Veinticinco

Una vez que me hube lavado y vestido, haciendo cuanto pude para evitar llamar excesivamente la atención del servicio de casa de mi tío, le envié un mensaje a Sir Owen pidiéndole que se encontrara conmigo en una taberna próxima. Me envió su respuesta y a las pocas horas estaba sentado frente a él acompañado de una reconfortante jarra de cerveza.

Sir Owen, sin embargo, no parecía reconfortado. Había desaparecido la cercana calidez que marcara nuestros anteriores encuentros. La mueca apretada de sus labios indicaba un estado de ánimo agitado, y echaba varias miradas por minuto hacia la puerta.

– Éste es un asunto muy desagradable -dijo Sir Owen-. Usted me prometió que mantendría mi nombre fuera del caso, Weaver -recorrió distraídamente con el dedo el asa de su jarra.

Yo estaba todavía bastante dolorido, pero procuraba adoptar el aire de un hombre relajado y con todo bajo control. A menudo me había dado cuenta de que, como un actor sobre un escenario, los movimientos de mi cuerpo podían influir en las emociones de mis interlocutores.

– Le prometí hacer todo lo que estuviese en mi mano, y pienso cumplir esa promesa, pero no puedo mentir ante el tribunal, o bien podría enfrentarme a la acusación de asesinato yo mismo. Sir Owen, este asunto ha rebasado las proporciones que ambos habíamos previsto, y creo que lo prudente ahora es prepararse para la posibilidad de que yo me vea obligado a mencionar su nombre ante el tribunal. Estoy seguro de que con la preparación adecuada podremos garantizar que ningún perjuicio serio…

– Su trabajo es proteger a quienes le contratan -gruñó, sin mirarme-. Tiene usted que hacer lo que sea. ¿Lo que quiere es más dinero?

– De verdad, Sir Owen, me escandalizan sus acusaciones. Le he servido lo mejor que he podido en toda circunstancia.

– Me pregunto -dijo distraídamente- ¿cómo explica usted la repentina habilidad de esta mujer para saber su nombre? Usted me contó que no tenía ningún conocimiento de quién era usted ni de dónde encontrarle.

Se irguió en el asiento y le dio un buen trago a su jarra.

– Eso es cierto -contesté-, pero me parece que Wild lo ha descubierto, y no puedo menos de suponer que Wild es quien está detrás de este embrollo.

– Wild -escupió-. Nos va a destruir a todos. Fui necio por confiarle este asunto, Weaver. Es usted, si me disculpa, un judío con mal genio que piensa con los puños. Si no hubiera usted disparado a nadie, nada de esto habría sucedido.

No tenía paciencia para aguantar las repentinas acusaciones y el mal humor de Sir Owen. Bastante contento había estado cuando maté a Jemmy de un disparo en plena calle, siempre y cuando el tiro no llegase nunca a perturbar su tranquilidad.

– Es cierto que si nadie hubiera resultado muerto no habría necesidad de un juicio por asesinato, pero también podría añadir que si usted no hubiese sido tan descuidado con sus papeles tampoco nada de esto habría sucedido.

Mi intención había sido la de enfadarle, ponerle nervioso quizá, pero mis acusaciones sirvieron sólo para hacer que Sir Owen recordase su propia autoridad. Se puso muy tieso y me miró con los ojos fríos.

– Está usted perdiendo los papeles -me dijo con voz queda-. Usted ha atraído demasiados problemas sobre su cabeza, y sobre la mía también, curioseando en lugares donde nadie le llama. ¿Cómo sabemos que no es la Mares del Sur quien está detrás de este repentino cambio de circunstancias en torno a la puta? A la Compañía sin duda le encantaría verle a usted silenciado de la manera que fuera. Todo este curiosear, buscando quién mató a su padre. ¿No podía haber esperado a que se solucionase el asunto de la puta?

Estaba a punto de hablar cuando me detuve y pensé en lo que había dicho Sir Owen.

– ¿Cómo conoce usted ese tema? -le pregunté con la voz tranquila, esperando no revelar nada.

Observé a Sir Owen con cuidado para percibir cualquier señal de confusión, pero no exhibía nada más que exasperación.

– ¿Quién en Londres no sabe que está usted metiendo la nariz en el suicidio de Balfour? No es ningún secreto que está usted creándole problemas a la Compañía de los Mares del Sur, y pienso de todo corazón que me está creando problemas a mí también. ¿Qué clase de hombre es usted, en cualquier caso, para mantener en secreto el nombre de su padre? Estábamos sentados entre hombres inteligentes hablando de Lienzo y usted no dijo ni una palabra. ¿Quería usted dejarme en ridículo en mi propio club, Weaver? ¿Es eso lo que se propone?

– Si se siente usted ridículo -dije con calma-, sólo puede ser culpa suya.

Sir Owen apretó los dientes.

– Es usted un sinvergüenza irresponsable por involucrarme a mí en sus sórdidos asuntos. Ojalá me hubiera mantenido usted al margen, porque sin duda me arrastrarán a mí al arroyo junto a usted.

A medida que Sir Owen se ponía más beligerante, me pareció mejor dejarle explayarse, pasando por alto sus antipáticas observaciones sobre judíos en general y sobre mí en particular hasta que se agotara. Finalmente adoptó una postura más razonable.

– Hablaré con hombres que tienen no poca influencia. Quizá pueda hacer algo para evitar que se le llame a testificar en este juicio. Mientras tanto, ha de darme usted su palabra de que, si llegan a convocarle, no pronunciará mi nombre ni me relacionará en modo alguno con su asesinato de ese hombre.

– Sir Owen -le dije con voz pausada y queda-, hemos de hacer todo lo que podamos para que eso no llegue a ocurrir, pero no puedo prometerle nada. Guardaré silencio mientras sea seguro hacerlo. No sé si llegarán a preguntarme por usted. El tribunal puede no considerar importante de parte de quién buscaba yo a Kate. Pero si me fuerzan a decir en nombre de quién actuaba yo esa noche, no podré negarme. ¿No hay alguna manera de informar a su prometida, la señorita Decker, de su pasado, a grandes rasgos, sólo lo suficiente para ponerla en guardia contra cualquier rumor desagradable con que pueda encontrarse?

No había elegido bien mis palabras. Me miró con incredulidad durante lo que me pareció una eternidad.

– ¿Qué podría usted saber de la sensibilidad de una señorita refinada? -me espetó-. Usted no sabe de nada más que de putas y de la basura del arroyo.

Quizá debiera haber sido más sensible a sus circunstancias, pero no me salía del alma sentir simpatía por el tono acusatorio de Sir Owen. Había hecho de todo y más por servirle. Su expectativa de que me dejara colgar en Tyburn como muestra de lealtad hacia él no era justa en absoluto, y sus acusaciones sobre las mujeres de mi vida eran inapropiadas, por decirlo suavemente.

– ¿No dice su evangelio algo de que sólo los libres de pecado pueden tirar piedras, Sir Owen? -le pregunté con toda calma.

Me miró fijamente.

– No tenemos nada más de qué hablar -me dijo, y se marchó apresuradamente.


El pánico de Sir Owen me dejó confuso, pero no del todo desalentado. Al fin y al cabo estaba al borde de ser abochornado públicamente, hasta el extremo de poner en peligro su próximo matrimonio, y yo sentía que él llevaba razón al considerar que yo tenía no poca culpa en el asunto. Me preocupaba más cómo se había desatado esta desafortunada cadena de acontecimientos y qué podía hacer yo para arreglarlo. Me parecía lógico que hubiera sido Jonathan Wild quien me había involucrado en el asunto de Kate Cole, pero de nuevo la pregunta era por qué. Sir Owen había sugerido que podía ser la propia Compañía la que me había puesto, y a Sir Owen conmigo, en medio del peligro, y ésa era una posibilidad que no podía ignorar.

Creía que había una persona que podía explicarme todo esto satisfactoriamente, así que de nuevo puse rumbo a la cárcel de Newgate para hablar con Kate Cole.

Al atravesar las terribles puertas de Newgate, y a cambio de unas pocas monedas, el guardia me llevó hasta el Patio de la Prensa, donde se encontraba la celda de Kate. El carcelero me explicó que Kate había pedido que no se dejase pasar a ningún visitante, pero esa petición se solucionaba inmediatamente con unos cuantos chelines.

La celda en sí era sorprendentemente agradable; había una cama de aspecto razonablemente cómodo, unas cuantas sillas, una mesa, un escritorio y un armario. Una pequeña ventana dejaba que se colase un poco de luz, aunque no suficiente como para que el cuarto fuese luminoso, incluso a pleno sol, y un exceso de cirios baratos de sebo dejaban lamparones de hollín negro en las paredes. Dispersos alrededor de la habitación había botellas y aljibes vacíos, trozos de carne a medio comer y cortezas rancias de pan blanco. Kate había estado dándose a la buena vida gracias a mi asignación.

Pero si bien había realizado las adquisiciones propias de una dama, no sabía vivir como tal. Llevaba ropa nueva -procurada sin duda con el dinero que yo le había dejado- pero estaba espantosamente sucia, arrugada como si hubiera dormido con ella puesta, y olía tan mal que me distraía. Los piojos que había cogido en las horas de pesadilla que había pasado en la Zona Común de la prisión se habían instalado en su cuerpo, y se paseaban tranquilamente por su piel como peatones apresurados en una calle concurrida.

Kate no dio pocas muestras de desagrado al verme en la puerta. Me dio la bienvenida con una mueca ceñuda que mostraba sus dientes rotos, e inmediatamente me dio la espalda, evitando mirarme a la cara.

El carcelero apareció en el umbral.

– ¿Va a necesitar alguna cosa, entonces? -preguntó.

– Una botella de vino -susurró Kate-. Paga él -me señaló a mí.

Él cerró la puerta educadamente.

– Bueno, Kate -comencé, cogiendo una de las sillas de madera y colocándola frente a ella-, ¿es ésta manera de tratar a tu benefactor?

Me senté y esperé su respuesta, empujando delicadamente con el pie un orinal destapado.

– No tengo nada que decirle -arrugó el morro como una niña.

– No entiendo por qué estás enfadada conmigo. ¿No te he dejado yo bien acomodada y te he alejado del peligro?

Kate levantó la mirada lentamente.

– No me ha alejado ni de la horca, ni de Wild. Así que si así son las cosas, puede irse al diablo, que yo no tenía elección, ¿entiende?

– ¿Qué es exactamente lo que estás intentando decirme, Kate?

– Que fue Wild, eso es. Fue él quien me obligó a acusarle. Yo no iba a decir nada, pero Wild, primero me dice que usted quería verme ahorcada, pero cuando le dije que no era verdad, entonces me dice que era él quien quería verme ahorcada y que él tenía más influencia con el juez de la que usted tendría nunca. Así que eso fue lo que pasó y usted ya verá lo que hace.

Guardé silencio un momento, intentando verlo todo con perspectiva. Kate respiraba fuerte, como si el discurso hubiese gastado todas sus energías. Supongo que en parte habría sido ensayado; ella tenía que saber que yo le iba a hacer aquella visita.

Significaba al menos un ligero progreso el saber que era Wild quien me había involucrado en el caso de Kate. No quería decir que Wild estuviese detrás de los asesinatos de Balfour y de mi padre, pero sí quería decir que había sido mucho menos que honesto cuando afirmó que estaba dispuesto a tenerme como rival siempre y cuando yo anduviese detrás de la Compañía de los Mares del Sur.

Había sencillamente demasiados fragmentos de información como para descifrarlos, quizá porque mi método de desciframiento era fallido; Elias me había regañado por pensar en cada elemento de la investigación por separado. ¿Cómo, pues, podía analizar las relaciones entre elementos dispares?

Estaba allí para hablar con Kate sobre Wild, pero quizás debiera hablar con ella acerca de otra cosa, ya que había aún un enigma en el centro de mi investigación: Martin Rochester. Supuestamente había sido él quien arrolló a mi padre, y parecía que todos los hombres de la calle de la Bolsa habían oído hablar de él. Pero eran las afirmaciones de Wild sobre Rochester las que más me interesaban, porque el gran apresador de ladrones se había mostrado muy decidido a convencerme de la vileza de Rochester sin ofrecerme al mismo tiempo ninguna información útil. Y bien, ahí estaba Kate; Kate, que sabía al menos algo acerca del negocio de Wild y que no tenía ningún aprecio por su amo. A lo mejor ella podía decirme qué parte de aquellos crímenes podía atribuirse a Rochester.

Vino el carcelero y nos proporcionó la botella de vino. Exigió la escandalosa cantidad de seis chelines, que le pagué porque resultaba más conveniente hacerlo que debatir la cuestión.

Kate me arrancó la botella de las manos, le sacó el corcho y tomó un largo trago. Después de limpiarse la boca con el dorso de la mano me miró, sin duda tratando de decidir si ofrecerme a mí un poco o no. Supongo que consideró que me había hecho demasiado daño como para enmendarlo con pequeños gestos, así que se quedó con el vino.

Le dejé tomar otro trago antes de hablar.

– ¿Conoces a un hombre llamado Martin Rochester?

– ¡Ahhh! -chilló, como una rata atrapada bajo una bota-, ahora resulta que es Martin Rochester quien está en el ajo, ¿eh? Pues a mí no me coge un tipo de su calaña. Ya me ha traído bastantes problemas, el tío.

– ¿Entonces le conoces? -le pregunté con ansia. Sentí que mi corazón iba a estallar de la emoción. ¿Podía ser verdad que hubiera encontrado finalmente a alguien dispuesto a admitir que tenía algo más que una vaga familiaridad con aquel hombre tan enigmático?

– Oh, claro que le conozco, faltaría más -dijo Kate con indolencia-. Es tan hijo de puta como Wild, y el doble de listo también. ¿Qué tiene Rochester que ver con esto?

No podía dar crédito a mi suerte. Estaba asombrado de que Kate hablara de su conocimiento de aquel hombre con tanta tranquilidad.

– No lo sé -dije, fiel a la verdad-. Pero cada vez estoy más convencido de que si lo encuentro, nuestras vidas serán más fáciles. ¿Qué puedes decirme de él?

Kate abrió la boca, incluso empezó a hacer algunos ruidos, pero se retuvo, y sus labios se extendieron en una mueca carnívora.

– Todavía no me ha dicho lo que tiene usted con Rochester.

– ¿Qué es lo que tienes tú con él? -le pregunté-. ¿Qué sabes de él?

– Yo sé mucho sobre él. Muchísimas cosas.

– ¿Entonces le has conocido? -inquirí-. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

– Oh, pues claro que le he conocido. Pero es imposible encontrarlo si él no quiere, eso sí se lo digo. Se dedica a eso, sí señor. Es un tipo duro.

– ¿Puedes decirme algo que pueda facilitarme su localización?

Sacudió la cabeza.

– Sólo que será mejor que lo encuentre antes de que él lo encuentre a usted.

– ¿Me lo puedes describir?

– Bueno, supongo que sí.

– Entonces, por favor hazlo.

Kate me observó con un brillo en la mirada. Pude ver que se le había ocurrido una idea que le parecía de lo más inteligente.

– ¿Por qué no quedamos en que lo hago después de que me dejen en libertad? -me lanzó una sonrisa manchada de vino.

– Estoy dispuesto a pagar por cualquier información que me ayude a encontrar a Rochester.

– Apuesto a que está dispuesto a pagar, pero mientras usted está dispuesto a pagar, yo me estoy pudriendo en la cárcel, ¿no? No hace más que decirme lo que usted quiere, pero si yo le doy a usted todo lo que quiere, me quedo sin nada, y estoy segura de que acabarán mandándome a Tyburn. Así que de ahora en adelante, usted póngase a pensar en todas las cosas que quiere de mí, y yo estaré encantada de dárselas una vez que haya salido de Newgate.

– Kate -dije, sintiendo cómo mi cuerpo se tensaba de furia-, creo que no te das cuenta de lo importante que es esto.

Pensé en el interés de Wild en mi investigación, y en sus esfuerzos por mezclarme en el juicio de Kate. Tenía que haber alguna conexión entre estos dos datos, pero no sabía cuál podía ser. Rochester era la figura escurridiza detrás de la muerte de mi padre, y tenía algún vínculo con Wild. Creí que sólo si me enteraba de algo más con respecto a ello, comprendería muchos de los misterios que me agobiaban.

Kate, sin embargo, no mostraba ningún interés en mis preocupaciones.

– Me dan igual sus problemas, y sé perfectamente que es Wild quien está detrás de los míos. Y sé que no hay nada entre Wild y Rochester, así que no hay nada que pueda usted decirle o hacerle a Rochester que pueda ayudarme.

Intenté razonar con ella durante casi quince minutos más, pero no dio su brazo a torcer. Pensé en echarla de la celda que le había conseguido, pero con eso no iba a arreglar nada. Así que la dejé, decidido a intentarlo de nuevo y decidido a pensar en algo con que poder presionarla para que hablara.


Al día siguiente recibí un mensaje para reunirme con Virgil Cowper en el Jonathan's. Llegué un cuarto de hora antes de la hora convenida, pero lo encontré sentado a una mesa solo, encorvado sobre un pocillo de café.

– ¿Qué ha descubierto? -le pregunté, sentándome frente a él.

Apenas si me miró.

– No hay ninguna prueba de que Samuel Lienzo suscribiera nunca acciones de la Mares del Sur.

No puedo decir que esta información me causara gran sorpresa. Teniendo en cuenta lo que sabía de la postura de mi padre con respecto a la Compañía y al Banco de Inglaterra, me hubiera sorprendido que fuera accionista.

– Sin embargo -continuó-, el caso de Balfour es completamente distinto. Tuvo acciones por valor de más de veinte mil libras.

No sabía hasta qué punto había tenido éxito Balfour como hombre de negocios, pero veinte mil libras era una cantidad astronómica para invertirla en un solo valor. Y si ese valor resultaba ser una ruina, me parecía que casi cualquier inversor acabaría también en la bancarrota.

– Dice usted que tuvo -pensé en voz alta-. ¿Así que no las tenía en el momento de su muerte?

– No puedo afirmar nada con respecto al momento de su muerte, pero el registro muestra que el señor Balfour compró sus acciones hace casi dos años y las vendió otra vez catorce meses después, hace hoy unos diez meses. Las acciones no subieron de manera insignificante en ese tiempo, y él consiguió una buena plusvalía.

Si Balfour había vendido sus acciones hacía diez meses, entonces su transacción con la Compañía de los Mares del Sur había tenido lugar diez meses antes de su muerte. ¿Cómo, entonces, podía este supuesto suicidio estar vinculado a la Compañía?

– ¿A quién se las vendió? -inquirí.

– Pues de vuelta a la Compañía, señor -me informó Cowper alegremente.

Eso era un golpe de mala suerte, porque si se las hubiera vendido a otro individuo, yo podría haberle seguido la pista. De nuevo el rastro terminaba en la Compañía y, de nuevo, no se me ocurría qué paso dar.

– Sí me encontré con otro nombre -me informó Cowper. Me ofreció una sonrisa torcida, como un ladrón de la calle ofreciendo un pañuelo caro por poco dinero.

– ¿Otro nombre?

– Sí. Relacionado con uno de los nombres que me dio.

– ¿Y qué nombre es ése?

Se acarició el hueso de la nariz con el dedo.

– Le costará otras cinco libras.

– ¿Y qué pasa si ese nombre no me dice nada?

– Pues que habrá malgastado usted cinco libras, me parece.

Sacudí la cabeza, pero me puse a contar las monedas de todas formas.

Cowper se las metió rápidamente en el bolsillo.

– El nombre con el que me encontré es también Lienzo. Miriam Lienzo, con dirección en Broad Court, Dukes Place.

Yo masticaba el aire.

– ¿Y es ése el único Lienzo que ha encontrado?

– El único.

No tenía ni tiempo de considerar qué significaba que Miriam tuviese acciones de la Mares del Sur. Con Cowper allí, necesitaba asegurarme acerca de mi padre y de Balfour.

– ¿Existe alguna otra posibilidad? -inquirí-. ¿Acerca del otro nombre, Samuel Lienzo?

– ¿Qué tipo de posibilidad? -fingió una carcajada y luego miró su café sin interés.

Pensé en cómo expresar mi idea.

– Que pensase que tenía acciones cuando en realidad no las tenía.

– Le aseguro que no lo entiendo -dijo Cowper. Se dispuso a beber del pocillo, pero no llegó a llevárselo a los labios.

– Entonces permítame que sea más preciso. ¿Existe alguna posibilidad de que tuviera acciones falsas de la Mares del Sur?

– No existe ninguna posibilidad -dijo apresuradamente-. Y ahora, si me disculpa… -comenzó a levantarse.

No estaba dispuesto a dejarle marchar. Alargué el brazo, lo agarré por el hombro, y le forcé a que volviera a sentarse. A lo mejor lo hice con demasiada fuerza. Hizo una mueca de dolor cuando le empujé al asiento.

– No juegue conmigo, señor Cowper. ¿Qué es lo que sabe?

Suspiró y fingió no sentirse impresionado por mi tono agresivo.

– Han circulado rumores por la Casa de los Mares del Sur, pero nada específico. Por favor, señor Weaver, podría perder mi empleo simplemente por especular acerca de la existencia de tal cosa. No deseo seguir hablando del tema. ¿No comprende el riesgo que corro por decirle cuanto ya le he dicho?

– ¿Sabe usted algo de un tal Martin Rochester? -pregunté.

Su rostro ahora se puso de un rojo encendido.

– Ya le he dicho, señor, que no pensaba hablar del tema.

Lo celebré internamente, porque Cowper acababa de darme mucha más información de la que yo esperaba; en su pensamiento, según parecía, las acciones falsas y Martin Rochester eran asuntos relacionados.

– ¿Qué cantidad le haría cambiar de opinión?

– Ninguna cantidad -se puso en pie y se abrió paso hasta la salida del café.

Me quedé sentado unos momentos, observando el bullicio a mi alrededor, indeciso acerca de cómo proseguir. ¿Podía la Compañía de los Mares del Sur haber asesinado al viejo Balfour para recuperar sus veinte mil libras? Obviamente no, porque acababa de enterarme de que había revendido las acciones a la propia Compañía. Además, si sus negocios eran tan gigantescos como sugería mi tío, y se contaban por millones, veinte mil libras no eran nada para una institución de tal calibre. ¿Podía haber aquí algo más, algo que se me hubiese escapado? ¿Y qué si su motivación consistía no en el dinero, sino en la ruina en sí misma? Llevaba toda la investigación suponiendo que el viejo Balfour había sido asesinado por dinero, mientras que mi padre había sido asesinado por otra razón, una razón relacionada con el robo cometido en los bienes del viejo Balfour. Ahora parecía que esas premisas eran erróneas, o como mínimo dudosas.

Mis reflexiones se vieron interrumpidas por uno de los mozos, que entró llamando a gritos a un caballero para quien traía un mensaje. Se me ocurrió una brillante idea, e inmediatamente pedí lápiz y papel y escribí una breve nota. Luego llamé al chico y le puse unos cuantos peniques en la mano.

– Anuncia esto dentro de un cuarto de hora -le dije-. Si nadie te contesta, lo rompes.

– Por supuesto, señor Weaver -me lanzó una sonrisa bobalicona y se dispuso a salir trotando.

Lo agarré por el brazo, no demasiado fuerte, sólo lo suficiente para detenerle.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -le pregunté, soltándole el brazo. No quería que se sintiera amenazado.

– Es usted una persona famosa, señor -anunció, satisfecho de su conocimiento-. Un boxeador, señor.

– ¿No eres un poco joven para haberme visto pelear? -me pregunté en voz alta.

– Nunca lo vi pelear, pero he oído hablar de usted. Y luego alguien me lo señaló.

Mi cara no delató nada.

– ¿Quién me señaló?

– El señor Nathan Adelman, señor. Me pidió que le hiciese saber si lo veía. Aunque no me dio ningún mensaje para usted -su voz se convirtió en un hilo al sospechar, me parece que por primera vez, que Adelman podría no haber deseado que me dijera nada. Escondió el mal que ya había hecho sonriéndome de nuevo.

Le di unos peniques más.

– Por tus molestias -le dije, esperando que mi dinero le disuadiese de pensar demasiado acerca de su error.

El chico se fue corriendo, proporcionándome algo de tiempo para pensar en lo que había dicho. Adelman deseaba saber si yo iba por el Jonathan's. No podía suponer que hubiera nada siniestro en ello. Una cosa que había llegado a creer era que Adelman decía la verdad cuando afirmaba que incluso hombres que no tenían nada que ocultar deseaban impedir mi investigación. No sabía si las sospechas de Bloathwait, como las de mi padre, en torno a acciones falsas de la Mares del Sur eran ciertas o no, pero sí sabía que incluso el rumor podía ser horriblemente dañino para la Compañía, tanto que a Virgil Cowper le había dado miedo sólo oír hablar de semejante cosa.

En un cuarto de hora, según lo acordado, el mozo reapareció, dándole con fuerza a la campana.

– El señor Martin Rochester -gritó-. Un mensaje para el señor Martin Rochester.

Me pareció una especie de golpe de genio por mi parte. No albergaba ninguna esperanza de que Rochester estuviera allí, ni de que se diese a conocer tan fácilmente; había llegado a demasiados extremos para mantenerse oculto como para hacerlo, pero pensé que esta demostración podía hacer que algún cabo se soltase. Y tenía razón.

No puedo decir que todas las conversaciones cesasen. De hecho, muchas conversaciones continuaron, ignorando los gritos del chico. Pero algunas cesaron. Observé cómo hombres sumergidos en sus conversaciones se callaban en mitad de una frase y levantaban la vista, con las bocas aún abiertas como ganado perplejo. Vi a hombres que susurraban, a hombres que se rascaban la cabeza, a hombres que miraban alrededor del café por si alguien respondía al aviso. El mozo se paseó por el café y no habría podido recibir más atención de haber sido la mejor actriz de la escena, llegada para pasearse desnuda en un club de caballeros.

El chico dio la vuelta entera, luego se encogió de hombros y volvió a sus quehaceres. Lentamente, los corredores a quienes mi experimento había sobresaltado regresaron a sus ocupaciones, pero a los pocos minutos vi a un hombre ponerse en pie y acercarse al mozo.

Era el amante de Miriam, Philip Deloney.

Le vi intercambiar unas palabras con el mozo y luego marcharse. Me levanté y fui a hablar con el chico, que se afanaba en recoger platos sucios de las mesas.

– ¿Te dijo ese hombre lo que quería?

– Quería saber quién había enviado ese mensaje, señor Weaver.

– ¿Y qué le dijiste?

– Le dije que había sido usted, señor.

Me reí suavemente. ¿Por qué no decírselo?

– ¿Y qué te dijo él?

– Me pidió que se lo enseñase, pero le dije que ya lo había roto en pedazos, como usted me dijo.

No podía ponerle pegas a la honestidad del muchacho. Le di las gracias y salí del Jonathan's.

Me golpeó un fuerte viento al abrir la puerta y echar a andar hacia la calle. ¿Qué interés podía tener Deloney en Martin Rochester? ¿Sería simplemente una coincidencia que tuviera intimidad con Miriam y que también estuviera relacionado con el hombre que yo creía responsable de la muerte de mi padre? No podía responder a esa pregunta con certeza. Pero sabía que no podía ya considerar mi interés por mi prima Miriam como una distracción de mi trabajo. No podía seguir albergando ninguna duda de que su amante, de algún modo, estaba vinculado a la muerte de mi padre.


Paseé hasta acercarme a Grub Street, donde la librera, la señora de Nahum Bryce, me había dicho que podía encontrar la tienda de Christopher Hodge, que había publicado panfletos de mi padre. En Grub Street entré en una taberna a pedir la dirección del establecimiento de Hodge, pero el tabernero se limitó a sacudir la cabeza.

– La tienda ya no existe -me dijo-. Y Hodge se fue con ella. Un terrible incendio lo mató a él y quemó de mala manera a un par de aprendices. Podía haber sido mucho peor, supongo, pero al menos ocurrió cuando les había dado a casi todos la tarde libre.

– Un incendio -repetí-. ¿Cuándo?

El tabernero levantó la mirada, intentando recordar.

– Me parece que hará unos tres meses, o cuatro ahora -especuló.

Le di las gracias y me fui a Moor Lane, donde de nuevo me encontré con la viuda del señor Bryce. Emergió de la trastienda, con un temblor en la comisura de los labios que indicaba que le hacía cierta gracia volver a verme. Solicité una reunión privada, y me llevó a través de la trastienda a una especie de recibidor, donde me senté en un sofá algo viejo y raído. Ella tomó un sillón enfrente de mí y le ordenó a uno de los aprendices que nos sirviera té.

– ¿En qué puedo ayudarle, caballero? -me preguntó la señora Bryce.

– Deseo hacerle unas preguntas acerca de una información que usted me dio que me ha resultado de lo más extraña. Verá, me parece muy raro que usted me aconsejara que fuera en busca de un tal señor Christopher Hodge de Grub Street cuando la tienda del señor Hodge, junto con el propio señor Hodge, parece haberse quemado hace unos meses.

La boca de la señora Bryce se abrió y se cerró varias veces, mientras intentaba ordenar sus pensamientos.

– Me asombra usted -comenzó al fin-. Y me duele, señor, que usted crea que yo le he engañado de alguna manera. Si yo fuera un hombre, podría desafiarle por cometer un error semejante; como soy una mujer, debo entender que usted no me conoce, y cualquier insulto que usted profiera contra mí es un insulto dirigido a la persona que usted cree que yo soy, una persona que no existe.

– Estoy dispuesto a ofrecerle mis disculpas si la he juzgado mal de alguna manera.

– Nunca busco disculpas, se lo aseguro. Sólo que no esté usted convencido de una falsedad. Según yo lo recuerdo, señor, cuando usted me preguntó por el editor de los panfletos del señor Lienzo, yo le mencioné a Christopher Hodge, ya que efectivamente fue él quien había enviado a la imprenta algunos escritos del señor Lienzo. Sé muchas cosas acerca de las actividades del señor Hodge, porque era un gran amigo de mi marido y mío. De hecho, tras la muerte del señor Bryce, el señor Hodge me proporcionó una gran ayuda en el manejo de este negocio. No desconocía su muerte, porque me afectó muy profundamente. Pero en cuanto a que yo no le informase del fallecimiento de Kit Hodge, sólo tengo que recordarle que usted interrumpió mi narración para preguntarme por el señor Deloney, y luego se fue usted a toda prisa. Si omití algunos detalles que a usted le hicieran falta, debe considerar que el error recae en usted, señor, por haberse marchado tan apresuradamente.

Me puse en pie y le hice una reverencia.

– Es usted justa en sus críticas, señora Bryce. Me he apresurado.

– No importa. Como le digo, sólo deseaba que le quedasen las cosas claras. Aunque -dijo, y supe por la sonrisa que intentaba esconder, que quizá estuviese a punto de decir algo que le parecía divertido- que crea que yo intentaba engañarle a usted me parece de lo más interesante. Porque resulta que el señor Deloney volvió a mi tienda justamente ayer, y le pregunté si usted se había puesto en contacto con él. Cuando le dije su nombre, me aseguró que nunca había ido con usted a la universidad, y luego le insultó con unas palabras que nunca repetiré. De modo que, como ve, señor, desde mi punto de vista, parece claro que era usted quien intentaba engañarme a mí.

No me quedó más remedio que reírme, y con ganas. Volví a ponerme en pie y me incliné ante la señora Bryce.

– Me ha corregido usted, señora, y le doy las gracias.

Ella se limitó a devolverme su encantadora sonrisa de viuda.

– Debo decir que su respuesta me asombra. Y me encantaría que me contara por qué se sintió usted obligado a engañarme acerca de su relación con el señor Deloney.

– Señora Bryce -comencé-, seré franco con usted, pero espero que me disculpe si también me muestro circunspecto. Me han contratado para descubrir si hubo algo que no fuera accidental en la muerte de Samuel Lienzo, y he llegado a la sospecha de que ciertamente puede haber algo, y de que su muerte puede estar relacionada con una información que había adquirido, una información que deseaba publicar en forma de panfleto. Yo tenía en mi poder, y he perdido, un ejemplar manuscrito del panfleto, y deseaba saber si el señor Lienzo había intentado publicar una copia de él antes de su muerte. Si resulté falso, o si sospechaba que usted lo estuviera siendo, fue sólo porque esta investigación me ha impuesto la necesidad de ser tanto discreto como suspicaz.

La señora Bryce sofocó un grito.

– ¿Está usted queriendo decir -comenzó- que cree que el señor Deloney tiene algo que ver con todo esto?

No tenía ninguna gana de hablar de mis sospechas, así que sólo le dije a la librera que mis sospechas con respecto a Deloney habían resultado equivocadas.

– Ese incendio que acabó con la tienda del señor Hodge… -insistí-. Ya que usted le conocía, no puedo evitar preguntarme si le pareció en alguna manera sospechoso el fuego.

La señora Bryce sacudió la cabeza.

– No me lo pareció. Con lo mucho que me dolió su muerte, no podemos estar buscando intención detrás de todos los desastres. No pensé nada más que en lo triste que era. ¿Está usted intentando sugerir, señor, que cree que su tienda fue incendiada y que él fue asesinado para evitar la publicación del panfleto del señor Lienzo? ¡Pero bueno, la sola idea es descabellada!

– Yo hubiera pensado prácticamente lo mismo -le dije- hasta hace muy poco. No digo que crea que las alegaciones sean ciertas, señora, pero me parecen al menos posibles.

– Supongo que el primer paso sería determinar si tenía el panfleto en su poder en el momento del incendio de la tienda. Da la casualidad de que fui yo quien se encargó de sus asuntos después de su muerte. Así lo estipulaba su testamento. La mayoría de sus cosas resultaron destruidas, pero algunos de sus inventarios se salvaron. Si quiere, podemos analizarlos.

Le di las gracias a la señora Bryce y juntos fuimos a su estudio, donde me mostró media docena de libros mayores que olían a quemado y a moho. Hodge los había escrito en una caligrafía densa pero legible, y por segunda vez en un periodo de tiempo muy breve me inquietó estudiar lo escrito por un hombre cuya vida, con toda probabilidad, le había sido arrebatada. Juntos estuvimos examinando los libros durante dos horas, bebiendo té mientras la señora Bryce me explicaba las anotaciones y me hablaba de algunas obras en particular, si estaban bien o mal escritas, si a su marido le habían gustado o no. Por fin, después de vernos obligados a encender varias velas para mitigar la creciente oscuridad, la señora Bryce encontró una línea en uno de los libros: «Lienzo: conspiración/papel».

Me la quedé mirando.

– Parece una prueba convincente -dije con voz queda.

La señora Bryce se tomó su tiempo para responder.

– No prueba que nadie matara al señor Hodge -dijo por fin-, pero de todas formas, le agradecería que no siguiese frecuentando mi establecimiento.

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