Regresé a mis aposentos en casa de la señora Garrison, y después de servirme un vaso de oporto, me senté a la luz de una vela barata de sebo y me cuestioné si mi tío y yo no habríamos sido víctimas de un malentendido, simplemente. Yo le había preguntado si mi padre tenía algún gran enemigo, y mi tío había dicho que no. ¿Podría ser que no quisiera remover recuerdos desagradables? ¿Que creyese que un enemigo cuyo odio había surgido hace tantos años no podría ser un verdadero enemigo hoy? ¿O era que durante los diez años transcurridos desde que abandoné Dukes Place mi padre había llegado a una especie de paz con el hombre que había jurado destruirle?
Había pensado en clarificar la cuestión, preguntarle a mi tío si nunca había habido tal enemigo, pero temía que si forzaba el tema, contestaría con el nombre que yo tenía en la cabeza, y su silencio me despertaba demasiada curiosidad como para forzarle a hablar. ¿Me había ocultado información porque creía que yo nunca había oído hablar de este enemigo? ¿Que mi padre nunca se había molestado en hablarme de él, a mí, el hijo desobediente? ¿O había esperado mi tío que mi recuerdo de este enemigo hubiese desaparecido a través de las fisuras de una memoria traicionera, tras años de vida destemplada y desventuras?
Fuera cual fuera la razón que mi tío podría haber tenido para no mencionar este nombre, yo nunca tendría la esperanza de olvidar a Perceval Bloathwait.
Nunca conocí bien la naturaleza del conflicto entre mi padre y Bloathwait, ya que había sucedido cuando yo tenía unos ocho años, pero sabía lo suficiente como para comprender que, o bien mi padre había estafado a Bloathwait una cantidad de dinero, o Bloathwait creía que lo había hecho. Lo único que yo sabía de niño, y lo único que seguía sabiendo aquella noche, sentado en mi habitación, era que Bloathwait había ido a ver a mi padre por un asunto de negocios, a comprar o a vender, no sé cuál de las dos. Yo no era capaz de comprender mucho más cuando una noche fría en mitad del invierno, en la que el nivel de la nieve ascendía hasta las ventanas de la planta baja de nuestra casa, el señor Bloathwait llegó en plena cena y exigió hablar con mi padre. Mi hermano José y yo permanecimos sentados a la mesa mientras mi padre, con el aspecto severo que le daban su peluca blanca y sus ropas viejas, un poco manchadas, ordenaba a sus criados que no le permitieran entrar. El criado desapareció haciendo una reverencia, pero apenas unos segundos después, me pareció a mí, un hombre gordo y recio, con una peluca negra, larga, de melena abierta, y una chaqueta escarlata, irrumpió en la habitación, con la nieve chorreándole aún de las ropas. Me pareció un hombre gigantesco, convertido en inmenso por la indignación: una masa enorme y animada, repleta de desprecio por mi padre.
– Lienzo -dijo, siseando como un gato-, ¡me ha arruinado!
Todos guardamos silencio. Yo esperé a que mi padre se levantara escandalizado por sus modales, pero se mantuvo inmóvil, con la vista fija sobre el plato, evitando el contacto, con los ojos del hombre como si mirarle pudiera dar pie a cualquier clase de violencia.
– Puede usted hablar conmigo en mi lugar de trabajo mañana por la mañana, señor Bloathwait -dijo al fin. Hablaba en voz baja y temblorosa. El sudor, reflejado en la luz naranja de la chimenea, le brillaba sobre el rostro.
Bloathwait separó las piernas un poco como para mantener el equilibrio frente a un asalto.
– No comprendo por qué no he de destrozar su tranquilidad doméstica cuando usted ha arruinado por completo la mía. Es usted un bellaco y un ladrón, Lienzo. Exijo una restitución.
– Si cree usted que ha sido engañado, puede presentar su problema ante un tribunal -replicó mi padre con fortaleza poco característica. Había una grieta en su voz que daba fe de su miedo, pero respondió a la desesperación del momento con una especie de noble resignación-. De otro modo, debe usted considerarse una víctima de la cambiante naturaleza de los valores. Todos sufrimos de vez en cuando los caprichos de la Dama Fortuna: no hay forma de evitarlo. Creo que un hombre nunca debe invertir más de lo que puede permitirse perder.
– Mi enemiga no ha sido la Fortuna. Mi enemigo ha sido usted, señor -dijo, señalando a mi padre con su gran bastón-. Fue usted quien me animó a invertir mi fortuna en esos valores.
– Señor Bloathwait, si desea que discutamos el asunto, puede usted venir a verme en la Bolsa, pero deseo ahorrarle la indignidad de salir escoltado por mis criados.
Bloathwait torció la boca como para hablar, pero de pronto se le puso floja, como una bota de vino vacía. Bajó el bastón y dio un golpecito en el suelo. Luego extendió la diminuta boca para mostrarnos una sonrisa. Digo que nos la mostró a nosotros porque estaba dirigida a José y a mí tanto como a mi padre.
– Creo, señor Lienzo, que voy a esperar a que usted venga a buscarme a mí -se inclinó rápida y formalmente, y luego se marchó.
Si ése hubiera sido el final del suceso, supongo que lo habría olvidado. Pero no terminó ahí. Apenas unos días después, cuando volvía a casa del colegio, vi al señor Bloathwait en la calle. Al principio no le reconocí, y seguí caminando, encontrándome con una figura enorme justo enfrente de mí, hundido en la nieve hasta las pantorrillas, el gran abrigo negro aleteando a su espalda. Me miró fijamente, con los ojillos negros hundidos en una cara que a mí me parecía una vasta expansión de piel interrumpida por ojos diminutos, una nariz como un capullo, y un mero corte por boca. Los golpes secos de viento le habían enrojecido la cara, y la peluca le ondeaba al aire como un estandarte militar. Llevaba ropa sombría -porque Bloathwait era un Disidente- y los de su secta habían aprendido de sus antecesores, los Puritanos, a utilizar su vestuario para expresar su desprecio de la vanidad. En el caso de Bloathwait, sin embargo, estos colores oscuros despedían más señales de amenaza que de piedad.
Hice amago de salir a la calle, para cruzar y así evitarle, pero un coche de caballos frenó y no tuve oportunidad. De manera que seguí caminando, incluso entonces pensando tontamente que utilizaría la baladronada, si la suerte no se ponía de mi lado. Quizá si me limitaba a seguir andando y no le hacía caso, el incidente pasaría.
Pero no iba a ser así. Bloathwait alargó el brazo y me agarró por la muñeca. Me agarraba con fuerza, pero sin estrategia. Yo comprendí que, como adulto, no estaba acostumbrado a agarrar a la gente por la muñeca, y yo, como niño con un hermano mayor, sabía perfectamente cómo zafarme de una agarrada tan torpe. Por un momento me quedé quieto, sin saber si debía liberarme y salir corriendo o escuchar lo que este hombre, que, después de todo, era una persona mayor, tenía que decir. Me asustaba, sí, pero reconocí en su ira hacia mi padre una coincidencia entre él y yo, como si él hubiera encontrado un modo de ponerle voz a mis propias ideas y experiencias. Por esta razón deseaba saber más acerca de él, pero puesto que me había hecho reconocer a mi padre de un modo en que antes jamás lo había hecho, también deseaba huir.
– Déjeme ir -dije, intentando sonar meramente irritado.
– Te dejaré ir, por supuesto -respondió-. Pero quiero que le digas a tu padre una cosa de mi parte.
No contesté, y él se lo tomó como una aceptación.
– Dile a tu padre que quiero que me devuelva mi dinero, o tan seguro como que estoy aquí de pie que os dejaré a ti y a tu hermano conocer mi indignación.
Yo me negaba a mostrarle que estaba asustado, aunque había muchas cosas en su aspecto que asustarían a un chico de mi edad.
– Le comprendo -le dije, alzando la barbilla-. Déjeme ir ahora.
El viento soplaba nieve fresca sobre su rostro, y a mí me pareció ver algo vil incluso en el gesto despreocupado con que se la secaba.
– Tienes más coraje que tu padre, chico -me dijo con una sonrisa que extendió su boca diminuta.
Me soltó la muñeca y se me quedó mirando. Yo, negándome a echar a correr, me di media vuelta y me fui caminando a casa despacio, donde esperé en silencio a que mi padre regresara de la calle de la Bolsa. No fue hasta tarde, bien pasada la puesta del sol, cuando le vi, y envié a uno de los criados a pedirle audiencia. Él se negó hasta que envié al criado de vuelta, a decirle que era de la mayor importancia. Creo que mi padre debió de reconocer que raramente le pedía pasar tiempo con él, y que nunca se lo había pedido dos veces si me lo negaba la primera vez.
Una vez que me hubo admitido en su despacho, le conté con voz tranquila mi encuentro con Bloathwait. Él me escuchó, intentando que su rostro no diese muestra alguna de emoción, pero lo que vi en él me asustó más que las vagas amenazas de un hombre gordo y, pomposo como Bloathwait. Mi padre tenía miedo, pero tenía miedo porque no sabía qué hacer, no porque temiese por mi seguridad.
Yo quería mantener este encuentro en secreto, ocultárselo incluso a José, pero al fin, más tarde aquella misma noche, se lo conté y, para mi horror, me reveló que él había tenido un encuentro prácticamente idéntico. Desde ese momento en adelante, Bloathwait se convirtió para nosotros en un ser más terrorífico que cualquier trasgo o cualquier bruja de los que se usan para asustar a los niños. Le veíamos con regularidad, al salir de la escuela, en la calle, en el mercado. Nos sonreía maliciosamente, a veces como con hambre, como si no fuéramos más que bocados que quisiera devorar, y a veces como si se estuviera divirtiendo con nosotros, como si todos fuéramos víctimas de la misma ironía del destino, como si fuéramos todos camaradas y socios en este trance.
En una época yo creí que estos encuentros habían durado meses, quizá años, aunque cuando fui mayor, José insistía en que sólo se prolongaron durante una semana o dos. Supongo que debía de tener razón, porque un hombre adulto no puede pasarse gran parte de su vida persiguiendo a los niños para asustar a su padre, y yo no tenía ningún recuerdo de Bloathwait en el que no estuviera cubierto de nieve o con la cara enrojecida de frío. Incluso ahora, de adulto, habiendo visto muchas más cosas de Bloathwait que podrían asustarme más de lo que nunca me asustó él de niño, cuando pienso en él le veo todavía con su gran abrigo, una masa negra en el blanco invierno.
Pero el terror de Bloathwait al fin terminó. Guando llevaba algún tiempo sin verle, pregunté a mi padre por él, pero él se limitó a golpear la mesa con el puño gritándome que no volviera a pronunciar ese nombre nunca más.
Sin embargo, no puedo decir que no se volviese a pronunciar ese nombre en casa. Algunas veces, entre los compañeros de negocios de mi padre, oía mencionar la palabra «Bloathwait» entre susurros, y mi padre siempre miraba por el rabillo del ojo para ver si había algún testigo, un testigo que pudiera arrancarle su máscara de indiferencia y desvelar la vergüenza que escondía debajo.
Hasta el día que abandoné aquella casa, nunca me atreví a mencionarle el nombre a mi padre, pero este gran enemigo, tan siniestro -este hombre que había sido mi antagonista, y mi aliado de una manera extraña, desvelando en los términos más irrefutables los fallos de mi padre-, permaneció firmemente asentado en mis fantasías. No tuve dificultad en reconocerlo cuando le volví a ver, ahora más viejo, más gordo, una caricatura de su ser anterior. La última vez que le había visto la cara ya no era un niño, sino que asistía al funeral de mi padre, y salía del oficio religioso para caminar en la húmeda tarde londinense, cuando le vi a una distancia de unos cincuenta pies, mirándonos, sus ojillos fijos en el grupo de judíos que murmuraba sus oraciones. Aunque parezca extraño, no sentí ni miedo ni horror, aunque retrospectivamente creo que daba una impresión horrorosa, envuelto, tal y como yo le recordaba, en un abrigo negro, con la peluca empapada de lluvia pegada al rostro. Un criado estaba de pie a su lado, sujetando un paraguas de manera poco eficiente sobre su cabeza, y dos más aguardaban sus órdenes. Cuando me fijé en él, mi primer pensamiento fue el reconocimiento, como si fuera un gran amigo, alguien a quien me alegraba saludar. Por instinto, casi alzo la mano para hacerlo, pero al instante me di cuenta de quién era, y me quedé paralizado, mirándole fijamente. Él buscó mi mirada y no apartó los ojos. En lugar de eso me ofreció una débil sonrisa, divertida y amenazadora, y luego se dio media vuelta y entró en su carruaje.
Yo le prestaba poca atención a la política y a los asuntos comerciales, pero Londres es una ciudad en la que todo el mundo conoce a los grandes hombres, y no podía menos de saber que este hombre que en tiempos había sido tan monstruoso enemigo de mi padre era hoy una figura de cierta relevancia, un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra. El Banco de Inglaterra era enemigo de la Compañía de los Mares del Sur, y la Compañía deseaba que mi investigación cesase. Yo no sabía definir lo que ocurría, o cómo encajaban estas piezas, pero la negativa de mi tío a nombrar a Bloathwait, a dejar que el nombre saliese de su boca, me dejaba bien claro que no me quedaba más remedio que hablar con este enemigo una vez más, para descubrir si un villano del pasado había regresado para arrebatarle la vida a mi padre.
No deseo producir en el lector la impresión de que no tenía más ocupación que las descritas en estas páginas, ni más amistades que las mencionadas aquí. A pesar de todo, yo sabía que mi naturaleza era obstinada, y pensé que sería mejor liberarme de toda obligación antes de meterme de lleno en esta investigación. En los días que siguieron a mi visita a casa de mi tío, concluí un asunto que me traía entre manos con uno de mis patronos habituales -un sastre que servía a las mejores familias de la ciudad y que a menudo se encontraba con que sus facturas no eran satisfechas por los caballeros cuya suerte había cambiado de signo-. Muchos de estos caballeros se aprovechan de las liberales leyes de este país para aparecer en público los domingos, cuando está estipulado que los alguaciles no pueden arrestarlos por cuestión de deudas. Por tanto, sus acreedores sufren mientras los morosos se pasean por ahí bajo título de «Caballeros de Domingo». Yo, sin embargo, al servicio de mis patrones, había decidido interpretar la ley de manera más flexible que los alguaciles. Tenía un viejo acuerdo con la Alegre Moll que me permitía arrancar a los morosos de las calles los domingos y depositarlos en su dispensario de ginebra hasta que amanecía el tan esperado lunes. Raro era el hombre que no aceptaba el licor de Moll una vez encerrado en su mazmorra, y con el moroso en cuestión desorientado e incapaz de producir una historia coherente sobre su arresto ilegal, yo me ponía en contacto con un verdadero alguacil -desconocedor de la trama- que procedía a arrestarlo. Se trataba de una operación sencilla, por la que yo recibía la cantidad equivalente al cinco por ciento de la deuda, y Moll recibía una compensación de una libra.
Después de apresar a un sujeto escurridizo que le debía a mi amigo el sastre más de cuatrocientas libras, interrogué a varios de mis conocidos para ver si sabían algo de Balfour el viejo o de su muerte, pero eso resultó ser empresa vana. Tuve más éxito en la visita a una joven actriz -cuyo nombre no sería delicado mencionar- con quien mantenía cierta relación. Era una chica hermosa de cabello rubio y brillante, ojos azulados y sonrisa pícara que siempre me hacía creer que me la iba a jugar en cualquier momento. A menudo me complacía su charla insustancial, porque el mundo de las bambalinas quedaba muy lejos de mis actividades ordinarias, pero en esta ocasión no pude beneficiarme de este refugio, ya que la oí contarme que se había enterado de que representaría a Aspasia en La tragedia de la doncella, sólo porque el papel había sido abandonado por una mujer que había escapado del teatro para convertirse en la puta de Jonathan Wild. Pero pronto olvidé el nombre de ese enemigo mientras pasaba varias horas deliciosas en compañía de esta mujer. Era una lástima que siempre le ofreciesen papeles trágicos, porque tenía un ingenio que yo encontraba irresistible. Una velada con esta criatura encantadora transcurría entre tantas risas como intrigas amorosas. Pero estoy divagando: estas aventuras no tienen relevancia para esta historia.
Lo que sí creo que es relevante, sin embargo, es que al despedirme de ella, ya de noche cerrada, me topé con una desventura que tuve que asumir que estaría relacionada con mi investigación. Mi actriz vivía no lejos de mis aposentos, al otro lado del Strand, en una pequeña plaza que salía de Cecil Street, una zona que a mí me parecía estar demasiado aislada y demasiado cerca del río para la comodidad de una dama. Tenía por costumbre mandarme a mi casa muy tarde, después de que su casera se hubiera ido a dormir y antes de que se levantase de nuevo, y yo no tenía gran objeción a esa práctica, pues prefería la comodidad de mis propias habitaciones. Esa noche, tras pagar mis tributos en el templo de Venus, me dispuse a regresar a casa de la señora Garrison. La noche estaba muy oscura cuando subía por Cecil Street, y no había ni un alma despierta, según pude percibir. Se oía el agua del río, y olía a humedad y a pescado. Había empezado a chispear, y el aire estaba cargado de una bruma fresca. Me levanté el cuello del abrigo y me adentré en la oscuridad del mal iluminado camino a casa. Cuando era niño, las calles de Londres estaban razonablemente iluminadas con lámparas, pero en los años que preceden a esta historia esas lámparas habían dejado de usarse. Estas calles tenebrosas se habían perdido para la gente honrada, y habían sido conquistadas por los miserables habitantes de los callejones, las alcantarillas y los dispensarios de ginebra.
Si mi lector vive en Londres, comprenderá que ningún hombre, independientemente de lo fuerte que sea y de lo bien armado que vaya, puede recorrer las calles oscuras de la ciudad sin turbación. Las cosas siempre habían sido así, supongo, pero estaban mucho peor ahora que los bellacos de Jonathan Wild habían empezado a apropiarse de las libertades ciudadanas. Si hubiera vivido más lejos de mi amante, me hubiera procurado un coche de alquiler, pero no hubiera podido hacerlo hasta no llegar al Strand, y desde allí ya creía que podría recorrer el camino solo y sin peligro. De manera que caminaba con cautela, intentando mantener la cabeza fría, aunque me distraían los recuerdos de una velada agradable, además de la confusión producida por dos o tres botellas de buena cosecha.
Había caminado sólo unos pocos minutos cuando oí pasos tras de mí. Quien me estuviera siguiendo lo hacía con habilidad, porque imitaba mi ritmo con precisión, logrando que sus pisadas fueran casi imposibles de distinguir de las mías. Imaginé que sería un atracador que venía del río y había encontrado con alegría una presa fácil por estas calles. Mantuve el paso regular, para que no se diese cuenta de que le había oído, pero aferré la empuñadura de mi espada, resuelto a estar preparado para él con mi hierro. Pensé en sacar la pistola, pero no deseaba llenar de plomo a otro faltrero, y tenía la esperanza de que podría defenderme sin necesidad de matar a mi asaltante. Ciertamente no era demasiado optimista creer que la visión de un hombre valiente empuñando un arma sería suficiente para ponerle fin al asunto. La ciudad, según este faltrero debía de saber, estaba indudablemente repleta de presas más fáciles.
Seguí caminando, y él aún me seguía los pasos. La bruma empezó a convertirse en lluvia, y se levantó un fuerte viento del río. Noté que temblaba ligeramente al caminar, y me oía el corazón como si lo tuviera detrás de los oídos, de igual manera que oía las pisadas rítmicas de mi perseguidor. No podía adivinar cuándo atacaría, pero me pareció raro que esperase tanto tiempo. Estábamos solos, y ningún atracador podía soñar con circunstancias más favorables. Lo cierto es que no ganaba nada esperando, pero siguió caminando tras de mí. Pensé que podía darme la vuelta y retarle a forzar el asunto y terminar con el conflicto, pero me convencí a mí mismo de que podría llegar al Strand, y ponerme a salvo, sin arriesgarme a una pelea. Me hubiera encantado enfrentarme a un bellaco de esta calaña en un combate entre iguales, pero no conocía su armamento. Podía tener varias pistolas apuntándome, y si le asustaba, sólo lograría mi propia destrucción. Quizá, pensé, era nuevo en el oficio y no comprendía cuán ideales eran estas condiciones. Si tal era el caso, podía seguir caminando hasta encontrar compañía, y el asunto habría terminado sin enfrentamientos ni violencia.
Por fin vi un carruaje que se aproximaba, avanzando a toda prisa hacia a mí. No podía imaginar adónde iba a semejante velocidad, porque la calle no llevaba a ninguna parte a la que uno pudiera necesitar llegar con rapidez. A pesar de su ritmo alocado, estaba seguro de que si le hacía una señal al cochero, se detendría y me permitiría montar aunque fuera hasta un lugar mejor iluminado en los alrededores, donde poder conseguir mi propio transporte. Temía que no me viera en la oscuridad, de manera que me coloqué en la carretera, y saqué la espada, con la esperanza de que la poca luz que había se reflejase en el filo y así emitiera una señal de peligro.
Agité los brazos al acercarse el carruaje, pero no aminoró la marcha. De hecho, me fui dando cuenta conforme se acercaba de que los caballos no iban a pasar de largo, sino por encima de mí, de manera que di unos cuantos pasos atrás, y seguí agitando los brazos. Al cambiar de sitio, los caballos variaron también de dirección, y no me quedó más remedio que llegar a la conclusión de que aquel loco quería arrollarme. Espero que mi lector no me crea un cobarde, pero en un instante me embargó el terror, porque creía con toda el alma que eran el mismo carruaje y el mismo cochero que habían atropellado a mi padre. Ese terror nacía no sólo del miedo que sentía ahora por mi propia vida, aunque indudablemente ésa no era una sensación menor, sino por el reconocimiento de la enormidad de aquello a lo que me enfrentaba. Yo pretendía saber lo que le había ocurrido a mi padre, y ahora su destino podía perfectamente ser el mío. Había una serie de fuerzas actuando que yo no alcanzaba a comprender, y como no podía comprenderlas, sentí que no podía defenderme.
Caminé hacia atrás un poco más, para alejarme de la carretera, donde el cochero asesino no se atrevería a llevar a sus caballos más que arriesgando su propia vida. Pero descubrí una dificultad que no me había detenido a considerar: que el carruaje y el ladrón estaban compinchados, ya que el ladrón había logrado deslizarse hasta mi lado y, aprovechándose de la sorpresa, me agarró con fuerza por los hombros, girando mi cuerpo bruscamente antes de tirarme al suelo. Al caer, el carruaje pasó por mi lado a una velocidad temible, los caballos relinchando con un siniestro placer, o así sonaban. Mi atracador no perdió tiempo en levantarse y empuñar su propia espada contra mi persona, confundida y postrada.
– Pensaba decir «la bolsa o la vida» -me dijo con una sonrisa malvada reflejada incluso a la escasa luz-, pero en su caso, con la bolsa será suficiente.
No podía distinguir sus facciones claramente en la oscuridad, pero era una criatura fornida, de aspecto rudo que, por su grosor, podía haberse defendido con dignidad en una pelea honesta. Ahora que llevaba ventaja, me concentré en encontrar fórmulas para librarme de estar a su merced.
– Llevo poco dinero encima -le confesé honestamente, esperando prolongar el conflicto para revertir su obvia ventaja-. Si me deja regresar a mis habitaciones, le pagaré por sus molestias.
Incluso en la oscuridad pude verle reír.
– Está bien -me dijo con un cerrado acento del campo-. Pero mi negocio es algo más serio que el robo. Esperaba conseguir un poquito más.
Intentó clavarme la espada en el corazón, cosa que sin duda habría logrado de no haber levantado yo una pierna y, con la pesada bota, darle duro en sus partes masculinas. Es doloroso recibir un golpe de esa clase; lo sé por experiencia, pero un hombre que pelea en el cuadrilátero ha de aprender a no hacer caso de un dolor que, aunque distrae mucho, rara vez pasa a mayores. Este canalla no había aprendido nunca esa lección. Dejó escapar un aullido, se echó hacia atrás dando tropiezos y dejó caer el arma para poder sujetarse desesperadamente la carne dolorida.
Recogí rápidamente tanto su arma como la mía, pero no tenía prisa en atravesarle. Anduve deprisa hasta él mientras permanecía agachado, agarrándose la entrepierna. Pude ver que no estaba vestido tan pobremente como el faltrero habitual, pero no pude ver los detalles específicos de su vestimenta, ni los de su cara.
– Dime quién te envía -jadeé, con la respiración muy alterada por la aventura. Di otro paso al frente.
Oí el chacoloteo de las herraduras y el chirrido de las ruedas, y supe que volvía el carruaje. Me quedaba poco tiempo.
Él gemía. Se agarraba la zona dolorida. No decía nada. Pensé que debía captar su atención, y hacerlo rápido, así que le di otra patada, esta vez en la cara. Salió despedido de espaldas hacia la carretera y dio duro en el suelo con el trasero. Oí un gemido y luego una raspadura en la garganta al intentar coger aire.
– ¿Quién te envía? -pregunté de nuevo. Esperaba que mi voz le trasladase la urgencia de la pregunta.
Pensé que si mi golpe a su parte más tierna había dejado al ladrón tan impedido, con el segundo le habría dominado por completo, pero no resultó ser ése el caso.
– Bésame el culo, judío -me dijo, y después, cogiendo aire audiblemente para reunir fuerzas, corrió tras el carruaje. Corría despacio y torpemente, pero corría de todas maneras, y se mantuvo justo fuera de mi alcance cuando saltó, o quizá deba decir que se lanzó a la parte trasera del coche cuando éste giraba hacia el Strand. Di un paso atrás para que el carruaje no me amenazase, aunque no creía que fuera a hacerlo de nuevo. Se fue a toda prisa, dejándome a mí en pie e ileso, aunque confuso y fatigado.
En momentos como ése, uno desea alguna clase de resolución dramática, como si la vida fuera una mera comedia. No sabría decir qué me resultaba más desconcertante, si el ataque que había recibido sobre mi persona o el hecho de que, una vez concluido el ataque, simplemente siguiera caminando hacia el Strand. Y en el silencio de la noche casi podía creer que el asalto no había sido más que una fantasía de mi mente.
Pero no lo había sido. Ni había sido simplemente un intento de atracar a un hombre lo suficientemente tonto como para andar solo por la calle de noche. El carruaje me estaba diciendo que éstos no eran unos pobres ni unos desesperados, puesto que ¿dónde encontrarían meros ladrones una pieza de equipamiento tan cara? Lo que más me asustaba era que estos hombres me conocieran, que supieran que yo era judío. Habían ido a por mí, y haberles dejado escapar me llenaba de una furia que me hacía retorcerme, una furia que juré desplegar ante mis asaltantes, quienes yo creía firmemente que eran los asesinos de mi padre.