el juez, pero aun así le prometo que aquí falla algo. En el momento de la muerte de mi padre, se descubrió que su fortuna estaba absolutamente mermada, pero pocas semanas antes él mismo me había dicho que estaba beneficiándose de la especulación, aprovechando bien la fluctuación de los mercados provocada por la rivalidad entre el Banco de Inglaterra y la Compañía de los Mares del Sur. Yo no deseaba verle involucrado en los asuntos de la calle de la Bolsa, comprando y vendiendo acciones a la manera de un… bueno, a la manera de su gente, Weaver, pero él creía que allí había grandes oportunidades para un hombre que mantuviera la cabeza fría. Así que ¿cómo puede ser que sus finanzas estuvieran tan… -hizo una pausa breve para elegir el término- desordenadas? ¿Cree usted que pueda ser mera coincidencia que nuestros padres, dos hombres bien relacionados y muy ricos, muriesen repentina y misteriosamente en el transcurso de un solo día, y que las inversiones de mi padre resulten estar sumidas en el caos?

Mientras hablaba, el rostro de Balfour revelaba no pocas pasiones: indignación, repugnancia, incomodidad, incluso, creo yo, vergüenza. Me pareció bastante extraño que un hombre dispuesto a desvelar tan terrible crimen no mostrase ninguna señal de cólera.

Las afirmaciones que hacía, no obstante, despertaron en mí una agitación que intenté contener concentrando mi mente en los hechos que tenía delante.

– Lo que usted me presenta no ofrece prueba alguna de que haya tenido lugar un asesinato -dije después de un momento-. No entiendo cómo ha llegado usted a esta conclusión.

– La muerte de mi padre se disfrazó de suicidio para que uno o varios maleantes pudieran llevarse su dinero impunemente -dictaminó, como si estuviese revelando un descubrimiento de filosofía natural.

– Entonces, ¿cree usted que han robado la fortuna de su padre y que éste fue asesinado para ocultar dicho robo?

– En una palabra, señor, sí. Eso es lo que creo -las facciones de Balfour se relajaron, por un instante, en una expresión de lánguida satisfacción. Luego dirigió la mirada a su copa vacía con ansiedad nerviosa. Le complací volviéndosela a llenar.

Di unas zancadas por la habitación, a pesar del molesto dolor de una antigua herida en la pierna, una herida que había acabado con mis días como púgil.

– ¿Cuál es entonces la conexión entre estas muertes, caballero? Las finanzas de mi padre están saneadas.

– ¿Pero falta alguna cosa? ¿Acaso lo sabe, señor?

No lo sabía, de modo que pasé por alto lo que consideraba una pregunta impertinente.

– Le hablaré con franqueza por su propio bien. Su padre ha muerto recientemente, en condiciones terribles, y sin poder dejar una herencia. Usted se ha criado con esperanzas ciertas de fortuna y privilegio, con todas las razones para creer que viviría la vida desahogada de un caballero. Ahora se encuentra con que sus sueños se han esfumado, y busca la forma de creer que las cosas son de otra manera.

Balfour enrojeció furibundo. Sospecho que no estaba acostumbrado a los retos, especialmente si procedían de hombres como yo.

– Me ofenden sus palabras, Weaver. Puede que mi familia esté pasando estrecheces en este momento, pero haría usted bien en recordar que yo nací caballero.

– Igual que yo -dije, mirándole directamente a los ojos enrojecidos. Había sido un golpe bajo. Su familia era advenediza, y él lo sabía. Se había ganado tan ambiguo título, el de caballero, gracias a las agresivas operaciones de su padre como comerciante de tabaco, no por la grandeza de su sangre. De hecho, yo recordaba que el viejo Balfour había causado cierta conmoción entre los comerciantes tabaqueros más establecidos por enojar a los hombres a los que contrataba para descargar sus naves. A los trabajadores portuarios, por costumbre, siempre se les había pagado salarios bajos, que ellos complementaban redistribuyendo calladamente los cargamentos que manejaban. En el caso de los barcos que llevan tabaco, el proceso se conoce como «arrambleo»: los trabajadores simplemente hunden las manos en las pacas de tabaco, arramblan con cuanto pueden y luego lo revenden por su cuenta. Es cierto que en la práctica se trataba de una especie de robo autorizado, pero hacía años que los comerciantes de tabaco se habían percatado de que sus porteadores se estaban haciendo con parte del cargamento, así que se habían limitado a bajar los salarios y a hacer la vista gorda.

El viejo Balfour, sin embargo, tomó la desafortunada iniciativa de contratar vigilantes para asegurarse de que nadie le esquilmaba el cargamento, pero se negó a subir los salarios en compensación. Los trabajadores recurrieron a la violencia -abrieron varias pacas de hierba a golpes y soltaron temerariamente todo su contenido-. El viejo Balfour sólo se rindió cuando sus compañeros tabaqueros le convencieron de que si seguía con esa alocada medida se arriesgaba a una revuelta y a la destrucción de las mercancías de todos ellos.

Que este hijo de mercader afirmase que la suya era una vieja familia era evidentemente absurdo -ni siquiera era una vieja familia de comerciantes-. Y aunque en esos días había, como lo hay hoy, algo decididamente inglés en un comerciante rico, constituía todavía una afirmación relativamente nueva e incierta que el hijo de un hombre semejante se arrogase la posición de caballero. Mi declaración de que nuestras familias eran equiparables le produjo una especie de ataque. Parpadeó como si intentase disipar una visión, y su cara se contrajo en espasmos de irritación hasta que recuperó el control de sí mismo.

– Creo que no es casual que los asesinos de mi padre hicieran que pareciese un suicidio, porque así a todos nos avergüenza hablar de ello. Pero a mí no me avergüenza. Usted ahora me cree sin blanca, y piensa que vengo a rogarle que me ayude como si fuera un indigente, pero usted no sabe nada de mí. Le pagaré veinte libras para que dedique una semana a investigar este asunto -hizo una pausa para darme tiempo a reflexionar sobre tamaña suma-. Que yo deba pagarle algo para desvelar la verdad acerca del asesinato de su propio padre debería suponerle una deshonra, pero yo no respondo de sus sentimientos.

Estudié su rostro, buscando señales de no sé bien qué: ¿falsedad?, ¿duda?, ¿temor? Vi sólo una nerviosa determinación. Ya no dudaba de que fuera quien decía ser. Era un hombre desagradable; sabía que me disgustaba profundamente y estaba seguro de que él tampoco sentía por mí afecto alguno, y sin embargo no podía negar mi interés en las afirmaciones que hacía sobre la muerte de mi padre.

– Señor Balfour, ¿vio alguien lo que usted afirma que fue la simulación de un suicidio?

Agitó las manos en el aire para demostrar la necedad de mi pregunta.

– No sé de nadie que lo viera.

Insistí.

– ¿Ha oído algún rumor, señor?

Me miró con asombro, como si hablase en un idioma desconocido.

– ¿Rumores? ¿De boca de quién? ¿Me cree usted el tipo de persona que conversaría con alguien que hablase de estas cosas?

Suspiré.

– Entonces estoy confuso. ¿Cómo puedo encontrar a un criminal si no tiene usted ni testigos ni contactos? ¿Dónde se supone, concretamente, que debo investigar?

– Yo no conozco su trabajo, Weaver. Me parece que está usted actuando con endemoniada cerrazón. Usted ha llevado a hombres ante la justicia en el pasado: igual que lo hizo entonces, debe hacerlo ahora.

Intenté sonreírle con cortesía y, lo admito, también con condescendencia.

– Siempre que he llevado a alguien frente a la justicia, señor, ha sido en casos en los que alguien conocía la identidad del maleante, y mi trabajo consistía en localizarle. O puede que haya habido algún crimen en el que el canalla era desconocido, pero los testigos vieron que tenía riesgos muy distintivos: digamos, por ejemplo, que tenía una cicatriz encima del ojo derecho y que le faltaba un pulgar. Con información de esa naturaleza puedo hacerle preguntas a la clase de gente que puede conocerle y así enterarme de su nombre, de sus costumbres y, finalmente, de su paradero. Pero si el primer paso es su creencia, ¿cuál será el segundo paso? ¿A quién debo preguntar ahora?

– Me escandaliza usted con sus métodos, Weaver -hizo una breve pausa, quizás para mitigar su desagrado-. No puedo hablarle de segundos pasos ni decirle qué rufianes son los adecuados para que usted les pregunte acerca del asesinato de mi padre. Su negocio es su negocio, pero imagino que considerará el tema de suficiente interés como para aceptar mis veinte libras.

Me quedé un rato en silencio. No deseaba otra cosa más que echar a aquel hombre, puesto que siempre había estado dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de evitar cualquier contacto con mi familia. Pero veinte libras no eran suma pequeña para mí, y aunque temía el terrible día del encuentro, sabía que necesitaba alguna fuerza exterior que me empujara a restablecer el contacto con aquellos a quienes había descuidado durante tanto tiempo. Y había algo más: aunque entonces no hubiera sido capaz de explicar por qué, la idea de investigar un asunto tan opaco me intrigaba, ya que me daba la impresión de que Balfour, pese a la fanfarronería con la que presentaba sus opiniones, tenía razón. Si se había cometido un crimen, lo razonable era que pudiese ser desvelado, y me agradaba la idea de lo que el éxito en una investigación de esta naturaleza podría suponer para mi reputación.

– Espero pronto otra visita -dije por fin-. Y estoy muy ocupado.

Él empezó a hablar, pero no le dejé seguir.

– Investigaré este asunto, señor Balfour. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero no tengo tiempo de investigarlo inmediatamente. Si han matado a su padre, entonces tiene que haber alguna razón para ello. Si se trata de un robo, necesitamos conocer más detalles acerca de ese robo. Quiero que vaya usted y haga averiguaciones lo más exhaustivas posibles sobre sus asuntos. Hable con sus amigos, con sus parientes, con sus empleados, con quienquiera que a usted le parezca que pueda albergar sospechas similares. Hágame saber dónde puedo encontrarle, y dentro de unos días iré a verle.

– ¿Para qué voy a pagarle, Weaver, si he de ser yo quien haga su trabajo?

Esta vez mi sonrisa fue menos benigna.

– Es cierto, tiene usted toda la razón. En cuanto tenga un momento iré yo mismo a hablar con la familia, los amigos y los empleados de su padre. Para que me reciban, les diré enseguida que es usted quien me envía para hacerles preguntas. Quizás desee usted informarles de antemano de que esperen la visita de un judío llamado Weaver que vendrá a indagar a fondo en los asuntos de la familia.

– No puedo permitir que ande usted molestando a esas personas -tartamudeó-. Por Dios, usted haciéndole preguntas a mi madre…

– Entonces, a lo mejor, como le vengo sugiriendo, quiera ser usted quien haga las averiguaciones.

Balfour se puso en pie, actuando con compostura de caballero.

– Veo que es usted un hábil manipulador. Haré algunas pesquisas discretas. Pero espero tener noticias suyas muy pronto.

Yo ni hablé ni me moví, pero Balfour no se dio por enterado, y en un instante había desaparecido de mis aposentos. Permanecí inmóvil durante un rato. Pensé acerca de lo acontecido y de su posible significado, y luego cogí la botella de oporto.

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