Treinta y tres

Cuando me acercaba al teatro de Drury Lane se me ocurrió que no tenía pruebas con las que llamar a un alguacil, pero no podía esperar más para enfrentarme a este hombre. Había matado a Kate Cole porque era capaz de identificarle, y era probable que matara otra vez para proteger su secreto. Después de todo, tenía poco que perder. Si le atrapaban, le colgarían sólo una vez, independientemente del número de muertes atribuibles a su maldad.

Mi corazón me golpeaba dentro del pecho, y me resultaba difícil pensar con claridad. Tenía en la mente una imagen de Sir Owen a mi merced, mientras le atizaba sin piedad, una y otra vez, hasta que confesaba la vileza de sus actos, hasta que me rogaba que le perdonase por todo lo que había hecho. Sabía que tenía que protegerme del impulso de hacer realidad esta peligrosa fantasía, ya que las consecuencias de atacar a un barón, sin provocación clara, ante un teatro concurrido, no iban a resultar agradables. ¿Pero qué alternativas me quedaban? Podía llevarle ante la Casa de los Mares del Sur y pedirles que se ocuparan ellos de su falsificador. No podía estar seguro de que le castigasen, sin embargo. Podían conformarse con enviarle fuera del país bajo promesa de no hablar nunca de lo que sabía. Desde luego que había otras alternativas. Podía arruinar su reputación, publicar un panfleto desenmascarándole como asesino y corredor. Y si esa estrategia no resultaba suficiente, conocía a no pocos bandidos que estarían encantados de provocarle daños mucho más permanentes a cambio de una palabra amable, unos pocos chelines, y la promesa de llenarse el bolsillo cuando se encontrase el cuerpo de Sir Owen .

Me gustó comprobar que el teatro estaba bastante lleno, debido en parte, sin duda, a que la pieza de apertura de malabaristas y equilibristas alemanes era una de las más significativas atracciones de la ciudad: algunos elementos desordenados se divertían abucheando y tirándoles basura a los alemanes, y el resto del público se divertía observando el ataque. Por el bien de Elias esperaba que la concurrencia acogiera la obra de aquella noche con más calor que a los compatriotas del Rey. Para cuando llegué, los primeros artistas habían terminado su actuación, y el público se entretenía con las cortesías de la vida social mientras aguardaban el comienzo de El amante confiado.

La zona inferior del teatro estaba repleta de la clase de gente que frecuenta el patio en ocasiones semejantes. Había, por supuesto, mucha ralea londinense que sólo podía permitirse el precio de la entrada al patio, y mezclándose con ellos había jóvenes elegantes que disfrutaban de la libertad que les brindaba el patio para crear jarana y confusión.

Sir Owen, como yo sabía, tenía el temperamento de estos individuos, pero apenas edad para este tipo de diversiones. Un hombre de su posición sin duda buscaría la zona más alta, de modo que le busqué en los pisos superiores. De forma bastante maleducada, supongo, me abrí camino hacia los palcos, empujando a cualquiera que se encontrara en mi camino. Sin preocuparme por los buenos modales, metí la cabeza en varios palcos, buscando a mi hombre. Los pasillos estaban a rebosar de caballeros, jóvenes, damas y señoritas a quienes no les preocupaba nada, o les preocupaba muy poco, lo que sucediera sobre el escenario, ya que se ocupaban sólo de los últimos chismes y de la oportunidad de examinarse los unos a los otros. El teatro era, como sigue siendo hoy día, un lugar de moda donde se crean y se afianzan amistades. El hecho de que los hombres y las mujeres abajo, en el escenario, estuvieran actuando para su disfrute no era más que un deleite añadido, o, para algunos, una distracción.

Debería haberme comportado de manera sutil para que mi aproximación resultase imperceptible, pero mi excitación y mi rostro debieron de traicionarme, ya que el objeto de mi búsqueda me vio a mí en el preciso instante en el que yo le vi a él. Estaba en un palco frente a mí con otro caballero y dos damas de postín. Nuestros ojos se encontraron por un momento, y en ese instante estuve seguro de que él sabía lo que yo sabía, y de que él sabía que yo no estaba de humor para permitir que las ruedas de la ineficaz justicia rodasen sobre este asunto.

Corrí como el rayo por el pasillo que rodeaba los palcos, en la medida en que me lo permitía la multitud, y entré atrevidamente en el palco de Sir Owen. Debía de presentar un aspecto espantoso, las ropas desaseadas, la cabellera despeinada, la cara encendida por los jadeos. Los compañeros del barón se me quedaron mirando con absoluta perplejidad, como si acabara de entrar un tigre en el palco. Una de las damas, una mujer bonita con el cabello cobrizo y un vestido en negro y dorado, se llevó una mano a la boca.

– Qué inesperado -acertó a balbucear Sir Owen. Se puso de pie y se sacudió la ropa incómodo-. ¿Teníamos una cita? -preguntó en voz baja-. Debo de haber cometido un terrible error. Le pido disculpas. Quizá podamos reunimos en otra ocasión.

– Nos reuniremos ahora -le dije, sin que sus esfuerzos por salvar la situación de la ruina social me impresionaran-. Será mejor que sus amigos sepan lo que es usted.

Sabía que había asustado a la mujer del vestido negro y dorado, porque ahora se metió dos dedos enguantados en la boca y los mordisqueó. El otro caballero, un individuo gotoso más viejo -excesivamente viejo para la joven a la que acompañaba-, resultó no ser menos temeroso que sus compañeras del sexo opuesto. Fingió estar buscando a un conocido entre el público, murmurando para sí que no había ni rastro del zascandil.

– Por el amor de Dios, Weaver -Sir Owen lanzaba ojeadas nerviosas entre mi persona y sus acompañantes-. Podemos discutir este asunto más tarde, caramba. Le haré una visita mañana por la mañana.

– Sí -dijo el gotoso, envalentonado por el dominio de Sir Owen-. Márchese, caramba.

No presté atención a aquel hombre.

– Sir Owen -siseé, apenas capaz de contener mi ira-, usted va a venir conmigo ahora.

– ¿Ir con usted? -me preguntó con incredulidad-. ¿Está usted tan loco, Weaver, como para pensar que me puede dar órdenes a mí? ¿Dónde voy a ir yo con usted?

– A la Casa de los Mares del Sur -contesté. No tenía ninguna intención de llevarle allí, pero deseaba hacerle saber que conocía su vínculo con ese lugar.

Él soltó una carcajada.

– Me parece que no. Encuentro más sabio no ir nunca a lugares semejantes, se lo aseguro.

– A pesar de todo -le dije-, va usted a acompañarme hasta allí.

Sir Owen estaba atrapado. Él lo sabía. Quería desesperadamente escaparse de la confrontación por medio de las palabras, y no se le ocurría cómo.

– Ha olvidado usted por completo cuál es su sitio. Soy un caballero, estoy en compañía de caballeros y de damas. Puede que usted tenga algún asunto que tratar conmigo, pero le aseguro que existe una hora y un lugar apropiados. No tengo paciencia para judíos con mal genio ahora mismo, así que váyase y le haré una visita cuando lo estime conveniente.

En ese momento no sentía nada más que una furia asesina. Confieso, lector, que estuve a un mero parpadeo de agarrar a este villano pomposo por el pescuezo y estrangularlo allí mismo. Que me insultara de aquel modo cuando había cometido un crimen tan terrible contra mí y contra mi familia era más de lo que podía soportar. Creo que esta furia que sentía debía de reflejarse claramente en mi rostro, porque Sir Owen la vio. Vio lo que había en mi corazón y supo que estaba a pocos segundos de sentir mi ira.

En otras palabras: echó a correr.

Afortunadamente Sir Owen no era ni un hombre joven ni un hombre ágil, ya que aunque la pierna me dolía terriblemente, fui capaz de seguir su ritmo. Se sumergió de súbito en la multitud y avanzó a empellones entre varias damas y caballeros, y sospecho que al momento de comportarse tan rudamente en público supo que ya no había vuelta atrás, porque ¿cómo explicar su reacción? El darse cuenta de ello no hizo más que incrementar su desesperación, y empezó a derribar a miembros del público con creciente determinación, apresurándose hacia la salida como si ésta fuera a ponerle a salvo. Yo, por mi parte, intenté adoptar el papel de perseguidor cortés, pero no se puede negar que fui culpable también de mi porción de magulladuras y golpetazos.

El amante confiado dio comienzo en el escenario, pero la refriega de los palcos había atraído ya la atención del público del patio. Era la primera escena de la obra de Elias, y los actores proyectaban sus voces con potencia, quejándose de sus infortunios en el amor, pero incluso en medio de mi persecución pude oír una nota inconfundible de desesperación en sus voces, como si sintieran que algo completamente ajeno a su representación había captado la atención de la concurrencia.

No sabía dónde tenía Sir Owen la esperanza de ir, y lo cierto es que sospecho que él tampoco lo sabía, ya que pronto se encontró al final del anfiteatro, sin escaleras a la vista, y ningún sitio adonde ir más que hacia mí o treinta pies en caída libre hacia el escenario. Presa del pánico, se llevó la mano al chaleco y sacó una pistola elaboradamente decorada con oro y perlas. Yo también llevaba mi pistola encima, pero no era tan imprudente como para dispararla en un lugar tan concurrido.

Al verle empuñar el arma, las damas más próximas dejaron escapar una serie de chillidos agudos y horrorizados, y este sonido desató una ola de pánico que se extendió por todo el teatro. Oí el barullo de las pisadas en el piso inferior cuando la mitad del público se puso a mirar hacia arriba y la otra mitad a correr para encontrar un sitio desde donde ver mejor el tumulto. Comprendiendo la precariedad de su posición, Sir Owen intentó elaborar una coartada que le escudara de las críticas de los demás.

– Weaver -gritó-, ¿por qué me persigue? -sé giró hacia el público, que había comenzado a calmarse. Sir Owen se puso una mano en la cadera y sacó pecho: como ahora encontraba que era la atracción principal del teatro, quizá creyese que debía conducirse como un actor trágico-. Este hombre está loco. Es en el hospital de Bedlam donde debería estar, no en el teatro.

– Me temo que es usted quien no debería estar aquí -dije con voz pausada-, porque una representación tan pobre abochorna incluso a Drury Lane.

Esta broma arrancó unas cuantas risas del público, cosa que sólo puso más nervioso a Sir Owen.

– Quizá deba usted considerar quién soy yo -dijo, agitando la pistola- y las cortesías que se me deben.

Habiendo llegado a un impasse, pensé que lo mejor sería poner las cartas sobre la mesa y ver qué ocurría.

– Como habrá podido deducir -grité, pues en mis tiempos de púgil había aprendido un par de cosas sobre cómo proyectar la voz-, he descubierto que usted no es otro que el mismísimo Martin Rochester, el más célebre y vil corredor de bolsa que jamás haya existido. Por consiguiente, sé que es usted responsable de varios asesinatos: los de Michael Balfour, Kate Cole la prostituta, muy probablemente el de Christopher Hodge el librero, y, por supuesto, el de mi padre, Samuel Lienzo.

Un murmullo recorrió la sala. «¿Qué? ¿Sir Owen es Martin Rochester?» Más abajo vi a jóvenes que señalaban hacia arriba con el dedo. De entre sus amistades, las mujeres sofocaban gritos de asombro. Las palabras «asesino» y «corredor» circulaban como los programas del teatro.

Sir Owen respondió a esta acusación de la peor manera posible. Estaba atrapado. No se le ocurrió nada. Le había desenmascarado ante todo Londres. Quizá si lo que yo había dicho fuera falso y él se hubiese reído de las acusaciones podría haber preservado su nombre y su reputación, por lo menos durante esa noche. Pero en lugar de defenderse de mis acusaciones, representó el papel del desesperado. Me disparó.

El fogonazo de la pistola engendró un silencio momentáneo en el auditorio excitado, y el olor a pólvora quemada quedó suspendido en el aire. Todo el mundo, incluidos los actores en el escenario, hicieron una pausa para palparse el cuerpo y comprobar que no habían sido heridos. Afortunadamente, la puntería de Sir Owen no era buena, y no me acertó, pero un lacayo de uniforme que estaba a unos diez pasos detrás de mí, observando anonadado mi enfrentamiento con el barón, no tuvo tanta suerte. La bala de plomo le atravesó el centro del pecho, y dio unos tropiezos hacia atrás hasta caer al suelo. Miró con absoluta sorpresa la mancha roja que se extendía por su librea. Era como si alguien hubiera derramado una botella de vino sobre un mantel y a nadie se le ocurriera qué hacer al respecto. Estuvo mirándose la herida durante un cuarto de minuto, y luego, sin gemir, se derrumbó y murió.

No se oía más sonido en el teatro que el de los actores, recitando lamentablemente sus parlamentos en la parte baja. Mas este silencio se rompió en un instante, y el pánico se elevó desde el leve gorgoteo hasta el hervor al lanzarse la concurrencia hacia las salidas para escapar del delirio asesino de Sir Owen. Como no quería que se me escapase en aquel alboroto, me tiré hacia delante, con no sé qué intención: posiblemente la de atizarle hasta que perdiera la consciencia y luego arrastrarle ante el juez. La verdad es que no tenía ningún plan y no sabía qué haría pasado el momento.

Como un loco, Sir Owen se irguió e intentó pegarme en la cara con su pistola caliente, pero esquivé el golpe con facilidad y respondí con un puñetazo ejecutado con calma contra su amplia barriga. Tal y como yo había previsto, se dobló y dejó caer el arma, ahora inútil. Pero no se rindió. Estaba desesperado, e iba a luchar hasta escapar o hasta que no pudiese seguir luchando.

El barón dio un paso atrás y se llevó la mano a la espada. Yo por tanto me llevé la mano a la mía, y la había sacado y la tenía lista antes de que él siquiera hubiese llegado a empuñar la suya. Cometí el error de creer que iba a tener una ventaja clara en este terreno. Di un paso al frente, preparado para atravesarle con mi hierro.

Sir Owen lanzó contra mí su primer ataque, un lance habilidoso y bien ejecutado dirigido a la parte superior de mi pecho. Un sinvergüenza como Sir Owen no llegaba a la edad que tenía siendo mal espadachín, y confieso que sentí una punzada de miedo al detener velozmente el ataque e intentar diseñar una estrategia. Me había confiado, ya que yo no era maestro en todas las artes de defensa personal, y me di cuenta inmediatamente de que Sir Owen era un adversario a mi altura.

A pesar de sus nervios, Sir Owen sujetaba el arma con una especie de aplomo instintivo, y la blandía con elegancia cortando el aire una y otra vez con el solo objeto de inquietarme. Me gustaría decir que su espada era la continuación de su brazo, pero si el caso hubiera sido ése la espada habría sido gorda y desgarbada: era más bien como si el brazo se convirtiera en una extensión de su arma ligera y delicada, y Sir Owen, bajo su embrujo, se movía con tanta gracia como violencia.

Éstas no eran las condiciones bajo las cuales disfrutar del enfrentamiento con un oponente avezado de intención asesina. Déjeme que le asegure, lector, que una estrategia es algo difícil de elaborar cuando está uno cruzando espadas con un villano en un teatro rebosante de cientos de espectadores presas del pánico, chillando y corriendo hacia las salidas.

Sir Owen me lanzó otro ataque, dirigido otra vez al pecho, pero en el último momento varió la dirección y apuntó más abajo, pensando en alcanzarme en la pierna para así perjudicar mi capacidad de maniobra. Logré bloquear su ofensiva por muy poco y contraataqué con un apasionado golpe a su costado, bajo el brazo derecho, esperando que le costara trabajo detener esta intentona. Para un hombre de su tamaño, maniobró con asombrosa rapidez, esquivando eficazmente mi avance.

Aunque me veía obligado a admitir que Sir Owen era un esgrimidor excepcional, cuando miré su rostro no vi ni rastro del placer que un hombre siente al ejercitar sus talentos: sólo pasión asesina. Pensé que las pasiones de Sir Owen iban sin duda a ofrecerme una ventaja considerable, pero no fue así. Intentó alcanzarme de nuevo, esta vez en el brazo con el que manejaba la espada. Lo bloqueé, pero sentí cómo nuestras armas se enganchaban. En mi esfuerzo por recuperar el control sobre mi espada, forcé demasiado mi pierna lesionada, y el dolor, que me recorrió todo el cuerpo como un relámpago, me distrajo por un instante. Fue un instante demasiado largo, porque Sir Owen se aprovechó de mi confusión, y girando con habilidad su hierro, me arrebató el mío, que se elevó trazando un arco en el aire y cayó al suelo con estrépito a unos quince pasos de donde me encontraba.

Pensé que ahora tendría que huir, pero su propia furia y su terror le nublaban el entendimiento. Rara vez en mi vida he visto nada tan horroroso, y sin embargo tan cómico, como su cara, ahora de un color rojo profundo, casi púrpura, excepto por los labios, apretados con tanta fuerza que eran de un blanco espantoso. Me miró fijamente, apuntándome con la espada.

– Me has arruinado -me dijo en un gruñido bajo, apenas audible por encima del ruido de la multitud.

Tenía la intención de atravesarme. Estaba convencido de ello. Podría haberme escapado, supongo. Podría haber salido ileso, pero no podía soportar la idea de huir, de escapar corriendo de este villano a quien con tanto ahínco había buscado. Así que hice lo que él sin duda nunca habría imaginado que haría un hombre cuerdo y desarmado frente a un adversario con una espada: le metí prisa.

Me eché hacia delante, sin hacer caso de la punzada, que me hizo sentir como si el brazo se me fuera a partir en dos. Sorprendido al principio por mi repentino acercamiento, Sir Owen mantuvo la espada en posición con la esperanza de clavármela, pero yo no había optado por la autodestrucción. Lo que hice fue utilizar un truco que había aprendido peleando en la calle: me eché al suelo y le agarré por las piernas, con la esperanza de derribarle como a un bolo.

Sir Owen dejó caer la espada e, impulsado por su esfuerzo por escapar, cayó de espaldas. Se zafó de mí y retrocedió apoyándose en las piernas como un cangrejo, logrando ponerse en pie al mismo tiempo que yo. Luego se subió al antepecho del palco, supongo que para ganar ventaja, e intentó golpearme. Ahora no éramos más que dos hombres, desprovistos de rango y posición, midiendo nuestras fuerzas en un concurso de ira. Y no es fanfarronería, lector, decir que en un concurso de esta clase -de puños, fuerza física y capacidad de soportar los golpes- un barón perezoso y bien alimentado no tenía contra mí ni una sola posibilidad.

Sir Owen lanzó un puñetazo y falló.

Habiendo perdido el equilibrio por la fuerza del golpe, se apoyó contra el antepecho del palco. Volvió a intentarlo, temerariamente y sin puntería. No sabía lo que estaba haciendo y sacudía los brazos como un salvaje. La confusión causada por esta loca ofensiva, añadida a la fuerza impresionante del puñetazo con el que yo respondí, hizo que el barón perdiera el equilibrio, y con un chillido aterrorizado, cayó de espaldas los treinta pies que le separaban del escenario, donde los actores habían continuado intrépidamente recitando la obra de Elias. Sus esfuerzos habían sido valerosos, pero supongo que hasta los actores más disciplinados no podían pasar por alto la llegada de un grueso barón caído de los cielos.

Permanecí inmóvil, jadeando, con el corazón golpeándome el pecho, y, sí, también con un irrefrenable temblor en los miembros. No se me ocurría qué hacer ahora. Creo que no pasó más que un momento, pero para mí fue como un espacio de tiempo interminable, antes de que se me ocurriera comprobar si Sir Owen seguía con vida.

Me incliné sobre la barandilla para ver si Sir Owen estaba muerto, solamente inconsciente, o quizá ileso y listo para huir. Pero antes de que pudiera echar un vistazo, sentí que me agarraban innumerables manos que me sujetaban al suelo para inmovilizarme. Ya no era el acusador de Sir Owen. Ya no era el hombre que se interponía entre un idiota desequilibrado con una pistola y los inocentes espectadores. Ahora era un judío que había atacado, quizás matado, a un barón.

Dos caballeros de aspecto fuerte me mantenían sujeto. Me parecieron tipos bastante capaces, aunque podría haberme escapado de ellos si hubiese querido. Pero decidí no hacerlo. Iba a tener que enfrentarme a la ley más tarde o más temprano, y no deseaba arriesgarme a que me hirieran en mis esfuerzos por escapar.

A mi alrededor la multitud se agitaba violentamente. Algunos corrían a mirar el cuerpo de Sir Owen tendido sobre el escenario. Otros se apiñaban aquí y allá, atónitos, como el ganado. La mujer del cabello cobrizo y el vestido negro y dorado que había estado sentada en el palco de Sir Owen chillaba violentamente, mientras un joven intentaba consolarla. Siguió dando chillidos durante unos minutos y luego empezó a sollozar más suavemente. El caballero joven comenzó a llevársela hacia la escalera para poder sacarla del teatro.

– Cálmese, señorita Decker -le dijo-. No debe usted alterarse.

Les miré. No sabía qué pensar.

– Decker -dije en voz alta-. ¿Sarah Decker?

Uno de los hombres que me sujetaban me miró perplejo. Mi curiosidad le debía de parecer tan incomprensible como inapropiada.

– ¿Y qué pasa?

– ¿La conoce? -le pregunté-. ¿Conoce a esa mujer?

– Sí -respondió, con la cara fruncida en un gesto de confusión.

– ¿Ésa es Sarah Decker? -pregunté. Empezaba a sentirme desorientado, incluso un poco mareado.

– Sí -dijo con cierta irritación-. Va a casarse con el hombre a quien ha intentado usted asesinar.

Lo único que podía hacer era dejar que aquellos hombres me llevaran consigo.

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