Tres

El asunto tendría que haber sido sencillo. Me disfracé de caballero: espada y abrigo ostentosos, peluca larga, brillantes hebillas plateadas en los zapatos. Había aprendido a parecer el perfecto caballero cuando, en mi época menos escrupulosa, pasé algún tiempo viajando por todo el país trabajando de lo que se daba en llamar «faltrero fino». Me presentaba ante un casero como si fuera un caballero, le alquilaba unas habitaciones amuebladas sin ofrecer más garantía que mi aspecto, y luego me dedicaba a limpiar el lugar de todo lo que contuviera de valor. Ahora, por motivos más honorables, mi labor había de ser la de imitar a un hombre de posibles con objeto de remediar un robo, y esta tarea requería un particular tipo de caballero. Me coloqué, por tanto, un poco de relleno por la parte central del cuerpo, fabricándome un aspecto más tendente a la grasa que al músculo. Sabiendo que la noche requeriría ebriedad, y que la ebriedad era sin duda un enemigo, me fortifiqué como pude. Primero engullí tanta nata como me fue posible, para que me ayudase a absorber el alcohol que bebiera. Luego hice gárgaras de vino y me salpiqué un poco la ropa con él, para oler como alguien a quien le faltase poco para perder la consciencia. Así preparado, alquilé un coche para que me llevara a la taberna, me senté en un lugar bien iluminado y pedí vino bulliciosamente.

El Barrel and Bale era el tipo de establecimiento que uno espera encontrar en las zonas más coloridas de la ciudad. Estaba cerca del río, cerca de los juzgados, pero los parroquianos en su mayoría eran obreros y porteros, aparte de un reducido número de estudiantes de leyes buscando solaz. Yo destacaba en este lugar, pero tampoco llamaba excesivamente la atención. Ya habían visto a gente como yo: de hecho, habían visto a alguien parecido a mí en Sir Owen. De modo que, con pocas miradas fijándose en mí, excepto por las de aquellos que calibraban cómo conocer más de cerca el contenido de mi monedero, me senté a una mesa y observé las distintas caras de la vida pasar. La taberna estaba llena, pero no tan atestada como pueden llegar a estar estos sitios. El olor a cuerpos mugrientos y a perfumes baratos y a tabaco espeso y asfixiante le obligaba a uno a respirar forzadamente. No se oía más música que las agudas risas de las mujeres y los gritos de los hombres y el inconfundible triquitraque de los dados sobre el tablero. Un soldado herido insistía en ponerse de pie en la silla cada cuarto de hora y cantar a bramidos una canción obscena sobre una puta española con una sola pierna. Rugía con escaso sentido de la melodía hasta que los amigos tiraban de él para que se sentara y, con la jovialidad inherente a este tipo de hombres, le tupían a golpes basta que callaba.

Mis lectores más refinados quizá sólo tengan noticia de estos lugares por las crónicas que hayan leído, pero yo había transitado por estas guaridas con anterioridad, y no me resultó difícil abstraerme del escándalo circundante. Tenía la cabeza puesta en el negocio, y ya que el barón me había descrito a la mujer que buscaba, examinaba la estancia una y otra vez, intentando siempre parecer un borracho en busca de compañía. Lo intenté con demasiada dedicación, ya que tuve que desembarazarme de varias colegas de Kate Cole. Un hombre como yo, de aspecto adinerado y, si me permiten ser franco, con un físico bastante más atractivo que el del cliente corrientón que venía en busca de amistades, siempre podía apostar a tener éxito entre las señoritas.

La que yo buscaba, según Sir Owen, no tendría más de diecinueve años, era pelirroja, de complexión pálida y pecosa, y tenía un llamativo lunar en el puente de la nariz. Por fin la vi sentarse a una mesa y entablar conversación con un mozo enorme que, por su aspecto, podría haberse defendido bien en el cuadrilátero. Era un pedazo de carne, alto, ancho y musculoso, con el gesto contorsionado en una mueca inmutable. Pude ver que el dorso de su mano mostraba señales de haber sido marcada con un hierro candente, así que deduje que habría vulnerado la ley al menos una vez: sin duda un caso de robo, aunque me sorprendería que ése fuera el único crimen de su historial.

No podía adivinar la relación entre la puta y el canalla, y me temía que ella pudiera estar ocupada toda la noche. Pero me pareció poco probable que una mujer como ésta fuera a permitir que esperase largo rato un caballero con cartera, de manera que, con una variedad de guiños y sonrisas, le transmití mi agrado, y la esperanza de que lo que tuviera entre manos con ese sujeto pudiera despacharse pronto.

Mis deseos fueron satisfechos. En menos de un cuarto de hora, el individuo se levantó y abandonó el establecimiento, y yo empecé a fijar los ojos en Kate, mirándola de la forma menos civilizada y más lasciva que se pueda imaginar. No se hizo la tímida ante mis intenciones, y no perdió tiempo en venirse a mi mesa a sentarse muy cerca de mí. Poniéndome una mano en la pierna se inclinó hacia delante y susurró, dejando que su aliento me acariciase la oreja, que le gustaría tomar un vaso de vino.

Mi entusiasmo era auténtico, aunque no de la clase que ella hubiera previsto, y, fingiendo gran ebriedad, pedí que nos trajeran una botella del amargo orín que el Barrel and Bale se enorgullecía de servir.

De cerca pude comprobar que Kate no era una mujer desprovista de encantos, para los caballeros a quienes esto les place, pero tenía ese aire duro y hueco de la calle, y eso siempre me resultaba suficiente para amansar mis deseos más lujuriosos. No sentía ningún cariño por mujeres a quienes no pudiese confiar mi cartera en caso de echar una cabezadita. Además, a Kate le urgía un baño, y su vestido, aunque ajustado en torno a su agradable figura, estaba manchado por los desperdicios de algunos clientes. La muselina, que había sido de color marfil, presentaba ahora un color amarillento, y el basto corsé en tono tostado estaba tan mugriento que casi necesitaba que lo despiojaran.

– Eres muy bonita -le dije, arrastrando las palabras lo suficiente como para que creyese que ya había sobrepasado mi cupo de alcohol-. No he podido evitar fijarme en ti, querida.

– ¿Y qué es lo que ha visto? -me preguntó con coquetería.

Confieso que en mis años de juventud tuve algo de libertino, y que incluso en este asunto de negocios no podía resistirme a la tentación de ganarme a esta mujer. Era una de mis grandes debilidades, supongo. Muchos de mis amigos disfrutaban conquistando a mujeres a las que encontraban encantadoras, pero yo sentía cierta necesidad de que las mujeres me encontrasen encantador a mí.

– ¿Qué es lo que he visto? -repuse-. He visto el rojo de tus labios, el blanco de tu cuello y la delicada curva de tu barbilla -alargué la mano y la posé sobre su mejilla- y la maravillosa línea de tus pómulos. A mis ojos pareces un ángel glorioso y sensual en una pintura italiana.

Kate me miró de soslayo.

– Pues la mayoría de los caballeros me dicen que les gusta mi culo.

– Es que estabas sentada sobre él cuando te he visto -le expliqué.

Satisfecha, Kate se rió y se volvió hacia su bebida.

Yo me uní a ella, dando largos tragos, y dejé que Kate me animase a beber más. Incluso cuando bebía grandes cantidades era raro que el alcohol me hiciese perder la cabeza, pero además la nata que tenía en el estómago me protegía bien. Para mi consternación, estaba empezando a agriarse, y tuve que concentrarme en mantener a raya la desafortunada mezcla de líquidos. Apreté los dientes e hice caso omiso de mi incomodidad, fingiendo ser un bobo borracho, gritando, trastabillando las palabras y, en una ocasión, cayéndome de la silla.

– Se le sube enseguida el vino ¿eh, hombretón? -me dijo con una sonrisa de dientes irregulares-. Lo que necesita es un buen paseo, eso es. Para despejarse la cabeza. Y si nos buscamos un sitio más tranquilo. ¿Qué tiene eso de malo, eh? -me dio un buen apretón en el brazo y entonces se detuvo un instante, sorprendida por la resistencia del músculo donde esperaba encontrar una carne más flácida.

Después de rebuscar en el monedero para pagar la cuenta, procurando en todo momento que Kate viera que había más monedas de donde salían las primeras, me interné con ella en la noche de octubre. El anochecer había traído más frío y, estrechándola contra mí, dejé que Kate me guiase por un dédalo tortuoso de callejones londinenses. Comprendí que su objetivo era desorientarme, y, aunque tenía el seso mucho menos nublado por el vino de lo que ella creía, consiguió que estuviera completamente confundido en pocos minutos, ya que conocía bien las calles oscuras y laberínticas. Sólo podía estar seguro de que nos manteníamos cerca del río y de que avanzábamos en dirección al muelle de Puddle.

Era tarde y estaba bastante oscuro, y como estábamos tan cerca del río podríamos haber corrido peligro caminando en esa dirección. Un fuerte viento me soplaba a la cara la fétida peste del Támesis. Kate se abrazaba a mí tanto en busca de calor como para dirigirme hacia un camino en el que ella sabía que ningún caballero sobrio se aventuraría gustoso. Incluso un hombre avezado en el arte de la defensa personal evita adentrarse en las calles oscuras cerca del río, ya que en una época en la que bandas de ladrones violentos, en grupos de más de una docena, deambulaban libremente por las calles, uno podía ofrecer poca protección a sí mismo o a un compañero. Una mujer joven del brazo de un caballero que se tambaleaba debía de ser un objetivo muy apetecible; no podía más que esperar que los pasos rápidos que oíamos a nuestro alrededor perteneciesen a atracadores y a faltreros que conocían a Kate y que entendían lo que estaba haciendo, porque ciertamente había otros por allí que se acercaban sigilosamente a inspeccionarnos, pero siempre se iban, a veces entre carcajadas. En una ocasión nos rodeó un grupo de pajes de hacha, intentando molestar a Kate para que accediese a pagarle a uno de ellos para que nos iluminase el camino, pero ella ya conocía a estos pillos y los despachó con algunas afables agudezas.

Por fin me llevó hasta el final de un callejón sin salida donde la oscuridad era casi total. Debíamos de estar a unas diez yardas de la entrada y a sólo unos pocos pasos del final. El callejón era estrecho y las paredes de piedra despedían frescor; el suelo que pisábamos estaba húmedo, y de los charcos de agua podrida y de la basura en descomposición esparcida por el suelo ascendía un hedor fétido. Descubrimos un cajón de madera apoyado contra la pared casi a propósito para nosotros, y apenas pude creer que en esta zona de la ciudad pudiese existir un objeto, al que se le podían sacar al menos unos pocos peniques, que no hubiese sido aprovechado y vendido a los minutos de ser abandonado. De hecho, debiera haber sospechado algo, pero como estaba más preocupado por Kate, dejé a un lado mi curiosidad casi inmediatamente.

– Aquí nadie nos molestará -dijo-. Podemos tener un poco de intimidad.

La seguí en silencio, cual cómplice servicial de una aventura lujuriosa. Debo decir que no entiendo a los caballeros a quienes les place mantener apresurados escarceos en húmedos callejones o bajo puentes mohosos. Sin embargo, si los hombres renunciasen a semejantes satisfacciones callejeras, creo que la mitad de las putas de Londres se verían obligadas a recurrir a las casas de caridad.

Me senté en el cajón y dejé caer la cabeza a un lado. Kate se agachó y me dio un beso en la comisura de los labios. Era una chica lista, ya que lo que quería saber era si mi borrachera era más poderosa que mi deseo. Si yo la hubiese estrechado contra mí para centrar el beso, habría sabido que aún no estaba fuera de juego.

No me moví.

– No estará pensando en quedarse dormido antes de que podamos conocernos mejor, ¿no? -me preguntó, con la esperanza de que fuera eso precisamente lo que iba a hacer.

Kate Cole conocía bien su oficio. Algunas putas rateras hubieran atacado entonces, pero ella se quedó de pie en silencio, observándome durante unos buenos cinco minutos, dejando, según ella creía, que me durmiese más profunda y certeramente hasta estar segura de no interrumpir mi reposo. Entonces se arrodilló a mi lado y empezó a desabrocharme la chaqueta; sus dedos encontraron hábilmente la faltriquera de mi reloj. Kate tenía mucho talento, cosa que advertí con vacilante admiración, puesto que ella también había estado bebiendo vino, pero el licor parecía no haberle afectado en absoluto; movía los dedos con destreza por mi barriga, y supe que si no actuaba con celeridad tendría que pedir que me devolviese el reloj además de la cartera de Sir Owen.

Con un movimiento rápido y abrupto que calculé que sorprendería a Kate y le haría perder el equilibrio, me puse en pie y la derribé sobre la mugre de la calle. Se cayó de espaldas, como yo quería, y sólo se mantuvo separada del suelo apoyándose en las manos. Su postura me beneficiaba, porque no iba a poder moverse rápidamente. Yo, mientras, saqué una imponente pistola de bolsillo que siempre me aseguraba de llevar encima y la apunté con ella.

– Disculpe la estratagema, señora mía -le dije-. Le aseguro que no soy ciego a sus encantos, pero vengo a solucionar los asuntos de otro caballero.

– Bastardo estafador -masculló. Incluso en aquella oscuridad yo veía su mirada moverse, calculando. ¿Quién era yo? ¿A qué había venido? ¿Cómo podía ella sacarme ventaja?

Mantuve la pistola sujeta con buen pulso. Mi rostro reflejaba calma y determinación. Las putas y los ladrones no solían respetar la autoridad, ni la ley, ni incluso el peligro, pero respetaban el terror, y nada aterrorizaba más rápidamente a la chusma callejera que un enemigo que mostraba control sobre sus pasiones.

– Esto no tiene por qué convertirse en algo más que un asunto sencillo -le dije en tono tranquilo-. Déjame que te explique el trato. Anoche conociste a un caballero con quien tuviste una aventura similar a la que hoy planeabas conmigo. Te llevaste algunas de sus pertenencias, y él quiere que se las devuelvas. Dame lo que a este hombre le pertenece y no te haré daño. Él sabe quién eres, pero no te denunciará si colaboras.

Si Kate sentía terror, no lo mostraba. Se mordió el labio inferior como un niño haciendo pucheros.

– Y si yo digo que es usted un mentiroso y que yo anoche no me acerqué a ningún caballero, ¿entonces, qué?

– Entonces -respondí tranquilamente- te daré tal paliza que te dejaré sangrando e inconsciente, rebuscaré en tu habitación hasta encontrar lo que ando buscando, y cuando despiertes te hallarás en la prisión de Newgate sin más esperanza que la de saber cuándo es la fecha de la próxima ejecución. Como verás, tienes un pequeño problema, querida. ¿Por qué no colaboras para que pueda terminar mi trabajo?

Espero que el lector se dé cuenta de que no tenía deseo alguno de hacerle daño a esta mujer, ya que nunca opto por infligir violencia sobre este sexo. Lo que sí es cierto es que albergo escasos escrúpulos a la hora de amenazar con la violencia, y dada la más delicada constitución femenina, generalmente no necesito más que amenazas.

Pero no en este caso.

– Así que tengo que ayudarle a terminar su trabajo, ¿no? -repitió con una sonrisa maliciosa-. Su trabajo es conseguir que le maten, y en eso voy a ayudarle mucho.

Fue en ese momento cuando descubrí que había infravalorado la operación de Kate Cole, porque el sonido que oía detrás de mí era el de un par de pesadas botas surgiendo de entre las sombras. En un instante supe que Kate no trabajaba sola, y que al menos algunas de las pisadas que había oído pertenecían a su socio. Este tipo de operación acostumbraba a llamarse de nalga y puntazo: una puta atraía a la víctima borracha hasta un lugar apartado y, si el vino no lograba el objetivo perseguido, el puntazo completaba la labor. Pese a ir armado, yo me encontraba en franca desventaja, puesto que no me atrevía a darle la espalda a Kate, pero debía girarme, y hacerlo deprisa, para plantarle cara a mi adversario, a quien aún no había visto.

Di un paso para subirme al cajón de madera y, agarrándome a una grieta en la pared, salté por encima de Kate, que seguía en posición supina, y me di media vuelta rápidamente, apuntando con la pistola frente a mí. Entonces vi al canalla del Barrel and Bale, que corría hacia mí blandiendo una espada. Yo estaba de espaldas contra la pared, y no tenía espacio para maniobrar. Si no hubiera tenido nada en la mano, mi primera elección habría sido la de sacar mi propia espada y retar al hombre a una competición justa, ya que me congratulaba de ser un hábil espadachín y de poder desarmar al fulano sin perder vidas. Pero no había tiempo para arrojar el arma de fuego y sacar la espada, y lamentándome de tener que tomar tan extrema medida, tiré del percutor y disparé a la silueta que se aproximaba. Se oyó un estruendo y luego se vio un fogonazo y sentí un ardor en la mano, ennegrecida ahora por la pólvora. Por un instante creí que el arma me había fallado, pero entonces vi detenerse al rufián, y una mancha oscura y homogénea que se extendía por su camisa raída. Se derrumbó de rodillas, tapándose la herida con las manos, y en cuestión de segundos se cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza duramente contra el sucio suelo.

Metiéndome el artilugio aún caliente en el bolsillo, me agaché y agarré a Kate, que ya había comenzado a contraer los músculos para dejar escapar un chillido. Apreté mi mano contra su boca para evitar ese estallido y la sujeté para que se estuviera lo más quieta posible, ya que se revolvía con violencia contra mí.

No sentía más que furia en ese instante. Una furia negra, violenta y abrasadora que casi me incapacitaba. No sentía inclinación alguna por matar al prójimo, y odiaba a Kate por haberme obligado a disparar. Sólo había segado dos vidas con anterioridad (las dos veces cuando navegaba en una embarcación de contrabando y habíamos sido atacados por piratas franceses) y en ambas ocasiones me había quedado con una especie de ira intangible contra el hombre a quien había matado, por forzarme, como hicieron ambos, a acabar con ellos.

Con la mano apretándole la cara con fuerza, sintiendo cómo se debatía, y notando su cálida respiración sobre la palma de la mano, me faltó poco para sucumbir a la seductora urgencia de retorcerle el cuello con fuerza hasta rompérselo, de hacer que las dificultades que me había creado desaparecieran en la oscuridad de aquel callejón. Quizá el lector se escandalice de que yo escriba estas palabras. Si es así, el escándalo es que las escriba, no que sintiera aquel impulso, puesto que a todos nos guían nuestras pasiones y la tarea consiste en saber cuándo abandonarnos a ellas y cuándo resistir. En ese momento sabía que quería hacerle daño a aquella puta, pero sabía también que acababa de matar a un hombre y que corría grave peligro. Ningún peligro, sin embargo, podía excusarme de llevar a cabo el encargo para el que Sir Owen me había contratado. Tenía que calmar a Kate, obligarla a cooperar para poder terminar mi trabajo y escapar de esta desventura sin encontrarme ante el juez.

– Bien -dije, intentando mantener la voz tan tranquila como lo había estado antes-, si me prometes que no vas a gritar, te quitaré la mano de la boca. No te haré daño, tienes mi palabra de caballero. ¿Escucharás lo que tengo que decir?

Dejó de revolverse y asintió débilmente. Fui quitando la mano despacio y la miré a la cara, pálida de terror, con vetas de la pólvora con la que yo la había manchado.

– Ha matado a Jemmy -susurró, a través de unos labios paralizados por el miedo.

Dirigí una mirada fugaz a la masa sin vida junto a mí.

– No tenía elección.

– ¿Qué quiere de mí? -susurró. Una lágrima empezó a correrle por la mejilla.

Mis pasiones se disiparon algo a la vista de esta inesperada muestra de ternura.

– Ya sabes lo que quiero. Quiero las pertenencias de ese caballero. ¿Las tienes?

Sacudió la cabeza incoherentemente.

– Se lo he dicho, no sé de quién me habla -sollozó-. Tengo algunas cosas en mi cuarto: lléveselas si eso es lo que quiere.

Después de algunas preguntas más descubrí que los objetos que tenía estaban en su cuarto encima del Barrel and Bale. Me preocupó escuchar esto, ya que, con un muerto en mi haber, no tenía deseo alguno de regresar allí, pero vi que no me quedaba otra alternativa si quería recuperar la cartera de Sir Owen.

– Ahora escúchame -le dije-. Vamos a ir a tu cuarto y vamos a coger lo que estoy buscando. Si te comportas como si hubiera algún problema, si tengo la menor sospecha de que estás intentando engañarme, no vacilaré en llevarte ante el juez para contarle exactamente lo que ha sucedido. Tu amigo recibió un disparo mientras tú intentabas robarme, y te ahorcarán por ello. No deseo tomar esa medida, pero voy a conseguir esa cartera, y la conseguiré estés tú viva o muerta, libre o en prisión. Sé que me estás entendiendo.

Kate asintió rápida y bruscamente, como si la acción de conformidad fuese una tortura con la que acabar cuanto antes. Para no llamar la atención, saqué el pañuelo y enjugué con él las lágrimas de Kate, y le limpié las manchas de pólvora de la cara. Mi propio impulso hacia la amabilidad me inquietó, así que la puse en pie y, con mi mano asiéndola fuertemente por el brazo, me guió de vuelta al Barrel and Bale. Me preocupaba que nos encontrásemos con los amigos de Kate al regresar a la taberna, pero los maleantes debían de haber oído la detonación de mi pistola y huido a sus oscuras guaridas y sucias alcantarillas por el momento. Nadie quería andar por las calles cuando vinieran los guardias buscando a un pillo a quien acusar del asesinato.

Fue un paseo largo -silencioso, agitado y tenso-. A nuestro regreso, el Barrel and Bale estaba ya lo suficientemente lleno de juerguistas como para que nuestra entrada y nuestro ascenso por las escaleras pasara, hasta donde me fue posible comprobar, desapercibido. Entré con cautela en la habitación, sin querer que me engañaran de nuevo, y no vi más que un jergón basto relleno de paja, algunos muebles rotos y un alijo de objetos robados.

Encendí un par de cirios baratos y después atranqué la puerta. Kate dejó escapar un sollozo y, apenas consciente de lo que decía, murmuré otra vez que no tenía nada que temer al tiempo que, a la luz parpadeante de las velas, echaba una ojeada por la habitación en busca de cualquier cosa que pudiera pertenecer a Sir Owen.

Con mano temblorosa, Kate señaló una pila de objetos en una esquina.

– Llévese lo que busque -dijo muy queda-. Lléveselo y maldito sea.

Kate había estado muy ocupada. Había pelucas, chaquetas y hebillas de zapatos y cinturones. Había monederos -supuse que vacíos ya de oro y plata-, pañuelos, y espadas y rollos de lino. Había incluso tres volúmenes de escritos del conde de Shaftesbury, que sospeché que Kate no habría examinado. Tenía suficiente como para conseguirse una bonita fortuna, de poder venderlo. Me imaginé que aunque trabajara para Wild, no estaba muy dispuesta a entregarle la totalidad del botín robado, pero temerosa de ponerlo todo en manos de los peristas de Wild, no tenía un lugar seguro donde colocar sus despojos. Tal era el poder de Wild: los que no trabajaban para él no tenían forma de vender su mercancía y así veían mal recompensados sus esfuerzos. Kate sin duda estaba atada a una colección de bienes que, pese a ser valiosa, no le era de gran utilidad.

Rebusqué cuidadosamente entre el botín, ya que debía mantener un ojo puesto en Kate mientras procedía, pero por fin vi una cartera con tapas de cuero elegantemente forrada asomando por debajo de una ostentosa peluca. Di un paso atrás y ordené a Kate que me la entregase. Un examen somero reveló que ésta era efectivamente la cartera de Sir Owen. Con un suspiro de alivio me metí el premio en el bolsillo y le dije que con aquello quedaba satisfecho y que le permitía quedarse con el resto.

Ahora me enfrentaba al peliagudo dilema de qué hacer con Kate. Sabía que era un riesgo dejarla donde estaba, puesto que no podía dudar de que su amo, el señor Jonathan Wild, la obligaría a contarle lo sucedido, y yo no quería que revelase ninguna pista que pudiera conducir, por dificultoso que fuera, hasta Sir Owen. Él había exigido privacidad, y mi objetivo era proporcionársela. Se me ocurrió que podía denunciar lo ocurrido ante un juez: a Kate la arrestarían por robo, con toda probabilidad a mí me exonerarían de toda culpa, y además recibiría una recompensa por su condena. El problema que presentaba esta maniobra era que le había prometido a Kate no hacer tal cosa. Además, Kate sabía lo suficiente acerca de mis objetivos como para creer que una investigación sobre este incidente no terminaría afectando a Sir Owen. Por otro lado, de ser yo un caballero cristiano en una situación parecida, podía haberme acercado a un tribunal de la judicatura con la certeza de que un juez vería con aprobación mi necesidad de matar a un delincuente. Pero en manera alguna podía tener la certeza de que un juez tuviera mejor opinión de un apresador de ladrones de la tribu de los hebreos que de un ladrón. Lo que yo necesitaba era que Kate se marchase sola, sin hablar con nadie, especialmente con Jonathan Wild. No podía imaginar que a Jemmy le hubiesen querido mucho o le fueran a echar de menos. Si Kate desaparecía, aunque sólo fuese por unas pocas semanas, bastaría para crear un protector velo de apatía en caso de que se hablase del asunto en el futuro.

Intenté, por tanto, convencer a Kate de que le vendría muy bien tomarse unas vacaciones.

– Te sugiero que recojas tus cosas y te vayas sin hacer ruido. No le cuentes a nadie lo que ha pasado. Si lo cuentas, informaré a los jueces de lo que sé y ten por seguro que veré cómo te ahorcan. Me temo que la única oportunidad que tienes de estar a salvo es abandonar Londres por una temporada.

– Pero si me voy -susurró- seguro que pensarán que yo maté a Jemmy.

– Es posible -le dije-, pero tendrán que capturarte para hacer algo al respecto, y para entonces tú llevarás ya mucho tiempo fuera. Y los que piensen que mataste a Jemmy pronto olvidarán la existencia de ese hombre. Me temo, Kate, que si no te vas de Londres pronto, te colgarán -quería que sonase más como una amenaza que como una predicción.

Kate había recuperado parte de sus fuerzas y lanzó una descarga bastante asombrosa de maldiciones que me avergonzaría desplegar ante el lector. Impasible, la dejé que vomitase su indignación, hasta que se derrumbó, con los hombros caídos en señal de rendición.

– Está bien, miserable cabrón.

Sonreí de nuevo, esperando que le quedara clara la fría implacabilidad de mis intenciones. Esperaba que también a mí me quedara clara, porque no tenía confianza alguna en que Kate se comportase según mis instrucciones. Sin nada más que decir, abandoné la habitación con calma y bajé por las escaleras hasta el caos y la peste a levadura del Barrel and Bale. Atontado, temblando y palpando con los dedos el áspero cuero de la cartera de Sir Owen en el bolsillo, me abrí paso entre el gentío y salí de la taberna. Una vez fuera, espere sentir alguna satisfacción por haber completado mi tarea, pero no llegó ninguna. No podía deshacerme del recuerdo del tal Jemmy tirado en aquel callejón, muerto por mi mano. Me envolví en la chaqueta luchando contra la creciente certeza de que su muerte habría de tener un impacto terrible en mi vida.

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