Catorce

Encontraba los argumentos de Elias basados en la probabilidad fascinantes y sugerentes, y deseaba hallar algún modo de utilizarlos. Hasta poder hacerlo, sin embargo, pensé que iba siendo hora de aplicar algunos de los poderes más básicos de los que había dependido durante tanto tiempo.

Yo sabía que Herbert Fenn, el canalla que había arrollado a mi padre -y que, en mi opinión, había intentado arrollarme a mí también-, conducía un carruaje para la cervecera Anchor, así que fue a la cervecera adonde dirigí mis pasos en busca del villano. Al acercarse el carruaje a su destino, sentí que atravesaba no ya vecindarios, sino docenas de mundos diferentes cuya combinación conformaba la gran metrópoli: los mundos del rico y del privilegiado y del pobre y del criminal, del artesano y el mendigo, el caballero y la dama, el extranjero y el británico, y, claro que sí, también el mundo del especulador bursátil.

Durante los dos últimos días había habitado el mundo de la especulación: había intentado imaginarme quién habría matado a mi padre y al viejo Balfour, y había intentado imaginar cuál habría sido el motivo de los asesinatos. Según Elias, todo era una conspiración y un embrollo y una intriga. Sus ideas me resultaban fantasiosas, y sin embargo ahora estaba de camino a enfrentarme con el hombre que había arrollado a mi padre en la calle. No puedo decir que me apeteciese este enfrentamiento, y mi experiencia en el Jonathan's me había dejado agitado y agresivo, como si no pudiese confiar en mí mismo a la hora de mantener el control sobre mis pasiones.

No puedo explicar del todo lo que sentí cuando el encargado de los carros de reparto me aseguró que Bertie Fenn no había trabajado en aquella cervecera desde hacía muchas semanas.

– Atropelló a un viejo judío -dijo el encargado-. Me dijo que adrede no fue, y no hay por qué pensar mal, pero no se puede mantener a un hombre que ha atropellado a un viejo. Por muy judío que fuera -añadió como si se le hubiese ocurrido después-. Arrollar de muerte a alguien no se hace, y a esos hombres los despido, sí señor, sin la paga a la que se creen con derecho.

– ¿Sabe adónde fue Fenn?

Sacudió la cabeza.

– No sabría decirle. A algún sitio donde atropellar a viejos no esté tan mal visto, supongo. ¿Es usted inspector? No creo, no huele usted tan mal. Además, nadie dejaría a Fenn deber tanto dinero como para necesitar a un inspector que lo encuentre. ¿Qué le importa a usted Fenn, de todos modos?

– El viejo judío al que atropelló era mi padre.

– Eso le convierte en…

– Un joven judío, sí. O por lo menos uno más joven -le entregué mi tarjeta-. Si descubriese usted su paradero, por favor hágamelo saber. Le aseguro que recompensaré justamente cualquier información.

Empezaba a girarme cuando el encargado me llamó.

– Espere un momento, don Hebreo. Antes no me había dicho nada de ninguna recompensa. Entienda que debemos cuidar de los nuestros, pero si lleva usted algo de plata se me podría convencer para que cuide de mí mismo.

Le di una moneda de seis peniques.

– Eso es para que se suelte usted. Dígame algo útil y haré que le haya merecido la pena.

– ¿Seis peniques? Son ustedes tan agarrados como dicen. Voy a tener que ser más educado, ¿eh?, don Hebreo. O si no me mete el cuchillo y me circuncida como a un mendigo.

– ¿Podría usted limitarse a contarme lo que sabe?

– Ya. Bueno, Fenn, no le hizo mucha gracia que le diéramos el con Dios, y se puso fanfarrón diciendo que a él no le importaba nada ahora que se había agenciado un puesto. Con un tal señor Martín Rochester, me dijo. «Me va a hacer un favor el señor Martin Rochester», me dijo. «El señor Martin Rochester no trata a un hombre así», me dijo. Como si el señor Martin Rochester fuera primer limpiaculos de nuestra mismísima majestad hannoveriana.

– ¿Quién es Martin Rochester? -le pregunté.

– De eso se trata, ¿no lo entiende? Nadie ha oído hablar de ese tipejo, pero Fenn se cree que es el Segundo Redentor -me sonrió-. O el Primero, según su perspectiva, me supongo.

– ¿Dijo algo más? ¿Le dio alguna información sobre este Rochester?

– Sí, me dijo que era un pez más gordo que Jonathan Wild. El tipejo este del que nadie ha oído hablar, más gordo que el mismísimo jefe de todos los ladrones. Claro que yo me imaginé que estaba hablando sólo por oírse hablar ya que yo ya le había despedido. Pero me figuro que el tal Rochester debe de ser alguno nuevo o algo así, que debe de haber contratado a Fenn de cochero.

– ¿Cuánto tiempo había transcurrido a todo esto del accidente?

– Unos cuantos días. En cuanto el juez aclaró el asunto, lo mandé a paseo, sí señor.

– Así que le parece razonable suponer que Fenn conocía al tal Rochester antes del accidente.

– Me figuro que sí, aunque tampoco me he dedicado a pensar en ello.

– ¿Tenía Fenn una familia, amigos, alguien que pueda saber dónde encontrarlo?

Se encogió de hombros.

– Yo sólo lo tenía trabajando, no me gustaba. No puedo decir que nos gustara a ninguno, y no puedo decir que me doliese tener una razón para echarlo. Tenía un genio endiablado. Y no le gustaba obedecer órdenes, tenía un par de fauces que te enseñaba a la mínima por el puro placer de enseñarlas. Ninguno de los chicos de aquí se tomaba las pintas con él. En cuanto terminaba lo que tenía que hacer se iba a donde tuviera que irse.

Le di media corona, recordándole que se pusiera en contacto conmigo en caso de recibir más información. Por la cara que puso, había variado ligeramente su opinión acerca de la generosidad del Hebreo.

Hice un alto en una taberna y pedí un almuerzo de fiambre y cerveza. Mi almuerzo fue interrumpido por la irrupción apresurada de un individuo preguntando si había alguien allí de nombre Arnold Jayens. Anunció además que le enviaban porque el hijo de Jayens se había lesionado en el colegio, que se había roto el brazo y el cirujano temía por su vida. Un hombre al fondo del bar dio un brinco y corrió hacia la puerta muy agitado, pero antes de que hubiera dado un paso en la calle, dos alguaciles le agarraron y le explicaron que sentían el engaño, que su hijo estaba bien, y que sólo querían escoltar al señor Jayens hasta la prisión de morosos. Era una trampa muy fea, y también una trampa que yo mismo había utilizado alguna vez en el pasado, aunque siempre me había arrepentido. Al mirar por la ventana y ver cómo se llevaban a aquel desgraciado, no pude evitar pensar en el dinero que le había prestado a Miriam, y me hinché de orgullo, con justicia, pensando en que la había salvado de un destino similar.

Me sacudí los pensamientos de mi prima política para poder reflexionar acerca de la información que había adquirido. Fenn había dejado rápidamente su trabajo en la cervecera para irse a trabajar para el gran Martin Rochester, un pez más gordo que Jonathan Wild. Sólo esperaba que fuera todo mentira, porque no me hacían ninguna falta más enemigos poderosos.


Pasé gran parte del día y la noche siguientes considerando el próximo paso que habría de dar, y por la mañana decidí buscar al contable del viejo Balfour, ese tal D'Arblay de quien Balfour me había hablado. Recordé que Balfour me había contado que D'Arblay había hecho del Jonathan's su casa, así que, teniendo en cuenta mi experiencia del día anterior, envié al mozo de la señora Garrison al café con una nota dirigida a D'Arblay, identificándome tan sólo como un hombre que necesitaba verlo por negocios. El chico regresó a la hora con un mensaje de D'Arblay que me informaba de que lo encontraría en Jonathan's hasta tarde aquel mismo día, y que esperaba mis instrucciones.

Así que conseguí un carruaje y de nuevo emprendí camino hacia la calle de la Bolsa y la colmena abarrotada que era aquel café. Estos lugares generan sus propios placeres, me parece, porque en cuanto crucé el umbral y mis sentidos fueron asaltados por los sonidos y los acres olores de aquella casa de comercio, nada me apeteció más que tomarme un pocillo de café fuerte, y sentir la tensa excitación de hacer negocios con cien hombres que habían tomado demasiado de esa bebida.

Le pedí a un mozo que me señalara al señor D'Arblay, y me indicó una mesa a la que estaban sentados dos hombres, encorvados sobre un solo documento.

– Es el toro -murmuró el chico, utilizando la jerga de la bolsa.

Los toros eran los que tenían interés en vender, mientras que ser un oso significaba que uno deseaba comprar. Y mirando a estos hombres, no era difícil determinar quién era cada animal. Dándome la espalda, pero de manera que podía verle la mitad de la cara, había un hombre que llevaría en este mundo unos cincuenta años, cada uno de los cuales le había dejado señales sobre un rostro flaco, envuelto en una piel pálida y muy estirada, con manchas. Todavía tenía pegado un poco de rapé a la nariz, carcomida a su vez por los estragos de la viruela. Su vestimenta, cortada a la moda, me informaba de su deseo de parecer un caballero, pero la tela rala de su traje rojo y negro, salpicado también de abundante rapé, e incluso la costura de su peluca eran de mala calidad.

El oso con el que hablaba tendría unos veinte años menos que él. Tenía uno de esos rostros muy abiertos, felices, y escuchaba cada palabra de D'Arblay con la atención intensa y casi babeante de un hombre que ha nacido para la idiotez.

Me acerqué cuanto pude e intenté ser discreto para escuchar la conversación.

– Creo que estará usted de acuerdo -estaba diciendo D'Arblay, con una voz que me pareció muy alta y muy aguda para un hombre tan maduro- en que ésta sería la manera más inteligente de proteger su inversión.

– Pero no entiendo por qué he de proteger la inversión -respondió su interlocutor, con más confusión que reticencia-. ¿No es el azar el objetivo mismo de la lotería? Debo arriesgarme a perderlo todo si quiero tener una oportunidad de ganar.

D'Arblay aplanó los labios en una sonrisa condescendiente.

– No está usted tentando a la suerte por proteger su inversión. Sus boletos le cuestan tres libras cada uno, y si no gana nada, la cantidad le será repuesta en un periodo de treinta y dos años. Ésta es una inversión extraordinariamente pequeña. Simplemente le estoy ofreciendo la oportunidad de asegurar sus billetes de lotería por un dos por ciento adicional durante diez años.

– ¿Pero es cuestión de suerte? -preguntó el hombre-. ¿No está garantizado?

D'Arblay asintió.

– Igual que usted, deseamos mantener intacto el espíritu de la lotería. Puede usted asegurar sus boletos con una especie de lotería de seguridad: cada boleto perdedor le incluye a usted en un sorteo de beneficios adicionales, y a sólo un chelín por boleto creo que convendrá usted conmigo en que sus oportunidades de ganar se ven considerablemente incrementadas sin aumentar excesivamente el riesgo de perder.

Su socio movió la cabeza de arriba abajo.

– Bueno, hace usted que parezca muy atractivo, señor, y siempre me he considerado un buen jugador -deslizó unas monedas por encima de la mesa -. Me gustaría asegurar cinco boletos.

Los hombres se dieron cita para apuntar los números de los boletos y, tras estrechar la mano de D'Arblay, el hombre se fue del Jonathan's.

Durante todo este intercambio, yo había esperado de pie detrás de D'Arblay, quien ahora, sentado a la mesa solo, clavó la mirada en el frente y dijo:

– Ya que ha estado usted escuchando mi conversación tan de cerca, ¿debo suponer que tiene usted algo que tratar conmigo?

Di un paso al frente para que pudiera verme.

– Así es.

Le di mi nombre y le recordé que había preguntado por él aquella mañana.

D'Arblay se incorporó lo suficiente como para hacerme una reverencia.

– ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Desea usted comprar o vender?

– Si quisiera comprar -dije muy despacio, deseando saber algo más de aquel hombre antes de interrogarle-, ¿qué me ofrecería?

Me senté a la mesa y le miré de frente, intentando imitar el aspecto ingenuo del hombre que acababa de marcharse.

– Pues bueno, cualquier cosa que pueda ser vendida, evidentemente. Dígame qué acciones desea y se las proporcionaré en dos días.

– ¿De modo que me vendería usted cosas que no tiene?

– Por supuesto, señor Weaver. ¿No ha hecho usted negocios nunca en la Bolsa? Pues entonces es usted muy afortunado por haberme encontrado tan pronto, porque puedo prometerle que no todos los hombres con los que se encuentre le servirán con tanta honestidad como yo. Ni podría usted esperar encontrar un hombre tan bien situado como yo. No necesita más que darme el nombre de lo que le interesa, señor, y puedo prometerle que se lo procuraré en un espacio de tiempo aceptable, o le devolveré el dinero con mis mejores deseos. Nadie ha tenido razones todavía para llamarme un pato cojo -fanfarroneó, utilizando el lenguaje de la Bolsa para referirse a los hombres que vendían lo que no podían conseguir-. Creo, además, que encontrará, una vez que hayamos concluido nuestro negocio, que mi minuta es muy competitiva. ¿Puedo preguntarle cómo conoció mi nombre?

– Lo aprendí de William Balfour -le expliqué-, y lo que busco es información, no Bonos del Estado.

D'Arblay se mordió las mejillas ya de por sí hundidas, tomó un poco de rapé, y cruzó las manos ordenadamente sobre la mesa.

– Me temo que ha habido un malentendido. Yo no negocio con información de ningún tipo, hay tan poco que ganar y tanto que perder.

– Sólo busco justicia, señor D'Arblay, en nombre de su difunto jefe. El joven señor Balfour vino a mí con la creencia de que la muerte de su padre no era lo que parecía, y sospecha que podría haber algunas maquinaciones en la calle de la Bolsa que explicarían la farsa.

– La sola idea es despreciable -dijo D'Arblay-. Y ahora, si me disculpa, creo que tengo trabajo que hacer.

Comenzó a incorporarse, pero le detuve con la mirada.

– No creo que me esté usted entendiendo, caballero. El señor Balfour me ha explicado que de la fortuna de su padre faltaba una prodigiosa cantidad de dinero que no puede explicar. Como contable del difunto Balfour, usted habría sido el primer hombre que notase tal carencia. Y sin embargo, no fue así. Me pregunto cómo explica usted eso.

– Si me está acusando, preferiría que lo hiciera usted claramente -dijo D'Arblay con altanería-. Puedo asegurarle que no soy capaz de explicar el dinero que falta de la fortuna de Balfour, a no ser que tengamos en cuenta el juego, el exceso de bebida, vivir por encima de sus posibilidades y, podría añadir también, tres queridas muy caras, ninguna de las cuales merecía el mantenimiento que se les daba, en mi opinión. Me sorprende que el señor Balfour lo enviara a usted a una búsqueda tan necia. Él despreciaba a su padre como el que más, por vividor. El señor Balfour padre fue, en tiempos, trabajador y próspero, pero a medida que fue haciéndose mayor pensó que había adquirido el derecho de gastarse todo lo que había conseguido y, como el hijo veía que la fortuna desaparecía, empezó a odiar a su padre.

Asentí, meditando sobre la discrepancia con respecto a la versión que daba Balfour del mismo cuento.

– Y sin embargo usted le dijo a Balfour que creía que faltaban algunos valores de entre los activos de su padre.

– Yo no hice nada semejante. ¿Quién le ha contado esa ridícula mentira? -D'Arblay no esperó a que yo contestara-. Que faltan valores, pues vaya cosa. Mi difunto jefe era capaz sin duda alguna de perder valiosos trozos de papel, pero afortunadamente era yo quien ordenaba esos asuntos, no él. Fue gracias a mi habilidad como conseguí mantener su hacienda a flote durante tanto tiempo. Al final, pese a todo, estaba prácticamente arruinado, y, como sabe, no pudo soportar la vergüenza. Realmente hay muy poco que añadir a esta historia que pueda sorprenderle, aunque sí es un cuento con moraleja que muchos debían aplicarse -D'Arblay se cruzó de brazos, satisfecho de la sabiduría de su observación.

– ¿Se le ocurre a usted alguna cosa que pueda sugerir que la muerte del señor Balfour no fue lo que pareció?

– Nada -replicó D'Arblay con firmeza.

– ¿Y para quién trabaja usted ahora, señor D'Arblay?

– He ofrecido mis servicios a la señora Balfour para ordenar sus asuntos. Es una mujer necia, que durante mucho tiempo ha invertido el dinero en oro y piedras preciosas. La he convencido de que invertir en fondos le rendirá más beneficios.

– ¿Y podría usted decirme qué estaba previsto que heredase la señora Balfour de su marido, en caso, claro está, de que fuera solvente al morir?

D'Arblay frunció el rostro en una mueca esquelética de repugnancia.

– Nada de nada -dijo-. La señora Balfour tenía una herencia independiente. No hubiera heredado nada. La incompetencia de Balfour era un bochorno para ella, pero nada más.

Esto era precisamente lo que Balfour me había contado, pero como sus versiones presentaban varias discrepancias, quería saber cómo describía D'Arblay el acuerdo financiero al que habían llegado las partes.

– Ya veo. ¿Dónde podría yo encontrarle de tener alguna otra pregunta que hacerle acerca de este asunto?

– Déjeme que le sea franco, señor. No tengo ningún deseo de que usted vuelva a visitarme ni en mi lugar de trabajo ni en mi residencia. He soportado esta conversación sólo por cortesía hacia el difunto señor Balfour, que era un hombre amable; si bien necio. No puedo ofrecerle más información, de modo que no existen razones para que usted vuelva a buscarme.

– Le daré las gracias entonces por su ayuda.

Me puse en pie y le hice una reverencia antes de adentrarme más en la espesa confusión del café. Al ir caminando, abriéndome paso entre la multitud, hice esfuerzos por entender la conversación. Si habían robado algunos de los valores del viejo Balfour, entonces no había nadie en mejor posición para hacerlo que D'Arblay. Las sospechas de Elias con respecto a una conspiración y una trama podían no ir más allá de este contable, quien, por lo que yo sabía, podía haber tenido toda libertad para robar a su jefe. Por otro lado, sólo tenía la convicción de Balfour de que a su padre le habían robado. Uno de ellos seguro que mentía, pero si el mentiroso era D'Arblay, no tenía por qué ser también el ladrón. Un hombre así podía esconder un crimen para proteger su propia reputación.

No sería capaz de entender este crimen, o este supuesto crimen, a no ser que comprendiese mejor la Bolsa misma. Así que me pareció una buena idea aprovecharme de la biblioteca que albergaba el café, y fui hacia los estantes, donde comencé a buscar entre las montañas de material, que no estaban organizadas de ninguna manera que yo pudiese descifrar. Los propietarios mostraban poca preocupación a la hora de insultar a sus clientes, ya que muchos de los panfletos denunciaban a los corredores por ser judíos malvados y extranjeros que afeminaban a los ingleses con sus tejemanejes financieros. Pasé por alto los títulos que me parecieron demasiado estrechos de miras, como Un inventario de quejas de la Nueva Compañía de las Indias Orientales contra la Vieja. También rechacé las obras de intención demasiado compleja, como Una carta de un caballero del campo a un amigo en la ciudad acerca de la legislación reciente -no recuerdo nada más de ese título, porque la sola palabra «legislación» me hace sentir como si tuviera el cerebro cubierto de mantequilla.

Incluso de niño era asombrosamente inepto a la hora de enfrentarme a libros difíciles. Mis profesores se negaban a comprender por qué yo no era capaz de dominar lo que otros chicos encontraban más fácil. Con mucha frecuencia, veía cómo las palabras se volvían borrosas mientras las miraba, y me descubría pensando en dedicarme a cualquier otra cosa que no fueran los estudios. No era que no obtuviese ningún placer de la lectura, ya que a menudo disfrutaba de la ilícita emoción de los libros de caballerías o las novelas de aventuras -simplemente no deseaba nunca leer lo que otros querían hacerme aprender.

Quizá fue por eso por lo que finalmente me decidí por un fino tomo de unas treinta páginas que me pareció tan asequible como incendiario: La calle de la Bolsa abierta de par en par; o, crímenes de esa siniestra raza de criaturas, llamadas corredores de bolsa, y la verdad acerca de sus malvadas operaciones. Lo había publicado hacía poco el editor Nahum Bryce, cuyo nombre yo conocía por algunas novelas y libros de caballerías con los que me había deleitado. Aquí, pensé, estaba precisamente lo que yo buscaba: una historia de la calle de la Bolsa redactada en forma de aventura.

Con el librito en la mano, me acomodé en un sillón frente a una mesa libre y empecé a leerlo. Me decepcionó descubrir que contenía más inventiva que información, y que tampoco traía aventuras; se cebaba contra la hipoteca del futuro que suponía la deuda nacional, la corrupción de un Parlamento que cobraba sobornos, y la desaparición de la hombría de la nación derivada de la locura por la Bolsa. Me escandalizó descubrir una referencia breve a mi padre bajo un aparente disfraz: «S 1L n o, ese notorio agente de la raza hebrea, a quien se puede ver todos los días en la Bolsa, vaciando los bolsillos de ingleses honrados con sus promesas de riqueza nunca vista».

Descubrir que el padre de uno es calumniado no es cosa fácil. Había visto mi nombre impreso en anteriores ocasiones -en muchas ocasiones, de hecho-, y siempre me había parecido desconcertante, evidentemente, porque los negocios de un hombre son algo privado, y la palabra impresa es algo muy público. Pero estos nombres no estaban impresos en los periódicos, que son fugaces y en el fondo insignificantes. Esto era un panfleto, una cosa permanente que alguien podía guardar en su biblioteca. Yo comprendía que estas acusaciones hechas por el panfletista no eran más que hipérbole, la retórica de los que se oponían a los corredores de bolsa, pero el hecho de que mi padre fuese una figura tan importante dentro de su pensamiento me pilló por sorpresa. No podía decir que no reconociese los demás nombres, ya que había referencias a las tramas de N____________________n A____________________1____________________n, que no podía ser otro que Nathan Adelman; y el panfleto tenía mucho que decir acerca de la villanía de P____________________1 B____________________th____________________1, que no me quedó más remedio que concluir que sería el viejo enemigo de mi padre, Perceval Bloathwait. Este sinvergüenza, según el panfleto, disfrutaba de la superchería, manipulando los mercados en su propio beneficio, sin importarle ser la ruina de los demás y de la misma nación. Me resultaba extraño que los hombres que vivían lejos de la metrópoli, los hombres que conocían la calle de la Bolsa sólo a través de panfletos como aquél, pensaran en hombres como mi padre, Adelman y Bloathwait como en los personajes de ficción de una novela o un libro de caballerías.

Mis reflexiones sobre este tema se desvanecieron cuando percibí la figura bajita y redonda de Nathan Adelman de pie cerca de mí con una especie de amarga sonrisa en el rostro.

– ¿Ha venido usted a seguir los pasos de su padre? -me preguntó, inclinándose sobre mi mesa.

Me pareció una persona completamente distinta a la que había visto en casa de mi tío o en su carruaje. Aquí estaba en su elemento, y daba la impresión de coger fuerzas del caos que nos rodeaba. A pesar de su evidente pequeñez física, Adelman me dio la impresión de ser mayor, más poderoso, más seguro de sí mismo; ¿y por qué no me lo iba a parecer si todo el mundo a su alrededor se comportaba como si fuera un monarca de su propio pequeño reino? A unos diez pies por detrás de él, se había reunido una multitud de corredores. Todos deseaban unos pocos minutos de su tiempo, y debo decir que me divertía ser tan importante que el gran financiero se desentendía por mi causa de sus más urgentes asuntos. No es que me enorgulleciese personalmente, no me malinterpreten, pero el interés de Adelman por mí no hacía más que confirmarme que no estaba perdiendo el tiempo o persiguiendo sombras.

Le saludé, y me preguntó despreocupadamente con qué panfleto estaba pasando el rato.

– Ah -dijo, echándole un ojo-. Me temo que el autor no me tenía mucho aprecio. Ni a su padre tampoco, la verdad.

– ¿Y cree usted en lo que escribe el autor? ¿Cree usted en la corrupción de los agentes avariciosos?

– Creo que el problema aquí no es tanto la avaricia de los agentes sino la avaricia de los libreros -dijo Adelman. Se echó las manos a la espalda despreocupadamente y se balanceó sobre los talones.

– Esto que ha escrito el autor sobre usted y sobre mi padre me dice usted que es mentira. ¿Qué sabe de Perceval Bloathwait?

– Bloathwait -el buen humor de Adelman se desvaneció como la grasa de un conejo en el espetón-. Sí, lo cierto es que se merece los insultos que recibe. Es un pillo astuto, y nos da mala reputación al resto de nosotros.

– Supongo que no dirá usted eso porque él sea un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, y por tanto un enemigo de su Compañía de los Mares del Sur.

– La Compañía no es precisamente mía pero, como usted sugiere, sí que me intereso por ella. Defiendo a la Compañía porque sus prácticas son dignas de elogio; no defiendo sus prácticas por mi asociación con ella.

– Su lealtad es admirable, pero me pregunto hasta dónde llega. Este panfleto que estoy leyendo contiene algunas ideas convincentes. No me creo su afirmación de que el corretaje sea malvado en sí mismo, pero no puedo evitar sentirme persuadido por el razonamiento de que la avaricia, en cualquiera de sus formas, supongo, pero en este caso la de los corredores de bolsa, puede transferir la villanía de una acera a otra. Quizá sólo haya un paso entre servirse del engaño para comprar y vender y, tal vez, el asesinato.

Adelman se puso considerablemente tenso.

– Observo que no ha tomado usted en cuenta mis recomendaciones, señor Weaver. No tiene usted ni idea del daño que puede hacernos a todos si un judío se pone a denunciar un asesinato.

Nuestra conversación fue interrumpida en ese punto por un caballero de tez enrojecida de unos veinticinco años, que se desplazó apresuradamente hasta el centro del café. Traía la peluca torcida, y su pecho daba muestras de que tenía dificultades para recuperar el resuello. Aun así consiguió emitir un grito ensordecedor.

– ¡Vengo del Ayuntamiento! -clamó para quien quisiera oírle-. Nadie hace negocios con la administración de lotería. No hay fondos suficientes. ¡Va a ser todo un desastre!

Un enjambre de hombres se levantaron de sus asientos de un brinco y se pusieron a gritar todos al mismo tiempo. Pero se podía oír un nombre que se repetía una y otra vez. «D'Arblay.»

Miré hacia donde estaba sentado y observé que su mesa estaba ahora rodeada de una maraña de hombres que querían vender sus activos.

– ¿Aún quiere comprar boletos, señor? Tome éstos. Le daré muy buen precio -D'Arblay se ocupaba de cada hombre tranquilamente, examinando lo que le vendían y negociando el coste.

Adelman lanzó una carcajada suave.

– No me puedo creer que esa trampa aún funcione. Fíjese que los hombres que le están comprando a D'Arblay son todos más jóvenes. No llevan mucho tiempo en la Bolsa.

– ¿Quiere usted decir que el hombre que hizo el anuncio está compinchado con D'Arblay?

Adelman asintió.

– Claro. Crea el pánico, hace que los crédulos piensen que la lotería no está bien financiada. Estos hombres venden a menor precio, y D'Arblay consigue un sustancioso beneficio. Es un truco primitivo de corredor, pero está claro que sigue produciendo ganancias para aquellos que se atreven a hacer lo que es evidentemente una bobada.

Observé la frenética escena con una especie de diversión distante.

– ¿Está usted dispuesto a involucrarse en estos asuntos? -me preguntó Adelman, distrayéndome del barullo de la venta frenética-. Todo este negociar en bolsa que está viendo… usted no lo entiende, y no hay razones para que se moleste en comprenderlo. ¿Por qué no considera usted mi oferta de trabajar con caballeros que conozco?

– Me lo estoy pensando, señor Adelman, y me halaga la atención que me muestra, por favor no lo dude. Mientras tanto, creo que usted comprenderá que me interese descubrir la verdad acerca de lo que le ocurrió a mi padre. ¿Qué hijo haría menos? Especialmente -añadí, para evitar de raíz cualquier respuesta dolorosa- un hijo que tiene tanto que compensar. Y ahora que hemos explicado por qué hacemos lo que hacemos, ¿podría decirme, señor, qué sabe de un hombre llamado Martin Rochester?

No sabría decir por qué le pregunté acerca de un hombre que había contratado al asesino de mi padre, pero la idea de hacerlo había encontrado su hueco en mi pensamiento y su expresión en mi boca antes de que tuviera tiempo de sopesarla.

Me gustaría decir que la expresión en la cara de Adelman revelaba algo, pero no varió en absoluto. Su cara estaba tan congelada en la diversión plana de nuestra conversación, tan imperceptiblemente dejó de guiñar más los ojos o desviar la mirada, que no pude menos de sospechar que su falta de movimiento se debía a una impenetrabilidad estudiada. Adelman hacía grandes esfuerzos por ocultar lo que estaba pensando.

– Nunca he oído ese nombre -dijo-. ¿Quién es, y qué tiene que ver conmigo?

– ¿Nunca ha oído el nombre? -le pregunté con incredulidad.

Había estado reflexionando sobre lo que Elias me había contado acerca de la probabilidad, y se me ocurrió que si había de creer que mi padre había sido asesinado, entonces debía actuar como si los acontecimientos en torno a la muerte de mi padre estuvieran conectados. Rochester había contratado al hombre que había arrollado a mi padre, y aquí estaba Adelman, que quería que yo suspendiese mi investigación de ese hecho. ¿No era probable, me pregunté, que Adelman hubiese al menos oído hablar de Rochester?

– ¿Es posible que usted, señor, quizá el hombre más conocido y mejor informado de la Bolsa, no haya ni oído hablar de él? -insistí.

– Bueno, he oído hablar de él -dijo Adelman con una leve sonrisa bailándole en los labios-. Simplemente quería decir que no merece la pena lo que se oye decir de él -continuó-. Mi utilización del habla de la Corte le ha confundido, lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta de que usted no está acostumbrado a esta exagerada manera de hablar. Pero en cuanto al tal Rochester, uno oye tan poca cosa de estos hombres de escasa importancia que los nombres no permanecen demasiado tiempo en la memoria.

– ¿Y qué ha oído hablar de él? ¿Quién es?

Se encogió de hombros.

– Un hombre pequeño dentro de la Bolsa. Nada más. Un corredor.

Un corredor. El tal Martin Rochester era un corredor, y el hombre que mató a mi padre estaba a sueldo de él. El hombre de la cervecera Anchor había comparado a Rochester con Jonathan Wild: no un agente, sino un jefe de ladrones. Quizá Elias tuviera razón en cuanto a la corrupción de la calle de la Bolsa, ya que ahora parecía que en la persona de Martin Rochester, las finanzas y el robo encontraban una sola voz.

– He oído -dije, presionando cuanto podía- que es un gran hombre.

– ¿Y de quién ha oído una sandez tan absoluta?

Hablé sin hacer ninguna pausa.

– De boca del hombre que mató a mi padre.

Adelman apretó los labios de forma fea y torcida. Sólo podía presumir que deseaba mostrarme su repugnancia, puesto que era un hombre que sabía esconder sus sentimientos.

– No me quedaré aquí mucho más tiempo -me dijo-, porque si anda usted con hombres de esa calaña, no quiero formar parte de su círculo. Déjeme decirle tan sólo esto, señor Weaver: su barco navega sobre aguas traicioneras.

– Quizá necesite asegurar mi proyecto -le sonreí.

Adelman respondió a mi broma con seriedad característica.

– Ninguna compañía le asegurará. Está usted en peligro de irse a pique.

Pensé en lanzar otro chascarrillo, pero cambié de opinión y consideré sus palabras. El hombre con quien estaba hablando no era un simple rufián callejero cuyas amenazas podían espantarse con risas. Era uno de los hombres más ricos del Reino, y también uno de los más poderosos. Y sin embargo se estaba tomando el tiempo de hablar conmigo, de intentar asustarme para que no siguiera mi camino. No podía tomarme este asunto de una manera frívola, ni podía despreciarlo con frases ingeniosas. No tenía ni la más remota idea de cuál podía ser el interés de Adelman en mi investigación, ni cómo podía estar él relacionado con las muertes de Balfour y de mi padre, pero no podía ignorar el hecho de que un hombre de su posición estaba a mi lado de pie en un sitio público, hablándome de mi aciago destino.

Me levanté muy despacio, hasta convertirle en un enano frente a mi altura completa. Nos miramos fijamente el uno al otro, como un luchador que mide las fuerzas de su oponente en el cuadrilátero.

– ¿Me está usted amenazando, señor? -le pregunté al cabo de un momento.

Me impresionó poderosamente, porque no mostró ninguna señal de sentirse intimidado. No sólo fingió no darle importancia a mi superior estatura sino tampoco a la ira que había en mi rostro. Realmente no le importaba nada.

– Señor Weaver, la diferencia entre nosotros en cuanto a familia, fortuna y educación es tan grande que su pregunta, hecha de manera tan belicosa, dice bien poco de usted. Debe usted reconocer que yo me rebajo a hablar con usted como con un igual, y ahora usted se ha aprovechado de mi generosidad. No, no le estoy amenazando. Sólo deseo aconsejarle, ya que usted ni es capaz de ver ni le importa ver el camino que ha emprendido. La calle de la Bolsa, señor, no es un juego de puños en un cuadrilátero, donde gana la fuerza. Ni siquiera es un juego de ajedrez, en el que todas las piezas están puestas sobre el tablero para que los dos jugadores lo vean todo pero sólo el de más talento vea mejor. Es un laberinto, señor, en el que sólo alcanzará a ver unos pocos pies por delante de usted; nunca verá lo que le espera en el futuro, y nunca estará seguro de la dirección que deja atrás. Hay hombres posados por encima del laberinto, y mientras usted intenta averiguar lo que le espera a la vuelta de la siguiente esquina, los hay que le ven a usted, y ven el camino que busca con perfecta claridad, y no les es difícil bloquearlo. Por favor, no intente extraer más información de lo que le estoy diciendo. No le estoy sugiriendo que su vida o su seguridad estén en peligro. No es tan dramático. Pero para conocer las cosas que usted desea saber, incluso si sus sospechas son ciertas, habrá de cruzarse con hombres que no comparten ninguna responsabilidad directa en la muerte de su padre, pero que creen que sus averiguaciones les expondrán a una luz a la que no desean ser expuestos. Estos hombres pueden bloquear su avance. Usted nunca verá su mano ni sospechará cómo están moviendo las piezas. No puede usted tener éxito.

Yo no bajé la mirada.

– ¿Es usted uno de esos hombres?

– ¿Habría de decírselo si lo fuera?-sonrió-. Quizá sí. No tendría nada que perder.

– Esos hombres -le dije, con la voz tan queda que apenas era audible por encima del estruendo de la sala- intentaron quitarme la vida hace dos noches. Si sabe usted quiénes son, infórmeles de que no conseguirán detenerme.

– No conozco a nadie que pudiera ejecutar una acción tan vil -dijo apresuradamente-. Y siento oír que sucedió. Puedo prometerle que ningún hombre de negocios se involucra en semejantes tramas. Debe de haber sido usted víctima de algún enemigo creado por algún otro asunto.

No dije nada acerca de esta especulación que, después de todo, no era improbable.

Adelman intentó ahora ablandarse ligeramente.

– Yo a usted le admiro, señor; no he mentido sobre eso. A pesar de su entusiasta falta de cortesía, le deseo lo mejor. Le muestra usted al mundo que no todos los judíos somos mendigos despreciables o intrigantes peligrosos. Soy de la opinión de que su padre querría que utilizase usted sus talentos para enriquecerse y fortalecer a su familia, no que perdiese el tiempo en un negocio para tontos que le reportará enemigos que nunca conocerá y le dañará de maneras que nunca será capaz de comprender.

Agradecí amargamente los buenos deseos de Adelman y le observé unirse sin esfuerzo a la conversación de un grupo de caballeros de aspecto serio. Me quedé mirando al vacío durante un rato, pensando sobre lo que me había dicho Adelman, y luego volví al panfleto, aunque para entonces había perdido del todo la concentración. Así que reflexioné sobre las cosas que había aprendido.

Mi mente vagaba de forma irregular, y me dio por observar la sala, preguntándome quiénes de aquellos hombres sabrían quién era yo y qué era lo que buscaba. ¿Quién de entre ellos podría contarme fácilmente algo útil, pero no lo hacía porque podría suponer que un valor bajase diez puntos en caso de conocerse la verdad? ¿Qué hubiera hecho mi padre?, me preguntaba. ¿Habría dicho la verdad, descubierto un terrible crimen, aunque aquello significase perder una gran cantidad de dinero? ¿Y mi tío? Y, finalmente, ¿lo haría yo?

No ganaba nada permaneciendo en el Jonathan’s, aunque sí pensé que podía venirme bien aparecer por ahí con cierta regularidad hasta resolver la actual investigación. Cansado y presa de cierta frustración, tomé rumbo a casa, donde esperaba poder dormir algo.

Al cruzar el umbral, sin embargo, me asombró escuchar lo que me pareció que era la voz de mi tío llegando del salón. Me acerqué despacio, inseguro de qué conclusiones sacar de su presencia en mi casa, pero el tono de su voz era despreocupado, incluso alegre. Hasta creí oír una risa de la señora Garrison.

– No creo que sea ahora el momento de invertir en acciones de las Indias Orientales -estaba diciendo mi tío cuando entré en la habitación. Mi casera y mi tío, con cartas de baraja en la mano, estaban sentados en la mesita, cuyo tapete de terciopelo estaba cubierto de montoncitos de pequeñas monedas-. Y no puedo apoyar a la Compañía de los Mares del Sur. Los Bonos del Estado, señora, con garantía del Banco de Inglaterra, serían la inversión más sabia -sorbió del tazón de chocolate que le habían servido.

– Oh, señor Lienzo, está usted tan versado en estas materias -dijo ella con una risita pueril como nunca había oído desprenderse de su boca-, pero me temo que ahora mismo acaba usted de perder su inversión -puso las cartas sobre la mesa-. Me debe usted cuatro peniques, señor -anunció, en un tono que dejaba claro que sus intenciones para con mi tío eran de la variedad amorosa.

Mis sentidos habían sido asaltados con demasiada violencia en los últimos días, y no podía permitir que semejante disparate continuara.

– Tío -anuncié al entrar en la habitación-, no sabe cuánto me sorprende encontrarle aquí.

– Señor Weaver -dijo la señora Garrison con voz cantarina-, nunca me dijo que tuviera un tío tan encantador.

– Eso es porque sabía que intentaría usted ganarle a las cartas. Ahora mi secreto ha salido a la luz.

Mi tío se aclaró la garganta y se levantó. Se atusó la barba y se probó una variedad de expresiones faciales, buscando, quizá, la más apropiada para la ocasión.

– Benjamin, debemos hablar enseguida -se inclinó hacia la señora Garrison-. Le agradezco el entretenimiento, señora. Y si desea usted considerar una inversión, por favor hágamelo saber, y le buscaré un hombre honrado que satisfaga admirablemente sus necesidades.

La señora Garrison le hizo una reverencia.

– Es usted muy amable, señor.

– ¿Hablamos en mi habitación, tío? -sugerí.

– Por supuesto -recogió un pequeño montón de documentos metidos en una carpeta de piel de oveja y luego me siguió hacia la escalera estrecha y empinada de la señora Garrison. Al llegar arriba, vi que mi tío estaba agitado y resollaba. Abrí la puerta, le invité a sentarse, y abrí una botella de clarete que esperaba que encontrase refrescante.

Agarró el vino con ambas manos y miró al frente, con la mirada repentinamente perdida en el vacío.

– No soy ya un hombre joven que tenga mucha energía. Pero aún soy lo suficientemente listo como para impresionarme a mí mismo -me dijo con una sonrisa. Estudió la expresión de mi cara y vio que yo no le sonreía a él-. ¿No sientes curiosidad por lo que vengo a decirte?

– Me produce curiosidad cualquier negocio que le lleve a convertir a mi casera en una coqueta, tío.

Sonrió.

– Le gusta hablar, ¿verdad? Pero no hay ningún mal en mostrarle amabilidad a las damas, me parece a mí. Es lo que siempre le dije a Aaron, y espero que sea una lección que puedas aprender tú también. Pero he venido en realidad a hablarte del asunto de la muerte de Samuel y a analizar nuestros progresos.

– Me temo que ha habido pocos progresos. Estoy cada día más desalentado -le dije tomando asiento frente a él-. He aprendido muchas cosas, desarrollado varias sospechas, pero no puedo saber si tienen algo que ver con el asunto que nos ocupa, y no estoy seguro de si alguna vez podré saberlo. Me pregunto si esta investigación dará algún resultado.

– Te desalientas con demasiada facilidad -dijo él-. Y mientras tú te desalientas, yo hago progresos. Benjamin -continuó, señalando con el dedo el montón de papeles en la mesa a su lado-, ahora sé por qué mataron a tu padre.

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