Seis

En lugar de volver a casa me dirigí inmediatamente a los alrededores de Bloomsbury Square, donde mi amigo Elias Gordon se alojaba, muy por encima de sus posibilidades, en Gilbert Street. En aquellos días yo era más joven, y necesitaba poca ayuda, pero en momentos en los que no podía servir yo solo a alguno de mis clientes adecuadamente, acostumbraba a llamar a Elias, un cirujano escocés y mi amigo de confianza. Conocí a Elias tras mi última pelea, cuando me lesioné tan irreparablemente la pierna. Fue durante mi tercer combate organizado contra Guido Gabrianelli, el italiano a quien había vencido ya dos veces y con cuyas palizas adquirí tanta notoriedad.

Gabrianelli venía de Padua, donde se le conocía como el Martillo Humano o alguna cretinada similar pronunciada en su afeminada lengua nativa. No era la primera vez que boxeaba contra extranjeros; al señor Habakkuk Yardley, que contrataba mis combates, le encantaban las luchas con extranjeros, pues los ingleses pagaban sus chelines gustosamente por ver a un compatriota -o incluso a un judío que ellos considerasen que podía pasar por un auténtico inglés- batirse con un dandi afrancesado. Las peleas de puños tenían algo de igualitarias: los judíos se convertían en ingleses y todos los extranjeros en franceses.

El tal Gabrianelli, el Martillo Humano, llegó a Inglaterra y, sin siquiera ponerse en contacto conmigo o con el señor Yardley para organizar un combate oficial, procedió a publicar un más que ofensivo anuncio en el Daily Advertiser:


Me he enterado de que hay en esta isla un boxeador a quien atribuyen la fuerza de Sansón -un tal Benjamin Weaver, que se hace llamar el León de Judea-. Pero si osa decir que puede vencerme, le llamaré el Mentiroso de Judea. En mi Italia natal nadie se atreve a batirse conmigo, porque le rompo la mandíbula con el puño a todo adversario. Veamos si este Weaver tiene el coraje de comparar su fuerza con la mía. En guardia y a su servicio, soy


Guido Gabrianelli, el Martillo Humano


Mis colegas luchadores y yo nos quedamos atónitos ante la beligerancia de este extranjero. No era raro que los boxeadores colocasen anuncios provocadores en este periódico, pero normalmente uno esperaba a que algún conflicto diese pie a una enemistad -iniciar una relación basada en la enemistad era una cosa muy ridícula-. Pero el señor Yardley vio que había plata en la tontería de Gabrianelli, y que estas llamativas bravatas nos brindarían una buena taquilla. Así que mientras él llegaba a un acuerdo con este importante personaje, yo contestaba a su estilo, publicando mi propio anuncio, que el señor Yardley me había aconsejado que hiciese lo más provocador posible.


Que sepa el señor Gabrianelli, ese luchador de Italia, que estoy preparado y ansioso de boxear contra él en cuanto me cite. No dudo de la veracidad de su afirmación de que en su tierra natal le rompe la mandíbula a cualquier contrincante con el puño, pero al señor Gabrianelli alguien debiera advertirle de que aquí luchará contra hombres de arrestos, y tengo razones para dudar de que pueda romperle la mandíbula a un británico con un yunque. Si fuera el señor Gabrianelli tan osado como para acordar desafiarme al duelo que propone, espero con todo mi corazón que todos los nativos de esta isla vengan a ver qué les ocurre a los extranjeros que arriban a estas costas a proferir absurdas bravatas contra????

Ben. Weaver


Esta pelea se convirtió en la comidilla de los aficionados al arte pugilístico y congregó a más público del que nos habíamos atrevido a desear, llenando hasta los topes el aforo del teatro del señor Yardley en Southwark. De hecho, hicimos una taquilla a la puerta de más de ciento cincuenta libras, de las que el señor Yardley se llevó un tercio, y los luchadores los otros dos.

Gabrianelli llegó con la apariencia de ser un boxeador capaz. Yo había visto a este hombre en una ocasión, y de lejos, mientras se paseaba por la ciudad con su ridículo traje rojo adornado con encajes y lazos, y por su aspecto pensé que cualquier británico podría tumbarle sin más armas que su propio aliento. Ahora, desprovistos como estábamos ambos de todo menos de los calzones, medias y zapatillas, pude ver que era un individuo musculoso. Es más, poseía un temible aire animal, pues bajo la cabeza recién afeitada tenía la espalda y el pecho alfombrados de un vello negro y espeso como un simio de África. La multitud también esperaba a un petimetre bobalicón que no acertaría ni a quitarse la peluca para el combate, y muchos miraban con mudo asombro a esta criatura peluda dar brincos de un lado a otro en su extremo del cuadrilátero, ejercitando los músculos del pecho y de los hombros.

Mis temores, al menos en este combate, resultaron infundados. Una vez hubo comenzado la pelea, Gabrianelli me atacó con un puñetazo tremendo a la barbilla. Me alcanzó de repente y me dolió una barbaridad, he de admitirlo, pero me complací en demostrarle a la afición que no tenía rota la mandíbula. Le di la espalda a mi adversario y me palmeé la cara suavemente en ambas mejillas, un gesto que despertó vivas clamorosos.

Gabrianelli intentó acercarse a mí sigilosamente por la espalda, para aprovecharse de mis bromas. Yo sabía que mi comportamiento era arriesgado, pero al público le gustaba, y por lo tanto le gustaba también al señor Yardley, que nunca escatimaba las propinas con sus mejores luchadores, del mismo modo que era inmisericorde con los que perdían con demasiada frecuencia. En cualquier caso, esquivé justo a tiempo el golpe de este Martillo Humano, y, aprovechando mi postura encorvada, dirigí un derechazo al centro de su panza, elevando el puño en el momento de establecer contacto, con la esperanza de levantarlo por los aires.

Me salió bien. No es vana fanfarronería decir que lo mandé volando hacia atrás, como si le empujara un gran golpe de viento, hasta que fue a dar con los pies en las cuerdas del ring, tropezando y cayendo sobre un grupo de espectadores entusiastas que se sumaron a la diversión dándole golpes hasta que acabó del todo enredado en la maleza de piernas. La multitud estaba ya muy encendida, y alcé los brazos en señal de victoria, sin dejar de provocar a Gabrianelli para que regresara al ring. Él permaneció tumbado e inmóvil sólo un segundo, y luego empezó a moverse y se puso en pie, con la boca abierta por la total confusión. Cuando se volvió a mirarme, vi que su rostro, además de gran parte de su cabeza pelada, se había tornado de un rojo intenso, y comenzó a agitar el puño en señal de desafío, gritando quién sabe qué cosas en su caprichoso idioma.

El señor Yardley, un luchador famoso en sus tiempos y ahora convertido en un ser gordo y afable, me llamó desde abajo.

– Creo que te está retando, Ben.

– ¿Retándome a qué? -le pregunté con cierta dificultad, puesto que mi mandíbula estaba ya hinchada por el golpe que había encajado-. Esto es un ring de boxeo, ¿qué más reto puede querer?

Resultó que pretendía desafiarme a un duelo con espadas. Por lo visto en Italia nadie pega al adversario en el estómago. Se considera una falta de hombría. Allí supongo que se pasan el día pegándose en la cara, de ahí que no sea sorprendente que se les quiebren las mandíbulas con tanta frecuencia. Gabrianelli consideraba que mi comportamiento había sido escandaloso y se negaba a meterse de nuevo en el ring con un hombre que no sabía lo que era el honor. Así que me declararon vencedor, y el señor Yardley evitó por poco una batalla campal, puesto que la multitud empezó a murmurar, furiosa, que había pagado un chelín para no ver más que tres golpes. Anunciando que su admisión les había dado derecho a ser testigos de la evidencia de que la fuerza de un británico era superior a la de un extranjero, Yardley salvó el pescuezo, y nuestras ganancias.

Mi reputación no hizo más que aumentar como resultado de este combate, y mientras que yo continué peleando, y con frecuencia venciendo, por toda la ciudad -en Smithfield, en Moorfields, en los jardines feriales de San Jorge, además de en el teatro de Yardley en Southwark-, Gabrianelli se retiró a lamerse las heridas y a aprender que en Inglaterra el boxeo es algo más que una mera sucesión interminable de golpes a la mandíbula. Después de entrenar unos cuantos meses a la manera británica, me envió otro desafío, al que respondí encantado. Gabrianelli había mejorado sus habilidades, pero aún le encontré débil por la cintura. Me dio en la mandíbula. Yo se la devolví en el vientre. Me propinó otro gancho en la cara, y yo de nuevo a la cintura. Esto continuó, casi monótonamente, durante un cuarto de hora, hasta que, de pura rabia, dirigí un golpe con todas mis fuerzas a su barbilla, mandándolo de espaldas. Me apresuré hacia donde había caído, dispuesto a darle más de lo mismo, aunque no podía creer que su mandíbula estuviese más dolorida que mi propia mano, puesto que la barbilla de Gabrianelli era bien sólida, y dolía mucho menos darle en la cintura. Afortunadamente, no fueron necesarios más golpes, ya que estaba inmóvil boca arriba, con los brazos levantados por encima de la cabeza y las piernas dobladas hacia arriba como las de un bebé. No se movió de esa postura en más de media hora.

Cuando Yardley y yo recibimos un tercer reto de Gabrianelli, dudamos en aceptarlo. No estaba claro que la afición fuese a pagar por verme vencer a este hombre por tercera vez, pero mientras vacilábamos, Gabrianelli nos asaltó con anuncios insultantes casi diarios, llamándome primero «cobarde» y «bufón». Desprecié con risas estos insultos, pero cuando cambió de táctica y empezó a llamarme «un cobarde de una isla de cobardes» y «bufón británico, el más risible bufón que existe en el mundo», Yardley consideró que estos insultos generarían suficiente interés como para organizar otro combate. Y de hecho asistió numeroso público a esta tercera pelea. A estas alturas yo había adquirido demasiada confianza en mi capacidad para vencer a este hombre, cosa que supuso una falta de prudencia por mi parte, ya que sabía que Gabrianelli tenía cierta habilidad; yo mismo había saboreado la potencia de sus golpes. Pero tenía una fe excesiva en mis victorias anteriores, y las apuestas del combate eran un eco de mi propia confianza, puesto que la posibilidad de que perdiese era de veinte a uno.

Mi adversario se había entrenado para este combate. Más tarde me enteré de que se había pasado horas dejando que la gente le pegase en el estómago, esperando ganar resistencia. Ahora, al empezar como en las otras ocasiones, con un asalto frenético a su cintura, encajó mis golpes con hombría. Él continuó con su estrategia de martirizarme la cara y yo, con idéntica y masculina determinación, aguanté sus mejores jugadas. Nos pegamos ferozmente durante casi una hora, hasta que la piel desnuda me brillaba de sudor y su vello negro se enredaba desordenadamente por su cuerpo. El combate fue tan largo que creo que el público empezó a inquietarse, puesto que hacia el final empezamos a rondarnos desmayadamente, como si estuviéramos bajo el agua, apuntando algún golpe o esquivándolo despacio.

Fue entonces cuando me golpeó. Fue un puñetazo maravilloso y artero, un golpe que no creí que tuviera en la recámara. Apuntó directamente a mi mandíbula, y debido a mi cansancio no lo vi venir. O, más bien, lo vi venir pero no recordé bien qué debía hacer frente a un puñetazo que me venía directamente a la cara. Lo observé, surcando el aire hacia mí como un pájaro diabólico, hasta que me dio con fuerza en la barbilla. Recuerdo haber pensado, mientras una blancura caliente y cegadora me nublaba la visión y perdía todo sentido del equilibrio, que me convertiría en un objeto de incesante mofa si resultaba que por fin me había roto la mandíbula. Mi preocupación estaba mal fundada, puesto que mi mandíbula sobrevivió a ese día con sólo una hinchazón severa, pero la fuerza del puñetazo de Gabrianelli me tumbó de espaldas y caí fuera del ring, en un reflejo exacto de nuestro primer combate.

No puedo describir fácilmente lo que sentí: confusión, horror, vergüenza, y una especie de agonía concreta tan intensa que no sabía decir si era dolor o una sensación completamente novedosa en mi experiencia. Al principio no fui capaz de localizar la fuente del dolor, pero a medida que se me aclaraba la visión, percibí, con esa tranquila aceptación que a veces sienten las víctimas del infortunio, que mi pierna izquierda yacía en un ángulo de lo más endiablado. Al salir volando del ring, mi pie derecho se había enganchado en el borde mismo del escenario, y había aterrizado con todo mi peso sobre la pantorrilla izquierda, que se había roto por dos sitios distintos.

A medida que amainaba la sensación de sorpresa del momento, mi tormento, cuyo igual espero no volver nunca a sentir, me arrancó de la consciencia, y sé lo que ocurrió después por la relación de los hechos de Elias.

Siendo entonces un extraño absoluto para mí, Elias Gordon había decidido, con premuras de jugador, apostar cien libras contra el luchador favorito. Cuando aterricé en el suelo como un amasijo retorcido, dio un brinco y gritó: «¡Dos mil libras!», con toda la fuerza de sus pulmones. Creo que jamás había estado en posesión de una suma tan inmensa, y abrumado por las posibilidades que mi desgracia le brindaba, quedó con el señor Yardley en que él mismo se ocuparía de mí sin percibir remuneración alguna. Mi supuesto amigo, Yardley, aceptó encantado, ya que Elias expresó cierta preocupación por la lesión. La rotura era tan grave que creyó que mi vida peligraría en los próximos días, y, en caso de sobrevivir, dudaba de que volviese a caminar, y desechaba del todo la idea de que volviera a boxear jamás. Como todos los hombres de medicina, Elias quizá exageró la gravedad de mi estado, de modo que si las cosas se ponían feas sus predicciones resultarían acertadas, y si me recuperaba, él parecería un obrador de milagros. El señor Yardley escuchó la valoración de Elias y dictaminó que a él le daba todo lo mismo y que no sentía ningún aprecio por los luchadores caídos; no volví a ver a aquel hombre excepto cuando vino a entregarme mi parte de las ganancias.

Elias, sin embargo, hizo de mi convalecencia su única ocupación; permaneció a mi lado en mis aposentos casi todas las noches durante la primera semana, para asegurarse de que la fiebre no acababa conmigo. Es prueba de su talento como cirujano que pueda simplemente caminar, puesto que la mayoría de los hombres que sufren daños de semejante envergadura se mueven sólo con ayuda de muletas, o deben soportar la indignidad y el tormento de la amputación. Mientras estuve bajo sus cuidados, encariñándome con este escocés caprichoso, confieso que sentía por él la mayor de las envidias. A mí me habían arrebatado mi forma de ganarme la vida, y aquí estaba este hombre dotado para su profesión que había conseguido tanto dinero que podía establecerse con elegancia y no estar nunca más falto de pan.

Elias, desgraciadamente, igual que mi nueva amistad, Sir Owen, era aficionado a los placeres de la ciudad, y tenía también un algo de poeta. Un algo digo, nada más, como podrá comprobar cualquiera que haya leído su volumen de versos, El cirujano poético.

Elias nunca me explicó en qué se gastó aquel dinero -sin duda lo había derrochado en innumerables expediciones a lupanares, en casas de juego y en composiciones poéticas-; sin embargo, después de recuperarme de mi lesión, y de pasar los años más oscuros de mi vida lejos de Londres, regresé a visitar a mi viejo amigo y le encontré tan alegre como siempre, vestido a la moda y al cabo de la calle de todas las diversiones de la capital, pero pese a su jovialidad, no tenía ni un chelín.

Se podría decir que Elias era un frívolo, supongo, pero un frívolo pensante -si puede decirse así sin incurrir en contradicción-. Yo sabía que era un cirujano de excepcional talento, si bien eso no le animaba en absoluto a dedicarse a su arte. Si hubiese pasado tanto tiempo dedicándose a la cirugía como se pasaba persiguiendo a las mujeres, creo que podría haberse convertido en el hombre más notorio de la clase elegante, pero su amor por su profesión no podía competir con su amor por el placer. Elias era amigo de todas las fulanas, de todas las prostitutas y de todos los juerguistas de la ciudad. A las putas, sospecho, les gustaba yo porque era agradable y cortés, y quizá porque encontraban curiosa mi fisonomía hebrea. Elias, sin embargo, les gustaba porque con ellas se gastaba todo su dinero y era por tanto un invitado de honor en todas las casas de latrocinio de Londres.

Este modo de vida disoluto le hacía feliz, pero le dejaba escaso de liquidez. Por consiguiente, siempre estaba dispuesto a ofrecerme su colaboración por las pocas libras que pudiesen acabar en su bolsillo.

A la luz de la poca atención que brindaba Elias a las artes cirujanas, me sorprendió saber que estaba en algún lugar de la ciudad atendiendo a un paciente cuando fui a visitarle, de modo que esperé en el salón de la señora Henry, su casera. Era una viuda encantadora; en su día supongo que debió de ser bastante bonita, pero ahora, pasados los treinta y cinco, estaba en el otoño de su belleza. Sin embargo aún tenía encantos de sobra para mantenerme ocupado en un salón, y puesto que a menudo había detectado en ella un cariño especial por mi persona, el pasar el rato con ella albergaba para mí no pocas satisfacciones.

– ¿Viene usted hoy por algún asunto en concreto? -me preguntó la señora Henry al sentarnos. Me miraba fijamente a la cabeza.

Casi me había olvidado de que llevaba peluca. Me habría olvidado del todo de no ser por la calidez poco habitual de aquella tarde.

– Necesitaba parecer un gran caballero por un asunto de negocios en el que ando últimamente ocupado -le expliqué.

– Me encantaría que me contase más detalles -me dijo, mientras su criado traía el té en una bandeja con ruedas.

Pensé que la señora Henry tenía un servicio de lo más completo. El té no había adquirido aún su condición de necesidad doméstica, pero la señora Henry estaba enamorada del brebaje, y en la bandeja había gran variedad de exquisitas porcelanas. La taza que me sirvió era de una mezcla fuerte que, según me contó, le había en viado un hermano suyo que trabajaba en la Compañía de las Indias Orientales.

– Me han contratado para un asunto complejo, aunque carente de interés -le dije evasivamente, mientras le indicaba delicadamente que no quería el azúcar que estaba a punto de ponerme en el té.

– ¿Los hebreos no toman azúcar? -me preguntó con curiosidad genuina.

– Tanta como cualquiera, en teoría -contesté-. Pero este hebreo que tiene delante disfruta demasiado del sabor del té como para estropearlo con una dulzura excesiva.

Frunció el ceño confundida, pero me pasó la taza de todas formas.

– ¿Puede usted hablarme de ese trabajo?

– Me temo que no, señora. Opero en este momento bajo la confidencialidad más estricta. Quizá cuando el asunto se resuelva pueda informarle, omitiendo los nombres, como comprenderá.

Se inclinó hacia delante.

– En su trabajo debe usted enterarse de tantas cosas que los demás no saben.

– Usted hace que parezca mucho más interesante de lo que es, se lo aseguro. Sospecho que una mujer de su posición tiene mucho más conocimiento de lo que pasa en la ciudad que el que yo pueda llegar a tener nunca.

– Entonces, de necesitar usted alguna información, espero que no dude en pedírmela.

Le agradecí su amabilidad en el momento en que Elias hacía su aparición, para obvia decepción de la señora Henry. Entró en la sala vistiendo un chaleco escarlata sobre una camisa azulona de volantes. Su peluca era demasiado grande, casi una reliquia de una moda ya pasada -un poco desigual en algunas zonas y con demasiados polvos-. Se derramaba por su rostro anguloso que, como el resto de su cuerpo, era delgado y estaba marcado por afiladas e inesperadas protuberancias del esqueleto. Los pantalones de Elias tenían un roto muy evidente por encima de la rodilla izquierda, y aunque lo suficientemente parecidos como para no llamar la atención, no pude evitar percibir que sus zapatos no eran exactamente del mismo color. Y aun así mi amigo entró con la dignidad de un conquistador de vuelta a su patria y el paso confiado de un cortesano favorito en tiempos de Carlos II.

– Hace tantísimo calor fuera, señora Henry -le dijo a su casera, agitando un pañuelo de color añil-. Lady Kentworth casi se desmaya, aunque apenas si le extraje un dedal de sangre. Tiene una constitución de lo más delicada, ¿sabe? Obviamente no está preparada para soportar estas temperaturas en el mes de octubre.

Elias había ido avanzando hacia la señora Henry, sin duda dispuesto a abonarle en cotilleos el alquiler que no podía pagarle, pero me vio dirigiéndole una débil sonrisa desde mi cómodo aunque raído sillón.

– Oh -dijo, como si yo fuera un recaudador de deudas-. Weaver.

– ¿Llego en mal momento, Elias?

Forzó una sonrisa, recomponiéndose.

– En absoluto. Sólo estoy ligeramente indispuesto, por este calor espantoso. Tú también, estoy seguro. ¿Te hago una sangría? -me preguntó, recuperándose de su momentánea confusión y mostrando la media sonrisa simiesca que reservaba para las ocasiones en las que quería incordiarme, bien a base de bromas, bien con peticiones de dinero.

Elias creía que mi negativa a ser sometido a flebotomías era posiblemente lo más entretenido que había visto nunca, y se mofaba de ello constantemente.

– Por supuesto, sángrame -le dije-. Y quizá quieras también despojarme de mis órganos vitales y meterlos en una caja, donde estén seguros.

– Te burlas de la medicina moderna -comentó Elias mientras cruzaba tranquilamente el salón y se sentaba-. Pero tus burlas no disminuyen el valor de mis habilidades quirúrgicas.

Se dirigió a la señora Henry.

– La verdad es que tomaría un poco de té, señora.

La señora Henry se ruborizó. Luego se puso en pie y, en una postura anormalmente estirada, se alisó las faldas.

– Espera usted muchos honores, señor Gordon, para ser un hombre que no me ha honrado a mí con la renta desde hace tres meses. Sírvaselo usted mismo -dijo al tiempo que abandonaba la habitación.

En cuanto ella hubo salido le pregunté a Elias cuánto tiempo hacía que compartía su cama.

Se sentó frente a mí y sacó su cajita de rapé, tomando una delicada pizca.

– ¿Tan evidente resulta, entonces?

Se volvió a mirar un cuadro colgado en la pared para que yo no fuese testigo de su bochorno. Elias siempre prefería que yo creyese que él sólo tenía éxito con las damas más hermosas de la ciudad. La señora Henry era aún agraciada, pero no era, ciertamente, del tipo con el que a Elias le gustaba que le identificasen.

– Nunca he oído que una casera se niegue a servirle a un huésped el té por ninguna otra razón -le expliqué-. Te lo aseguro, Elias, yo mismo he negociado mi propio alquiler de manera similar.

– ¡Dios! -exclamó, a punto de expeler el rapé por toda la habitación-. No estarás hablando de la marimacho con quien te alojas ahora, espero.

Me reí.

– No, no puedo decir que haya tenido el honor de compartir mi intimidad con la señora Garrison. ¿Crees que merece la pena intentarlo?

– He oído que los hebreos sois lascivos -me dijo Elias-, pero nunca he visto ninguna prueba de que te falte juicio.

– Yo tampoco he dudado del tuyo -le contesté, esperando hacer que se sintiera cómodo con mi descubrimiento.

Apartó la cajita de rapé y se levantó para servirse una taza de té.

– Bueno, ha sido un acuerdo bastante agradable, ¿sabes? No es una amante demasiado exigente, y el dinero que me ahorro en alquiler me viene bien.

– Elias -dije-, tu vida privada siempre me ha resultado fascinante, y me encantaría oírte contar tu conquista amorosa de todas las caseras de Londres, pero vengo por un asunto de trabajo.

Regresó a su sillón y tomó un sorbo cuidadoso del caliente brebaje.

– Un tema muy empelucado, ya veo. ¿Qué te ocupa el pensamiento, Weaver, ese pensamiento flemático en exceso y con necesidad de ser sangrado?

– Bastantes cosas, la verdad. Tengo un asunto complejo entre manos y otro peliagudo del que debo deshacerme antes de poder concentrarme en el primero.

Fortalecido por el excelente té de la señora Henry, me tomé tiempo para contarle a Elias no sólo lo de mi inesperado encuentro con Balfour sino también lo de mis problemas a la hora de recuperar la cartera de Sir Owen. Me sentía ya completamente tranquilo de compartir mis confidencias con Elias, puesto que aunque le gustaba el cotilleo como al que más, nunca había traicionado mi confianza cuando le había pedido silencio.

– No me sorprende en absoluto que a Sir Owen Nettleton le estén complicando la vida las putas y la viruela -me aseguró Elias, con un petulante y repentino movimiento de cejas.

– ¿Así que le conoces?

– Conozco a los más principales del mundo elegante igual que conozco a cualquiera en esta metrópoli. Además -añadió con la mirada estudiada del canalla astuto-, ¿quién te crees que ha tratado a Sir Owen cada vez que se contagia?

– ¿Qué puedes contarme de él?

Elias se encogió de hombros.

– Nada que no puedas imaginar. Tiene una hacienda grande y próspera en Yorkshire, pero lo que le renta no alcanza ni de lejos para cubrir los gastos de sus placeres. Es notorio que es un putañero y un seductor, excepcionalmente vigoroso además, incluso para mí. No me sorprendería que hubiera catado a todas las putas de la ciudad.

– Ya se enorgullece bastante de sus frecuentes escarceos con las damas de mala vida.

– Estos hombres de posibles tienen que hacer algo para ocupar el tiempo. Pero, veamos, ¿quién es esta fulana que le robó sus cosas? Me gustaría saber qué mercancía has dejado fuera de circulación con tu pequeña y desafortunada aventura.

Le di su nombre.

– ¡Kate Cole! -exclamó-. Caramba, pues yo también he probado su mercancía, y no es mala, todo hay que decirlo. Vaya, has arruinado a una puta que no estaba nada mal, Weaver.

– ¿Acaso soy el único en todo Londres que no se ha beneficiado a la tal Kate Cole? -exclamé.

– Bueno, no creo que sea demasiado tarde -me dijo Elias con una sonrisilla-. Seguro que te debe algo si le has pagado una habitación en el Patio de la Prensa. Puedes pagarte revolcones por un año con lo que te va a costar un mes en el Patio de la Prensa.

Abrí la boca para cambiar de tema, pero Elias, como de costumbre, se apoderó de la conversación.

– El asunto de Balfour, eso es interesante. Me imagino lo nervioso que te pondrías cuando le oíste hablar así de la muerte de tu padre. Ahora sí que te pondrás en contacto con tu tío.

Elias conocía mi distanciamiento de mi familia y, de hecho, me había animado con frecuencia a acercarme a mi tío. Él también había pasado varios años enfrentado con su propio padre. Siendo estudiante en la universidad de Saint Andrews, le llegaron a su padre rumores maliciosos, aunque absolutamente ajustados a la realidad, referentes al frecuente libertinaje de mi amigo. Esta información provocó la ruptura entre Elias y su familia, y en lugar de continuar con los estudios que le hubieran asegurado una carrera en el mundo de la medicina, Elias se vio obligado a abandonar y a establecerse como cirujano -sin tener así que cargar con el coste de asistir a los siete años de aprendizaje habituales-. Después de muchos años sin comunicarse con ellos, Elias consiguió resolver las dificultades que le separaban de su familia, si no del todo, sí al menos hasta el punto de recibir una asignación trimestral. Este estado de cosas parecía ser del agrado de todos, ya que el hermano mayor de Elias, quien heredaría la hacienda familiar, era un tipo enfermizo, y el patriarca deseaba tener una relación al menos cordial con Elias por si sucedía que el destino lo convirtiera a él en heredero. Yo me identificaba con facilidad con los problemas que le causaba a Elias ser el hijo menor, puesto que mi hermano mayor, José, siempre le pareció a mi padre estar destinado a grandes cosas, mientras que a mí, portador del defecto congénito de haber nacido cuatro años después que él, me había hecho sentir como un apéndice prescindible.

Le narré a Elias los detalles de mi conversación con Balfour, y mi amigo empezó a interesarse menos en arreglar mi ruptura con mi familia que en saber más acerca de lo que Balfour creía que era la verdadera historia detrás de estas muertes.

– Debo decir, Weaver, que es ésta una investigación de lo más extraña. ¿Cómo vas a encontrar a un asesino a quien nadie ha visto y en cuya existencia nadie cree?

– No sé si podré. Pero me parece que primero debo ocuparme de Kate Cole.

– Créeme, Kate Cole es endiabladamente menos intrigante que tu asesino fantasma. Pero tienes razón, tenemos que ocuparnos de esas cartas, y eso sin duda me dará tiempo a pensar en cómo hemos de proceder para encontrar a ese criminal.

– Caramba, Elias, eres muy entusiasta. Balfour no me está pagando tanto como para poder compartir generosamente las ganancias contigo.

– Me insulta usted, caballero. Piensas que sólo voy detrás del dinero. Resulta que encuentro el reto estimulante, ¿sabes? Pero supongo que tu adinerado barón podrá recompensarme más generosamente que tu empobrecido advenedizo.

– Mi adinerado barón ha demostrado hasta ahora ser generoso.

Ahora ya había captado la atención de Elias, y le expliqué que estaba en un pequeño embrollo y que necesitaba que desempeñase un papel por mí.

– Suena tremendamente emocionante -me dijo, con los ojos chispeantes ante la idea de semejante aventura.

– Bueno, espero que no sea demasiado emocionante.

Había tramado un plan deliciosamente sencillo para rescatar las cartas de Sir Owen de manos del faltrero Arnold. Entraría en el Laughing Negro vestido de portero. Kate Cole sin duda le habría hablado a Arnold de un caballero musculoso, y no quería complicar las cosas haciendo que sospechara que yo podía ser el hombre que había matado a Jemmy. Elias, a quien nadie podía acusar de ser demasiado musculoso, entraría para hablar con Arnold y le explicaría que él era el dueño de las cartas. Yo le di permiso para ofrecerle un máximo de veinte libras por recuperarlas, aunque debía empezar con cinco libras, ya que aún me aferraba a una última esperanza de que el asunto de la cartera no me llevara a endeudarme. Si conseguía ganar unas pocas libras y Sir Owen, por su parte, hablaba bien de mí en público, entonces consideraría que mis esfuerzos habían merecido la pena.

Había aconsejado a Elias que cuando se las viese con el ladrón no debía mencionar el nombre de Sir Owen, puesto que había bastantes posibilidades de que no hubiese leído las cartas, o por lo menos de que no las hubiese leído enteras. Estaba convencido de que la contrición de Sir Owen y los sentimientos de su viuda eran un tema demasiado aburrido para un ladrón de poca monta. En cualquier caso, aunque supiera que las cartas no eran de Elias, no podía imaginarme que rechazara el dinero por una cuestión de principios.

Llegué al Laughing Negro hacia las siete de la tarde. Distinguí fácilmente a un hombre con mostachos cobrizos y el pelo fosco varios tonos más oscuro que la barba. Tenía un ojo azul frío y penetrante, el otro estaba muerto dentro de su cráneo. Éste era el hombre que Kate me había descrito. Estaba sentado a una mesa con cuatro tipos más, todos de aspecto tan peligroso como él y con idéntica falta de higiene. Era una pandilla sórdida y borracha, tirándose tristemente los dados de un lado a otro de la mesa. Me agencié una pinta de cerveza espumosa y me senté detrás de él tan cerca como pude, eligiendo un sitio desde donde poder observar a Arnold y a sus compañeros lo mejor posible sin que pareciese que lo estaba haciendo.

Elias entró exactamente como le había indicado. Su traje llamativo -todo en rojos y amarillos chillones- le convirtió en el objeto de las miradas de todo el local, y el escrutinio le puso nervioso enseguida. Me pareció, sin embargo, que su nerviosismo iba a sernos útil, ya que cualquier caballero se pondría nervioso en un sitio como aquél. Le había ocultado la descripción de Kate para que no llevara una idea preconcebida del tal Arnold, así que le preguntó al hombre de la barra, que le señaló al tipo que buscaba.

Elias avanzó despacio hacia la mesa, llevándose una y otra vez la mano a la empuñadura de su espada. Tuve cuidado de no mirarle con demasiada fijeza, por no arriesgarme a que estableciéramos contacto visual. Se acercó a Arnold y se colocó detrás de él.

– ¿Es usted, señor, un tal Quilt Arnold? -preguntó con la voz fuerte y declamatoria de un héroe de la escena.

Los hombres soltaron unas cuantas carcajadas antes de que Arnold levantara la vista, incapaz de imaginar qué podría querer de él aquel pollo.

– Pues sí -le dijo, sin esforzarse en esconder lo divertido que le parecía aquello-. Yo soy Arnold, milord. ¿Y qué?

– Sí -dijo Elias con una voz que delataba su temor-. Me dice una mujer llamada Kate Cole que tiene usted algo que me pertenece. Un paquete de cartas atadas con un lazo amarillo.

Arnold levantó una ceja espesa.

– ¿Esto se lo dijo antes o después de ir a Newgate?

– ¿Tiene las cartas sí o no?

El canalla le mostró una sonrisa amplia y amarilla.

– Así que eso es asunto suyo, ¿eh, milord? Bueno, pues ya que lo que está en mi poder es suyo, me alegra mucho decirle que las tengo yo -dijo, dándose unos golpecitos en la chaqueta-. Las tengo aquí mismo. Va a querer que se las devuelva, ¿no? ¿O acaso me equivoco?

Elias se puso derecho.

– Tiene razón.

Arnold no compartía con Elias el deseo de acabar pronto con aquella transacción. Se dio más golpecitos en la chaqueta. Le susurró algo al oído a uno de sus amigos y luego soltó una risa seca y espantosa que duró un minuto entero. Por fin se volvió de nuevo hacia Elias.

– ¿No le importará que me haya sonado las narices con ellas, verdad?

Elias sacudió la cabeza, intentando con todas sus fuerzas dar sensación de tranquilidad, y tal vez puede que hasta de irritación.

– Señor Arnold, estoy seguro de que su vida es tan aburrida que siente usted la necesidad de prolongar esta transacción, pero yo tengo otras cosas que hacer. Ahora quiero que me devuelva las cartas, y le daré veinte libras por ellas.

Me estremecí, y estaba convencido de que Elias también lo había hecho por dentro. Se había equivocado, y si Arnold quería regatear, ya no quedaba dinero con que hacerlo. Si yo me levantaba y le ofrecía a Elias más plata -de la que llevaba bien poca encima-, sabría que el negocio era más complicado de lo que parecía, y aguantaría, con la esperanza de conseguir aún más dinero.

– Cualquier hombre dispuesto a pagar veinte libras por unos cuantos papeles -dijo, echándose hacia atrás en la silla y extendiendo las piernas- estaría dispuesto a pagar cincuenta. Puesto que le pertenecen a usted, no sé si me entiende.

Elias me sorprendió con su valentía, pues Arnold era un villano imponente.

– No, señor -dijo-. No le entiendo. No he venido a regatear con usted. Le daré veinte libras por esas cartas o no serán para usted más que pañuelos para sus mocos.

Arnold pensó en ello por unos momentos.

– ¿Sabe qué, milord? No creo que un caballero como usted venga a una mierda de sitio como éste a hablar con un ladrón de mierda como yo por unos cuantos papeles atados con un lacito si sólo valieran veinte libras. Qué tal si deja de hablarme como si yo fuera una puta a la que te puedes tirar y lanzarle unos pocos chelines. Deme cincuenta libras. Y luego a lo mejor, y digo a lo mejor, porque dependerá de mi estado de ánimo, a lo mejor le doy sus papeles de mierda. O puede que no. Así que cuando me dé mi dinero, milord, sea educado.

Elias palideció de terror, y una filigrana de venas azules le palpitaba ahora en las sienes. Arnold era impredecible, y no había forma de saber hasta dónde podía llegar con sus juegos. Entendí que no había otra cosa que hacer: no me quedaba más alternativa que entrar al trapo. Le di un empujón a la silla, me levanté y me acerqué a él.

– Perdone -le dije-, no he podido evitar oír lo que le estaba diciendo a este caballero, y me preguntaba si se habría dado usted cuenta de ¡esto! -y con una rapidez que me asombró incluso a mí, saqué mi puñal del cinturón, agarré la mano de Arnold, la apreté contra la mesa, y le clavé el puñal con todas mis fuerzas, atravesándole la mano y hundiendo la hoja en la madera blanda de debajo.

Arnold dejó escapar un aullido, pero le tapé la boca con una mano rápidamente y con la otra saqué un cuchillo que llevaba en la bota, y se lo puse delante de la cara.

Eché un vistazo apresurado por la habitación, recabando toda la información posible en un instante fugaz. El dueño de la taberna me miraba mientras limpiaba un vaso. Unos cuantos hombres que se encontraban entonces en el Laughing Negro nos observaban. Les importaba sólo en la medida en que el espectáculo les intrigaba. No me preocupaba que un amable extraño se levantara a defender a este bellaco, pero sí me preocupaban sus compañeros. Los amigos de Arnold, sin embargo, no hicieron movimiento alguno. Estaban sentados rígidamente, mirándose los unos a los otros, intercambiando expresiones de perplejidad mientras intentaban decidir, sin duda, si debían quedarse a ver qué pasaba o si debían irse. Podía adivinar, por la forma en que apretaban los cuerpos contra las sillas, que no tenían ninguna intención de entrometerse. Así eran las amistades que cultivaban los hombres como Arnold.

Elias había dado un paso atrás. Estaba tan pálido que uno habría pensado que le habían apuñalado a él. Le temblaban notablemente los brazos y las piernas, pero intentaba mantenerse recto y aparentar las maneras de un bravucón peligroso. Aunque Elias no tenía el temperamento necesario para la situación en la que nos encontrábamos, yo sabía que podía confiar en que se desenvolviese de manera honorable.

Miré de nuevo hacia la mesa. Había menos sangre de la que hubiese esperado, ya que el cuchillo mismo detenía el flujo. Un charco espeso empezó a aparecer alrededor de la hoja después de un momento, y se derramó por la mesa mugrienta. Me moví ligeramente, para que el contenido de las venas de Arnold no me manchara las botas, y apreté el cuchillo al moverme, sintiendo el calor de la respiración de Arnold sobre mi mano. Agarrándole le cara con más fuerza, sacudí mi puñal frente a su ojo sano.

– Estás sufriendo, y eso lo comprendo, pero ya no me queda paciencia. Vas a meterte la mano buena en el bolsillo y vas a sacar los papeles que venimos buscando. Este caballero te dará las veinte libras, como te prometió. Si haces cualquier otra cosa, si tus amigos hacen cualquier movimiento, no te mataré, pero te vaciaré el ojo que te queda y te convertiré en un mendigo. Ahora nos puedes dar lo que queremos y recibir un beneficio considerable por ello, o puedes perder todo lo que tienes en este mundo.

Los amigos de Arnold se miraron de nuevo. Ahora tenían la esperanza de que su amigo, a pesar de lo desagradable del negocio, se ganase sus veinte libras.

Con la mano sana, Arnold intentó alcanzar el bolsillo, pero tenía que estirar el tronco y por las muecas el dolor debía de ser horroroso. Finalmente, contra la presión de mi mano, apretó los dientes y sacó una cartera del bolsillo, y con un movimiento nervioso y agitado la lanzó sobre la mesa.

Le dije a Elias que mirase en su interior, de donde extrajo el paquete de cartas. Eran como Sir Owen las había descrito: un fajo grueso atado con un lazo amarillo y sellado con cera. Hice que me las entregase y conté rápidamente que había cuatro paquetes distintos, cada uno de ellos de una pulgada o más de grosor. Incluso con la excitación del momento no pude evitar sonreírme al pensar en lo prolijo que había resultado ser el libertino barón.

Me metí el paquete en el bolsillo y le dije a Elias que sujetase la mano de Arnold mientras yo sacaba el puñal. Ahora la sangre empezó a manar a borbotones, sin cortapisas. Arnold se zafó de mí y se cayó al suelo, emitiendo gruñidos quedos.

– Dale el dinero -le dije a Elias.

Podía ver lo que estaba pensando tras sus inquietos ojos grises: «¿Por qué?».

– Dale el dinero -dije otra vez-. Ése era el trato.

Algo hubo en mi manera de decirlo que concluyó la discusión, ya que Elias suspiró, maldijo tener que perder veinte libras innecesariamente, y dejó caer el monedero sobre la mesa. Cada uno de los compañeros de Arnold alargó la mano para cogerlo.

Elias parecía dispuesto a escapar corriendo, pero yo negué con la cabeza. No había necesidad de correr. Arnold yacía rendido, y nadie nos molestaría. Consideré la posibilidad de tomarme una cerveza antes de irme para demostrar mi desprecio, pero no había nadie a quien impresionar más que yo, y la bebida no me agradaba. En lugar de eso sonreí con ceñuda satisfacción y sujeté la puerta para que pasara Elias al salir.

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