Diecinueve

Me propuse acercarme a la Casa de los Mares del Sur aquella tarde, pero antes quería visitar a mi tío para informarle de mis aventuras con Bloathwait. Aún no estaba seguro de querer contarle lo que había visto hacer a Sarmento, pero me estaba cansando de jugar al ratón y al gato. Por el momento le haría saber que el director del Banco de Inglaterra me había dejado claro que tenía interés en la investigación.

Confieso que mi deseo de encontrarme con mi tío se veía incrementado en cierta medida por el deseo de ver a Miriam una vez más. Me preguntaba qué influencia tendría en nuestra relación el asunto de las veinticinco libras que le presté. Un préstamo de necesidad como éste podía producir incomodidad, y estaba decidido a hacer todo lo que estuviese en mi mano para evitar que tal cosa ocurriese.

La ironía de mi interés por Miriam me divertía; de haber conocido mejor a la bonita viuda de Aaron, quizá me hubiera planteado una reconciliación con mi familia hacía mucho más tiempo. Y sin embargo, incluso mientras iba canturreando por lo bajo, me cuestionaba mis propias intenciones. Pese a la opinión que el mundo tiene de las viudas, yo no podía ser tan sinvergüenza como para intentar aprovecharme de la virtud de una mujer que era casi una pariente, y que, además, estaba viviendo bajo la protección de mi tío. ¿Pero qué le podía ofrecer un hombre como yo? Yo, que amasaba al final del año unos pocos cientos de libras como mucho, no tenía nada para Miriam.

Al acercarme a casa de mi tío, llegando a Berry Street desde Grey Hound Alley, me sacó de mis ensoñaciones un mendigo desgarbado que se materializó tan repentinamente que me sobresaltó. Era un judío tudesco -como llamamos los judíos ibéricos a nuestros correligionarios del este de Europa- de mediana edad quizá, aunque parecía no tener edad, a la manera de esos hombres mal alimentados y oprimidos por los trabajos y las calamidades. Mis lectores puede que ni sepan que hay distintas categorías de judíos, pero nosotros nos dividimos por nuestras culturas de origen. Aquí en Inglaterra, los que descendemos de ibéricos fuimos los primeros en regresar durante el siglo pasado y hasta hace poco éramos más numerosos que nuestros parientes tudescos. Debido a las oportunidades que encontraron nuestros antepasados entre los holandeses, la mayoría de los hombres de negocios y los corredores de Inglaterra son ibéricos. Los tudescos son perseguidos y acosados con frecuencia en sus tierras de origen, y cuando vienen aquí se encuentran sin oficio ni profesión, y por tanto la mayoría de los mendigos y pordioseros que hay por las calles provienen del este de Europa. Estas distinciones no están grabadas en piedra, ya que hay tudescos ricos, como Adelman, y no hay escasez de pobres entre los judíos ibéricos.

Me gustaría decir que yo no tenía prejuicios contra los tudescos simplemente porque su aspecto y su idioma me resultaban raros, pero lo cierto es que los hombres como este pedigüeño me parecían un bochorno; me parecía que arrojaban una luz espantosa sobre el resto de nosotros, y me avergonzaba de su ignorancia y de su desvalimiento. Los huesos de este hombre casi se le salían de la piel apergaminada, y sus ropajes negros extranjeros le colgaban como si se hubiese limitado a colocarse la ropa de cama alrededor del cuerpo. Llevaba la barba larga, a la moda de sus compatriotas, y un llamativo casquete sobre la cabeza, con guedejas ralas asomándole por debajo. Allí de pie, con una sonrisa bobalicona dibujada en la cara, preguntándome en mal inglés si deseaba comprar una navaja o un lápiz o un cordón para los zapatos, me sobrecogió el deseo, intenso y sorprendente, de derribarle, de destruirle, de hacerle desaparecer. Creí en aquel momento que eran estos hombres, cuyo aspecto y modales eran repulsivos para los ingleses, los responsables de las dificultades que los demás judíos sufríamos en Inglaterra. Si no fuera por este bufón, que le daba a los ingleses algo ante lo cual escandalizarse, no me hubieran humillado de ese modo en el club de Sir Owen. De hecho, no encontraría tantos obstáculos a mi paso que me impiden conocer lo que le ocurrió a mi padre. Pero incluso esto era una mentira, me dije, porque sabía que lo cierto era que este pedigüeño no hacía que los ingleses nos odiasen; simplemente les proporcionaba un punto donde concentrar su odio. Era un marginado, era difícil de mirar, su habla maltrataba el idioma, y nunca podría fundirse con el resto de la sociedad de Londres, ni siquiera al modo que lo hacían los extranjeros. Este hombre me hizo odiarme a mí mismo por lo que yo era, y me hizo desear golpearle. Comprendí esta pasión tal y como era; supe que le odiaba por razones que no tenían nada que ver con él, así que apreté el paso, esperando que él y los sentimientos que había despertado en mí se desvanecieran.

Pero al apresurarme, le oí llamarme.

– ¡Señor! -gritó-. Yo sé quién es usted.

Esta declaración sólo avivó mi ira, porque ¿qué podía yo, el hijo de una de las familias judías más importantes de Londres -y éste era un título que yo no solía repetir-, tener que ver con un mendigo como él? Cerré los puños y me encaré con él.

– Yo le conozco -me dijo de nuevo, señalándome-. Usted…

Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar las palabras.

– Usted, esto, ¿sí? -convirtió sus manos en puños y las levantó hasta la nariz antes de fingir unos golpes rápidos-. Usted el gran hombre, el León de Judea, ¿sí?

Dio unos pasos al frente y asintió con vigor, la barba balanceándose hacia delante y hacia atrás como un péndulo enloquecido y peludo. Lanzó una risita ladrada, como si su ignorancia de la lengua inglesa de pronto le pareciese divertida. Después, poniéndose una mano sobre el corazón, alargó la mano hacia su bandeja de cachivaches y me ofreció una cosa.

– Por favor -me dijo-. De mí.

Sujetaba un reloj de arena en la mano huesuda, y comprendí que, mientras que yo le veía como lo que odiaba acerca de mí mismo, él me veía a mí como algo de lo que enorgullecerse. Es una cosa terrible llegar a darse cuenta de algo que le vuelve a uno tan humilde, porque en un instante un hombre se ve ridículo e intolerante y débil. Así que acepté el reloj de arena y tiré un chelín en la bandeja, yéndome a toda prisa al hacerlo. Sabía que un chelín era una enorme cantidad de dinero para el tudesco, pero me persiguió, con la moneda en la mano.

– No, no, no -repetía incesantemente-. Usted toma de mí. Por favor.

Me volví para mirarle. Vi que tenía una mano apretada contra el pecho de nuevo, y con la otra me ofrecía la moneda.

– Por favor -dijo otra vez.

Tomé la moneda de su mano y luego la dejé caer en la bandeja. Antes de que pudiese reaccionar me llevé la mano al corazón.

– Por favor.

Intercambiamos breves movimientos de cabeza, expresando una comunión que yo no comprendía del todo, y luego me fui a buen paso en dirección a King Street.

Caminaba deprisa, esperando despejar el encuentro con el pedigüeño de mi mente, y cuando vislumbré la casa de mi tío casi estaba corriendo. El criado Isaac abrió la puerta sólo después de que llamase varias veces, y entonces aún intentó bloquearme el acceso, maniobrando para tapar el vano de la puerta con su frágil cuerpo.

– El señor Lienzo no está -dijo bruscamente-. Está en el almacén. Puede verlo allí.

Sus palabras eran muy rápidas, sonaba quizás un poco asustado.

– ¿Hay algún problema, Isaac?

Intentó cerrar la puerta, pero empujé.

– ¿Está la señora Miriam en casa?

El rostro de Isaac cambió por completo al oírme mencionar su nombre, y me sentí impulsado a abrirme paso hasta el vestíbulo, desde donde pude oír voces, como si estuviesen gritando. Una de ellas era claramente la de Miriam.

– ¿Qué está pasando ahí?

– La señora Miriam está teniendo una discusión -me dijo, como si me estuviese ofreciendo precisamente la información necesaria para disipar mi confusión.

– ¿Con quién? -pregunté. Pero en ese momento se abrió la puerta de la sala y de ella salió Noah Sarmento, con una mueca en el rostro más antipática aún que de costumbre. Se detuvo un instante, visiblemente conmocionado por vernos a los dos tan cerca de su pelea.

– ¿Qué quiere, Weaver? -me preguntó, como si acabase de entrar sin avisar en su propia casa.

– Aquí es donde vive mi familia -le dije con un tono que admito que era belicoso.

– Y por una suficiente cantidad de plata a usted ahora le importa su familia -me espetó.

Agarró su sombrero de las manos de Isaac, que lo había sacado sin que me diera cuenta, y salió por la puerta ya abierta. Isaac la cerró al salir Miriam de la sala. Abrió la boca para decirle algo a Isaac, pero se detuvo al verme.

Imagino que mi presencia allí debió de parecerle irónica, porque sonrió levemente.

– Buenas tardes, primo -me dijo-. ¿Le apetece una taza de té?

Le dije que me gustaría mucho, y nos retiramos a la sala, donde esperamos a que la doncella nos trajese el servicio del té.

Miriam estaba acalorada aún por su discusión con Sarmento, y su piel aceitunada estaba ruborosa y le brillaban los ojos como si fuesen esmeraldas. Aquel día vestía un tono particularmente atractivo de azul real, que me pareció debía de ser uno de sus colores favoritos.

Estaba azorada, eso podía verlo claramente, pero se esforzaba mucho en disimular su estado con sonrisas y galanterías. Después de unos momentos de preguntarme por el tiempo y cómo me había entretenido desde la última vez que nos habíamos visto, sacó un abanico chino bellísimo y se puso a abanicarse con cierta violencia.

– Bueno -suspiré.

Por lo menos, pensaba, las dificultades con Sarmento hacían que el asunto del dinero que le había prestado pareciese menos importante. Había pensado en entretenerla con charla insustancial durante un rato, pero pronto decidí que no iba a llegar a ninguna parte con una mujer como Miriam si fingía una frivolidad que yo sin duda no poseía.

– ¿Está el señor Sarmento creándole problemas que yo pueda ayudarle a solucionar?

Dejó a un lado el abanico.

– Sí -dijo Miriam-. Me gustaría que le diese usted una buena paliza.

– ¿Se refiere usted a una partida de naipes? ¿Al billar quizá?

Por la expresión de su cara podíamos haber estado hablando de ópera.

– Preferiría que fuera con los puños.

– Creo que el señor Sarmento se defendería bien en una batalla -dije despreocupadamente.

– No contra usted, evidentemente.

Me puse algo rígido ante esto. Miriam estaba tonteando conmigo, de manera bastante obvia. Se había percatado de que la encontraba atractiva, y pensé que sería sabio por mi parte mantener la cabeza fría. No podía permitirme olvidar que acababa de mantener una discusión que a su criado le había resultado imposible ocultarme. Fuera lo que fuera para esta familia, aún no era de fiar.

– No -dije, mirando alrededor del cuarto-. Contra mí no. Y contra usted, Miriam, también le ha ido bastante mal. Parece que le ha echado usted del ring.

– Y espero que sea de forma permanente -dijo con acidez.

La doncella llegó empujando un carrito con el té, y Miriam la despidió con un gesto de la mano. Para entonces había decidido hablarle a Miriam con franqueza, porque no tenía nada que perder.

– ¿Va usted a contarme su pelea con el señor Sarmento? -le pregunté mientras me servía el té.

Sonrió.

– Entre ingleses, se considera descortés ser tan atrevido.

– He vivido entre ellos, pero no observo todas sus costumbres.

– Ya lo veo -me dijo, pasándome la bebida.

No me había dado tiempo a pedirle a Miriam que no me echase azúcar, de modo que acepté la mezcla endulzada.

– El señor Sarmento ha venido a pedirme permiso para pedirle mi mano al señor Lienzo -continuó-. Ha sido extraordinariamente incómodo, se lo aseguro, y no estoy acostumbrada a que se me trate con tanto atrevimiento. El señor Sarmento, al igual que usted, haría bien en aprender las costumbres inglesas.

– ¿Qué ha pasado? -mantuve la voz queda, informal, desinteresada.

– El señor Sarmento me ha dicho que había decidido hablar con el señor Lienzo y que deseaba informarme de antemano. Le he dicho que no tenía conocimiento de ningún asunto que pudiera tener con el señor Lienzo. Me ha acusado de ser formal en exceso, y me ha dicho que yo sabía perfectamente de qué asunto se trataba. Viendo que el calor de mis palabras resultaba inaceptable, he rectificado diciendo que no sabía de ningún asunto que pudiera afectarme a mí. Se ha enfadado bastante y me ha dicho que era necio por mi parte no querer casarme con él. Hemos intercambiado algunas palabras más sobre el mismo tema, palabras dichas en voz un poco alta, me parece. Luego se ha marchado, como ha podido usted ver.

– Sin duda mi tío no excusará su comportamiento. ¿Se lo contará usted?

Guardó silencio un momento.

– No creo. Sarmento tiene un futuro muy prometedor en el mundo del comercio, sabe usted, y mi suegro le tiene mucho aprecio. Creo que mis sentimientos hacia él han quedado perfectamente claros, y mientras no siga molestándome, no encuentro razón para andarme con chiquillerías.

– Es usted quizá más generosa de lo que es recomendable, pero admiro su espíritu -le dije. Sorbí mi té dulzón y deseé que fuera algo más fuerte-. ¿Se fía usted del señor Sarmento? Lo que quiero decir es que él trabaja para mi tío, pero parece que tiene sus propios negocios en la Bolsa.

Puso su taza de té sobre la mesa y me miró fijamente.

– ¿Qué sabe usted de sus negocios?

Su cara estaba ahora rígida e inanimada.

– He estado pasando bastante tiempo en la calle de la Bolsa, y le he visto allí, haciendo negocios de los que no sé nada.

Miriam sonrió de un modo inquietante.

– Su tío le paga un sueldo al señor Sarmento, pero no es su dueño. No es raro que un hombre en la posición del señor Sarmento conduzca sus propios negocios, si tiene la oportunidad.

– ¿Por qué quería Isaac evitar que escuchase la discusión? -pregunté. Creo que había estado pensando en esto, y no había tenido intención de decirlo.

Si la pregunta sorprendió a Miriam, la respondió con compostura.

– Isaac es un buen criado. No quiere que los asuntos de la familia se hagan públicos. Una discusión en una habitación privada entre dos personas solteras puede ser interpretada de muchas maneras, especialmente por lenguas maliciosas.

– Muy cierto -admití con cierto embarazo, un poco dolido por la forma en que Miriam excluía a su disoluto primo de los asuntos familiares.

Ella no dijo nada y yo me revolví incómodo por el silencio. Me parece que Miriam se complacía en torturarme, y me sonrió dulcemente durante algunos minutos antes de hablar.

– ¿Ha venido usted a hacer una visita social, o tiene usted asuntos que tratar con el señor Lienzo?

Por razones que no sabría explicar, esta pregunta me relajó. Me arrellané más cómodamente en la silla.

– Un poco de ambas cosas, me parece.

– Espero que más lo primero que lo segundo -me dijo sonriendo-. Y si ha venido usted a ser sociable, entonces a lo mejor le apetece salir conmigo de paseo -sugirió-. Tengo ganas de examinar algunos artículos en el mercado, y agradecería la compañía.

Apenas podía rechazar la oferta, así que determiné silenciosamente posponer mi visita a la Casa de los Mares del Sur para la mañana siguiente. Miriam desapareció para acicalarse, y después de un cuarto de hora aproximadamente regresó con una lentitud inesperada, como si fuera una niña a la que requerían para imponerle un castigo. Traía un sobre en la mano.

– Hay un asunto del que debemos hablar, señor Weaver. No sé cómo explicar la generosidad que me mostró al enviarme una cantidad tan enorme, y no deseo insultarle, pero a la luz de la nota que acompañaba el préstamo, creo que ha debido de haber algún pequeño error. Su carta daba a entender que yo le había pedido algo a usted. No sé cómo cometió este error. Aunque admito que no estoy sobrada de dinero, me temo que no puedo aceptar un regalo que claramente no es para mí.

Me entregó el sobre, y me lo metí distraídamente en el bolsillo.

– ¿Quiere usted decir que no me envió ninguna nota pidiéndome esta cantidad? -pregunté incrédulo.

– Me temo que no sé de qué me habla -bajó la mirada para ocultar el rubor que se extendía por su rostro y su cuello-. Yo no envié ninguna nota.

Llevaba demasiado tiempo entre ladrones y criminales como para no saber cuándo alguien inexperto en el arte intentaba ineptamente decir una mentira. Miriam ahora tenía razones para no desear aceptar el dinero que yo le enviaba, y no quise insistir, o preguntar por qué, o actuar como si no la creyese.

– Siento muchísimo haberle causado un apuro semejante. Me temo que algún bromista ha querido jugarnos una mala pasada. No volveremos a hablar del tema.

Miriam me sonrió con gratitud y me dijo que deseaba visitar el mercado de Petticoat Lane, pero para cuando llegamos era tarde, y la mayoría de los productos perecederos de mejor calidad se habían vendido ya. Por lo tanto, el mercado ya no estaba en el apogeo de su actividad, aunque estaba lejos de estar vacío. Alrededor de nosotros una concurrencia afanosa, compuesta fundamentalmente por mujeres judías, paseaba de puesto en puesto, examinando los artículos. Alrededor de nosotros los vendedores nos gritaban en español, en portugués, en inglés e incluso en la lengua de los tudescos, una curiosa mezcla de hebreo y alemán.

Me estaba empezando a dar cuenta de que Miriam tenía la virtud de la decisión, y lograba ordenar el caos del mercado. Se tomaba su tiempo, caminando despacio de un vendedor a otro, examinando este trozo de lino o aquél de seda. Muchos de los comerciantes -la mayoría de mediana edad que se sentían seducidos por la belleza de Miriam- la llamaban al pasar. Ella inclinaba la cabeza ante cada uno de ellos, pero se detenía sólo cuando deseaba examinar algún artículo.

– El señor Lienzo prefiere que cuando haga alguna compra, la haga aquí siempre que pueda -me explicó-. Le gusta que el dinero permanezca entre nuestra propia gente.

– Es un hombre de mucha conciencia.

Al principio no dijo nada, pero había en su mirada una luz traviesa.

– De demasiada conciencia, creo yo a veces. Ciertamente es posible ser demasiado escrupuloso en la atención que uno presta a su comunidad, ¿no está usted de acuerdo? Si hemos de ser aceptados en Inglaterra, habremos de aprender a comportarnos como ingleses.

– Nunca seremos aceptados aquí -le dije con una convicción que me sorprendió a mí mismo.

No creía tener sentimientos encendidos acerca de esa cuestión, pero cuando ella me preguntó, comprobé que brotaban libremente de mi boca las siguientes palabras: «Éste no es nuestro país. Nunca seremos ingleses y nuestros hijos nunca serán ingleses. Si nos convertimos a la Iglesia anglicana, entonces nuestros descendientes serán conocidos como los judíos que se convirtieron. Somos lo que somos».

Miriam soltó una risita, como si yo hubiera dicho algo ingenioso.

– Para ser un apóstata, se preocupa usted mucho de estos asuntos, primo.

– Quizá la apostasía no sea más que una oportunidad de plantearse lo que de otro modo es imposible ver -dije, encogiéndome de hombros.

Un vendedor llamó a Miriam en portugués, queriendo mostrarle su colección de cachivaches domésticos, pero ella se despidió con un gesto de la mano y le gritó unas cuantas palabras amables en su lengua.

– Probablemente tenga usted razón -me dijo-. Pero aun así, creo que el señor Lienzo podría ser… -hizo una pausa para escoger sus palabras- un poquito más inglés en sus costumbres, creo yo. No tiene necesidad de llevar esa barba. Nadie la lleva. Sólo hace que parezca un antiguo.

– No estoy de acuerdo -dije-. Creo que demuestra que es un hombre independiente.

– Usted es un hombre independiente -observó Miriam- y no lleva barba.

Me reí.

– Hay muchas formas de demostrar la propia independencia.

Miriam se detuvo otra vez y acarició un rollo de tela de la India. La levantó a la luz un momento y luego contra su propia piel. Era de un vivo azul aguamarina, exactamente la clase de color que yo sabía que a ella le gustaría.

– Le sienta muy bien -le dijo con entusiasmo el vendedor.

– Gracias, señor Henriques -dijo ella despreocupadamente-. Pero me temo que no me lo puedo permitir.

– Yo le fío -respondió él, animoso.

Miriam me miró durante un instante. Quizá debido a la naturaleza de su petición original, ahora negada, no quería que la viese pagando a crédito. Le dio las gracias al hombre educadamente y siguió su camino.

– ¿Se pregunta alguna vez en qué ocupo mi tiempo? -me preguntó de repente.

– No estoy seguro de lo que quiere decir -le dije.

Lo cierto es que sí me lo preguntaba, pero sólo de la manera en que un hombre lo hace cuando una mujer le parece atractiva. Imaginármela haciendo cualquier cosa -cosiendo, tocando el clavicordio o practicando el francés- me resultaba completamente encantador.

– ¿No se pregunta lo que hago para mantenerme ocupada?

– Supongo que su vida es como la de cualquier mujer de cierto nivel -tartamudeé, sintiéndome un poco necio-. Toma lecciones para incrementar sus conocimientos de música, de arte y de idiomas, aprende a bailar, hace visitas de sociedad, lee.

– Sólo libros aceptables para damas jóvenes, por supuesto -dijo Miriam mientras evitábamos a un grupo de chavales que corrían por el mercado sin atender a la gente o a los objetos con que chocaban.

– Por supuesto -asentí.

– Creo que tiene usted un conocimiento espléndido del típico día de una mujer de cierto nivel -me dijo-. ¿Cómo es un día típico para usted, Benjamin?

Casi me paro en seco.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté como un tonto.

– En un día cualquiera, ¿usted qué hace? No me parece que sea una pregunta muy difícil. Le he preguntado al señor Lienzo por sus asuntos y me ha dado una respuesta muy sosa acerca de cargamentos, archivos y la redacción de cartas. Me pregunto si su vida es menos aburrida.

– Yo no la encuentro aburrida -contesté con cautela.

– Entonces a lo mejor podría contármela.

Evidentemente no podía hacer eso. ¿Cómo iba nunca mi tío a perdonarme si le contaba a su nuera cuentos de palizas a faltreros y de cómo mandar a un caballero arruinado a la cárcel por sus deudas?

– Pues mi oficio consiste en ayudar a gente que necesita que un hombre les encuentre cosas -comencé despacio-, a veces encontrar a gente y a veces bienes extraviados. Eso es lo que hago a lo largo del día: encontrar cosas.

Estaba bastante satisfecho de la ambigüedad con la que había conseguido describir mis actividades.

Ella se rió.

– Esperaba que me describiese ese proceso con más detalle. Pero si siente que es un tema poco delicado que no debe tratarse con una mujer joven, le entiendo muy bien -una sonrisa diabólica le cruzó los labios-. Podemos hablar de otra cosa. Dígame, ¿tiene usted pensado casarse?

No podía ni imaginar cómo había tenido la audacia de preguntarme algo tan poco apropiado, pero lo había hecho, y de un modo atrevido, además. Sabía que estaba siendo indecorosa, y le importaba un rábano. De hecho, estaba disfrutando de violar las más estrictas reglas de la cortesía en mi presencia. Me pregunté si debía entender esto como una muestra de su favor o de su creencia de que yo era un villano de tal calibre que no me daría cuenta de lo que ella estaba haciendo.

– Hay mujeres a las que, digamos, admiro -le dije-. Pero no tengo planes de boda por el momento.

– Entiendo -seguía sonriendo, disfrutando de mi incomodidad-. Debe de ser estupendo ser hombre y poder ir a donde le venga a uno en gana.

– Sí que es estupendo -le dije, entusiasmado porque se me hubiera ocurrido tan deprisa una respuesta galante-, pero al final sólo vamos a donde quieren que vayamos las mujeres a las que admiramos, así que es posible que no tengamos la libertad que imagina.

– Espero que se case usted bien, primo -su voz parecía modulada con cuidado-. Cásese con alguien de dinero. Siga mi consejo.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.

– Un consejo que siguió su difunto marido.

– Sí -admitió-. Pero espero que usted tenga mayor cuidado con la fortuna de su mujer del que Aaron tuvo con la mía. Supongo que no eligió perderse en el mar, pero podría haber elegido no llevarse mi independencia consigo. Y cualquiera que intentara arrebatarme las pocas libertades de las que disfruto, ¿no sería un canalla?

No estaba seguro de comprenderla.

– ¿Se refiere al señor Sarmento?

Miriam parecía dispuesta a contestar, pero luego cambió de opinión.

– Ya he terminado aquí -me explicó-. Podemos volver a casa. Sé que tiene trabajo que hacer.

Comenzamos a caminar hacia Houndsditch.

– A lo mejor podría llevarme al teatro alguna noche -sugirió.

Mi corazón dio un brinco ante aquello.

– Nada me gustaría más, ¿Cree usted que mi tío aprobaría que viniese usted al teatro conmigo?

– Puede que no le entusiasme la idea -me explicó-, pero me lo ha permitido alguna vez en el pasado, siempre que fuese protegida de los peligros del lugar. Creo que usted puede proporcionarme la protección adecuada.

– Tenga por seguro que nunca permitiría que corriese usted ningún peligro.

– Me alegro de oírlo.

No estábamos nada lejos de casa de mi tío, justo doblábamos la esquina de Shoemaker Lane, cuando me percaté de la presencia de un concurrido grupo de gente al final de la calle. Unas veinte personas reunidas en semicírculo, abucheando y riéndose con lo que a mis oídos sonó como malicia. Medí con precaución la composición de la turba, y vi que era pobre y de malas intenciones.

– Miriam -le dije con decisión-, debe usted ponerse a salvo.

Había una sombrerería de señoras a menos de cien pies de nosotros en High Street.

– Métase en aquella tienda y quédese allí. Si hay algún criado, dígale que vaya a llamar al guardia.

Arrugó el rostro en un gesto de exasperación.

– No me considerará incapaz de…

– ¡Ahora! -le ordené-. Váyase a esa tienda. Iré a buscarla dentro de un momento.

Ningún ciudadano de Londres necesita que le explique los peligros de las multitudes de esta gran metrópoli. No había forma de saber cuándo se iba a crear una turba, pero cuando ocurría, llegaba con la misma violencia y el mismo terror que una tormenta, y se disipaba con igual rapidez. Había visto disturbios que se formaban por naderías, como el arresto de un ratero. Una vez fui testigo de la formación de un tumulto en torno a un sujeto a quien habían pillado robando un reloj de pulsera. No puedo decir ni cuándo ni cómo comenzó pero, mientras esperaban al guardia, la multitud empezó a ponerse violenta con el individuo, empujándole de un lado a otro como si fuera un perro muerto en la Fiesta del Alcalde. Debido a su enfado, a su ira y a su frustración, el individuo aquel empezó a devolver los golpes, derribando a uno de sus torturadores de un golpe tremendo en la mandíbula. En venganza, la multitud se le echó encima, y alguien -cuya única motivación era la emoción del acto en sí- encontró un trozo suelto de ladrillo y lo tiró a la ventana de una cristalería. Bajo estas frágiles condiciones, el ruido fue como una chispa sobre estopa seca. Hombres y mujeres fueron agarrados y golpeados sin criterio. Se prendió fuego a una casa. Un niño fue arrollado, casi mortalmente. Y sin embargo, en media hora, la multitud había desaparecido, como una nube de langostas, sin dejar rastro. Incluso el ratero se había desvanecido.

Habiendo sido testigo de los tumultos de Londres, sabía cómo acercarme a esta turba con cautela, porque cualquier cosa podía prenderla. Al aproximarme, pude oír aplausos y risas agudas, y vi que el círculo de alborotadores rodeaba al viejo tudesco que me había dado el reloj de arena. Un hombre grande con la cabeza afeitada, adornado con un mostacho espeso y caído de un naranja encendido, agarraba al hombre por la barba. Parecía ser alguna clase de trabajador, la ropa era de lana barata, rota y manchada, mostrando suciedad y músculo a través de los desgarros de la tela. Al adelantarme, el trabajador tiró con fuerza de la barba del viejo, y el tudesco se tropezó, evitando el suelo sólo por la fuerza de la mano que le sujetaba los bigotes.

– ¡Alto! -grité abriéndome paso entre la multitud.

El aire sabía a odio, a violencia y a ira. Un día y otro día de trabajo duro y mal pagado les dejaba hambrientos de un pobre infeliz contra quien clamar venganza. Esta gente vivía en un mundo diferente al de los caballeros del club de Sir Owen, pero oía las mismas historias. Los judíos estaban corrompiendo a la nación, quitándole la riqueza a los ingleses, intentando convertir un país protestante en uno judío. Me habían hablado de este tipo de ataques, pero nunca había visto uno. No uno como éste. Sabía que a esta gente no le iba a hacer ninguna gracia mi intromisión, y me concentré en ocultarles mi temor.

– Suéltele -le dije al trabajador del mostacho-. Si se ha cometido algún delito, que alguien vaya a buscar al guardia.

El hombre del mostacho atendió a la primera mitad de mi orden. Con una sonrisa maliciosa abrió la mano y el hombre cayó al suelo. Vi que estaba consciente y no malherido, pero se quedó tumbado como si estuviese muerto. Quizá eso era lo que había aprendido a hacer en Polonia o en Rusia o en Alemania, o en cualquiera de las bárbaras naciones de las que había escapado para alcanzar la seguridad de Gran Bretaña.

– No hace falta ningún guardia -me dijo el rudo trabajador-. Nosotros sabemos cómo tratar a un judío ladrón.

– ¿Qué ha hecho este hombre? -inquirí.

– ¡Crucificó al Señor! -le gritó el mostacho a la multitud, que le premió con vivas y con risas.

Varias personas me gritaron que me quitara del medio, pero tanto el mostacho como yo no les hicimos caso.

– Además de eso -continuó el bellaco con la voz mucho más suave-, intentó quitarme algo del bolsillo, sí señor.

– ¿Tiene usted testigos?

– Pues sí -dijo, volviendo a elevar la voz-, toda esta buena gente. Lo vieron todo.

De nuevo las risas y los vivas, a los que ahora se añadían gritos pidiendo que al judío se le emplumase, se le crucificase, se le rasgase la nariz e, inexplicablemente, que se le circuncidase.

Alcé la mano para silenciar a la multitud, esperando que mi demostración de autoridad causase algún efecto en ellos.

– Cesen su áspera música, amigos míos -les dije-. Si hay que hacer justicia, no me interpondré en su camino. Pero oigamos qué dice el mendigo.

Me agaché y ayudé al hombre a ponerse en pie. Miró a su alrededor, con los ojos endurecidos e inyectados en sangre. Supongo que yo esperaba que se levantara con los labios temblorosos, como un niño intentando no romper a llorar, pero parecía tan sólo un hombre que había salido al frío sin suficiente abrigo, haciéndose fuerte contra los elementos, sabiendo que no podía hacer nada más que soportarlos.

– Dígame la verdad, viejo -le dije-. Haré todo lo que esté en mi mano para que las cosas le sean lo más fáciles posible. ¿Intentó robarle a este señor?

Me miró a la cara y empezó a hablar atropelladamente en un idioma que no pude entender. Me costó un momento darme cuenta de que hablaba en hebreo, pero con el acento más extraño que hubiese oído nunca. Es cierto que aunque lo hubiese hablado con claridad de orador, yo habría tenido también dificultades para entenderle, pero pese a su discurso frenético pude descifrar unas pocas palabras: «Lo lekachtie devar». No he cogido nada.

Vio que me estaba costando entenderle y dejó de hablar en el antiguo idioma, recurriendo otra vez a los gestos. De nuevo se puso la mano sobre el corazón.

– Yo no cojo nada -dijo.

Su negativa no podía sorprenderme. ¿Qué iba a decir? En conciencia yo sabía que existía al menos la posibilidad de que hubiera cometido el delito. Que fuera un anciano amable no significaba que no hubiese intentado robarle a alguien del bolsillo. No puedo decir que fuera su manera de hablar o su mirada o la manera desesperadamente franca con la que se mantenía en pie lo que me convenció -en absoluto, porque mi deseo era protegerle de esta turbamulta sin cerebro-, pero le creí como le hubiera creído de haberme dicho que el sol luce en el cielo.

– Este hombre -anuncié con la voz más autoritaria que pude lograr- dice que no ha intentado robar nada. Lo que tenemos aquí es un simple malentendido. Así que prosigan con lo que tengan que hacer, y yo me aseguraré de que él haga lo mismo.

La muchedumbre no se movió, y por un momento creí que había triunfado, pero vi que ahora se trataba de una pugna, no entre el hombre y la plebe enloquecida, sino entre dos hombres.

– El que se va a ir a hacer lo que tenga que hacer es usted -me dijo el mostacho con una voz aguda aunque autoritaria-. O nos ocupamos de dos igual de fácil que de uno.

Empezó a acercarse a mí, y supe que había llegado el momento de dejar a un lado mi naturaleza más tranquila. Saqué del bolsillo una pistola cargada, y con un gesto forzado tiré del seguro con el pulgar.

– Dispérsense -dije- antes de que alguien salga herido.

Retrocedí un poco, agarrando al hombre del brazo y tirando de él hacia mí.

La muchedumbre se movió hacia delante, como si estuviera controlada por una sola voluntad. El tono de la confrontación ahora había cambiado por completo. Ya no estaban enfadados ni enfurecidos, ahora me parecieron bestias que, una vez encarriladas, no tenían capacidad para alterar su rumbo.

– No puede dispararnos a todos -dijo el mostacho con una mueca exagerada de desprecio. Le tocaba ser valiente a él, ya que la pistola le estaba apuntando al pecho.

– Es verdad, pero alguien tendrá que morir primero, y sospecho que va a ser usted. Y una vez que haya disparado esta pistola, aún tengo el puñal en el costado. Terminará ganando usted, no lo dudo. La multitud tendrá al pedigüeño. No se cuestiona quién va a ganar la batalla, sólo la cifra de víctimas.

El mostacho guardó silencio un momento y después le dijo al viejo que se considerase advertido. Luego giró sobre sus talones y, murmurando audiblemente acerca de la esclavitud de los ingleses en su propio país, se fue. En un momento la multitud se desbandó, como si todos acabasen de despertar de un sueño, y yo me quedé a solas con el tudesco, que me dirigió una mirada vidriosa.

– Le doy gracias -me dijo en voz baja. Respiraba fuerte en un esfuerzo por calmarse, pero vi que estaba a punto de echarse a llorar-. Usted dar mi vida.

Esparcidas alrededor de sus pies, sus baratijas parecían los juguetes de un niño, tirados al suelo en el arrebato de una personalidad caprichosa.

Sacudí la cabeza, negándole a sus palabras el hervor de las emociones que yo mantenía bajo control.

– No le hubieran matado. Sólo le hubieran magullado un poco.

Sacudió la cabeza.

– No. Usted dar mi vida.

Con silenciosa dignidad se agachó a recoger sus cosas. Sobrecogido por la tristeza, le eché un poco de plata en la bandeja, no sé cuánta, podría haberse contado en chelines o en libras, y me dirigí a la sombrerería a recoger a Miriam, pero resultó que estaba justo detrás de mí.

Era difícil descifrar su expresión. Podía estar horrorizada por la violencia de la que había sido testigo, impresionada por mi respuesta, aliviada de que nadie hubiera sufrido daños.

– ¿Por qué no está en la tienda? -le espeté. Quizá respondí con demasiada dureza, pero mi sentido de la perspectiva me había abandonado.

Dejó escapar una risita, que utilizó para esconder su agitación.

– Pensé que ésta iba a ser mi última oportunidad de ver pelear al León de Judea.

Mi corazón aún latía con fuerza por el encuentro con la multitud, y tuve que concentrarme para evitar ponerme furioso.

– Miriam, no puedo llevarla ni al teatro ni a ningún otro sitio a no ser que pueda estar seguro de que me escuchará si hay alguna amenaza.

– Lo siento, Benjamin -asintió solemnemente, quizá pensando por primera vez en serio en el peligro-. Tiene toda la razón. La próxima vez le escucharé. Se lo prometo.

– Espero que no haya ninguna próxima vez.

Cuando me volví de nuevo hacia el viejo, ya había recogido sus cosas y empezaba a marchar a toda prisa hacia cualquier decrépita madriguera a la que llamaría hogar, donde intentaría olvidar lo ocurrido.

– La gente como él está acostumbrada a cosas mucho peores -dijo Miriam-. Y no están acostumbrados a que se les rescate de las llamas. Tu amigo recordará éste como un buen día.

Sin saber muy bien cómo responder, le dije que era peligroso que nos quedáramos allí. Nos alejamos de la gente y la llevé a casa, a buen recaudo.

Una vez la hube depositado en casa, recordé el sobre en el que me había devuelto el dinero que decía no haberme pedido. Me asombró lo liviano que era, porque no podía contener ni siquiera una de las monedas que le había enviado. Lo abrí y descubrí un billete del Banco de Inglaterra canjeable por valor de veinticinco libras.

Doblé el billete y lo metí en la cartera, pero no pude evitar ponerme a pensar. ¿Por qué no se había limitado a devolverme la plata que yo le había dado? Y si tenía tan poco dinero como decía, ¿cómo pudo obtener este billete?

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