Ocho

Llegué casi puntual a la casa de mi tío en Broad Court, en el distrito de St. James, en Dukes Place. En el año 1719, a los judíos extranjeros aún no les dejaban tener propiedades en Londres, así que mi tío tenía alquilada una casa agradable en el corazón del barrio judío, a poca distancia de la sinagoga de Bevis Marks. Su casa tenía tres plantas; no recuerdo cuántas habitaciones, pero estaba bien proporcionada para un hombre que vivía con su esposa y tenía una sola persona más a su cargo, además de apenas un puñado de sirvientes. Aun así, mi tío trabajaba en casa a menudo, como hacía mi padre, y le gustaba tener invitados.

Al contrario que muchos judíos que vivían en Dukes Place y luego se marchaban cuando habían hecho fortuna -instalándose en los más elegantes vecindarios del oeste-, mi tío había decidido quedarse atrás para compartir su suerte con los miembros más pobres de su nación. Es cierto que las zonas más occidentales de la ciudad no son las más agradables, ya que los vientos habituales de Londres llevan todos los hedores repugnantes de una metrópoli apestosa hasta la puerta misma de su casa, pero pese al olor, la pobreza y el aislamiento de Dukes Place, a mi tío ni se le ocurría mudarse. «Soy un judío portugués nacido en Amsterdam y trasladado a Londres -me había dicho el tío Miguel cuando yo era niño-. No tengo ninguna intención de volverme a mudar».

Al caminar hacia la puerta recordé que era viernes por la noche, el principio del sábbat judío, y que mi tío se había servido de un ardid para que asistiese a una cena de sábbat. Me bombardearon recuerdos de mi infancia: el olor cálido del pan de huevo recién cocido, el ruido de la conversación. Las comidas del sábbat siempre habían tenido lugar en casa de mis tíos, ya que el sábbat, por tradición, era una ocasión familiar, y donde yo vivía no era tanto un hogar familiar como una organización doméstica. Todos los viernes antes de la caída del sol caminábamos desde nuestra casa en Cree Church Lane hasta la casa de mi tío, donde compartíamos oraciones y comida con su familia y los amigos que hubiera invitado. Mi tío siempre nos hablaba a mi hermano y a mí como si fuéramos adultos, una costumbre que yo encontraba tan halagadora como desconcertante. Mi tía solía darnos gelatinas o pastelitos a escondidas antes de cenar. Estas comidas eran de los pocos rituales de mi infancia que recordaba con cierto cariño, y sentí una ráfaga de ira contra mi tío por exponerme a estos recuerdos de nuevo.

Incluso después de llamar a la puerta pensé en salir corriendo, en abandonar mis planes, mi investigación y al señor Balfour, y la idea de que mi padre había sido asesinado. «Que siga muerto», casi murmuré en voz alta, pero, a pesar de las ganas de huir, me quedé en el sitio.

Isaac, un cascarrabias bajito y encorvado que había estado al servicio de mi tío desde que yo era un chiquillo, me recibió en la puerta. Supongo que rondaría los sesenta años, o más, y parecía estar bien de salud y tan próximo al buen humor como le era posible.

– Si llega a venir unos momentos más tarde -dijo como saludo a alguien a quien hacía una década que no veía-, el señor Lienzo hubiera tenido que abrir la puerta él mismo.

Isaac siempre había llevado muy a rajatabla todos los asuntos de religión, y se negaba a trabajar durante el sábbat, como dicta la ley judía. Como mi tío también se negaba a trabajar, apenas podía echarle en cara a su criado que tuviera la misma adherencia a la ley.

Esta casa me inundaba de antiguos recuerdos, porque aquí había pasado interminables horas de niño. Casi toda la decoración era exactamente como la recordaba: los azules y rojos de la alfombra persa, la madera labrada de la escalera, los austeros retratos de mis abuelos en la pared. Más que el aspecto, los aromas me recordaban los sábbats de mi infancia -guisos de carne y pasas hervidas y los dulces olores de la canela y el jengibre.

Mi tío me recibió en el salón, donde estaba sentado a solas con un periódico. Parecía ser una de las publicaciones que se especializaban en los negocios de los Bonos del Estado y los valores de la calle de la Bolsa. Guando entré lo dejó a un lado.

– Benjamin -me dijo levantándose del asiento-, qué contento estoy de que hayas venido. Sí, es muy bueno tenerte aquí.

– Me ha engañado, tío -le dije-. No me ha dicho que me había invitado a una cena de sábbat.

– ¿Que te he engañado? -se sonrió-. ¿Acaso te he ocultado el día de la semana que era? Me atribuyes más astucia de la que tengo, aunque me encantaría ser tan listo como dices.

Mi respuesta se cortó por la entrada de mi tía, seguida de una hermosa mujer de unos veintiún años. La tía Sofía era una mujer mayor y atractiva, con ligera tendencia a la gordura, y un poco tonta de trato. Sus relaciones sociales se limitaban casi exclusivamente a otros judíos inmigrantes, y nunca había aprendido a hablar inglés muy bien. Igual que mi tío, llevaba ropas que delataban el tiempo vivido en Holanda. Su vestido era de lana fina y negra, alto de cuello y largo de mangas, y llevaba el pelo recogido en un moño alto rematado por un pequeño gorro blanco en la coronilla, que me recordaba a los retratos flamencos del siglo pasado.

Me abrazó y me hizo preguntas en su inglés vacilante, que yo respondí en un portugués igualmente vacilante. Me asombró lo feliz que me sentía de verla. Era una mujer amable, y me miraba sin juzgarme: sólo vi el placer que le proporcionaba el tenerme en su casa. La verdad es que estaba exactamente igual a como la recordaba.

– Y ésta -me dijo mi tío al fin, rodeando a la hermosa mujer con el brazo- es tu prima Miriam.

Yo sabía que el término «prima» era algo formal, puesto que Miriam era la viuda de mi difunto primo Aaron. Sabía muy poco de ella, o de su matrimonio, ya que Aaron la había desposado después que yo me fuera de casa, al regresar de su último viaje a Levante, pero Londres no es lo bastante grande como para no oír las habladurías. Había estado bajo la tutela de mi tío, ya que sus padres habían muerto antes de que ella cumpliera los quince años, dejándole una fortuna considerable. A los diecisiete años ya se había casado con Aaron, y a los diecinueve ya era su viuda. Ahora, aún en la flor de su juventud, y seguramente en posesión de una fortuna, permanecía en casa de su suegro.

Miriam era de complexión judía: piel aceitunada, una melena negra que llevaba suelta en tirabuzones, como una dama elegante de Londres, y los ojos de un verde profundo. Su vestido -un traje color verde mar con enagua amarilla- también demostraba un interés acusado por los estilos de la gran ciudad. No pude evitar pensar en esta mujer deliciosa, que venía ya con su propia fortuna, como atrapada en casa de mi tío, sin más necesidad que alguien que la rescatase. Aunque yo no traía fortuna propia, sospechaba que la suya podía valemos a los dos, y casi me río al imaginarme que yo, un judío, pudiera querer representar a Lorenzo si ella hacía de Jessica.

Hice una reverencia profunda.

– Prima -le dije, sintiéndome como un apuesto hombre de mundo. Yo era el primo pródigo, y esperaba que me encontrase fascinante.

– He oído hablar mucho de usted, señor -me dijo con una sonrisa que mostraba clientes blancos y sanos.

– Me honra usted, señora.

– Estamos en Inglaterra, no en Francia, Benjamin -dijo mi tío-. Puedes prescindir de las formalidades.

Yo no tenía ninguna respuesta inteligente, pero este hecho, afortunadamente, pasó desapercibido por todos porque en ese momento alguien llamó a la puerta.

– El sol -dijo mi tío- está demasiado bajo como para que Isaac responda a esa llamada.

Mi tía y él se marcharon a recibir a sus invitados.

– ¿Esperamos a más gente? -le pregunté a Miriam, contento de la temprana oportunidad que se me brindaba para conversar.

– Sí -me dijo frunciendo el ceño, gesto que por un momento creí dirigido a mí. Rodeó el sofá donde yo me había sentado y se sentó con elegancia sobre los cojines de la silla frente a mí-. ¿Conoce a Nathan Adelman? -su desagrado, me di cuenta, iba dirigido a otro.

Asentí.

– Claro que he oído hablar de él. Un invitado muy notable.

Adelman había venido a Inglaterra desde Hamburgo para unirse a la corte de Jorge V hacía cinco años, en 1714. Era uno del escaso puñado de judíos a quienes, como a mi padre, les estaba permitido tener el título de corredor de bolsa registrado; era también un poderoso comerciante vinculado a las Indias Orientales y Occidentales, al Levante y, subrepticiamente, a la Compañía de los Mares del Sur e incluso al mismo Gobierno de Whitehall. Se rumoreaba que era el consejero del Príncipe de Gales en asuntos financieros. No sabía nada más de él salvo que el evidente desagrado que reflejaba el rostro de Miriam sugería que en nada le complacía su presencia.

Cuando entró en la habitación, la situación se aclaró. Le ofreció a Miriam, que tenía casi treinta años menos que él, una sonrisa optimista, casi exuberante. Adelman parecía sólo un poco más joven que mi tío; era un hombre bajo de estatura, gordezuelo, bien vestido y afeitado, ataviado con una peluca espesa y negra, y con todo el aspecto de caballero inglés que tendría cualquiera en un café respetable de Londres. Sólo le delataba la voz. Como mi tío, sin duda había trabajado muy duro para eliminar la mayor parte de su acento -aunque en su caso tener cierto deje alemán podía depararle ventajas en la corte de un rey alemán-. Era sabido de todo el mundo que la prioridad del rey Jorge era su principado germano, Hannover, y la prioridad de Adelman era el hijo del rey Jorge. Esta dedicación al Príncipe dejaba a Adelman en una situación peliaguda, ya que en aquel momento el Príncipe y el Rey estaban enfrentados, y a Adelman por tanto le faltaba el favor del Rey, del que se decía que había disfrutado en el pasado.

Miriam le correspondió asintiendo desganadamente, mientras yo me levantaba y le hacía una profunda reverencia al ser presentado. Para cuando volví a sentarme me di cuenta de que no hacía falta ser un hombre versado en descubrir secretos para leer las relaciones establecidas a mi alrededor. Adelman deseaba casarse con Miriam, y Miriam no tenía ningún deseo de casarse con Adelman. No podía ni aventurar una conjetura acerca de la opinión de mi tío respecto a semejante cortejo.

Después de unos momentos de educada conversación acerca del tiempo y de la situación política en Francia, llamaron a la puerta y apareció nuestro último invitado a cenar. Mi tío desapareció brevemente y después regresó, con una mano apoyada amistosamente en la espalda de Noah Sarmento, un oficinista que trabajaba en el almacén de mi tío. Éste era un hombre muy joven, de rostro educado pero severo. Iba bien rasurado, llevaba una peluca pequeña y apretada, y aunque su ropa no era de mala calidad, era de colores apagados, grises y marrones, y de corte igualmente falto de personalidad.

– Sin duda conoce al señor Adelman -empezó mi tío.

Sarmento inclinó la cabeza.

– He tenido el placer en numerosas ocasiones -dijo con un ánimo tan alegre que parecía no casar con sus facciones-, aunque no tantas como me gustaría.

La sonrisa de Sarmento le pegaba tanto a su cara como un uniforme de almirante a un mono. Esta imagen quizá sea falsa, sin embargo, ya que sugerir que Sarmento tenía algo de mono significaría sugerir que había algo juguetón y travieso en él. Nada más lejos de la realidad. Era un hombre sieso como he visto pocos, y aunque sé que hay muchos filósofos que discuten la legitimidad de la ciencia de la fisonomía, aquí teníamos a un hombre cuyo carácter podía leerse en la forma regañada y antipática de su cara.

Adelman le devolvió una reverencia breve mientras mi tío me presentaba a mí, con cuidado de no mencionar mi apellido supuesto.

– Éste es mi sobrino Benjamin, el hijo de mi difunto hermano.

Sarmento asintió sólo levemente antes de abandonar el contacto conmigo.

– Señora Lienzo -dijo, inclinándose hacia ella-. Es un placer volver a verla.

Miriam asintió, entrecerró los ojos y miró hacia otro lado.

– Dígame -empezó Sarmento, dirigiéndose a Adelman-, ¿qué noticias hay por la Casa de los Mares del Sur? En los cafés hay una gran agitación por saber qué ocurrirá ahora.

Adelman sonrió educadamente.

– Vamos, señor. Usted ya sabe que mi relación con la Compañía de los Mares del Sur es puramente informal..

– ¡Ja! -Sarmento se dio una palmada en el muslo. No supe si por placer o para darse ánimos-. He oído que la Compañía no da un paso sin consultarlo con usted.

– Me honra usted en exceso -aseveró Adelman.

Aprecié esta conversación sólo porque Miriam y yo intercambiamos rápidamente varias miradas para expresar nuestra compartida falta de interés. Pronto nos fuimos al comedor, donde seguí encontrando la conversación difícil y entrecortada. Mi tío me pidió repetidas veces que dijera las oraciones que se pronuncian tradicionalmente en la cena del sábbat, pero yo fingí haberme olvidado de lo que se me había grabado tan profundamente durante la infancia. Sentía una extraña gana de participar, pero no estaba seguro de que las oraciones que recordaba fueran las correctas, y no quería equivocarme delante de mi prima. No dije nada parecido, sino que sugerí que para mí bendecir la comida era cosa de superstición. Cuando mi tío pronunció las oraciones, sin embargo, sentí la llamada de algo -la memoria quizá, o la pérdida- y experimenté un extraño placer al escuchar las palabras hebreas. En mi casa no hubo oraciones mientras fui niño; mi padre nos enviaba a mi hermano y a mí a estudiar las leyes de nuestro pueblo en la escuela judía porque eso era lo que hacían los hombres, y asistíamos a la sinagoga porque a mi padre le resultaba más fácil ir que explicar por qué no iba.

Miré alrededor de la habitación para ver cómo respondían los demás a las bendiciones. Me pareció raro que Sarmento, que había demostrado antes una admiración clara por Miriam, no fuera capaz de despegar la mirada de Adelman.

– Dígame, señor Adelman -comenzó, una vez que mi tío hubo terminado con las oraciones-, ¿piensa usted que las recientes amenazas de un levantamiento jacobita afectarán a las ventas de los Bonos del Estado?

– Le aseguro que no tengo nada que decir que no se diga por todos los cafés -esquivó Adelman-. Las revueltas siempre dan lugar a fluctuaciones en el precio de los valores. Pero sin esa fluctuación no habría mercado, así que los jacobitas nos están haciendo un favor, supongo. Pero eso, como le digo, es algo corriente que sabe todo el mundo.

– No puede haber nada de corriente en sus opiniones -insistió Sarmento-. Me encantaría escucharlas.

– Le creo, sin duda -dijo Adelman riendo-, pero me pregunto si nuestros amigos, que no se pasan todo el día en la calle de la Bolsa, sienten tanta curiosidad como usted.

Inclinó la cabeza mirando a Miriam.

– Quizá pueda concertar una cita con usted en otro momento.

– Venga a visitarme cuando quiera -respondió Adelman, aunque con tan poco entusiasmo que hubiera asustado a cualquiera excepto al más decidido sicofante-. A menudo me encuentro en el Jonathan's Coffeehouse, y siempre puede enviarme un mensaje allí y estar seguro de que lo recibiré.

– ¡Si no podemos hablar de los valores hablemos entonces de los entretenimientos de la ciudad! -exclamó Sarmento, en un elevado tono de voz que supuse que era su forma de demostrar entusiasmo-. ¿Qué opina usted, señora Lienzo?

– Creo que mi primo puede hablar más de ese tema que yo -dijo Miriam con voz queda, evitando mi mirada cuidadosamente mientras lo decía-. Me han dicho que sabe alguna cosa de las atracciones de Londres.

No sabía cómo tomarme su comentario, pero no podía detectar ningún insulto. Sólo estaba seguro de que Sarmento le había hecho una pregunta a Miriam y que ella me la había referido a mí. Acepté el desafío, sintiendo que ahora tenía la oportunidad de impresionarla. Hablé sólo de lo que había oído acerca de la nueva temporada teatral y di mi opinión sobre una serie de actores y obras del año anterior. Sarmento procedió a rebatir cada uno de mis argumentos, utilizándolos para emprender un discurso propio sobre sus ideas acerca del arte de la representación en general o de las obras en particular. Este charlatán nunca se hubiera atrevido a insultarme en público, pero aquí, a la mesa de mi tío, no hizo esfuerzo alguno por esconder el desprecio que sentía por mí; pero yo no podía avergonzar a mi tío desafiando a semejante cachorro. Así que fingí no entender sus miradas y sus gestos, y deseé en silencio tener la oportunidad de encontrármelo en otro lugar.

Era una tradición en casa de mi tío que, con los criados fuera de servicio, fueran las mujeres las que sirvieran la comida en el sábbat. Y así fue, y para mi satisfacción observé que Miriam se afanaba en evitar tanto a Sarmento como a Adelman -dejando a esos caballeros para mi tía Sofía- y en buscarme a mí al repartir los cuencos de sopa o los platos de cordero al cardamomo. Esperaba con avidez cada nuevo plato para poder deleitarme con su proximidad: el murmullo de sus faldas, el aroma de su perfume alimonado, y tantas insinuaciones fugaces de su pecho como ofreciera su corpiño. Y efectivamente, la tercera y última vez que me sirvió me cazó disfrutando de este placer, y atrapó mi mirada en la suya. En un instante me preparé para lo peor, porque las damas de Londres sólo conocen dos respuestas a una mirada como la mía, y yo no sabía si iba a recibir el duro ceño del castigo o la igualmente decepcionante sonrisa lujuriosa. No puedo describir con exactitud mi agradable confusión cuando Miriam rechazó estas dos posibilidades, y me ofreció sólo una sonrisa de complicidad divertida, como si la alegría que me daba tenerla cerca fuera un secreto compartido entre los dos.

Después de la comida, al mejor estilo inglés, los cuatro caballeros nos retiramos a una sala privada con una botella de vino. Adelman, en numerosas ocasiones, intentó hablar de negocios con mi tío, que dejó bien claro que no hablaría de esas cosas en sábbat. Sarmento llevó de nuevo la conversación hacia los rumores de un nuevo levantamiento jacobita aquí en Inglaterra. El tema del rey depuesto interesaba a mi tío, y tenía mucho que decir al respecto. Yo escuché con atención, pero me ruboriza reconocer que no seguía la política con demasiada atención, y muchos argumentos se me escapaban.

Adelman, cuyos intereses estaban tan íntimamente ligados al éxito de la dinastía actual, despreció a los jacobitas por ser una horda de descerebrados, y condenó al pretendiente por ser un tirano papista. Mi tío asintió calladamente, puesto que Adelman no había hecho más que resumir el pensamiento de los whigs. Pero Sarmento absorbía cada palabra de Adelman, elogiando sus ideas como propias de filósofo, y sus palabras como propias de poeta.

– ¿Y usted qué, señor? -Sarmento se dirigió a mí-. ¿No tiene usted ninguna opinión sobre estos jacobitas?

– Yo me ocupo muy poco de la política -le dije, mirándole a los ojos. Supuse que su pregunta no tenía que ver con mis ideas políticas, sino con la manera en que iba a responder a su desfachatez.

– ¿No será usted un detractor del Rey? -insistió Sarmento.

Yo no era capaz de adivinar su juego, pero en esta época en la que las rebeliones amenazaban constantemente a la Corona, esto era algo más que una charla ociosa. Ser acusado públicamente de simpatizar con los jacobitas podía arruinar la reputación de cualquiera, e incluso acabar en un arresto por parte de los Mensajeros del Rey.

– ¿Acaso el hombre que no sea un simpatizante activo ha de ser necesariamente un detractor? -pregunté con cuidado.

– Estoy seguro -aventuró mi tío apresuradamente- de que mi sobrino ha levantado muchas veces su copa a la salud del Rey.

– Sí -concedí-, aunque confieso que cuando bebo a la salud del Rey suele ser más por la gana de beber que por el propio Rey.

Mi tío y Adelman rieron educadamente, y yo pensé que mi salida habría cansado a Sarmento. Me equivoqué. Simplemente sacó un nuevo tema.

– Dígame, señor -empezó a decir cuando las risas se acallaron-. ¿Quién le gusta más, el Banco o la Compañía?

La pregunta me confundía, y sospeché que ésa había sido su intención. El asunto de esta rivalidad financiera me interesaba bastante, porque sabía que el viejo Balfour había hecho algunas inversiones basándose en lo que sabía de esta competición, pero yo entendía tan poco acerca de las características del antagonismo entre ambas instituciones que ni se me ocurría cómo responder. Fingir que entendía el tema no iba más que a revelarme como un cretino, así que hablé simplemente.

– ¿Quién me gusta más para qué?

– ¿Cree usted que al Tesoro le hace un mejor servicio el Banco de Inglaterra o la Compañía de los Mares del Sur? -hablaba despacio y muy claramente, como si le estuviese dando instrucciones a un criado de pocas luces.

Le ofrecí la más cortés de mis sonrisas.

– No era consciente de que fuera necesario que todo hombre tomara partido.

– Bueno, no todo el mundo, supongo. Sólo deben hacerlo los hombres con medios y negocios.

– ¿Deben hacerlo? -preguntó mi tío-. ¿No puede un hombre de negocios simplemente observar la rivalidad sin tomar partido?

– Pero usted toma partido, señor, ¿no es cierto?

Esta pregunta, hecha por un empleado a su jefe, me pareció impertinente, pero si mi tío se ofendió no dio muestras de ello. Simplemente escuchó a Sarmento, que seguía parloteando.

– ¿No ha creído siempre su familia que el Banco de Inglaterra debe mantener el monopolio sobre la financiación de los préstamos del Estado? ¿No le he oído yo a usted decir que a la Compañía de los Mares del Sur no se le debería permitir competir con el Banco por este negocio?

– Usted sabe muy bien, señor Sarmento, que no deseo hablar de estas cosas durante el sábbat.

Sarmento inclinó la cabeza ligeramente.

– Tiene usted toda la razón, señor -y, dirigiéndose de nuevo a mí, dijo-: Usted, señor, no siente una restricción semejante, supongo. Y como todos los hombres de medios y de negocios han de tener una opinión, ¿puedo asumir que usted no está muy dispuesto a compartir la suya?

– Dígame quién le gusta a usted, señor, y quizá tenga entonces un modelo que emular.

Sarmento sonrió, pero no me sonreía a mí. Se dirigió al señor Adelman.

– Bueno, a mí me gusta la Compañía de los Mares del Sur, señor. Especialmente cuando se encuentra en manos tan capaces.

Adelman inclinó la cabeza.

– Sabe usted perfectamente que a nosotros los judíos no nos está permitido invertir en las Compañías. Sus afirmaciones, señor, aunque me honran, quizá dañen mi reputación.

– Sólo repito lo que se dice en todos los cafés. Y nadie le hará de menos por su interés en estos asuntos. Usted es un patriota, señor, del más alto nivel -Sarmento seguía hablando en su tono de voz aburrido, que casaba mal con la pasión de sus palabras-. Puesto que mientras las finanzas de la nación estén protegidas por hombres tales como los directores de la Compañía de los Mares del Sur, no debemos temer revueltas ni sublevaciones.

Adelman parecía incapaz de encontrar una respuesta, y simplemente se inclinó de nuevo, así que mi tío intervino, sin duda con la intención de llevar la conversación hacia algún tema alejado de los negocios, y anunció que por segunda vez en casi otros tantos años la capellanía de la parroquia le había propuesto para el cargo de Guardián de los Pobres. Esta noticia produjo en Adelman y en Sarmento una carcajada sentida que yo no entendí.

– ¿Por qué nombrarle a usted para este cargo, tío? ¿No significará tener que ir a misa en la iglesia los domingos?

Los tres hombres se rieron, pero sólo Sarmento rió con verdadero placer ante mi ignorancia.

– Sí -concedió mi tío-. Significa ir a misa en la iglesia durante el sábbat cristiano y hacer un juramento cristiano sobre una Biblia cristiana. No me nombran porque quieran que asuma el cargo. Me eligen porque saben que me negaré a hacerlo.

– Confieso que no entiendo nada.

– Es simplemente una forma de generar ganancias -me explicó Adelman-. Su tío, como no puede asumir el nombramiento con el que le han honrado, deberá pagar una multa de cinco libras por rechazarlo. Es habitual que las capellanías nombren a muchos judíos al cabo del año, incluso a judíos pobres. Saben que hay otros que pagarán la multa. Hacen mucho dinero de esta manera.

– ¿No se puede elevar una queja?

– Pagamos muchos impuestos -explicó mi tío-. Tú naciste aquí, así que estás libre de los impuestos de extranjería, pero el señor Adelman y yo no lo estamos. Y aunque el Parlamento nos ha otorgado la ciudadanía a los dos, nuestros impuestos son aún mucho más altos que los de los británicos de nacimiento. Este nombramiento no es más que un impuesto más, y lo pago sin hacer aspavientos. Me reservo mis quejas para asuntos importantes.

Conversamos una hora más acerca de temas variados hasta que el señor Adelman se puso en pie bruscamente y anunció que debía regresar a casa. Utilicé su partida como excusa para la mía propia. Antes de irme, sin embargo, mi tío me llevó aparte.

– Estás enfadado.

Sus ojos brillaban con una luz extraña, como si no recordase la ira que había sentido contra mí en el funeral de mi padre, como si no hubiera existido una ruptura entre mi familia y yo.

– Ha roto su promesa -le dije.

– Sólo la he retrasado. Te dije que hablaría contigo después de cenar. No te dije cuánto tiempo más tarde. Ven a la sinagoga, al oficio de mañana por la mañana. Pasa el resto del sábbat con tu familia. Cuando caiga el sol, te contaré lo que quieres saber.

No sabía cómo responder, ni siquiera cómo me afectaba este ofrecimiento.

– Tío Miguel, el tiempo no es un lujo que yo posea. No puedo pasarme el día rezando y charlando.

Se encogió de hombros.

– Ése es mi precio, Benjamin. Pero -sonrió- te lo cobraré una sola vez. No te pediré nada más, aunque necesites información en las próximas semanas, o meses.

Sabía que no podría convencerle; sería capaz de dejar libre al asesino de su propio hermano antes que echarse atrás una vez tomada una decisión. Y debo decir que me agradaba la idea de pasar la tarde con Miriam, así que quedé en reunirme con él a la mañana siguiente.

Adelman y yo cruzamos juntos el umbral de la puerta, y me sorprendió el lujo de su carroza dorada, que estaba aparcada fuera de la casa de mi tío. Al ver a su amo, un chico de unos catorce años de complexión oscura -de la India, aventuré-, vestido con una llamativa librea roja y dorada, abrió la puerta y se quedó quieto como una estatua.

– Lienzo -Adelman me agarró del brazo con practicada afabilidad-, ¿puedo dejarle en algún sitio? Vive usted en Covent Garden, ¿no es cierto?

Me incliné para mostrarle mi aceptación y mi gratitud.

Admito que estar encerrado en semejante estrechez con un hombre de la importancia de Adelman me inquietaba, puesto que aunque mi oficio me colocaba a menudo en compañía de grandes hombres, raramente lo hacía bajo tales circunstancias. Aquí estábamos los dos reunidos, no por negocios, sino dando un paseo amistoso por la ciudad.

Al empezar la carroza a dar sacudidas, Adelman corrió las cortinillas, envolviéndonos en una oscuridad casi total. Se mantuvo en silencio algún tiempo, y a mí no se me ocurría ninguna manera de iniciar una conversación, así que permanecí inmóvil, sintiendo cómo las ruedas del carruaje rodaban sobre las inmisericordes calles de Londres. Cada vez que me desplazaba en el asiento, el ruido que hacía se me antojaba molestamente escandaloso. No oía ningún sonido del asiento frente a mí, donde estaba Adelman.

Por fin se aclaró la garganta, y creo que tomó una pizca de rapé.

– Me parece -comenzó- que ha recibido usted una visita del señor Balfour.

– Me asombra usted, señor.

Casi grito de sorpresa. Reconozco que sentí un escalofrío recorriéndome la espina dorsal. No había nada en la voz de Adelman, entiéndanme, que pudiera asustarme. Mantenía ese tono pulido y germano. Sí había algo, sin embargo, en la pregunta en sí, en el conocimiento que daba lugar a la pregunta. ¿Qué podía saber un hombre de la posición de Adelman de tales asuntos? Lamentaba que la oscuridad no me permitiera extraer alguna información de su rostro, aunque sospecho que tenía la suficiente práctica en controlar su expresión como para no haberme dado muchas pistas de esa clase. Yo también era muy capaz de esconder mis sentimientos, de todas maneras.

– No puedo expresarle la sorpresa que me causa saber que mis negocios puedan atraer su atención -le dije con absoluta calma.

– Es usted parte de una familia importante, señor Lienzo.

– Me conocen por el nombre de Weaver -le dije.

– No pretendía ofenderle -se explicó rápidamente-. Pensé que quizá ése era un nombre que usted sólo utilizaba cuando peleaba -hizo una breve pausa-. Seré franco con usted. Le admiro, señor. Admiro que haya usted decidido abandonar las antiguas supersticiones de su raza y se haya labrado un camino por su cuenta. Le ruego no me malinterprete. Respeto a su tío inmensamente, pero encuentro que su fidelidad a los ritos y a las tradiciones constituye un peligroso obstáculo para nuestra gente. Usted, por otra parte, ha demostrado a los ingleses de todo el mundo que no pueden reírse ni burlarse de los judíos. Sus hazañas en el ring son legendarias. Incluso el Rey, señor, conoce su nombre.

Me incliné en la oscuridad. Decía la verdad cuando afirmaba que yo le había dado la espalda a los ritos y tradiciones de mi gente, pero que celebrase mi negligencia me incomodaba. Quizá esto fuera porque yo siempre había entendido mi propio rechazo como una actitud nacida de la holgazanería, mientras que él lo veía como parte de una filosofía liberal.

– Me honra con sus palabras -le dije tras un incómodo silencio-. Pero no estoy seguro de qué tiene eso que ver con el señor Balfour, ni por qué mi trabajo ha de interesarle a usted, señor.

– Sí, es usted un hombre de negocios. Me encantan los hombres de negocios. Déjeme que le diga, señor Weaver, que me entristeció la muerte de su padre, pero la admiración que sentía por él no me hace ver lo que no existe. Su muerte fue un trágico accidenté, nada más. Yo también conocía a Michael Balfour. Era un buen hombre, supongo. O lo suficientemente bueno, en cualquier caso. Pero al igual que su hijo, Balfour era débil. Cometió errores en sus negocios, y no pudo salvarse ni enfrentarse a las consecuencias de su ruina. A ojos poco expertos, el hecho de que dos hombres de negocios que eran amigos muriesen tan seguidamente el uno del otro puede parecer raro, pero no hay nada que permita relacionar ambas muertes. Dígame -me dijo con un cambio teatral en su tono de voz-, ¿qué le ha ofrecido Balfour para investigar este asunto?

Le expliqué la naturaleza de nuestro acuerdo.

Dejó escapar una breve carcajada, más parecida a un ladrido.

– No recibirá usted ningún dinero; no creo que pueda sacarle ni cinco chelines, para qué hablar de cincuenta libras. Su fortuna, sabe, no puede recuperarse. Balfour lo perdió todo, y no es ningún secreto que la madre no siente más que desprecio por el hijo. No ganará usted nada empleando así su tiempo, señor, aparte de la enemistad de hombres poderosos a quienes no les gusta ver a alguien entrometiéndose en sus asuntos. Casualmente, puede que yo esté en posición de ofrecerle una alternativa. Sus habilidades no han pasado desapercibidas, y hay muchos hombres, en la Compañía de los Mares del Sur, en el Parlamento, en la misma corte, que estarían encantados de poder contar con un hombre de su talento. ¿Qué me dice, señor Weaver? ¿No desea desembarazarse de un asunto tan desagradable?

Fingí que no encontraba intrigante su oferta.

– Lo que usted me propone es sin duda muy generoso -le dije-, pero aún no entiendo bien por qué le interesan a usted mis tratos con Balfour o por qué desea usted que deje de investigar el asunto.

– Es un tema delicado. Para empezar, no quiero que se levante ningún rumor pestilente con respecto a nosotros. De olerse los periódicos sus investigaciones, me temo que eso arrojaría una pésima luz sobre los judíos de Inglaterra, cosa que sería mala para todos, ya sean rabinos, agentes de bolsa, o púgiles ¿verdad? La segunda razón es que la Compañía de los Mares del Sur está inmersa en unas negociaciones extremadamente complejas acerca de la administración de los fondos públicos. No puedo entrar en detalles, pero baste con decir que estamos preocupados por el elevado tipo de interés que hay sobre la deuda nacional financiada, y que estamos en mitad del proceso de convencer al Parlamento de que ponga en marcha una serie de medidas que contribuyan a reducir ese tipo de interés, para así liberar a la nación de una tremenda carga financiera. Nuestro plan no puede funcionar si la gente pierde confianza en una red de créditos que muchos encuentran desconcertante. Cualquier sospecha por parte del público de que existe algún nexo entre la muerte de Balfour y la Bolsa nos haría un daño irreparable. Si la gente cree que el mercado de valores está infestado de intrigas y asesinatos, me temo que fracasaremos en nuestros planes de aliviar la carga nacional de la deuda, y usted, señor, le habrá costado a su Rey y al Reino, literalmente, millones de libras.

– No quisiera provocar tales daños -dije con cautela-, pero existe aún el problema de los temores de Balfour. Él cree que estas muertes no son lo que parecen, y yo creo que debo examinar el asunto más a fondo.

– No hará más que perder el tiempo y esquilmar a la nación.

– Pero seguro que puede usted admitir la posibilidad de que las muertes sean algo más que pura coincidencia.

– No puedo -me respondió con absoluta confianza.

– ¿Entonces cómo explica el hecho de que el contable del propio Balfour no sea capaz de justificar la bancarrota de su amo?

– Los asuntos de créditos y finanzas son, incluso para aquellos que se ganan la vida con ello, algo fantástico, insondable -me explicó cortante, no tan pulido ya ni tan amistoso-. Son, para la mayoría de los hombres, del orden sobrenatural, no del físico. Me atrevería a decir que no hay ni un solo corredor en Inglaterra que, de morir inesperadamente, no revelase en sus documentos embrollos inexplicables y huecos aparentes.

– La muerte del señor Balfour no fue inesperada -observé- al menos no para él, si resulta ser cierto que se trató de un suicidio.

– El ejemplo de Balfour no me vale. Se quitó la vida, cosa que prueba su incapacidad para ordenar sus propios asuntos. Vamos, señor Weaver, no dejemos que nuestros vecinos cristianos nos reprendan por ser como los rabinos en nuestro minucioso examen de las cosas -me entregó su tarjeta-. Olvídese de esta tontería de Balfour y venga a visitarme al Jonathan's. Le daré cartas de presentación para hombres que le harán rico. Además -me dijo, con una sonrisa que pude percibir incluso en la oscuridad del carruaje-, le ahorraré el trago de pasar la mañana en la sinagoga con su tío.

Le di las gracias a Adelman educadamente cuando el carruaje se detuvo ante la casa de la señora Garrison.

– Reflexionaré muy seriamente sobre todo esto, señor.

– No debería reflexionar tanto -me dijo-. Me alegro de haberle conocido, señor Weaver.

Me quedé plantado mirando cómo se alejaba la carroza, considerando mentalmente su oferta. Quizá fuera magnífico que yo fuera la clase de hombre que pudiese olvidar fácilmente lo que Adelman proponía, pero el pensar en la posibilidad de servir a hombres como aquéllos tenía un encanto muy poderoso. Todo lo que me pedía a cambio de sus favores era que no me inmiscuyera en sus negocios, y ¿qué objeción podía poner yo a abandonar la investigación de la muerte de un padre por quien no podía recordar haber sentido ningún afecto?

Me volví hacia casa de la señora Garrison y entré en el calor de su recibidor, pero, de alguna manera, antes de llegar al final de la escalera, ya había rechazado para siempre la oferta del señor Adelman. No podía decir que fuese porque no me entusiasmaba la idea de lidiar perpetuamente con hombres como Adelman, hombres que creían que su riqueza les proporcionaba no sólo influencia y poder, sino también una especie de innata superioridad frente a los hombres como yo. No podía decir que no fuese porque había algo muy atractivo en la inesperada comodidad que había sentido en presencia de mi tío y de mi tía, o el rechazo que me provocaba el pensar en romper relaciones con una casa en la que vivía la deliciosa viuda de mi primo. Quizá fuera una combinación de estos factores, pero comprendí antes incluso de encender ninguna vela que mi deber estaba claro.

Podía ser que me resultase incómodo tener que comunicarle mi decisión a Adelman, pero entonces se me ocurrió que me sorprendería que mis investigaciones me volvieran a poner en contacto con un hombre tan ocupado. En aquel momento no podía ni imaginar lo intrincadamente relacionados que sus asuntos iban a estar con los míos.

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