Dos

En aquellos tiempos mi negocio era aún nuevo; no tenía ni dos años de experiencia y todavía me afanaba en aprender los secretos de mi oficio. Había disputado mi último combate oficial como púgil unos cinco años antes, cuando no tenía más de veintitrés. Después de que aquella profesión llegase a un final tan abrupto, encontré maneras diversas de ganarme el sustento, o quizás debiera decir de sobrevivir. De la mayoría de estas vocaciones no estoy orgulloso, pero me enseñaron muchas cosas que me resultarían de provecho más tarde. Durante un tiempo estuve empleado en un patrullero que hacía el trayecto entre el sur de Inglaterra y Francia, pero este barco, como adivinarán mis perspicaces lectores, no pertenecía a la flota de Su Majestad. Cuando arrestaron a nuestro patrón bajo acusaciones de contrabando, fui a la deriva de aquí para allá, e incluso, aunque me ruborice reconocerlo, adopté el modo de vida de los ladrones de casas, y luego el de salteador de caminos. Las ocupaciones de esta naturaleza, aunque excitantes, rara vez resultan rentables, y uno se cansa de ver a los amigos con el dogal alrededor del cuello. Así que hice juramentos y promesas, y regresé a Londres a buscarme algún oficio honesto.

Es una lástima que no me anticipase a los púgiles de hoy en día, quienes, como el famoso Jack Broughton, cuando se retiran abren academias donde entrenan a los mozos que ocuparán su lugar. Broughton, de hecho, ha sido tan ingenioso que ha inventado unos artefactos a los que llama «guantes de boxeo»: una especie de voluptuoso acolchado para el puño. He visto estas cosas y sospecho que ser golpeado por un hombre que lleva estos guantes es casi como no ser golpeado en absoluto.

Yo era mucho menos listo que Broughton y no tenía ideas tan ambiciosas, pero sí tenía unas cuantas libras mal ganadas en el bolsillo, y buscaba un socio con quien abrir una taberna o algún otro negocio de ese tipo. Fue en esa época, mientras regresaba a pie a mis habitaciones ya entrada la noche, cuando tuve la buena fortuna de socorrer a un anciano acosado por una banda de mocosos ricos. A estos rufianes aristocráticos, conocidos en aquellos días como los Mohock (un nombre que suponía un insulto para los honorables salvajes de las Américas), nada les divertía más que pasearse por las calles de Londres, atormentando a quienes eran más pobres que ellos, rompiéndoles brazos y piernas, arrancándoles la nariz o una oreja, empujando a señoras mayores ladera abajo e incluso, aunque en contadas ocasiones, deleitándose con tan irreversible crimen como el asesinato.

Yo había leído acerca de estos cachorros arrogantes y había deseado tener la oportunidad de devolverles un poco de su propia violencia, de modo que ahora no sé si fue mi odio por los privilegios que estos hombres creían que les pertenecían o la bondadosa preocupación que me despertaba la anciana víctima lo que me atrajo a la pelea. Sólo puedo decir que cuando vi la escena frente a mí, actué sin vacilación.

Cuatro mohocks, vestidos de satén y fino encaje, y cubiertos con máscaras de carnaval italianas, rodeaban a un tipo mayor que se había encogido en el suelo y estaba sentado como una especie de niño grotesco con las piernas dobladas. Le habían quitado la peluca y la habían arrojado al suelo, y un delgado hilo de sangre le manaba de un corte en la cabeza. Los mohocks proferían risitas, y uno de ellos hizo un chiste obsceno en latín, que desató la abierta hilaridad de los demás.

– Ahora -le dijo uno de ellos al viejo- es usted quien elige -sacó el sable y rebanó el aire con la ensayada soltura de un maestro de esgrima, antes de arrimar la punta del arma a la cara del hombre-. ¿Prefiere perder una oreja o la punta de la nariz? Decídase pronto o le otorgaremos los dos premios en pago por sus esfuerzos.

Por un momento no hubo más sonido que la entrecortada respiración del hombre sitiado y el rumor de la mugre de la ciudad corriendo por el arroyo en mitad de la calle.

La rotura de pierna que había terminado con mi carrera en los cuadriláteros me dejó sin el aguante de un púgil, pero todavía me sobraban fuerzas para una breve riña callejera. Los mohocks estaban demasiado ebrios de crueldad, y de vino también, como para advertir mi presencia, de modo que me apresuré a ayudar a la víctima, despachando inmediatamente a uno de los mozos con un golpe feroz en la nuca. Antes de que sus compañeros se dieran cuenta de que me había metido en la pelea, ya había agarrado a un segundo truhán y lo había tirado de cabeza contra el muro, maniobra que lo dejó incapacitado para nuevas fechorías.

El viejo, a quien yo había creído tan indefenso como una mujer, vio como los dos equipos se igualaban rápidamente, y se incorporó en una postura más varonil, pegando bruscamente al asaltante que le había amenazado con el sable, haciéndole soltar el largo y elegante filo y enviándolo con estruendo a la oscuridad. Yo me batía ahora a puñetazos con uno de los dos hombres que permanecían en la batalla, mientras que mi compañero, que debió de sacar fuerzas de la indignación, recibía unos cuantos golpes tremendos en la cara soportando con valentía el dolor. Le manaba abundante sangre de un nuevo corte sobre el ojo izquierdo, pero demostró ser un guerrero animoso y se mantuvo en juego durante el tiempo que transcurrió hasta que apareció un guardia del barrio, con la linterna en alto, al final de la calle. Los mohocks, al ver al vigilante, decidieron interrumpir su pasatiempo, y los dos villanos que quedaban en pie reunieron a sus camaradas caídos y se fueron cojeando a lamerse las heridas y a inventarse historias que pudieran explicar sus magulladuras.

Mientras se aproximaba el vigilante, me acerqué a mi compañero de armas y le sujeté por los hombros para enderezarle. Me miró fijamente con los ojos cansados, la mirada borrosa por la sangre y el sudor, y luego me ofreció una amplia sonrisa.

– ¡Benjamin Weaver! -exclamó-. ¡El León de Judea! Caramba, nunca pensé que volvería a verle pelear. Y aún menos que lo haría desde tan cerca.

– Tampoco entraba en mis planes -le dije, cogiendo aliento-. Pero me alegra haberle sido de ayuda a un hombre en apuros.

– Y aún ha de alegrarse más -me aseguró-, porque que me condenen a servir al mismo Satanás si no recompenso su valor como se merece. Deme la mano, caballero.

El infortunado se presentó entonces como Hosea Bohun, y me rogó que le visitara al día siguiente para poder así ofrecerme una pequeña recompensa en señal de gratitud. Para entonces ya había llegado el guardia: un tipo debilucho, poco dotado para su oficio. Como había perdido a los asaltantes, el vigilante consideró una gran idea llevarse a las víctimas al calabozo como castigo por estar en la calle después del toque de queda, pero el señor Bohun salpicó su discurso hábilmente con los nombres de sus amigos, incluyendo el del señor alcalde, y despachó al vigilante.

Al día siguiente descubrí que había tenido la fortuna de socorrer en una situación de vida o muerte a un comerciante muy adinerado de la Compañía de las Indias Orientales, y en la espléndida casona del señor Bohun, este hombre agradecido me recompensó con una suma no inferior a las cien libras, y la promesa de ayudarme si se presentaba la ocasión. Y es cierto que me ayudó, ya que la historia de cómo le habían asediado los mohocks y de cómo tuvo la suerte de enfrentarse a ellos con Benjamin Weaver a su lado, encontró eco en los periódicos. Al poco tiempo recibí las visitas de otros hombres -algunos elegantes, otros pobres, pero todos con ofertas para pagarme por mis habilidades-. Un caballero preparaba un viaje a su casa de campo y deseaba que cabalgase a su lado para protegerle a él y a sus bienes de los salteadores de caminos. Otro era un tendero cuyo establecimiento era asaltado regularmente por una panda de rufianes; quería que pasase algún tiempo en su tienda a la espera de los villanos, a quienes debía recompensar por sus fechorías. Otro más quería que cobrase la deuda de un sujeto escurridizo que había sorteado con éxito a los alguaciles durante más de un año. Quizás la petición más significativa (una que de nuevo colocó mi nombre en los titulares) vino de una señora venida a menos cuya única hija, que no tenía ni doce años, había sido atacada de la forma más ignominiosa por un marinero. Había testigos del ataque pero esta mujer no lograba encontrarlos ni a ellos ni al propio marinero. Pronto descubrí que no había más que hacer preguntas, escuchar las habladurías y seguir las pistas que iban dejando atrás los culpables imprudentes. Este marinero, como puede que sepan mis lectores, fue condenado por violación y yo mismo tuve el placer de presenciar su ahorcamiento en Tyburn.

Y así comenzó mi trabajo como protector, vigilante, alguacil, guardia de alquiler y apresador de ladrones. Esta última ocupación resultó ser la más lucrativa, puesto que por llevar a los criminales ante la justicia recibía, no sólo el pago de mi patrón, sino también la cuantiosa recompensa de cuarenta libras que ofrecía el Estado. Tres o cuatro botines de esta clase en el curso de un año suponían un salario generoso para un hombre de mi posición.

Digo con cierto orgullo que pronto me labré una reputación de hombre honrado, ya que es cosa bien sabida que los apresadores de ladrones son, por lo general, tunantes de la peor calaña, a quienes les es indiferente la inocencia o la culpabilidad del pobre desgraciado al que arrastran frente al juez sólo por la recompensa que acompaña a la condena. Cuando yo establecí mi negocio, hice saber que no iba a tener nada que ver con los trucos de los apresadores de ladrones, y que me ocuparía sólo de capturar villanos y de recuperar bienes robados. Hice esto no sólo para evitar colocarme al otro lado de la ley, sino también para que existiese algún hombre en quien las víctimas de robos pudiesen confiar.

Para mi desgracia había poco trabajo como apresador de ladrones en los días en los que mi historia comienza, puesto que un conocido granuja llamado Jonathan Wild había empezado a labrarse una reputación como Apresador Mayor. Wild parecía obrar milagros para las incontables víctimas de robo en todo Londres, ya que era capaz de descubrir el paradero de prácticamente todos los ladrones de la ciudad, y podía recuperar casi todos los objetos robados. Como sabemos hoy, y como sabíamos muchos entonces, Jonathan Wild podía hacer todo esto porque apenas había un solo caco en Londres que no fuese su empleado. Cuando alguien descubría que le había sido sustraído algún objeto, a menudo encontraba más práctico pagar a los propios ladrones para que devolviesen lo robado que contratar a un hombre como yo que no podía ofrecer garantía alguna de recuperarlo. Wild nunca daba garantías, pues se hacía pasar por un ciudadano preocupado que simplemente ofrecía su ayuda, pero rara vez había oído yo que no fuera capaz de recuperar algo robado. Según la costumbre, sus víctimas ponían anuncios en el Daily Courant informando de los objetos que deseaban recuperar. No solía transcurrir mucho tiempo antes de que la víctima recibiese noticias del señor Wild, explicándole que creía poder ayudarle si el buen señor o señora estuviera dispuesto a ofrecerle al ladrón la mitad o tres cuartas partes del valor del objeto robado. No era un trato justo, pero era más justo que tener que reemplazar lo robado, así que de este modo los ciudadanos de Londres recuperaban sus objetos perdidos y alababan al hombre que los había robado. Wild, por su parte, recibía por su botín mucho más dinero del que podría haber soñado de haberlo ofrecido a un perista o intentado venderlo por su cuenta. Se había enriquecido tanto con estas tretas que se decía que tenía agentes en casi todas las ciudades de importancia de Inglaterra y que poseía barcos de contrabando que navegaban constantemente entre estas costas y las de Francia y Holanda con cargamentos ilegales.

A pesar de su gran éxito, siempre hubo gente que tenía bien calado a Wild y nunca hizo negocios con él. Sir Owen Nettleton era uno de estos caballeros; había venido a mí con un encargo apenas dos días antes de mi encuentro con Balfour. Sir Owen era un hombre simpático, y me agradó enormemente casi de inmediato. Se presentó en mi sala de visitas, orgulloso y jovial, un poco gordo y un poco borracho. A algunos les avergonzaba venir a verme a mi barrio -quizás porque Covent Garden era una zona demasiado poco elegante, quizás porque no deseaban entrar públicamente en casa de un judío-, pero Sir Owen era antes que nada abierto y conspicuo. Tras estacionar su inconfundible carroza dorada y turquesa justamente a la puerta de la casa de la señora Garrison, entró, descaradamente dispuesto a dar su nombre a quienquiera que se lo preguntase.

Tenía casi cuarenta años, creo, pero su atuendo y su temple le daban el aspecto de un hombre al menos diez años más joven. Lo suyo era todo colores alegres, hilo de plata y bordados de fantasía, y su rostro risueño tenía un aire aún más ancho y rubicundo bajo el toldo enorme de su larga y espesa peluca perfectamente blanca. Sentado cómodamente en la butaca frente a mí, habló de los chismes de la ciudad y se bebió buena parte de una botella de madeira antes de dejar caer que quisiera tratar algún asunto conmigo. Finalmente dejó el vaso y caminó hacia la ventana detrás de mi silla y escudriñó la calle. Se puso tan cerca de mí que me sentí algo mareado por la bruma de su generosa aplicación de perfume de algalia.

– Hace una espléndida tarde de domingo, para ser octubre, ¿no le parece? Una tarde de domingo espléndida.

– Sí que es una tarde espléndida -concedí, un poco ansioso ya por que Sir Owen fuese al grano.

– Hace una tarde tan espléndida -explicó- que no puedo contarle mi encargo bajo techo. Necesitamos aire fresco, señor Weaver, y sol, diría yo. Démonos una vuelta por St. James.

Esta propuesta me pareció de lo más agradable, así que nos dirigimos hacia la escalera, donde fuimos objeto de las desvergonzadas e inquisitivas miradas de mi casera y tres de sus amigas, igualmente corpulentas y amargas, que, encorvadas en torno a una mesa de naipes, jugaban al piquet con apuestas bajas. Sin duda la señora Garrison se quedó boquiabierta cuando me vio entrar en la elegante carroza de Sir Owen.

Bien, yo he vivido en Londres casi toda mi vida, y con frecuencia he sido testigo del espectáculo que ofrece St. James en una tarde gloriosa de domingo, pero, debido en no poca medida a la exclusión social que supone ser un judío de limitadas posibilidades económicas, nunca pensé que pudiera algún día participar en él. Y sin embargo, allí estaba yo, paseándome al lado de un elegante barón, sintiendo el sol en la cara mientras sorteaba a lo largo del parque a incontables caballeros y damas de buena sociedad. Me enorgullezco de que no me abrumara toda aquella vivacidad, pero fue un entretenimiento deslumbrante observar las reverencias y los saludos, el muestrario de los últimos estilos en chaquetas y tocados, en pelucas y lazos y sedas y faldas. Creo que Sir Owen era el hombre ideal para iniciarme en este ambiente, pues se relacionaba con un nutrido grupo de damas y caballeros, y dirigió y recibió su buena cuota de reverencias, pero tampoco tenía tantos conocidos como para impedir que diésemos un paso. Así que nos paseamos entre el beau monde, al frágil calor del verano moribundo, y Sir Owen me contó sus dificultades.

– Weaver -comenzó mientras caminábamos-, no soy hombre dado a ocultar sus sentimientos. Permítame decirle que me gusta su aspecto. Me da usted la impresión de ser un hombre en quien puedo confiar.

Sonreí para mis adentros por su forma de expresarse.

– Procuraré en todo momento ser digno de esa confianza.

Sir Owen se detuvo y me miró a la cara con fijeza, moviendo la cabeza de lado a lado mientras inspeccionaba mis facciones.

– Sí, me gusta su aspecto, Weaver. Viste usted como un hombre sensato, y se conduce como un hombre sensato también. Puede que ni me hubiera dado cuenta de que es usted judío, aunque supongo que tiene la nariz un poco más grande de lo que un inglés permitiría, en sentido estricto, pero ¿qué más da?

Reanudé nuestro paseo, esperando que el movimiento llevase a Sir Owen a un tema de conversación más relevante.

– Y es usted un tipo con bastante aire de saber divertirse -continuó-. Apostaría a que es usted un hombre amante de los placeres. Le aseguro que yo lo soy. Seré franco con usted. Me gusta el juego, y me gustan las putas. Me gustan mucho las putas, sí señor.

Animado por este espíritu, pregunté:

– ¿Y usted les gusta a ellas, Sir Owen?

Por un instante temí haberle ofendido, pero se echó a reír con una carcajada espesa como un tazón de chocolate.

– Les gusta enormemente mi dinero, señor Weaver. Eso se lo puedo asegurar. Les gusta tanto como a los dueños de las casas de juego. Porque a todos los hombres (y también a las mujeres) les gusta el dinero. A mí me gusta el dinero -dijo alargando las sílabas, perdiendo el hilo al cruzarnos con un grupo de hermosas señoritas, todas hechas un mar de risas porque se les había roto un parasol.

– Tanto como las putas -sugerí, para rescatar la conversación.

Chasqueó los dedos.

– Exacto. Las putas. Sí, bueno, mi afición a las putas me ha metido en un pequeño embrollo, me temo -hizo una pausa, para reírse de una broma que se le acababa de ocurrir-. Pero no necesito un médico. No es esa clase de embrollo. Esta vez no. Verá usted, anoche tuve un encuentro amoroso con una ramera poco conforme con ser una simple ramera, con ganarse la vida honradamente con un honrado revolcón. Parece ser que abusé ligeramente del vino, y esa fulana abusó de mí llevándose todo lo que llevaba yo encima.

Sir Owen cortó en seco su relato para hacerle una profunda reverencia a una dama muy maquillada que llevaba un elaborado vestido en verdes y amarillos y el cabello recogido en un moño muy alto, al estilo Hannover. Ella apenas se dignó a devolverle el saludo al barón y siguió su camino. Sir Owen procedió entonces a explicarme que le habían engañado para que diese un paseo con la puta después de que, casualmente, le hubiesen debilitado a base de copas, que le habían animado a beber hasta sobrepasar la ya considerable cantidad a la que estaba acostumbrado. Cuando despertó, en un callejón, le habían levantado abrigo, reloj, zapatos, espada, portamonedas y cartera.

– Yo no soy un hombre rencoroso -me aseguró-. Estoy dispuesto a dejar que se quede con todo, pero he de recuperar la cartera. Tiene mucho valor para mí, y sólo para mí. Es muy importante que la recupere, y que lo haga lo antes posible.

Pensé en esto por un momento.

– ¿Conoce usted el nombre de esa puta o un lugar donde pueda encontrarla?

Él sonrió.

– Cuando era joven, el cura de mi parroquia siempre me advertía de que ser tan putañero sería mi ruina, pero he aquí que ser putañero me trae beneficios. Sé su nombre, sí señor, porque la he visto trabajar, aunque antes de anoche no había tenido el disgusto de conocerla, digamos que, íntimamente. Creo que, quizá, por su forma de practicar el oficio, los hombres no suelen volver por más. Se llama Kate Cole, y la he visto en muchas ocasiones en una taberna llamada Barrel and Bale. Creo que tiene allí una habitación alquilada, pero no estoy seguro.

Asentí. Nunca había oído hablar de esa puta, pero había miles de su mismo oficio en Londres. Incluso un hombre tan entusiasta como Sir Owen no podía pretender conocerlas a todas.

– Encontraré a Kate Cole para usted entonces.

Procedió a describirme su aspecto con sumo detalle, dándome más información de la que iba a necesitar para encontrar a una mujer completamente vestida.

– Confío -dijo después, bajando la voz- en que no hace falta que insista en la cuestión de la discreción. Seguro que un hombre de su posición comprende las necesidades de un hombre de la mía.

Le dije que le entendía perfectamente, aunque me pregunté por qué había decidido mostrarse conmigo por todo el parque si deseaba que todo quedase en secreto.

Sir Owen me sorprendió al adivinar mis pensamientos.

– No me importa que el mundo sepa que le he visitado, o incluso que le he visitado para pedirle ayuda en un caso de robo. Pero prefiero que no diga usted nada más. Al mundo no le importa qué sea lo que me han robado, ni cómo lo perdí.

– Estoy absolutamente de acuerdo -le dije asintiendo para tranquilizarle-. Estoy seguro de que todos los hombres con los que he trabajado pueden dar fe de mi discreción.

– Espléndido. Si los hay que desean hacer especulaciones acerca de lo que estoy haciendo aquí con usted, dejémosles -me dijo con altanería-. Si mancillan mi buen nombre, le aseguro que tendrán que darme explicaciones, pues no existe un solo hombre en Londres que ose insultarme. Puedo asegurarle que no soy un espadachín mediocre -afirmó sujetando teatralmente la empuñadura de su espada- y he vivido unos cuantos amaneceres en Hyde Park defendiendo mi honor.

– Entiendo lo que quiere decir -le dije, aunque no era cierto. ¿Intentaba fanfarronear o me estaba haciendo una advertencia?-. Sir Owen, ¿puedo preguntarle por qué no busca la ayuda del señor Jonathan Wild, siendo como es el hombre más requerido en caso de robo?

Y siendo también indudablemente el que más probabilidades tenía de devolverle sus pertenencias con toda celeridad, añadí para mí, ya que esa puta casi con toda seguridad sería empleada suya, junto con tantas otras fulanas rateras de Londres.

– Wild es un ladrón -me dijo con voz contenida- y todo Londres lo sabe, o por lo menos lo saben quienes no son tontos. Un hombre como usted… estoy seguro de que usted lo sabe. Creo que esa puta pertenece a su cantera de ladrones, y que me condenen al fuego eterno, señor, si voy a pagar dinero por lo que es mío por derecho al mismo villano que me lo ha robado. De veras le digo que no entiendo cómo Londres le considera un servidor público cuando no es más que un zascandil cuyos elaborados trucos le han hecho rico a él y han esquilmado a la ciudad -su rostro se había enrojecido ya profundamente. Consciente de que se había excedido en el calor de su discurso, hizo una pausa para recomponerse-. Dígame -continuó más fríamente- ¿cuánto me va a pedir por recuperar una cartera?

– ¿Llevaba usted en ella billetes bancarios? -le pregunté.

– Sí. Creo que unas doscientas cincuenta libras.

– Mis honorarios, Sir Owen, suelen ser de una guinea por un objeto de la categoría de una cartera, más el diez por ciento del valor de los billetes. Se lo redondeo en veinticinco libras.

– Eso es sin duda lo mismo que me cobraría Wild, y me parece inaceptable. Le pagaré el doble de lo que me pediría Wild, porque quiero que mi dinero acabe en manos de un hombre honrado. Usted encuéntreme a esa puta y devuélvame la cartera con su contenido, y le pagaré cincuenta libras. ¿Qué me dice, señor? Estoy seguro de que a un púgil como usted no le da miedo cruzarse en el camino de Wild.

Sentí euforia al pensar en tamaña cifra, ya que, como casi cualquiera en Londres, y, de hecho, al igual que la propia nación, tenía algunas deudas incómodas. E igual que el conde de Stanhope, nuestro Primer Lord del Tesoro, me había vuelto bastante hábil a la hora de pagarle a un acreedor por aquí y a otro por allá para evitar la ruina, y mantener un tren de vida que, estrictamente, estaba por encima de mis posibilidades. Cincuenta libras producirían un gran impacto en mi escasa liquidez, pero incluso mareado ante la idea de tanto dinero, le mostré a Sir Owen sólo mi fría determinación.

– Me encanta cruzarme en el camino de Wild -le prometí. Aunque Wild y yo nos habíamos visto una sola vez, competíamos de manera vigorosa, y nada me divertía más que encontrar las cosas que sus hombres robaban. Mi proceder, en la medida de lo posible, consistía en no delatar a los ladrones que trabajaban para Wild, puesto que su amo no tenía los mismos escrúpulos, y mi piedad para con estos faltreros me había procurado cierta gratitud.

Sir Owen sonrió abiertamente.

– Me gustan los hombres con sus agallas -me dijo, y luego me estrechó la mano con contundencia.

Sonreí al replegar la mano de la entusiasta agarrada de Sir Owen.

– Dedicaré todos mis esfuerzos a recuperar sus pertenencias con toda celeridad y me pondré en contacto con usted en cuanto tenga noticias.

Sir Owen se echó a un lado del camino para dejar paso a una apuesta colección de parejas jóvenes.

– Me gusta usted, Weaver -dijo-. Nunca he sido un fanático en temas de religión, y ahora entiendo por qué. ¿Qué importancia tiene un hombre coma o no cerdo? Consígame mi cartera, y declararé que es usted un hombre tan bueno como cualquiera, y mejor que la mayoría.

Me di cuenta de que se estaba despidiendo, así que le hice una reverencia y dejé que se fuera a saludar a un grupo de caballeros a quienes conocía. Di la vuelta para dirigirme a mi casa, animado por la feroz determinación de resolver el problema de Sir Owen tan deprisa y tan eficazmente como pudiera. Tenía tal confianza en mis habilidades que veía la cartera ya en mi poder. Mi estado de ánimo era tan optimista que nunca hubiera podido imaginar que el negocio estallaría de manera tan peligrosa.

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