Dieciséis

Pasé la noche visitando unas cuantas tabernas y posadas, con la esperanza de aprender algo más acerca de Bertie Fenn, el conductor que había arrollado a mi padre. Nadie que yo conociese pudo decirme lo que necesitaba saber. La mayoría no había oído hablar de él, pero unos pocos sí tenían noticia de su asociación con un oscuro personaje llamado Rochester. No pude encontrar a nadie que supiera dónde estaba, pero hice saber que recompensaría generosamente cualquier información con una bonita cantidad. Sabía que siendo tan franco se multiplicaban las posibilidades de que el hombre al que perseguía se enterase de mi búsqueda. Este conocimiento, o bien le llevaría a esconderse más aún, o bien le haría venir a mi encuentro.

Abandonada la esperanza de enterarme de nada más aquella noche, me aposenté con una reconfortante cerveza en la taberna de Bedford Arms, en la Little Plaza de Covent Garden. Este antro diminuto y húmedo atraía a los rufianes y sinvergüenzas habituales del vecindario, la mayoría de los cuales se ganaba la vida robando, conque mantuve un ojo alerta mientras me bebía la jarra sentado en silencio en una esquina. A veces, en lugares como aquél, me encontraba con un conocido o dos, y la mayoría de las veces agradecía la compañía, pero no tenía ninguna gana de beber con amigos aquella noche. Tenía demasiados enigmas que resolver.

El principal de ellos era el panfleto de mi padre y sus implicaciones. ¿Podían resultar ciertas las elucubraciones filosóficas de Elias? ¿Podía una compañía registrada como la Mares del Sur verdaderamente recurrir al asesinato para mejorar su rendimiento? Seguía encontrando la idea fantasiosa, pero no podía deshacerme de la convicción de Elias a la luz de lo declarado en Una conspiración de papel. Este panfleto, sin embargo, explicaba poco en el fondo y daba pie a muchos interrogantes. Incluso si mi padre había contraído una enemistad mortal con alguien de la Compañía de los Mares del Sur, aún me quedaba por saber de qué modo había resultado implicado Balfour. Y, puestos a averiguar, también necesitaba entender la naturaleza del vínculo con Bertie Fenn, que había arrollado a mi padre, y el nuevo jefe de Fenn, Martin Rochester.

La otra preocupación importante que me ocupaba el pensamiento era la belleza de ojos oscuros que acababa de entrar en la taberna, con el claro objetivo de que alguien la invitase a una jarra de vino. No deseo que mis lectores crean que al fijarme en esta chica había perdido todo aprecio por Miriam; nada sería más falso. De hecho, me interesaba por los placeres de esta accesible criatura precisamente porque creía que los encantos de Miriam me estaban prohibidos. Las veinticinco libras que le había enviado a mi prima política podían procurarme una cierta gratitud, pero por unos pocos chelines, aquí podía procurarme una gratitud mucho más íntima de forma mucho más inmediata.

Cuando me disponía a levantar mi jarra a la salud de aquella seductora, la puerta de la taberna se abrió de golpe y media docena de hombres, la mayoría empuñando pistolas, irrumpieron en la sala. Instintivamente me llevé la mano a la espada, pero enseguida me di cuenta de que su negocio no iba conmigo, ya que a la cabeza del grupo estaba el mismísimo Jonathan Wild. Su lugarteniente, Abraham Mendes, echó una ojeada alrededor del local y luego señaló a un sujeto de aspecto canallesco que estaba sentado con un par de rameras al fondo de la taberna. Si Mendes me había visto, no dio muestras de ello. Echó a un lado unas cuantas sillas y se abrió paso hacia su presa.

El viejo, una masa flaca de piel picada de viruela y mechones ralos y canosos, no podía hacer más que terminarse la cerveza y esperar la llegada de Mendes y de los demás. Quizá se había guardado para sí parte del botín de Wild, como había hecho Kate Cole, o quizá simplemente era tan viejo que ya no era un ladrón lo suficientemente eficaz como para que Wild lo mantuviese. Daba lo mismo: Wild ahora lo enviaría a que lo juzgasen e, inevitablemente, a que lo condenasen. El gran apresador de ladrones se embolsaría su recompensa, y estos apresamientos públicos no harían sino incrementar su reputación como heroico enemigo del crimen.

Dos de los hombres, bajo la supervisión de Mendes, agarraron al resignado sacrificio humano por los sobacos y lo pusieron en pie. Wild se mantuvo alejado y miraba en torno a la taberna, quizá con la esperanza de discernir el estado de humor del local, y al pasear la mirada sus ojos se encontraron con los míos. Esperaba que apartase la vista, pero lo que hizo fue avanzar cojeando para hablar conmigo.

– Buenas noches tenga usted, señor Weaver -me hizo una reverencia profunda. Su mueca daba la impresión de que sabía algo gracioso, casi como si compartiésemos un chiste.

Levanté la jarra en señal de saludo, pero la expresión de mi cara dejaba claro que no tenía intención de honrarle.

– Confío en que su investigación actual siga progresando -me dijo con simpatía picarona.

No pude menos de colegir que se refería al caso de Sir Owen, ya que él mismo se había involucrado, aunque fuera indirectamente, al delatar a la pobre Kate. ¿Eso era lo que le hacía tanta gracia? ¿El haber mandado a una mujer a una horca casi segura para que la castigasen por algo que había hecho yo?

– Un negocio complicado, el asesinato -continuó.

– El que usted haya delatado a Kate lo convierte en el asunto más complicado del mundo -repliqué.

Se rió suavemente.

– Usted no me está entendiendo. No me importa nada el asunto de Kate Cole. Me refiero a su investigación actual. Como le digo, un asunto muy complicado. Los hay que creen que si no encuentran al canalla inmediatamente, nunca lo encontrarán, pero usted merece toda mi confianza.

Abrí la boca para responder, pero no salió ni una palabra.

No importaba que yo me hubiese quedado sin habla. Viendo que sus hombres le esperaban, Wild se inclinó de nuevo y se fue de la taberna con ellos tras de sí.

El lugar irrumpió en cuchicheos al momento de salir el apresador de ladrones; para la mayoría de los parroquianos, este arresto era más que un chisme, era un asunto de negocios. Les oía especular acerca de las razones que habían llevado a Wild a elegir a este hombre, porque el viejo tonto se lo había buscado, y porque, al fin y a la postre, cada uno de los hombres que quedaban confiaban en no ser jamás presa del mismo destino.

Levanté la vista de la bebida y vi a la chica morena y bonita sentada a unas pocas mesas de donde me encontraba yo, y me lanzó una mirada, con la esperanza de llamarme la atención. Me di media vuelta, porque mis inclinaciones románticas se habían esfumado junto con Wild. No era la tiranía con la que Wild gobernaba a sus soldados lo que había agriado mi humor, porque lo cierto era que ya estaba acostumbrado a escenas así. Lo que ocurría era que no podía dejar de darle vueltas a las palabras que Wild me había dicho. ¿Cómo se había enterado él de que yo estaba investigando la muerte de mi padre? Y, lo más importante quizá, ¿por qué sentía la necesidad de hacerme saber que se había enterado? Intenté convencerme de que su única preocupación se basaba en la rivalidad laboral, pero había demasiada malicia en la expresión de Wild como para poder aceptar esa explicación. Ni me atrevía a adivinar por qué, pero mi investigación sin duda significaba algo para él. De tener razón, de poder confiar en mi instinto, entonces, antes de descubrir quién había matado a mi padre, tendría que vérmelas con el hombre más peligroso de Londres.


No perdí más tiempo antes de visitar a Perceval Bloathwait en su casa adosada en Cavendish Square. En lugar de escribirle una carta servil rogándole que me recibiera, adopté un método más directo: uno que funcionó con más eficacia de lo que me había atrevido a esperar. Simplemente me presenté allí después de mediodía y le entregué mi tarjeta a un lacayo descuidadamente vestido, que me invitó a esperar en un estrecho recibidor. La habitación se resentía por la ausencia de ventanas, y la poca luz que recibía llegaba comida por los muebles, en marrones y rojos apagados, y por los sombríos retratos de puritanos, sin duda los antepasados de Bloathwait, que colgaban torcidos de las paredes. No pude encontrar ningún libro con el que pasar el rato, de modo que, a falta de otra ocupación, me puse a pasear por la habitación con lenta intensidad. Pensé que mis pisadas levantarían una nube de polvo de la vieja moqueta, pero los muebles de Bloathwait sólo estaban viejos, no sucios.

La modestia de la casa me sorprendió, porque, como miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, Bloathwait tenía que poseer una inmensa fortuna. Aunque tampoco es que viviera en la pobreza, yo me había imaginado algo más cercano al esplendor: habitaciones grandes, abiertas y soleadas, columnas clásicas, muebles espléndidos, y criados elegantemente uniformados. Quizá, pensé, un hombre mayor, soltero, que se dedica a sus negocios no tiene ni la oportunidad ni la inclinación hacia el placer.

Reconsideré este juicio, sin embargo, cuando, después de unos tres cuartos de hora, la entrada de una bonita criada interrumpió mis paseos. La chica estaba un poco entrada en carnes, pero resultaba agradable, con un vestido cuyo escote era tan bajo que deleitaría, supuse, las lascivas miradas de su amo. Su pelo era rubio claro, sus ojos de un delicioso color avellana, y tenía la piel lechosa y cubierta de pecas. Sin darse cuenta al principio de mi presencia, se detuvo en mitad del cuarto y dio un chillido al verme de repente.

– Dios me bendiga -dijo llevándose la mano al pecho-. Le ruego me disculpe, señor. No le vi, ni sabía que estuviera usted, o no hubiera pasado por aquí, teniendo visita. Pero es que hay que dar mu cha vuelta, y cuando no hay nadie, no veo que haya nada malo en pasar por aquí, aunque si el señor Bloathwait lo llega a saber me arranca el pellejo.

Le sonreí y le hice una reverencia.

– Benjamin Weaver, a su servicio.

– Oh -suspiró, como si un hombre con una chaqueta elegante nunca le hubiese dicho una galantería. Se me quedó mirando y luego, recordando quizá cuál era su sitio, bajó la mirada-. Yo soy Bessie -hizo una reverencia, y yo disfruté del rubor de su piel pálida y pecosa-. La moza de la colada.

Yo sabía que no era común que un solterón como Bloathwait mantuviese servicio femenino a no ser que lo requiriese para algo más que para fregar y lavar. Si tal era el caso con Bessie, pensé, entonces pudiera ser que su presencia aquí significase que era justamente el tipo de chica complaciente que podía resultarme útil.

– ¿Te gusta trabajar para el señor Bloathwait, Bessie? -me acerqué a ella, para poder ponerme justo delante de esta bonita moza de la colada.

– Oh, sí que me gusta -asintió con entusiasmo un poco exagerado, como si yo fuese a informar a alguien de que ella se encontraba insatisfecha.

– ¿Qué clase de hombre te parece que es?

Entreabrió un poco la boca. Sabía que la estaba interrogando, pero no sabía por qué.

– Oh, no sería capaz de responder a una pregunta así. Pero es un gran hombre, seguro -levantó la vista como si se hubiera acordado de algo-. Voy a tener que seguir con lo mío, señor. Si el señor Stockton, el mayordomo del señor Bloathwait, me encuentra aquí hablando con un caballero fino, seguro que no deja de hacerme preguntas.

– Pues no querría yo que eso ocurriese, claro. Pero sí me agradaría bastante, Bessie, que volviéramos a vernos alguna vez en el futuro. A lo mejor podríamos concertar una cita durante la cual no temiéramos al señor Stockton. ¿Te gustaría?

El delicioso rubor se extendió de nuevo por su rostro, su cuello y su escote. Cayó en una reverencia tan baja como rápida.

– Oh, sí señor. Me gustaría, señor.

– ¿Cuánto te gustaría? -le pregunté, tomando un chelín de mi monedero y poniéndoselo en la palma de la mano. Sujeté el dorso de su mano con la palma de la mía mientras con la otra le cerraba los dedos en torno a la moneda. Acaricié suavemente sus deditos gordezuelos con el pulgar.

– Mucho -suspiró.

– A mí también me gustaría mucho -aparté la mano y deslicé con suavidad los dedos sobre su cara-. Debes irte ya, Bessie, no vaya a ser que el señor Stockton venga a buscarte.

Volvió a hacerme una reverencia y se fue corriendo.

Lo cierto es que no soy el tipo de hombre al que se le caigan los anillos por utilizar un chelín o dos para conquistar a la moza de la colada de un caballero, pero tenía en mente algo más que los placeres de la carne. Me parecía útil tener una confederada flexible dentro de la casa de Bloathwait, y si encima era una belleza flexible, miel sobre hojuelas.

Unos diez minutos después de la partida de Bessie el lacayo zarrapastroso regresó y me dijo que Bloathwait me recibiría. Le seguí a través del vestíbulo hasta una puerta cerrada. Llamó una vez y la abrió revelando una habitación abarrotada de muebles, decorada en los mismos tonos apagados del recibidor.

El estudio, a pesar de todo, dejaba entrar más luz, pero la claridad que penetraba por las ventanas hacía poco por disipar la sensación de oscuridad, igual que la evidente limpieza de estas habitaciones hacía poco por disipar la sensación de estar levantando polvo al andar. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros, con los volúmenes ordenados con el tamaño como criterio. En el suelo cerca de muchas de las estanterías había libros mayores apilados sin aparente cuidado, y había hojas de papel sueltas sobre las estanterías y metidas entre las páginas de los libros.

Para ser un hombre por cuya casa daba la impresión de que las apariencias le importaban poco, Bloathwait había diseñado su estudio atendiendo a cada detalle. Era un hombre enorme, y su mesa de trabajo de tamaño exagerado le impedía parecer un adulto ridículo sentado en una silla construida para un niño. Estaba sentado con el aire de dignidad que su tamaño sugería, ya que este hombre, después de todo, era una de las figuras más importantes del mundo financiero de Londres.

Bloathwait estaba atendiendo a sus asuntos con una rigidez formal, con la sombría peluca negra y el traje negro cerniéndose sobre su gran masa corporal como una nube de tormenta. Una mano manchada de tinta navegaba por los papeles con una furiosa precipitación, como si nunca fuera a haber tiempo suficiente para todo el trabajo que aún le quedaba por hacer, y, en su obsesión, me pareció a medias un loco y un canalla: un hombre igualmente capaz de ordenar mi muerte como de derramarse el tintero sobre el regazo.

Supongo que tenía un aspecto que se diferenciaba poco del que tenía el hombre al que yo recordaba de mi infancia; aquella criatura era enorme, llena de facciones grotescamente desproporcionadas por lo pequeñas: boca, dientes, nariz, ojos, todo ello perdido en un rostro ancho y carnoso. Ahora había algo que me pareció más desagradable que terrible, más dado a suscitar repugnancia que temor. Aun así, sabía que si me lo acabase de encontrar por la calle, si hubiese aparecido en la periferia de mi visión, me hubiese helado la sangre.

Echándome sólo una mirada fugaz, Bloathwait utilizó el antebrazo para limpiar un espacio de papeles, y luego agarró una hoja para revisarla. Pilas y más pilas de documentos cubrían por completo la superficie de su mesa; algunos de ellos estaban completamente llenos de una letra diminuta y apretada, mientras que otros tenían sólo unas pocas palabras. No podía imaginarme que un hombre tan importante para el funcionamiento del Banco de Inglaterra pudiera prosperar en semejante caos.

– Señor Weaver -dijo al fin. Puso la pluma sobre la mesa y me miró. Un viejo reloj, tan ancho como un hombre y alto como un hombre y medio, empezó a emitir unas campanadas de sonido oxidado, pero Bloathwait elevó la voz por encima del ruido mecánico-. Siéntese, por favor. Confío en que me dirá el motivo de su visita con toda prontitud.

Al ir a sentarme en una silla de aspecto cojo frente a la mesa, le vi alargar el brazo para coger un pliego común que se encontraba en el borde mismo del alcance de su mano. Fue un movimiento sutil, cauto y despreocupado al mismo tiempo, pero me llamó la atención, como lo hizo también el trozo de papel que cubrió con él. No sabría decir qué contenía, escrito en una caligrafía desordenada, pero alguna palabra o frase de aquella página me inquietó en el momento preciso que Bloathwait la escondía de mi vista. Con la mano libre cogió un volumen de gran tamaño y lo colocó sobre el papel. Entonces me brindó su atención.

Al ver que yo observaba sus movimientos entornó los ojos con desaprobación.

– Espero sus órdenes -dijo lacónicamente-. He dispuesto un cuarto de hora como máximo para esta entrevista, pero me reservo el derecho de acortar ese espacio de tiempo en caso de considerar que la reunión es improductiva.

No se podía estar seguro nunca con una criatura como Bloathwait, pero tuve la impresión de que mi presencia le ponía nervioso, y sentí una extraña emoción, por poder hostigar a este hombre que tanto me había hostigado a mí de niño. Estábamos allí sentados como iguales, o al menos como no del todo desiguales. En cualquier caso, él sentía que le convenía escuchar lo que yo venía a decirle.

– ¿Y qué es lo que desea usted que produzca esta conversación? -pregunté, optando por ser deliberadamente elíptico.

Bloathwait parpadeó como una bestia obtusa.

– ¿Qué expectativas voy a tener? Es usted quien viene a verme a mí.

Deseando librarme de su frío escrutinio, pensé que era mejor no seguir evitando el tema.

– He venido, señor Bloathwait, porque estoy investigando la muerte de mi padre.

Su rostro no mostró ninguna emoción, pero garabateó una nota en un trozo de papel.

– Me resulta muy extraño que venga usted a mí -no levantó la mirada al hablar-. ¿Cree usted que yo sé algo de las operaciones de los carruajes de alquiler?

Me dolió un poco esta contestación. Se me ocurrió que, a pesar de mis esfuerzos por darme importancia, aún me sentía bastante infantil en presencia de Bloathwait, como si él fuera un pariente mayor o un maestro; ponerle nervioso, descubrí, me hacía sentirme travieso en lugar de poderoso. No iba a llegar a ninguna parte si me estremecía cada vez que me miraba con desaprobación, así que involuntariamente tensé los músculos del pecho y decidí tratarle como a cualquier otro hombre.

– Claro que no -dije, fingiendo impaciencia-. Pero según mis recuerdos usted sí conocía bastante a mi padre.

Levantó la cabeza una vez más.

– Su padre y yo trabajábamos ambos en la Bolsa, señor Weaver, cada uno a su manera. Asistí al funeral de su padre sólo por cortesía, nada más.

– Pero usted le conocía bastante -insistí-. Eso es lo que he oído.

– No voy a responder acerca de lo que usted haya oído o haya dejado de oír.

– Entonces se lo contaré yo -le dije, encantado ahora de haber tomado las riendas de la conversación-. Me han dicho, señor, que usted se acostumbró durante toda su vida a estar al corriente de los asuntos de mi padre. Que se familiarizó usted con sus negocios, sus conocidos, sus idas y venidas. Sé que al menos en una ocasión se ocupó usted brevemente de las idas y venidas de sus hijos, y que más tarde trasladó ese interés al propio padre.

Me ofreció la más débil de las sonrisas, dejando a la vista un muro de dientes torcidos e incongruentemente grandes.

– Su padre y yo habíamos sido enemigos. Ya veo que usted alberga algún recuerdo de esa animosidad. Aunque la enemistad terminó hace mucho tiempo por mi parte, he aprendido que lo más sabio es asumir que los congéneres de uno suelen ser menos generosos que uno mismo -hizo una pausa breve-. Mantuve una familiaridad distante con su padre por si acaso él me deseaba mal. Eso nunca resultó ser cierto.

– Esperaba -continué- que, como usted efectivamente había mantenido esa familiaridad, pudiera darme alguna idea acerca de quién podía desearle mal.

– ¿Por qué cree que alguien pudiera desearle mal? A mí me habían hecho creer que su muerte fue un desafortunado accidente.

– A mí me han hecho creer otra cosa -expliqué. Y procedí a informarle de las sospechas de William Balfour.

Bloathwait me escuchó como un estudiante en una clase magistral. Tomaba notas mientras yo hablaba, y parecía estar reflexionando sobre los aspectos confusos de mi narración. Cuando terminé, cambió su expresión a una de vago regocijo, sacudiendo la cabeza y torciendo su pequeña boca en una sonrisa condescendiente.

– Con ser Balfour hijo sólo la mitad de tonto que Balfour padre, entonces es ya el doble de tonto que cualquiera al que pueda hacérsele caso. Le diré lo siguiente: no tengo ningún desprecio por la pobreza, ninguno en absoluto. Si un hombre comienza con nada y termina con nada, es como la mayoría de los hombres sobre la faz de la tierra. Algunos hombres se enriquecen y se vuelven despectivos con respecto a otros hombres que son pobres o que comenzaron siendo pobres. Yo sólo desprecio a los hombres que una vez fueron ricos y se volvieron pobres. Yo he tenido reveses, usted, obviamente, eso lo sabe, pero un verdadero hombre de negocios es capaz de revertir sus reveses. Balfour lo malgastó todo en placeres disparatados, y no le dejó nada a su familia. Le desprecio.

– Yo creo que hay que darle cierto crédito a lo que dice el hijo. Si bien no hay que darle ninguno al hijo mismo -añadí tras un instante.

Toqueteó la esquina de un trozo de papel.

– ¿Tiene usted alguna prueba de estas sospechas?

Pensé que era mejor no compartir aún ninguna información. Deseaba saber lo que sabía Bloathwait, no cómo iba a responder a la poca información que ya tenía yo.

– Si tuviera pruebas -dije-, no tendría necesidad de solicitar su ayuda. Ahora mismo sólo tengo sospechas.

Se inclinó hacia delante, como para señalar que ahora deseaba prestarme toda su atención.

– Le diré que yo albergaba una especie de antipatía personal por su padre. Se lo digo sin vacilaciones. En asuntos de la Bolsa, sin embargo, no podía evitar respetarle, como respetaría a cualquier hombre que defendiese al Banco de Inglaterra. Haré por tanto todo lo que pueda para ayudarle, para así honrar a todos los hombres que honran al Banco. No puedo decirle que crea en su fantástica historia de tramas de asesinatos y valores perdidos, pero si usted desea realizar algún tipo de investigación, en absoluto le impediré que proceda.

Pensé que sería mejor reconocer lo que él claramente veía como una muestra de generosidad por su parte.

– Gracias, señor Bloathwait.

Se acarició la barbilla pensativamente.

– Y además no me gusta la idea de que alguien pueda asesinar a alguien de su raza con impunidad -continuó-. No hace falta que le diga que nosotros los disidentes sufrimos casi tantas incomodidades como ustedes los hebreos, y detesto pensar que cualquiera pueda matar a otro sin temor al castigo siempre y cuando su víctima no sea miembro de la Iglesia anglicana.

– Respeto su sentido de la justicia -dije con cautela.

Se reclinó en el asiento y extendió las manos sobre la gran explanada de su pecho.

– Ojalá supiera de algo que pudiera ayudarle. Sólo puedo decirle esto: en las semanas anteriores al accidente, oí algunos rumores acerca de su padre. Al parecer se había convertido, de alguna manera, en enemigo de la Compañía de los Mares del Sur.

Me concentré en ofrecer un aspecto sólo levemente curioso, aunque deseaba hacerle mil preguntas, ninguna de las cuales podía formular. Que Bloathwait hubiese oído hablar de la enemistad entre mi padre y la Compañía no probaba gran cosa, pero me confirmaba la importancia del panfleto que mi tío había descubierto.

– Cuénteme algo más acerca de lo que oyó.

– Me temo que no hay nada más -me dijo con un despreocupado movimiento de la mano-. La gente no habla mal abiertamente de la Compañía, señor Weaver. Es con mucho demasiado poderosa como para enfrentarse a ella. Sólo oí que su padre se había metido en un asunto que podía dañar los intereses de la Mares del Sur. Nunca supe de la naturaleza del asunto ni de la del daño.

– ¿A quién oyó hablar de esto?

Sacudió la cabeza.

– No sabría decirle. Fue hace mucho tiempo, y no reparé en ello en aquel momento. Los hombres de negocios a menudo intercambian información de manera informal. Siento mucho no haber prestado más atención.

– Yo también lo siento.

– Si me enterase de algo más, no dudaré en ponerme en contacto con usted. Sólo puedo recomendarle que si realmente cree que su padre fue asesinado, entonces habrá usted de descubrir qué podría haber hecho para enfadar a los hombres de la Compañía de los Mares del Sur. Entonces deberá determinar qué medidas tomaría la Compañía en ese caso.

– ¿Qué podría haber hecho un hombre para enfadar a la Compañía?

Bloathwait extendió las manos en un gesto de ignorancia.

– No puedo decirle cómo piensan los directores de la Mares del Sur, señor. Si un hombre llegase a amenazar sus ganancias, ¿le atacarían? No lo sé. Pero sí creo que su padre no tenía ningún enemigo más poderoso cuando murió.

– ¿Cree usted, señor, que la Compañía mantendría a matones para asesinar a quienes amenazasen sus ganancias?

– Nunca he dicho eso -respondió Bloathwait fríamente-. Sólo afirmo que los directores de la Mares del Sur son hombres ambiciosos. No sería capaz de adivinar hasta qué extremos podrían llegar para proteger sus ambiciones.

No podía fiarme del aire de desinterés con que estaba sugiriendo la vileza de la Compañía. De niño, Bloathwait me había dado muestras de ser un conspirador ambicioso, y no se había convertido en un hombre de tanta importancia sin aprender a ser sutil. Su cautela a la hora de hablar de la Compañía escondía sin duda hasta qué punto deseaba que yo creyese lo que estaba sugiriendo.

– Estas ambiciones -le dije, utilizando el mismo tono despreocupado- amenazan al Banco de Inglaterra, ¿no es cierto? La Compañía de los Mares del Sur es su rival más peligroso. Supongo que usted se beneficiaría enormemente en caso de que yo descubriese cualquier práctica incorrecta por parte de la Compañía.

El rostro de Bloathwait se ensombreció, y en un instante vi al hombre de mi infancia: enorme, decidido y temible por su intensidad.

– Creo que va usted demasiado lejos -su voz era un susurro profundo y hostil-. ¿Está usted sugiriendo que yo amenazaría los negocios de otros por un motivo banal? Usted vino aquí para solicitar mi ayuda, y yo le he contado lo que sé. Encuentro sus insultos tan inexplicables como descorteses.

– No pretendía ser descortés -procuré que mi tono fuera conciliador, aunque lo que salió de mi boca fue una réplica airada.

Sacudió la cabeza para mostrar su desprecio por mis torpes esfuerzos de reconciliación. Nuestro discurso se asemejaba ahora a los parlamentos de una obra de teatro más que a una conversación: ninguno de los dos decía nada parecido a la verdad, pero no nos atrevíamos a apartarnos demasiado del papel.

– Puede usted encontrar la salida por sí solo -dijo con voz queda, esperando transmitirme más las exigencias de su trabajo que la ofensa de mis acusaciones-. No tengo más tiempo para usted. Le deseo buena suerte en su investigación, y si me tropiezo con información que pueda resultarle útil, se la haré llegar.

Me puse en pie y me incliné ante él. Acababa de volverme cuando me llamó por mi nombre.

– No soy capaz de adivinar qué descubrirá en sus pesquisas, Weaver, pero en caso de que se enterase de algo acerca de la Compañía de los Mares del Sur que parezca ser de naturaleza… -hizo una pausa para elegir las palabras- incriminatoria, le ruego que venga a mí con la información antes de ir a ningún otro sitio. Le prometo que el Banco recompensará generosamente su consideración.

Hice otra reverencia y abandoné el despacho.

Sentí cierto alivio al marcharme, ya que creí que siempre procuraría mantenerme a cierta distancia de Bloathwait. Por ahora, sin embargo, sabía que no iba a poder disfrutar de tanta distancia como me hubiese gustado mantener. Me había confirmado lo que ya sabía: que mi padre había convertido a la Compañía de los Mares del Sur en su enemigo. La mera existencia de esta enemistad no probaba el asesinato, pero me daba un lugar hacia el que dirigir mis investigaciones. Y, lo que era más relevante, Bloathwait se había mostrado dispuesto a colaborar conmigo, siempre y cuando fuera a hacer sufrir a la Compañía de los Mares del Sur. Me resultaba reconfortante la idea de que, de convencerme de la culpabilidad de la Compañía o de sus agentes, iba a tener un aliado poderoso, aunque también peligroso.

Al avanzar hacia la puerta, me detuve y le pregunté a un hombre encorvado de mediana edad si conocía el paradero de Bessie, pero el buen hombre me despidió con cajas destempladas.

– Largo de aquí -me espetó, mostrando los dientes como una cabra-. Bastante boba es Bessie ya como para que la despiste todavía más alguien como usted.

Hice una reverencia obediente y me alejé de la casa. Pero se me había metido en la cabeza que regresaría, y la próxima vez no utilizaría los caminos de la formalidad.

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