Treinta

Era viernes por la tarde, y mi tío había vuelto pronto del almacén. Me reuní con él en la sala, y me tomé con él un vaso de madeira. El vino contribuyó a calmarme tras mi encuentro con Bloathwait, y también me proporcionó el valor de hacerle a mi tío preguntas incómodas. Había sido amable conmigo, me había dado un hogar, me había ofrecido dinero, y me había ayudado en la investigación. Pero aun así no podía estar seguro de confiar en él, ni comprendía por qué me ocultaba información, o incluso cuáles podían ser sus motivos.

– Antes de morir -comencé-, mi padre se puso en contacto con Bloathwait. ¿Sabía usted eso, tío?

Le miré directamente a los ojos, ya que, si deseaba mentirme, se lo iba a poner lo más difícil posible. Observé su rostro, y vi su incomodidad. Movió los ojos, como para apartarlos de mí, pero mantuve la mirada fija. No pensaba liberarlo de mi escrutinio.

Él no dijo nada.

– Usted lo sabía -le dije.

Él asintió.

– Usted sabía lo que Bloathwait había sido para él, para mi familia. Usted vio a aquel notorio villano en el funeral de mi padre. Y aun así no me dijo nada. Tengo que saber por qué.

Mi tío tardó mucho tiempo en responder.

– Benjamin -comenzó-, tú estás acostumbrado a decir lo que te parece, a no tenerle miedo a nadie. En el mundo en el que tú vives, no tienes a nadie a quien temer. Ese no es mi caso. Mi hogar, mi negocio, todo lo que tengo, todo me lo pueden quitar si ofendo a la persona equivocada. Si te metieras conmigo en el negocio, te convertirías en un hombre rico, pero comprenderías también los peligros de ser un judío rico en este país. No podemos tener propiedades, no podemos participar en determinado tipo de negocios. Durante siglos nos han obligado a ocuparnos de su dinero, y nos han odiado por hacer lo único que nos permitían hacer.

– ¿Pero qué tiene usted que temer?

– Todo. No soy menos honrado que cualquier comerciante inglés. Traigo algunas telas de contrabando de Francia, a veces las vendo a través de canales dudosos. Es lo que se ve obligado a hacer un hombre, pero cualquier exposición pública de mis asuntos se convertiría en un peligro para mi familia y para nuestra comunidad aquí -suspiró-. No te dije nada de Bloathwait porque temí su ira.

No podía mirarme de frente completamente. Yo apenas sabía cómo responder.

– Pero -dije por fin- usted me dijo que deseaba que yo averiguara la verdad acerca de la muerte de mi padre.

– Y era cierto -dijo ansioso-. Es cierto. Benjamin, el señor Bloathwait no ordenó la muerte de tu padre, pero yo sé la clase de hombre que es: vengativo, obstinado. Sólo deseaba que te mantuvieses alejado de él, que descubrieses quién hizo esto sin cruzarte en su camino.

– ¿Y qué hay de Adelman? ¿No habla mal de él porque también le teme?

– Tengo que tener cuidado con estos hombres. De eso tienes que darte cuenta. Pero debo hacerle justicia a Samuel también. Sé que debes de considerarme un cobarde, pero me mantengo en equilibrio como un funambulista. Sólo quiero hacer lo correcto, y haré todo cuanto pueda para ver castigados a los asesinos de Samuel. Si a tus ojos y a los ojos del mundo aparezco como un cobarde, que así sea. No conozco otra manera de hacer las cosas.

Había en su cobardía una extraña dignidad que era imposible de negar. Mi tío no era alguien a quien yo pudiese emular, pero creía entenderle.

– Entre nosotros -le dije-, porque creo que sabe que puede confiar en mí, ¿qué opinión le merece Adelman? ¿Y qué opinión le merece la Compañía de los Mares del Sur?

Sacudió la cabeza.

– Ya no lo sé. Hubo un tiempo en que pensaba que Adelman era un hombre de honor, pero estas tramas suyas parecen negar todo honor. Dime qué opinas tú.

– ¿Lo que opino yo? Creo que Adelman desea hacerme creer que toda esta vileza es un engaño perpetrado por Bloathwait. Creo que Bloathwait sólo me cuenta lo que desea que yo sepa, para que siga investigando a la Mares del Sur.

– ¿Porque la investigación en sí, aunque no necesariamente la verdad, perjudica a la Compañía?

– Efectivamente. Bloathwait lo ha estado organizando para que obtenga sólo la información necesaria para mantenerme interesado. No me sorprendería que el panfleto que usted me dio fuera una falsificación.

– No era una falsificación -me aseguró mi tío-. Conozco la letra de Samuel.

– Déjeme que le pregunte otra cosa -insistí, esperando que involucrándole se sintiera más tranquilo-. Ese Sarmento, ¿sabía que anda en tratos con Bloathwait?

Mi tío se rió.

– Por supuesto. Todo el mundo lo sabe. Bloathwait le ha contratado para espiar a Adelman, pero a Sarmento se le da muy mal la sutileza, uno tendría que ser un necio para no darse cuenta.

– ¿Entonces por qué le mantiene Bloathwait a su servicio?

– Porque -respondió con una amplia sonrisa-, si Adelman está observando cómo Sarmento le observa a él, entonces quizá no esté mirando para otro lado. Aunque Bloathwait no tenga a nadie más, Sarmento, con toda su ineptitud, le recuerda su presencia.

Los dos sorbimos nuestro vino y permanecimos sin decir nada durante unos largos minutos. No podía adivinar los sentimientos de mi tío. Supongo que apenas podía adivinar los míos propios.

– ¿Cómo te sentirás si no sacas nada en claro de esta investigación? -me preguntó-. ¿Si no descubres nunca quién hizo estas cosas, o ni siquiera si efectivamente fueron hechas?

– Un hombre debe fracasar alguna que otra vez -repuse-. Y mis enemigos son muy poderosos. Preferiría no fracasar, pero si ocurre, no debo desesperarme.

– ¿Has vuelto a pensar acerca de mi oferta? -me preguntó con delicadeza.

Reflexioné sobre cómo responder durante un tiempo. Mi tío, hasta donde podía yo comprobar, se había exculpado a sí mismo de todo mal en el asunto de la conspiración en torno a la muerte de mi padre. No se había exculpado del todo en el asunto de la fortuna de Miriam, así que le presioné.

– Pongamos que acepto su oferta, tío, y que me caso con Miriam. ¿Qué ocurriría si algo me sucediese? ¿Qué sería de Miriam?

Mi tío reunió fuerzas para responder. No era más que una pregunta, pero le hizo acordarse de la pérdida de su hijo. Quizá había sido un error por mi parte siquiera sugerir tal cosa.

– Comprendo por qué puede preocuparte eso. Es perfectamente lógico que pienses en esas cosas, pero Miriam siempre ha sido bienvenida en mi casa.

– ¿No debiera ella ser independiente? ¿Y qué hay de usted? Si usted perdiera un barco cargado de mercancía, eso sería sin duda desastroso para sus finanzas.

– Sería desastroso en muchos aspectos, pero no para mis finanzas. Siempre aseguro mis barcos contra posibles daños, de modo que en caso de producirse una tragedia, por mucho que uno sufra, no sufre la ruina.

Puso el vaso de vino sobre la mesa.

– Quieres saber lo que le ocurrió a la fortuna de Miriam -había una frialdad en su voz que yo no había oído desde que él y yo comenzamos esta investigación-. Quieres saber cuántas monedas podrás meterte en el bolsillo en caso de casarte con ella.

– No -repuse deprisa-. No me ha comprendido. Disculpe que no haya tenido para con usted la cortesía de ser más directo. Deseo saber qué le ocurrió al dinero de Miriam por ella, no por mí.

– ¿Por ella? -preguntó-. Pues lo tengo yo. Será suyo de nuevo en cuanto vuelva a casarse.

– ¿Y en caso de que no lo haga?

Él se rió.

– Entonces, se lo guardaré mientras viva en mi casa. Si sigue soltera en el momento de mi muerte, lo he dispuesto para que se constituya un fideicomiso.

– ¿Pero por qué no se lo da a ella? -le pregunté.

Sacudió la cabeza.

– El dinero ya no es realmente suyo, excepto en espíritu. Aaron lo invirtió en el comercio, y cuando su barco se perdió, recibí el pago de la aseguradora. Se hace tan difícil saber qué dinero pertenece a quién. Pero a Miriam nunca le faltará de nada mientras permanezca bajo mi protección o se case con un hombre a quien yo apruebe.

– ¿Y qué sucede si ella no desea su protección -continué- o desea casarse con un hombre a quien usted no aprueba?

– ¿Piensas que he sido siniestro, Benjamin? ¿Que he estafado a la mujer de mi propio hijo por unos pocos miles de libras?

Para mi alivio no había indignación alguna en su voz. Se creía tan libre de motivos malvados que no podía tomar en serio la sospecha.

Yo sí la tomaba en serio, sin embargo. Porque era culpable, aunque no de malicia.

– No creo que se haya apropiado de nada con mala intención -dije-. Creo que se ha atrevido a hablar por boca de Miriam.

– ¿Y ahora lo haces tú? -su voz se volvía enérgica de nuevo.

Había tocado algo.

– Nunca haría tal cosa -dije-, pero me temía que usted no escucharía sus palabras. Pensé que quizá escuchara las mías.

– Es una tontería por su parte desear eso -me dijo mi tío-. Miriam ha vivido en mi casa mucho tiempo. Si he hecho algo que no le haya gustado, ha sido por su propio bien.

– ¿Cómo puede usted decidir eso por Miriam? -pregunté-. ¿Lo ha consultado con ella alguna vez?

– Consultar estos asuntos con las mujeres es de necios -respondió-. ¿Viste que retenía el dinero de Miriam y pensaste que lo hacía por avaricia? Me escandalizas, Benjamin. A lo mejor ahora me acusarás de ser poco liberal, pero he visto a las mujeres llevar sus fortunas a la ruina demasiadas veces, y sólo deseo preservar para Miriam una fortuna que debe ser suya y de sus hijos. Si le dejo hacer lo que le plazca, malgastará el dinero en vestidos y carruajes y entretenimientos caros. A las mujeres no se les pueden confiar estas cosas.

Sacudí la cabeza. Por las cosas que decía de ella parecía como si nunca hubiera conocido a su nuera.

– Puede que algunas mujeres sean así, pero Miriam sin duda no lo es.

Él se rió suavemente.

– Cuando tengas tu propia mujer, tus propios hijos, podemos volver a tener esta conversación.

Se puso en pie y abandonó la habitación. Yo no pude saber si había dado por concluido el asunto o si había cedido.


Mi tío no me pidió nada, porque me había prometido que no me pediría nada, pero comprendía que prefería que suspendiese mi investigación durante el sábbat. Lo hice en señal de respeto a su casa, y también porque necesitaba tiempo para meditar sobre todo lo ocurrido. No me dijo nada acerca de nuestra conversación sobre Miriam, y yo no le dije nada a él. No tenía estómago para sacar un tema que sería motivo de conflicto para él. Al menos aún no. Me resultaba extraño pensar que había llegado a casa de mi tío con la esperanza de que él fuera el hombre que mi padre nunca había sido. Supongo que había esperado demasiado de él; es decir, que había esperado que opinase lo mismo que yo en todos los frentes. Me consolaba, sin embargo, saber que retenía el dinero de Miriam no por vileza, sino por prejuicios contra su sexo.

A nuestra cena del viernes mi tío sabiamente decidió no invitar ni a Adelman ni a Sarmento, pero sí invitó a una familia vecina: un matrimonio de la edad de mis tíos más o menos, su hijo y la esposa de éste. Me gustó tener compañía, porque resultaba una distracción muy necesaria y la presencia de las mujeres me liberaba de la incómoda tarea de intentar conversar con Miriam.

Después de rezar en la sinagoga al día siguiente, de nuevo me encontré hablando con Abraham Mendes. Era tan raro que este hombre que no me parecía más que un villano en presencia de su amo, Jonathan Wild, pudiera resultar tan socialmente competente en otras circunstancias. Para mi sorpresa, creo que incluso me alegré de verle acercarse a mí.

Mendes y yo intercambiamos el saludo tradicional del sábbat. Preguntó por la salud de mi familia, y luego dirigió su atención hacia mí.

– ¿Cómo progresa su investigación, si me permite la pregunta?

– ¿No viola la ley de Dios hablar de tales asuntos durante el sábbat? -inquirí.

– Es cierto -convino-, pero el robo también, de modo que será mejor que no analicemos nuestros pecados.

– La investigación va mal -murmuré-. Y aunque no le importe molestar al Señor, haga el favor de no molestarme a mí. No estoy de humor para hablar del asunto.

– Muy bien -me sonrió-. Pero si quiere, puedo comentarle sus dificultades al señor Wild. Es posible que pueda ofrecerle alguna ayuda.

– Ni se le ocurra. Mendes, no estoy seguro del grado de su vileza, pero no tengo ninguna duda acerca de su amo. Haga el favor de no mencionarle mi nombre.

Mendes me hizo una reverencia y se marchó.

Una vez de vuelta en casa, me encontré nuevamente evitando a Miriam. Los dos nos habíamos esforzado en eludirnos desde nuestra desafortunada conversación. El sábado, después de ir a la sinagoga, Miriam anunció que le dolía la cabeza y pasó el resto del día en su habitación. No puedo decir que sintiese otra cosa excepto alivio.

Esa noche, al subir las escaleras, me la encontré en el pasillo, justo junto a su puerta. Me había estado esperando.

– Benjamin -dijo con voz queda. Mis tíos estaban durmiendo en el piso superior. Nos oirían si no teníamos cuidado.

No sabía si acercarme a ella o alejarme. Parecía un tonto allí quieto, pero por el momento me resultaba más fácil que tomar una decisión.

– Hay algo que quiero decirle -susurró, casi de manera inaudible.

Caminé hacia delante, con la mano extendida. Ella dio un paso atrás.

– Es sobre su padre.

Esa afirmación me paró en seco. Mis miembros temblaban. Me habían pasado demasiadas cosas como para no sentir terror ante esa afirmación.

– ¿Qué pasa?

– Hay algo que quiero decirle, algo que me parece que debe oír. Su padre… -hizo una pausa, apretó los labios, y respiró fuerte por la nariz como un marinero hinchando los pulmones antes de tirarse a la mar-. Su padre no era un hombre bueno.

Casi me río; de hecho, hubiera soltado una carcajada de no haber estado tan confuso.

– Creo que eso ya lo sabía.

Se mordió el labio.

– No me entiende. Una vez me dijo que se sentía culpable, que tenía remordimientos, como si hubiera cometido errores. A lo mejor deba sentir esas cosas; a lo mejor sí que erró usted horriblemente al escaparse de casa, y aún más al no volver. Pero eso no significa que estuviera equivocado, al menos no del todo. Cúlpese a sí mismo si quiere pero debe culparle a él también.

Sacudí la cabeza una y otra vez, sólo parcialmente consciente que lo hacía.

– Su padre sabía dónde estaba. Sólo tenía que leer los periódicos para saber dónde peleaba. Podía haberse acercado a usted, y no lo hizo. No lo hizo porque no sabía ser generoso. Le vi tratar con su hermano, y no era más cálido con José que con usted, sólo estaba más satisfecho. Sus recuerdos no son una invención, son la verdad. Quizá las cualidades que le convirtieron en un buen hombre de negocios lo convirtieron en un mal padre. Pero yo creo que… -su voz se perdió un momento-. Tiene demasiados remordimientos -dijo-. Más de los que debiera.

Sus palabras me dejaron como helado. Sentí tal torrente de emociones que no podía distinguir una de otra.

– Quiero que seamos amigos, Benjamin -dijo tras una pausa, a lo mejor cansada de mi silencio-. ¿Lo entiende?

Asentí como un bobo.

– Entonces mañana podremos hablar como solíamos.

Sonrió tan dulcemente, tan tímidamente, que pensé que me estallaría el corazón. Y luego subió las escaleras y me dejó en el pasillo, donde permanecí hasta que oí las campanadas de un reloj en el piso inferior, y entonces me fui a mi habitación tropezando como un borracho.


Fue poco después de la una de la tarde cuando llegué a casa de Sir Owen, y me resultó una sorpresa agradable ver que estaba despierto, completamente vestido, y listo para verme al cuarto de hora de mi llegada. Lejos de ser el hombre severo con quien me había encontrado la última vez que le vi, ahora tenía todo el aspecto de ser el mismo de siempre.

– Weaver -me gritó con bastante placer al entrar en la sala-. Qué bueno verle. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Le apetece un trago de algo?

– No, gracias, Sir Owen -le dije mientras él se servía un oporto. Yo estaba demasiado agitado, demasiado confundido, pensé, como para tragar incluso.

– Me he enterado de que ese amigo suyo, el cirujano escocés, va a deslumbrar al Teatro Real de Drury Lane con una nueva comedia. Nunca me pierdo una comedia nueva, ¿sabe? Y si es de un hombre que me ha curado de gonorrea, mejor que mejor. Dígale por favor que estaré allí la noche del estreno.

– Creo que le gustaría más que asistiese a la noche benéfica para el autor -dije con una calidez que era reflejo de la suya. Para sacarle algo a Sir Owen, era necesario que no conociera mi estado de ánimo.

Se rió.

– Bueno, si el esfuerzo merece la pena, volveré la tercera noche. Siempre he creído que hay que apoyar la noche a beneficio del autor. Es lo menos que se puede hacer por una obra buena.

– Estará encantado de saberlo.

Guardé silencio un momento, y Sir Owen se unió a él conformándose con agitar su oporto matutino en el vaso.

– Le traigo noticias que creo que usted debe saber -continué-. Parece que Kate Cole ha sido asesinada.

– ¡Asesinada! -casi se le cae el vaso-. Por Dios, señor, yo he oído que se ahorcó.

Se dispuso a dejar el oporto sobre la mesa pero luego cambió de idea y tomó un largo trago.

El mero hecho de que supiera algo así me asombró.

– ¿Así que usted lo sabía?

– Oh sí, oh sí -contestó. Se terminó la copa y se sirvió otra-. ¿Pero está usted seguro? ¿No? Bueno, verá, el asunto de su juicio era algo que me tocaba muy de cerca, y, como sabe, no me faltan ciertos contactos. Recibí un mensaje de un amigo que sé que tiene algún vínculo con el alcaide de la prisión de Newgate; me contó que había muerto. Me indicó claramente que la mujer se había ahorcado. Me sorprende oírle hablar de asesinato.

– Lo cierto es que sólo tengo sospechas de que haya sido asesinada -admití- por otro asunto que me concierne.

– ¿Qué otro asunto? -me preguntó-. ¿Lo de su padre? ¿Por qué tendría que ver con esta mujer?

– Es difícil de decir -le dije-. No soy capaz de descifrarlo, porque hay demasiados jugadores.

Sir Owen me escudriñó.

– ¿Hay alguna forma en que pueda ayudarle? Como sabe no me faltan contactos, y si puedo ofrecerle cualquier servicio, sólo tiene que pedírmelo.

No podía dejar de sentirme asqueado de un amigo como Sir Owen, que se había mostrado encantado de sacrificarme cuando su reputación corría un leve peligro, pero que ahora que no tenía nada que perder, estaba ansioso por demostrarme sus influencias.

– Es usted ciertamente muy amable -me quedé pensativo un momento. El hecho de que el carácter de Sir Owen tuviera sus máculas no era quizá suficiente razón para no aprovecharme de sus contactos-. No quiero involucrarle, porque me he dado cuenta de que se trata de un asunto peligroso, pero sí hay una cosa con la que quizá pueda ayudarme, y lo cierto es que sería una grandísima ayuda. ¿Ha oído usted el nombre de Martin Rochester?

– Rochester -repitió. Se tomó un momento para pensar en el nombre-. Lo he oído mencionar, me parece, pero no sé quién es. ¿A lo mejor un nombre que he oído en las casas de juego? -entrecerró los ojos y tomó un trago-. ¿Tiene que ver con la muerte de la puta?

– Sí -contesté-. Creo que Rochester dispuso que la mataran porque podía identificarle. Verá, me he enterado de que Rochester no es más que un seudónimo, y que se encuentra detrás de algunos actos inenarrables. Si pudiera averiguar quién es, entonces podré descubrir la verdad de los crímenes que investigo.

Sir Owen sorbió su oporto.

– ¿Será eso muy difícil?

– Rochester es muy astuto, y tiene tanto amigos como enemigos, que borran sus pistas. Una cosa es utilizar un nombre falso por conveniencia, pero con Rochester parece que se trata de algo completamente distinto. Se ha creado un ser falso -dije, razonando acerca del asunto conforme hablaba-, una representación de un corredor, al igual que el dinero, es una representación de la plata.

– Parece un asunto complejo -dijo alegremente-. No puedo expresarle lo aliviado que estoy de haber dejado atrás todo ese trago tan desagradable de la puta, Weaver, y ojalá pudiera mostrarle mi agradecimiento. Quizá si me cuenta algo más de lo que sabe acerca del tal Rochester, pueda ayudarle. Uno conoce y oye hablar de tantos hombres, que es muy difícil mantenerlos claros en la mente.

No estaba seguro de cuánto quería contarle a Sir Owen.

– No puedo imaginar qué clase de contacto puede usted haber tenido con él -dije por fin-. Es un corredor corrupto que probablemente haya tenido algún negocio con la Compañía de los Mares del Sur.

Sir Owen pareció estar haciendo una conexión mental. Frunció el rostro y alzó la mirada al techo.

– ¿Y todo esto tiene algo que ver con ese asunto de su padre y de Balfour?

– Sí.

Se inclinó hacia delante.

– ¿Puedo preguntarle cómo encaja este Rochester?

– No lo sé -dije con cautela-. Sólo puedo decirle que su nombre se menciona con frecuencia en conexión con estas muertes, y hasta que no me encuentre con el hombre y hable con él, no sabré nada más.

– Como parece un villano absoluto, no puedo más que desearle suerte. Aunque quizá sea él quien necesite suerte, porque yo por usted no tengo más que respeto, señor, por sus habilidades en estos temas.

– Es usted demasiado amable -dije, haciéndole una reverencia formal.

Sir Owen entonces chasqueó los dedos y me miró con excitación.

– Dios mío, acabo de acordarme de una cosa. Como sabe, su investigación de estas muertes es la comidilla de la ciudad. Ni que decir tiene que me interesaba cada vez que oía hablar del asunto, ya que nuestros destinos se han entrecruzado tan recientemente. Y ahora que lo pienso, fue en una de estas conversaciones donde oí mencionar el nombre de Rochester. No recuerdo bien el contexto, porque ahora ni siquiera estoy seguro de haber oído el nombre antes. Pero un individuo que yo no conocía estaba hablando de él, y que me aspen si me acuerdo de lo que decía, pero lo mencionó en relación con otro. Era un judío llamado… vaya, ¿cómo era? ¿Sardino? ¿Salmono, tal vez? Un nombre como de pescado, me parece.

– ¿Sarmento? -dije en voz baja.

Chasqueó los dedos.

– ¡Ése mismo! Ojalá pudiera decirle más, pero es que no recuerdo nada. Espero que le sea de utilidad.

– Yo también -contesté, y me despedí educadamente.


No era tarea que me apeteciese mucho, pero sabía que tenía que hacerlo. De modo que hice un viaje a los aposentos de Sarmento en una bocacalle de Thames Street, casi a la sombra de St. Paul. Alquilaba sus habitaciones en una casa agradable, aunque austera, a una distancia inconveniente de casa de mi tío.

Cuando su casera me acompañó a la sala, vi que había otra persona esperando, y supuse que esperaba a otro inquilino, porque era un ministro de la Iglesia anglicana. Era un tipo más bien joven, aparentemente recién salido de la escuela, porque tenía el aire entusiasta de alguien que acaba de ordenarse. Había tenido cierta relación con hombres de la Iglesia en mis tiempos, aunque normalmente me habían parecido o bien hombres blandos y vacíos, o bien del tipo salvaje que no tenían en cuenta la religión más que cuando el deber absolutamente lo requería. En ambos casos, a menudo había pensado que la Iglesia anglicana alimentaba un sistema que animaba a sus clérigos a pensar en sus trabajos como los dependientes de las tiendas piensan en los suyos: como una forma de hacer dinero y poco más.

– Buenos días, señor -me dijo con una sonrisa ancha y feliz.

Le di los buenos días y tomé asiento. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un reloj, mirando rápidamente la hora.

– Llevo aguardando al señor Sarmento bastante rato ya -dijo-. No sé cuándo bajará.

– ¿Está usted esperando al señor Sarmento? -le pregunté con evidente asombro.

Me daba cuenta de que estaba hablando de manera descortés, pero era deliberado; no porque me disgusten especialmente los curas, sino porque deseaba estimular al hombre a que dijera más de lo que de otra manera diría. El clérigo, sin embargo, respondió bien a mi mala educación.

– Es un querido amigo mío, y un buen estudiante -sonrió-. Le he estado animando a que escriba sus memorias. Encuentro las historias de conversión de lo más inspiradoras.

Sentí que todo me daba vueltas de pura incredulidad.

– Le aseguro que no le entiendo. ¿Quiere usted decir que el señor Sarmento es un converso?

El cura se ruborizó.

– Oh, vaya por Dios. Espero no haber dicho algo imprudente. No sabía que sus amistades no fuesen conscientes de que había sido judío. Por favor no se lo tenga en cuenta -se inclinó hacia delante y bajó la voz, como si compartiera un secreto-. Le aseguro que su conversión es enteramente sincera, y en mi experiencia, los conversos son siempre los cristianos más devotos, porque se ven obligados a pensar acerca de la religión de una forma que el resto de nosotros no tenemos necesidad.

Tengo que admitir que estaba perplejo, quizá incluso horrorizado. Una cosa era ser un judío laxo en la observancia, como yo mismo, pero incluso un hombre tan negligente como Adelman no era lo suficientemente audaz como para considerar seriamente su conversión. Mis lectores cristianos quizá no comprendan que entre sus denominaciones -los anglicanos, los papistas, los presbiterianos y los disidentes- todos son británicos por igual, pero ser judío significa pertenecer a una nación además de pertenecer a un credo. Convertirse es negarse a uno mismo de un modo que me resultaba completamente escandaloso. No era decir «ya no seré esto más», sino más bien «yo nunca he sido esto». En ese momento creí a Sarmento capaz de cualquier cosa.

– ¿Cuándo tuvo lugar esta conversión? -pregunté, forzando los labios en una sonrisa cortés.

– Hace no más de seis meses, estoy seguro -me explicó feliz-. Pero el señor Sarmento llevaba viniendo a mí para que le instruyese desde hacía mucho tiempo. Como muchos de su tribu, vacilaba al desechar sus antiguas supersticiones. Estas cosas a menudo llevan mucho tiempo.

No sabía qué quería decir esto, y tenía poco tiempo para pensar en ello, porque Sarmento estaba entrando en la habitación. Se quedó parado en el umbral mirándonos a los dos, sin decir nada, intentando calibrar el daño. Al final se dirigió a mí.

– Weaver, ¿qué hace usted aquí?

– He venido a hablar con usted de un asunto de negocios, señor -no pude evitar disfrutar de su confusión-. Pero si desea hablar primero con su confesor…

La boca de Sarmento se abrió, y luego se cerró. Sabía que yo llevaba ventaja, y me odiaba por ello. A lo mejor odiaba al cura también.

– Señor Norbert -dijo por fin-, no deseo ser grosero, pero debo hablar con el señor Weaver en privado.

El cura parecía inmune a los insultos, aunque puede que sintiera cierto apuro por haber dicho lo que debía haber callado. Sonrió y se puso en pie, recogiendo el sombrero.

– Volveré a una hora más oportuna, señor -se inclinó ante nosotros, y se marchó.

Yo no me había movido de la silla. Sarmento seguía de pie. Disfruté de la sensación de poder que me proporcionaba su incomodidad.

– No sabía que fuera miembro de la Iglesia anglicana -dije con voz relajada y cordial-. ¿Qué opina mi tío de esto?

Sarmento cerraba y abría los puños.

– Tiene ventaja sobre mí, Weaver. Acierta al asumir que su tío no sabe nada. No creo que lo comprendiese, pero he encontrado un hogar en la Iglesia, y no necesito sentirme juzgado por usted, que no se adhiere a ninguna religión en absoluto.

– Recuerdo muy claramente -reflexioné- que usted me acusó de hablar demasiado como un inglés. «Nosotros no hablamos así», me dijo. ¿Intentaba engañarme para confundirme?

– Efectivamente -me dijo con blandura.

– Me interesaba asegurarme de que usted se siente cómodo engañando a los demás. Comprenda por favor que no he venido aquí a charlar sobre religión con usted, señor. Me da igual lo que usted crea o a quién le rinda culto, aunque sí me importa que juegue usted con la confianza de mi tío.

Intentó interrumpirme, sin duda para decir algo insultante, pero no se lo permití.

– He venido a preguntarle por qué estaba usted entre aquella multitud la otra noche, señor, fuera del baile de máscaras.

– ¿Por qué razón iba yo a responder a sus impertinentes preguntas? -me espetó.

– Porque -le dije al ponerme en pie para encararme con él- deseo saber si ha desempeñado usted algún papel en la muerte de mi padre.

Su rostro se volvió ceniciento. Dio un paso atrás como si le hubiera abofeteado. Se parecía mucho a las marionetas de la feria de Smithfield: su boca se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno y sus ojos se volvieron absurdamente grandes. Finalmente empezó a balbucear.

– No creerá usted… No querrá decir que…

Entonces algo en él encajó como las marchas de una máquina.

– ¿Qué razón podía yo tener para matar a Samuel Lienzo?

– ¿Entonces qué hacía usted entre la multitud que se arremolinó en el exterior de Haymarket? -inquirí.

– Si tiene sospechas acerca de todos los que estaban en aquella multitud -tartamudeó-, entonces va a tener mucho trabajo hablando con todos ellos. ¿Y qué tiene esa multitud que ver con la muerte de su padre?

– No es la multitud lo que me preocupa -dije con severidad-. Sospecho de usted.

– Creo que gran parte de este Reino se escandalizaría de saber que es artículo de fe judía que cualquier hombre que se convierta al cristianismo sería capaz de cometer un asesinato.

– No juegue usted al antijudaísmo conmigo, señor -me sentí enrojecer-. Conozco esa retórica demasiado bien como para que me intimide, particularmente si sale de la boca de alguien como usted. ¿Qué hacía usted ahí, Sarmento?

– ¿Qué cree que estaba haciendo ahí? Estaba buscando a Miriam. Sabía que estaba corriendo riesgos con ese bribón, y estaba ahí sólo para asegurarme de que él no intentaba nada que pudiera deshonrarla. Fue una casualidad que me separase de ella y que apareciese entre aquella multitud que rodeaba al hombre que a usted le dio por matar. Vi que le habían atrapado los alguaciles, pero no iba a servir de nada que yo saliese en su ayuda. No podía haber declarado a favor de su carácter, teniéndole en tan poca estima.

– ¿Está usted seguro de que ésa era la única razón por la que estaba usted en Haymarket aquella noche?

– Por supuesto que estoy seguro. No sea irritante.

– ¿Su presencia allí no tenía nada que ver con mi investigación?

– Al demonio su investigación, Weaver. Me da igual si está investigando a la Compañía de los Mares del Sur o el dinero de Miriam. ¿Por qué no puede ocuparse de sus propios asuntos?

Entonces fue cuando comprendí su agitación.

– Miriam le dijo que ella creía que yo estaba investigando sus finanzas.

– Efectivamente -dijo orgullosamente, como si no comprendiese las palabras-, fui yo quien le dijo que lo que usted estaba tratando de hacer con su tío era descubrir qué había pasado con el dinero de ella.

– ¿Por qué le dijo eso?

– Porque creía que era verdad. Los chismes acerca de usted y la Compañía de los Mares del Sur aún no habían comenzado a circular por la calle de la Bolsa. No podía imaginar ninguna otra razón que explicase que su tío le diera de nuevo la bienvenida.

– ¿Por qué persigue usted a Miriam, Sarmento? ¿No está claro que usted a ella no le importa nada? ¿Realmente cree que será capaz de conquistarla?

– Eso no es asunto suyo, se lo aseguro, porque ella nunca dará su consentimiento para casarse con un rufián como usted. Y yo para conquistarla sólo necesito que me dé otra oportunidad.

– ¿Otra oportunidad para qué?

Sarmento abrió la boca para hablar, pero se reprimió. Un intenso rubor comenzó a extenderse por su cara como una sombra rojiza.

– ¿Otra oportunidad para qué? -repetí.

– Para recuperar su dinero -casi gritó-. Me había estado pidiendo que llevase sus inversiones, y al principio me fue bien. Pero hice algunas malas jugadas.

– ¿Cuánto perdió?

Sacudió la cabeza.

– Más de cien libras -dejó escapar un suspiro largo, casi cómico-. Después de aquello me obligó a abandonar todo control sobre sus inversiones. Una jugada tonta, un solo estúpido error, y la calle de la Bolsa me destrozó en un solo día. Le confió su dinero a Deloney. Intenté advertirle de que era un sinvergüenza y un disoluto, pero no me escuchó.

– A mí me escuchó -le dije-. Yo he desenmascarado a Deloney.

Sarmento sofocó un grito.

– ¿Entonces dónde está ahora su dinero? Quizá yo pueda reclamarlo.

– Su dinero no es lo mismo que su corazón. Parece usted olvidarlo.

Sarmento se rió.

– Piense usted lo que quiera.

Agité una mano para desechar su idea. No había ido allí a enterarme de los sentimientos de Sarmento hacia Miriam.

– Tengo un asunto más importante con usted: su conexión con Martin Rochester.

– ¿Rochester? -preguntó-. ¿Qué tengo yo que ver con él?

– ¿Qué sabe de él? -pregunté, elevando la voz y dando un paso al frente.

Sarmento estaba claramente asustado.

– No sé nada de él, Weaver. Es un corredor. He oído su nombre, y nada más. No hemos tenido tratos.

Le creí. Sarmento era un hombre desagradable, pero también era un hombre transparente. No creía que pudiera mentirme en este tema y convencerme. Di varios pasos hacia atrás para que se diera cuenta de que no iba a hacerle daño.

– Vine aquí porque un hombre que conozco me dijo que le había oído hablar de mí en relación con Rochester -le dije.

Una extraña expresión de placer se extendió por el rostro de Sarmento, como si llevara toda nuestra entrevista esperando para decirme lo que ahora iba a decir.

– Creo que he podido mencionar su nombre. Había que hacer unas apuestas, acerca de si sobreviviría usted a su investigación. Un caballero me ofreció apostar que estaría usted muerto antes del final de diciembre. Yo aposté cincuenta libras a que seguiría vivo.

Esta noticia verdaderamente me asombró.

– Me complace su confianza -le dije sin expresión.

– No se complazca. No hacía más que sopesar las probabilidades como he aprendido a hacer en la calle de la Bolsa. Verá, es una apuesta perfecta, Weaver. En ambos casos, salgo ganando.

– Dígame -dije al abrir la puerta-, porque realmente quiero comprenderlo. He vivido entre cristianos durante diez años, pero nunca he sentido ganas de convertirme en uno de ellos. ¿Qué le ha llevado a usted a hacerlo?

– Usted ha vivido entre ellos -me contestó al darse la vuelta para salir de la sala-. A mí me gustaría hacer lo mismo.

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