Treinta y uno

Me pasé el resto de aquel día y la mayor parte del siguiente intentando decidir cuál debía ser mi próximo paso. Me di cuenta de que no podía seguir teorizando. De modo que el lunes por la noche me cambié y me puse unas ropas viejas y rotas, porque esta vez no tenía deseo de parecer un caballero. Tuve la mala fortuna de cruzarme con mi tía al salir de la casa, y me miró con tanta desesperación que sólo pude sonreír y decirle que se lo explicaría más tarde. Mi destino era el Laughing Negro de Wapping, donde no había puesto el pie desde que recuperara las cartas de Sir Owen de manos de Quilt Arnold.

Después de que Adelman hubiera intentado convencerme de que me habían engañado acerca de la Compañía de los Mares del Sur, sentí que ya no podía saber nada con certeza, y empezó a preocuparme la idea de haberme fiado demasiado de mis propias habilidades para darle sentido a informaciones que no lo tenían. Por lo tanto me desvié de mi camino para hacerle una visita a Elias, por si diera la casualidad de que estuviera en casa. Aunque era temprano, especialmente para un hombre de las costumbres de Elias, no sólo estaba en casa, sino que estaba desvestido y listo para irse a la cama. Los rigores de preparar su obra para la escena le habían dejado exhausto, pero me aseguró que estaba ansioso por saber de mis progresos. En camisón y gorro de dormir, me invitó a sus habitaciones, donde compartimos una botella de clarete.

– He leído tu comedia -le dije- y me ha parecido absolutamente deliciosa.

Su rostro resplandeció de orgullo.

– Gracias, Weaver. Tengo considerable confianza en tu opinión.

– No tengo ninguna duda de que será un éxito -dije.

Sonrió complacido, me rellenó el vaso y me preguntó qué partes me habían gustado en particular. Pasamos un rato conversando acerca de El amante confiado, y luego Elias volvió a preguntarme por la investigación. Le expliqué todo lo sucedido recientemente, incluyendo el tema de Miriam, la reunión en la Casa de los Mares del Sur, la muerte de Kate Cole e incluso mi enfrentamiento con Sarmento.

Elias escuchó cada detalle con atención.

– Estoy anonadado -me dijo, una vez que hube terminado mi narración-. Esta historia revela la vileza engañosa de las nuevas finanzas. Cada paso que das te hace dudar del anterior.

– Hay muy pocas cosas que sepa con certeza ahora. La Compañía de los Mares del Sur puede que sea mi enemiga, o puede que Bloathwait me haya estado manipulando desde el principio. Wild podría estar planeando asesinarme, o puede sencillamente estar buscando la manera de beneficiarse de mi investigación. Puede que Rochester sea su socio, pero puede también que sea su enemigo. Y con Kate muerta, no se me ocurre la forma de acercarme a Rochester.

– ¿Y qué es lo que vas a hacer ahora? -Elias estudiaba mi rostro con especial atención. Por el modo en que me miraba pensé que deseaba descubrir algún dato médico sobre mi persona.

– Regresaré al Laughing Negro -dije-. Voy a localizar al hombre de Wild a ver qué le puedo sonsacar.

– ¿Por qué buscas al hombre de Wild? ¿No estamos convencidos de que nuestro villano es Rochester?

– No creo que Wild sea un jugador principal en esta partida, pero ha mostrado más interés de lo común en mis asuntos, y me sorprendería que no estuviera ocultándome información útil, no porque tenga que ver con estos asesinatos, sino porque a él le resulta beneficioso que continúe con la investigación.

Elias se frotó la nariz pensativamente.

– ¿Cómo puedes estar seguro de que Wild no tuviera parte en los asesinatos? En realidad, ya que sabemos que su nombre es falso, ¿por qué no considerar que Rochester podría ser Wild? Después de todo, ¿quién puede estar mejor equipado para involucrarse en algo tan peligroso como la venta de acciones falsas de la Mares del Sur?

Asentí.

– Ya había pensado en eso, desde luego, pero no creo que lo que sugieres sea probable. Wild me animó a que continuara la investigación. Me recomendó que fuera contra la Compañía de los Mares del Sur. Incluso si asumimos que me dio información errónea o incompleta, no podemos pasar por alto el simple hecho de que no intentara detenerme. Estamos hablando de Jonathan Wild, no lo olvides. Para él no sería en absoluto difícil hacer que me arrestaran, o incluso lograr que me matasen.

– No -observó Elias-, se limitó a hacer que te dieran una paliza en la calle.

Yo ya había meditado mucho acerca de esta observación de Elias.

– ¿Por qué querría Wild que me dieran una paliza en público para luego intentar encandilarme en privado? -pregunté, mitad a mí mismo, mitad a mi amigo-. Me dijo que sus hombres le desobedecieron, pero sus hombres conocen perfectamente las consecuencias de disgustar a su amo.

– Te comprendo -murmuró Elias-. Él quería que el mundo viera a sus hombres asaltarte.

– Eso creo -convine-. ¿Y por qué? A lo mejor porque teme a Rochester. Desea que prosiga, pero desea que el mundo crea que estamos enfrentados.

– Si teme decirte lo que sabe, si el hecho de que esa información estuviera en tu poder dejase claro a Rochester que la habías obtenido de Wild, debemos suponer que Wild sabe cosas que nadie más sabe.

– Y por eso -anuncié- es por lo que voy a buscar al hombre de Wild, Quilt Arnold: el hombre que me espiaba en el Kent's Coffeehouse, mientras yo esperaba una respuesta a nuestro anuncio. Si puedo saber por qué Wild envió allí a Arnold, podré estar más cerca de averiguar de qué modo está Wild involucrado, y eso puede llevarme más cerca de Rochester.

Elias sonrió.

– Realmente has aprendido a pensar como un filósofo.

Agité el vino en la copa.

– Quizá. Te prometo que no se me olvidará pensar como un púgil cuando encuentre a Arnold. Me estoy cansando de este asunto, Elias. Debo resolverlo pronto.

– Comparto tus sentimientos de todo corazón -me dijo, frotándose la rodilla herida.

– Sólo espero poder resolverlo. Tu filosofía me ha permitido llegar hasta aquí, pero no sé cómo va a poder llevarme más lejos. Quizá si fuera mejor filósofo habría terminado con este desagradable asunto hace mucho tiempo.

Elias bajó la mirada un momento. Parecía nervioso, agitado.

– Weaver, nuestra amistad con frecuencia incluye muchas bromas: demasiadas, a mi parecer. Cuando peleabas en el ring, eras el mejor boxeador que esta isla hubiese visto. Debí de tener el sexto sentido de un profeta de las Tierras Altas escocesas cuando aposté contra ti aquel día, porque sólo un necio lo hubiera hecho. Como púgil, convertiste un deporte que era propio de animales descerebrados en un arte. Y cuando te dedicaste al apresamiento de ladrones, convertiste algo que era propio de criminales y de mentes primitivas también en un arte. Si la filosofía ya no produce resultados, quizá no sea porque hayas llegado al límite de tu comprensión de la filosofía. Creo que es mucho más probable que la filosofía haya hecho lo que puede hacer, y que ahora lo sabio sea confiar en tus instintos de luchador y apresador de ladrones.

Me quemaba el rostro de placer al escuchar los sentimientos de Elias. No solía hablar así, y que lo hiciera me hizo sentirme aún más decidido.

– Mis instintos me dicen que encuentre a cualquiera que pueda tener alguna información y que le golpee hasta sonsacársela.

Elias sonrió.

– Confía en tus instintos.


Aguijoneado por sus comentarios, abandoné los aposentos de mi amigo y me dirigí al Laughing Negro. Me senté en una mesa del fondo que me ofrecía una buena perspectiva de la puerta y apagué las velas que me rodeaban para oscurecer mi rostro, en caso de que Arnold mirara hacia mí antes de que yo le viera. Sin embargo, no había ni rastro de él; tuve que zafarme de varias putas y jugadores, y pronto empecé a oír comentarios susurrados sobre el sujeto asqueroso sentado en la esquina, que no bebía suficiente para complacer al tabernero.

Hacia las once de la noche ya tenía claro que Arnold no iba a venir, de modo que aboné la cuenta y salí a la calle. No estaba ni a diez pasos de la puerta cuando vi una sombra que se me acercaba a toda prisa. A lo mejor estaba demasiado sediento de violencia, porque saqué la espada y le atravesé a alguien el hombro antes de darme cuenta de que mis asaltantes no eran más que unos chavales que querían derribarme para quitarme el dinero. No tenían ninguna relación con los asesinatos ni con Wild ni con la Compañía. Esto no era parte de ninguna conspiración, sólo Londres tras la caída de la noche. Limpié el filo de mi espada mientras me reía de mi propio pánico, y de algún modo fui capaz de irme de aquel lugar sin mayores incidentes.


Durante el día, Bawdy Moll's no es más que un lugar húmedo y malsano lleno de borrachos somnolientos y faltreros chismosos, pero por la noche se convierte en algo completamente distinto. Estaba tan repleto de cuerpos sudorosos y enfermizos que apenas puede abrirme paso, y el aire estaba cargado de una peste a vómito, orín y tabaco. A los clientes de Moll no podía llamárseles parranderos, porque nadie va a una venta de ginebra de parranda; venían a olvidarse y a convertir su desgracia en insensibilidad. Fingían que aquello les proporcionaba placer, sin embargo, y se oían cientos de conversaciones, la risa nerviosa y aguda de las mujeres, el ruido de cristales rotos, y en algún lugar al fondo un músico frotaba un arco contra un violín desafinado.

Me abrí paso a empujones entre la concurrencia, con las botas empapándose en líquidos que no quise detenerme a distinguir, y sentí innumerables dedos de origen desconocido explorar mi cuerpo, pero me aseguré de no perder la espada, la pistola y el monedero, y llegué a la barra sin sufrir daño. Allí encontré a la Alegre Moll sirviendo animosa pintas de ginebra y recogiendo sus peniques con idéntico deleite.

– ¡Ben! -me gritó al verme-. No esperaba verte aquí a una hora como ésta. ¿Lo estamos pasando mal, eh? Bueno, pues yo tengo la cura, y se vende a un penique la pinta.

No tenía ganas de vacilar con Moll. Traía un humor de perros, y el hedor a aguas residuales del arroyo de Fleet era aquella noche particularmente rancio.

– ¿Qué sabes de un hombre llamado Quilt Arnold? -le dije lo más bajito que pude.

Moll frunció el ceño con disgusto; observé cómo su maquillaje se agrietaba como la tierra al sol del verano.

– Sabes muy bien que no se puede venir aquí en una noche de trabajo y hacerme esas preguntas. A ver si mis clientes se van a pensar que aquí les cazan.

Le deslicé a Moll una guinea. No tenía tiempo de jugar con monedas pequeñas.

– Es un asunto de la mayor importancia, Moll; si no, no te molestaría.

Sujetó la moneda en la mano, sintiendo el peso del oro. Tenía un poder que ningún papel o billete bancario podría nunca igualar. Sus objeciones desaparecieron.

– Quilt es un sinvergüenza y un canalla, pero no me da que sea un asesino. Está cerca de Wild, eso sí, y hace lo que le dice el Gran Hombre. O por lo menos lo hacía. También se le veía con la puta esa por la que me preguntaste la semana pasada: Kate Cole, la que se ahorcó en Newgate.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarle?

Lo sabía. Al menos conocía unos cuantos sitios probables, que no estaban cerca los unos de los otros, desgraciadamente. Le deslicé disimuladamente otra guinea; había violado nuestra confianza haciendo averiguaciones ante la clientela, y estaba más que dispuesto a pagar el precio para mantener contenta a Moll.

Inspeccioné dos locales, pero no vi ni rastro de Arnold, y cada vez más cansado y desesperado me fui a casa a dormir. Recomencé la búsqueda al día siguiente, y tuve la suerte de pillarle alrededor del mediodía, almorzando en una taberna que Moll me había dicho que era uno de sus antros preferidos durante el día. Estaba sentado a una mesa, engullendo cucharadas de gachas aguadas, sin importarle su mala puntería o los efectos que ésta tenía sobre su atuendo. Frente a él estaba sentada una puta enferma, espantosamente necesitada de alimentos, tan delgada que temí que fuera a expirar allí mismo. Miraba fijamente la comida de Arnold, pero él no compartió con ella ni un poco.

Me oculté con cuidado de la vista de Arnold mientras alquilaba una habitación privada en el primer piso. El tabernero aceptó sin expresión un chelín de más a cambio de no parar mientes en nada de lo que allí sucediera en adelante. Me acerqué a Arnold por la espalda y le quité la silla de una patada. Se desplomó de un golpe fuerte, y la mayor parte de la comida se le cayó encima. Su compañera pegó un grito mientras yo remataba la sorpresa de Arnold dándole un pisotón en la mano izquierda, que estaba mal envuelta en un vendaje sucísimo. Dejó escapar un aullido, agudo y desesperado. Su puta se tapó la boca con una mano y sofocó su propio grito. Agarré al anonadado Arnold por los sobacos y le arrastré por el pasillo hasta introducirle de un empujón en el cuarto que había alquilado. Cerré la puerta con llave, y me metí la llave en el bolsillo del abrigo. La habitación era perfecta: oscura, pequeña y mal iluminada por una ventana muy estrecha para impedir el acceso a los ladrones, de modo que impediría también que se escapara Arnold.

Su ojo sano se salía de su órbita de puro terror, pero no decía nada. Había visto en una ocasión anterior que no era de corazón el rufián que fingía ser, y conocía su calaña demasiado bien como para no saber cómo hacerle sentirse más charlatán. Para curarme en salud, y sobre todo por la furia que sentía, lo levanté y lo empujé contra la pared con fuerza. Con demasiada fuerza, me temo, porque se dio con la cabeza contra el ladrillo, y su ojo sano se quedó en blanco y se derrumbó en el suelo.

Regresé al bar, cerrando la puerta con llave tras de mí y compré dos pintas de cerveza rubia. La puta, según comprobé, estaba ahora en la mesa de otro individuo, y no me prestó ninguna atención. El dueño no demostró más que tersa indiferencia, casi cortesía. Apunté mentalmente que debía volver a este lugar, ya que me complacía el modo en que trabajaban.

Entré de nuevo en el cuarto y le eché una de las pintas a Arnold en la cara. Se removió como alguien a quien despiertan de un sueño agradable.

– Oh, Jesús -se limpió la cerveza del ojo con la mano.

– Espero no tener que matarte -le dije-. Espero incluso evitar tener que infligirte mucho más dolor, pero será mejor que cooperes mucho si queremos que esos deseos se cumplan.

Se frotó el ojo sano hasta que empecé a temer que se lo sacaría de la cuenca.

– Sabía que me iba a traer problemas -murmuró.

– Eres muy observador -le dije-. Empecemos con una pregunta sencilla. ¿Por qué estabas en el Kent’s Coffeehouse cuando fui en respuesta a mi anuncio?

– Sólo me estaba tomando un café -dijo humildemente.

Iba a tener que ser creativo si quería que él fuese más abierto, pero por el momento, con un buen pisotón sobre la mano enferma me aseguré muy rápidamente de que se diese cuenta de que no me valían las tonterías. El vendaje estaba ya cubierto de sangre fresca y una especie de líquido parduzco que no quise detenerme a investigar.

– Vas a perder esa mano, me parece -le dije-, y quizá la vida si no vas a que te la miren. Pero puede que no vivas lo suficiente para que avance la podredumbre. ¿Así que qué tal si me cuentas lo que estabas haciendo en el Kent's?

– Déjeme ir -me dijo con un sollozo-. Esta es mi última oportunidad. Wild solía confiar en mí. Ahora tiene al judío ese, Mendes, haciendo mi trabajo. Necesito arreglar las cosas.

Su rostro se tornó de un color nauseabundo, y temí que perdiera el conocimiento.

– ¿Qué estabas haciendo allí? -repetí.

– Wild me envió -dijo al fin.

Entonces vomitó, sin hacer ningún esfuerzo por evitar mancharse.

No me sorprendía saber que Wild estaba detrás de todo aquello, pero aún necesitaba comprender el interés de Wild en mi investigación.

– ¿Por qué? -continué-. ¿Qué te dijo Wild que hicieras?

– Espiarle a usted, eso me dijo -estaba boqueando-. E informarle de si había alguien molestándole.

No había previsto esa respuesta.

– ¿Qué? ¿Me estás diciendo que Wild te envió para que le dijeras si me atacaban?

Arnold intentó alejarse de mí. Se arrastró hacia la esquina.

– Sí, lo juro. Quería saber si le molestaban. Y quería saber quién iba a verle. Me dijo que viera si les reconocía, y que si no, que le dijera qué aspecto tenían. Pero me dijo que no dejara que usted me viera a mí, así que cuando me vio, me asusté y me fui corriendo.

– ¿Quién esperaba él que apareciese? -ladré.

– No lo sé. No lo dijo.

– ¿Quién mató a Michael Balfour y a Samuel Lienzo?

Pensé que una estrategia directa era lo más adecuado para un hombre en el estado de Arnold. Al principio sólo gemía y decía «Oh, Jesús» una y otra vez, pero me acerqué a su mano y por fin cedió.

– Fue Rochester -dijo al fin-. Martin Rochester lo hizo.

Me sacudí la sensación sobrecogedora de frustración.

– ¿Y quién es Martin Rochester?

Alzó la vista y me miró con una mezcla de súplica e incredulidad a partes iguales.

– Rochester es Rochester. ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– ¿Tiene algún otro nombre?

Sacudió la cabeza.

– Que yo sepa no.

– Me resulta difícil de creer que este hombre que entró en casa de Michael Balfour y organizó la representación de un falso suicidio lo hiciera solo. ¿Quién le ayudó?

Sabía que no me lo quería decir, y me miró implorando que no le forzara a hacerlo, pero mi mirada le indicaba que él me importaba muy poco y que tanto me daba matarle yo mismo que esperar a que Rochester lo hiciera en venganza.

– Tiene a sus chicos. Bertie Fenn, al que supongo que conoce, puesto que lo ha matado. Luego hay otros tres: Kit Mann, Billy el Gordo, que no está gordo así que no se lleve a engaño, y un tercer tipo cuyo nombre no recuerdo, pero tiene el pelo rojo. Yo me mantengo alejado de ellos, aunque me los encuentro de vez en cuando, pero no tengo trato con ellos, ni tengo nada que ver con estos asesinatos.

– ¿Dónde puedo encontrarlos?

Arnold soltó una ristra de nombres de bares, tabernas y licorerías donde podrían acudir, pero como no conocía bien a los hombres me dijo que sólo estaba adivinando.

Le eché un vistazo a aquel hombre: roto, apaleado y desolado. Era la segunda vez que le dejaba así. Supongo, pensé para mí, que no merece mejor suerte. Es el hombre de Wild, y tiene su propio papel en esta vileza, pero no pude evitar sentir cierta simpatía por un hombre tan completamente devastado.

Le tiré unos cuantos chelines al suelo junto a él y le pedí que viniera a verme si algún día quería entrar al servicio de un amo mejor que Wild. No albergaba expectativa alguna de que abandonase al Apresador Mayor, y lo cierto es que nunca lo hizo, pero creí que hacerle la oferta me hacía parecer mejor hombre de lo que era.


Encontré a los hombres antes de la caída de la noche en una taberna de mala reputación cerca del mercado de Covent Garden. Estaban sentados juntos, bebiendo y gritando incomprensiblemente en un idioma que era mezcla de acento del campo y farfulleos de borrachos. Supongo que debía de estar cansado, ya que dejé que ellos me vieran a mí primero. Me había ido hasta el fondo del bar para mirar las distintas mesas cuando oí un estrépito de sillas derribadas y vi a tres hombres corriendo hacia la puerta. Les había mirado al entrar pero me parecieron sólo bebedores de baja estofa. Sólo una vez que me hubieron visto e intentaban escapar a todo correr pude reconocerles. A uno de ellos le recordé enseguida, porque era el hombre que me había denunciado fuera del baile en Haymarket.

Dos de ellos lograron huir, pero el tercero estuvo más lento, y conseguí agarrarle por los pies, aunque sentí mi edad al hacerlo, porque la vieja lesión en la pierna desencadenó un dolor que me ascendió hasta la cadera. Pese a todo, le tenía bien cogido, y le pude dar al derribarle un buen golpe en la cabeza contra el suelo mugriento.

Conocía tan bien estos lugares como para saber que se crearía una nube de curiosos a mi alrededor, cosa que sucedió, pero también para saberme inmune a las interferencias, y efectivamente lo estuve. De modo que me sentía libre para proceder. Tras haberle golpeado la cabeza lo suficiente como para obtener su completa atención, pensé que era hora de empezar.

– ¿Cómo te llamas?

– Billy, señor -jadeó, al modo patético de los niños que mendigan por las calles. Lo cierto es que parecía muy joven, quizá no mayor de diecisiete años, pero su aspecto juvenil quizá se explicara por su constitución extremadamente flaca y pequeña.

– ¿Billy el Gordo? -pregunté.

Él asintió.

– Billy el Gordo -le dije-, vas a contestar a mis preguntas o tu nuevo mote será «Billy el que Respira», y te aseguro que va a ser igual de irónico que el viejo.

Mi amenaza sólo le confundió, así que le coloqué una mano en el pescuezo y apreté un poco solamente, no lo suficiente como para que no pudiera hablar, pero sí como para que comprendiese mis intenciones.

– ¿Cuál es el verdadero nombre de Martin Rochester?

– No lo sé, señor, lo juro -respondió con la voz rota. Se le salían los ojos de las órbitas y parecía un pez, pero no sabía si me tenía miedo a mí o a las consecuencias de responder a mi pregunta.

– ¿Qué aspecto tiene? -apreté un poquito más.

– Nunca le hemos visto. Recibimos mensajes de él. Los recibe Kit. Y nos manda dinero, pero no le hemos visto nunca. A lo mejor Kit sí. No lo sé. Se supone que no debemos hablar de él en absoluto.

Aflojé un poco la mano.

– ¿Matasteis a Michael Balfour?

No dijo nada. Sólo me miraba aterrorizado. Un delgado hilo de sangre le brotaba de la nariz. Supongo que los más delicados de mis lectores podrán cansarse de estas violentas descripciones, pero sé que comprenderán que estos medios eran inevitables para tratar con esta clase de hombres. Por tanto, digamos sólo que hubo algún crujido y bastantes gritos también, y que luego Billy el Gordo se encontró cómodo con la idea de decirme que sí, que efectivamente le había arrebatado la vida a Michael Balfour con ayuda de sus tres amigos. Se las arreglaron para emborrachar a los criados y, con los testigos potenciales ebrios u ocupados en la consecución de otros placeres, habían arrastrado a Balfour hasta el establo, donde le forzaron a colocarse la cuerda alrededor del cuello y le ahorcaron. Los criados, tuve que imaginar, debieron de temer el descubrimiento del papel inconsciente que habían jugado y decidieron guardar silencio.

Lo que más deseaba en el mundo, sentado sobre él con la mano en su cuello, era preguntarle si había participado en la muerte de mi padre. Fenn estaba muerto, ¿pero cómo podía saber si Billy el Gordo habría desempeñado algún papel? Le apreté el pescuezo al pensar en la pregunta, pero sabía que no tenía tiempo para regalarme esa venganza en particular. Los amigos de Billy el Gordo podían volver, y había muchas cosas que necesitaba saber antes de que lo hicieran.

– ¿Robasteis alguna cosa? -inquirí.

– ¡Nada! exclamó indignado, como si le escandalizase que pudiera hacerle una pregunta tan insultante. Se podía llevar a un hombre a rastras de su casa y ahorcarle, pero no era capaz de robarle.

– ¿No os pidieron que buscarais nada? ¿Acciones de bolsa?

Intentó sacudir la cabeza contra la presión de mi mano.

– No teníamos nada que ver con eso.

De modo que parecía saber algo acerca de ellas.

– ¿Quién se suponía que tenía que llevarse las acciones?

Intentó sacudir la cabeza de nuevo.

– Se suponía que yo de eso no había oído hablar. No quiero problemas.

– Billy el Gordo, se me ocurre que ahora mismo tienes problemas.

Debió de estar de acuerdo conmigo, porque me dio el nombre. De haberse retrasado Billy el Gordo un solo instante, podría haberse guardado la información, ya que justo al terminar nuestra conversación, sus dos amigos reaparecieron en la puerta, empuñando pistolas. Hubo muchos chillidos de mujer, y de hombre también, y mucho correr hacia la puerta, cosa que me pareció ilógica, ya que los hombres con pistolas estaban en la puerta. Agarré a Billy el Gordo y alcé su cuerpo inerme para utilizarlo de escudo. No sabía si sus amigos vacilarían a la hora de dispararle, pero creí que incluso su delgado esqueleto ralentizaría el avance del plomo.

Seguí los movimientos de la multitud, que forzó a los hombres a apartarse de la puerta, y yo fui dibujando un ángulo también, hasta que no hubo nadie entre Billy el Gordo y yo y, a diez pies de distancia, los otros dos rufianes, pistolas en mano y listas para disparar. Con un gigantesco esfuerzo que envió una ráfaga de dolor a mi pierna, les tiré a Billy encima, haciéndoles perder el equilibrio, aunque no se cayeron. Entonces aproveché la oportunidad mientras pude y salí de la taberna a todo correr, logrando perder de vista a los ladrones en la multitud que se había congregado por fuera para lamentar la masacre y deleitarse con ella.


No tuve dificultad en allanar la casa: había entrado en tantas casas por la fuerza en el pasado que hacerlo de nuevo en nombre de la justicia en lugar del robo no me producía más que satisfacción. Esta casa era bastante más grande que cualquiera en la que hubiese entrado antes; tenía cuatro pisos, y muchos dormitorios en los cuales podía dormir mi presa, de modo que tuve que andar con cuidado, evitando a criados que se movían por los pasillos como sombras, portando velas que parecían diseñadas para cazarme.

El primer dormitorio en el que me colé claramente no era el suyo. Estaba ya ocupado, y cuando vi la silueta de la vieja en la oscuridad, y la oí murmurar en sueños, salí de allí y lo intenté con otra puerta. Miré en cuatro habitaciones más antes de dar con otra alcoba, ésta vacía, pero reconocí un abrigo colgado de un gancho junto a la puerta. Me senté a esperar, confiando en que no se pasaría toda la noche de jarana, o en que no hubiese decidido irse de Londres. Estaba preparado, y cuanto antes regresara, antes sentiría cierta sensación de justicia.

Llevaba en el bolsillo el reloj de arena de medio minuto que el mendigo tudesco me había dado. Se me había ocurrido traerlo conmigo justo antes de salir de casa de mi tío. Me gustaba la idea de que el regalo del tudesco pudiera serme de alguna utilidad, y supuse que si volviera a verle algún día, y le pudiese explicar cómo lo había utilizado, quedaría muy satisfecho.

Lo giré una y otra vez mientras esperaba en la oscuridad de su habitación. La silla en la que estaba sentado era horriblemente dura e incómoda, y me dolían la pierna y la cadera prodigiosamente, pero todo lo sufría, porque sabía que ahora estaba próximo a comprenderlo todo. Después de que Billy el Gordo me hablase de las acciones robadas y me contase quién se las había llevado de casa del viejo Balfour, sentí sólo el júbilo del triunfo. Me llevó algún tiempo percatarme de la verdadera importancia de esta información. Antes había sabido con certeza que las acciones falsas existían; ahora sabía con certeza que al viejo Balfour le habían matado por ellas. Podía no entender los motivos de todos los actores de mi drama, pero no estaba seguro ya de que me hiciera falta. Balfour y mi padre habían sido asesinados porque deseaban informar al mundo de las acciones falsas. Lo único que requería ahora era el nombre real de Rochester.

Cada minuto en la negritud de su alcoba se arrastraba interminablemente, pero la confianza de saber lo que estaba haciendo, de que ya no estaba dando palos de ciego, me dio una especie de paciencia resistente a todo. Giré el reloj. Observé la arena deslizarse de un lado a otro y lo giré de nuevo.

No era demasiado tarde, apenas pasadas las once, cuando entró. Oí el crujir de las escaleras y el sonido de sus pisadas cansadas al subir. Oí unas palabras murmuradas, no sé si a un criado o a sí mismo, y luego le oí girar el pomo despacio y torpemente. Con una mano sujetaba una vela y encendió una lámpara en una mesa junto a la puerta. Ahora un resplandor anaranjado y suave llenó la habitación, y al darse la vuelta, Balfour me vio sentado en su silla, con la pistola apuntándole al pecho.

– Cierre la puerta con llave y dé un paso al frente -le dije con voz tranquila.

Abrió la boca para hablar, para expresar alguna clase de indignación, pero a la luz macilenta de la vela se dio cuenta inmediatamente de que no debía atreverse. Mi rostro le ofrecía una expresión ensayada: fría, dura, despiadada. Cerró la puerta con llave y me miró.

– A veces me he preguntado, Balfour, si un hombre fuera un estúpido, digamos que el más estúpido sobre la faz de la tierra, ¿sería consciente de su propia idiotez, o sería demasiado necio para siquiera percibir su deficiencia? Creo que usted puede darme respuesta a esa pregunta.

La pistola que le apuntaba y mi mirada asesina le habían silenciado, pero no pudo soportar el insulto.

– Weaver, no puedo adivinar lo que usted se cree que está haciendo, pero le sugiero que no lleve este ultraje más lejos.

El reloj de arena estaba sobre la mesa junto a mí. Sin quitarle el ojo de encima a Balfour, lo giré con la mano izquierda.

– Tiene medio minuto -dije con frialdad- para decirme el verdadero nombre de Martin Rochester, o le dispararé. Me conoce demasiado bien, creo yo, como para dudar siquiera por un instante de que hablo completamente en serio.

Había previsto que no sería un hombre valiente, pero no esperaba que su debilidad resultase tan total. Cayó de rodillas como si de súbito hubiesen desaparecido sus pies y sus pantorrillas. Abrió la boca para rogar piedad, pero no dijo nada.

No iba a mostrarle ninguna piedad. No iba a recibir señal alguna por mi parte de que su pánico fuera a procurarle ninguna lenidad. Él reloj de arena corría. Retiré el seguro de mi pistola y preparé los ojos para la explosión de la pólvora.

Se atragantó, intentando hablar en medio de su terror. Supongo que algo dentro de mí, en algún nivel que yo ignoraba, se compadecía de él. Creo que todos hemos soñado que algo terrible nos sucede y que intentamos gritar, pero no somos capaces de emitir ningún sonido. Balfour estaba representando ese terror. Resopló, como alguien que intenta expeler un trozo de hueso que se le ha alojado en la garganta, y por fin abrió la boca tanto como pudo y profirió un rugido tremebundo con toda la fuerza de sus pulmones.

– ¡No lo sé!

Su grito pareció haber acabado con todas las reservas de sus anteriores esfuerzos por hablar. Los dos permanecimos sentados en silencio algún tiempo, anonadados por la fuerza del grito y del silencio que lo siguió. A lo mejor fue porque había logrado sacar estas primeras palabras, o a lo mejor fue porque habían transcurrido los treinta segundos y aún seguía vivo. No sé por qué, pero por fin la lengua se le soltó.

– No sé quién es -dijo con voz queda-. Lo juro. Nadie lo sabe.

– Pero usted le robó a su padre las acciones de la Mares del Sur para él -dije. No era una pregunta.

La cabeza le colgaba sobre el pecho, como la calavera inerme de un esqueleto que vi una vez en la Feria de San Bartolomé.

– ¿Cómo lo sabe? -me preguntó en voz baja.

– ¿Quién más podría haber sido? -prefería hacerle creer que lo había razonado en lugar de explicarle que había tenido que darle una paliza a un jovenzuelo para que me lo dijera-. Si faltaban de entre sus posesiones, alguien tuvo que llevárselas. ¿Y quién estaba en mejor posición que usted? Después de todo, a no ser que las acciones fuesen transferidas a otro dueño, no tendrían valor, y ésas no podían transferirse, ¿no es cierto? Eran falsas, de modo que nadie las querría aparte de aquellos que quisieran destruirlas: es decir, o Rochester, o la Compañía de los Mares del Sur. Supuse sencillamente que era la mano de Rochester la que estaba detrás del robo. Luego utilizó al hombre que tiene dentro de la Compañía para que modificase el registro y pareciese que su padre había vendido sus participaciones mucho antes de su muerte.

Balfour se anticipó a mi pregunta.

– Me envió un billete bancario a través de un mensajero: cien libras si accedía a hacerlo. Y otras trescientas cuando recibiese las acciones. Mi padre ya estaba muerto, y yo no tenía ni idea de que planeasen matarlo antes de que ocurriera. Después de que le mataran, ya no había nada que hacer. De otro modo no hubiera visto ni un penique, así que ¿por qué no aprovechar esa oportunidad?

Conforme hablaba, creo que Balfour empezó a convencerse a sí mismo de sus propios pretextos. Vi cómo su rostro empezaba a cambiar de la expresión hueca de la vergüenza a la mueca esperanzada de un hombre que cree estar al borde de la absolución.

– Si la cosa se considera bien, no hice nada malo.

– Nada excepto colaborar con los hombres que mataron a su padre -le dije-. Pero deseo volver al asunto de su idiotez por un momento. Verá, Balfour, no tengo ningún problema para creerme que no haya estado implicado en la muerte de su padre, porque le considero demasiado cobarde como para hacer algo así.

No puedo expresar cuánto disfruté con este insulto. Él se erizó ante la acusación de cobardía, pero apenas podía argüir que fuese un hombre lo suficientemente robusto como para cometer parricidio.

– Creo que es usted lo bastante bribón como para beneficiarse de la muerte de su padre y ayudar a su asesino -continué-. Lo que no comprendo es por qué me pidió a mí que encontrara al hombre que le mató. En concreto, me pidió que localizase las acciones que faltaban. A no ser que esté equivocado, usted me contrató para desenmascararle a usted. ¿Por qué haría tal cosa?

– Porque -me espetó, airado ante mi insolencia- nunca creí que pudiera averiguar todo lo que ha averiguado. Me creí seguro.

– Eso no explica por qué, Balfour. ¿Por qué?

– Dios le maldiga, Weaver, sucio judío. No pienso responder a sus preguntas. No tengo más que llamar a mis criados para que abran esta puerta y le arrastren ante un juez.

– Ya ha gritado y sus criados no le han oído. Estas hermosas casas de ciudad están tan bien construidas, ¿sabe? Todo gruesos muros de piedra y puertas macizas.

– Entonces seré capaz de esperar más que usted. No creo que vaya a dispararme. Me quedaré aquí tanto tiempo como usted, y apuesto a que su brazo se cansará antes de que yo me canse de estar sentado.

Sonreí y me metí la pistola en el bolsillo.

– Tiene usted toda la razón, señor. No voy a dispararle. La pistola sólo enfatiza lo que de por sí es un momento dramático. Le diré lo que estoy dispuesto a hacer, sin embargo. Estoy dispuesto a romper cada uno de sus dedos, señor, a hacerle la misma pregunta cada vez que le rompa un dedo. Tendrá usted diez oportunidades antes de que termine con sus manos. No voy a molestarme por los dedos de los pies (el dolor es muy leve) pero hay numerosos objetos en esta habitación capaces de destrozar un pie. Una rodilla también, supongo. Y supongamos que le rompo todo lo que se me ocurra romperle y aun así no me cuenta lo que deseo saber, quedará entonces sólo su cráneo. Le encontrarán, inerme como una muñeca de trapo, y nadie sabrá lo que le ha ocurrido.

Balfour intentaba mantener los ojos abiertos.

– Pero -añadí con entusiasmo- lo cierto es que no creo que tal cosa vaya a ser necesaria. ¿Sabe lo que creo? Que lo máximo que podrá usted soportar será un dedo roto. ¿Quiere usted que probemos esta teoría, o me va a decir lo que quiero saber?

Balfour permaneció en silencio durante lo que me pareció un periodo interminable. Yo comprendía lo que pasaba por su cabeza. Estaba buscando la manera, alguna otra manera, de no darme la información, para poder evitar las repercusiones de mano del hombre al que tenía que traicionar. Supongo que lo consideró desde todos los puntos de vista, pero al final sólo pudo pensar en cómo evitar el tormento ahora: el tormento por venir habría de ser resuelto más tarde.

– Me pagaron para que contratase sus servicios -dijo al fin-. Me pagó un hombre que no podía saber que le había enviado las acciones de mi padre a Rochester. Me contrató porque parecería muy plausible que yo tuviera algún interés en la investigación. Y fue él, no yo, quien quiso involucrarle a usted en esto. Yo simplemente me beneficiaba de ello. De nuevo pensé que si podía hacer un poco de dinero con la muerte de mi padre, ¿por qué negarme? Nunca creí que se enteraría de mi implicación en los hechos.

– ¿Quién es ese hombre que le contrató? -le pregunté.

No sé qué nombre que pudiera haberme dado me hubiera sorprendido más. De haber dicho que había sido el Rey de Prusia, el Arzobispo de Canterbury o el Nabab de Bengala, éstos me hubieran parecido villanos tan probables como cualquiera. Pero el nombre que me dio fue quizá menos sorprendente.

Jonathan Wild había pagado a Balfour para que me embarcase en esta investigación.

Me puse en pie, y desde lo alto de mi estatura miré a Balfour, que no podía decidir si debía intentar una súplica o un tono de sentida indignación.

– ¿Le dio Rochester el resto del dinero prometido?

Balfour sacudió la cabeza.

– Nunca me lo envió.

– Bien -le pegué un puñetazo muy fuerte en la cara. Quería que le quedase una señal de nuestro encuentro, para que cada vez que le preguntaran su origen, su mentira le recordase su propia vileza y su cobardía.

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