Los dos días siguientes fueron muy desalentadores para mí. Había conseguido tanta información: había desenterrado la gran conspiración que Elias había previsto, y lo había hecho sobre todo con ayuda de la filosofía, algo de lo que nunca me hubiese creído capaz. Sabía quién había matado a mi padre, por qué lo había hecho, y cómo lo había hecho. Pero Rochester se había escondido demasiado bien. Había sabido desde el principio que enfrentarse a la Compañía de los Mares del Sur era una tarea peligrosa, y se había protegido mucho para que sus enemigos nunca le descubrieran.
Había agotado todas las posibilidades, pero no podía quebrar el edificio que Martin Rochester había construido para protegerse. Pensé en perseguir a sus tres matones otra vez, pero no fui capaz de convencerme a mí mismo de que aquello mereciese la pena. Rochester había llegado a tales extremos para ocultarse que no iba a divulgar su nombre ante una pandilla de asesinos a sueldo que podrían venderlo a la menor oportunidad. Además, los villanos de Rochester eran conscientes de que yo sabía quiénes eran, y me pareció probable que se encargarían de no ser localizados fácilmente, al menos durante algunas semanas.
Tenía muchas ganas de hablar con Elias, pero él no podía concederme mucho tiempo, ya que estaba dando los últimos retoques a su obra. Había mucha reescritura por hacer, pero me aseguró que Rochester no se iba a ir a ninguna parte. Una vez que la obra se hubiese estrenado con éxito podría contar con su ayuda.
Con poca cosa más con la que ocupar mi tiempo, me pasaba el día en el Jonathan's, bebiendo demasiado café y esperando escuchar alguna conversación de interés. No volví a ver al señor Sarmento, y mi tío mencionó de pasada que le preocupaba mucho que el empleado no hubiese acudido al almacén en dos días. No me pareció que fuera de mi incumbencia decirle lo que yo sabía.
Miriam y yo apenas si nos habíamos dirigido la palabra desde que nos besamos brevemente, y sus esfuerzos por arreglar nuestra desavenencia, como había hecho en la sala, fueron valientes, pero ningún gesto de buena voluntad -por muy osado que fuera- podía pretender anular la monstruosa incomodidad que existía ahora entre nosotros.
La tarde anterior al estreno de la obra de Elias, ella y yo estábamos sentados en el salón de mi tío. Era la primera vez que pasábamos el rato juntos desde que compartimos aquella peculiar intimidad en la posada, y hallé que sólo podía tolerar su presencia intentando olvidar el incidente. Ella, por otro lado, estaba sentada como si estuviera perfectamente cómoda mientras devoraba una novela sentimental titulada Exceso de amor. Cuando no le lanzaba miradas subrepticias, yo estudiaba panfletos sobre el Banco y las compañías y cualquier otra cosa que pudiera encontrar. No comprendía casi nada de lo que leía, y supongo que mi esfuerzo era vano. Deseaba encontrar alguna referencia a Rochester, pero sabía que no podía haber ninguna.
Observé a Miriam leyendo, estudiando su expresión de deleite mientras sus ojos recorrían esa bobada.
– Miriam -le dije después de un rato-, ¿realmente tiene la intención de no casarse conmigo?
Alzó la mirada hacia mí, con la cara tensa de horror, supongo, pero debió de ver algo en mi cara, algo travieso en lugar de desesperado, que la hizo echarse a reír. No se reía de manera burlona, compréndanme, sino que se reía de lo absurdo que era todo lo que había pasado entre nosotros. Su risa era de lo más contagiosa, y yo también comen cé a reírme. Y así permanecimos, riéndonos juntos, el uno animando al otro, hasta que a los dos nos dolía el estómago.
– Es usted ridículamente directo -dijo al fin, jadeando.
– Supongo que sí -convine, al terminar de reírme-. De modo que seré directo con usted -dije con formalidad-. ¿Qué planes tiene ahora? ¿Qué va a hacer con su dinero?
Se ruborizó un poco, como si el hablar de dinero la avergonzase. Quizá se tratase sólo de este dinero.
– Voy a necesitar a alguien que me ayude, alguien en quien pueda confiar. Pero lo invertiré, supongo. Si lo hago con cuidado, puedo conseguir un interés del cinco por ciento, y con ese dinero, además de mi asignación, podría permitirme una casa que me parezca satisfactoria.
Me sentí embriagado por una sensación de decepción y vergüenza. Me decepcionaba que Miriam ahora se trasladase fuera de casa, que estableciese su propio hogar y se hiciese independiente. Mientras estuviera sujeta a mi tío, me parecería más accesible, de algún modo; ahora estaría verdaderamente fuera de mi alcance y mi egoísmo en este asunto me avergonzaba.
Abrí la boca para comenzar un discurso que aún no sé cómo habría podido elaborar, porque el destino intervino. Oí que abrían la puerta, e Isaac entró en la habitación con una bandeja de plata sobre la que había una tarjeta.
– Para usted, señor Weaver -dijo Isaac-. Una dama.
Examiné la tarjeta, sobre la cual estaba impreso el nombre «Sarah Decker» en un elegante tipo de letra.
– ¿Ha mencionado el motivo de su visita?
– Creo que quiere solicitar sus servicios -respondió Isaac.
No estaba de humor para recibir nuevos encargos, pero mi investigación me había costado una enorme cantidad de dinero, y podía ver lo beneficioso que me resultaría tener alguna otra ocupación. Además, el nombre de Sarah Decker me sonaba familiar. No acababa de ubicarlo, pero sabía que lo había oído mencionar en las últimas semanas.
Miriam se excuso, e Isaac hizo pasar a la dama. Me sentí complacido inmediatamente de no haberla despedido, porque era una mujer asombrosamente hermosa, de pelo rubio y brillante, cejas espesas, y rostro redondo y delicado. Llevaba un vestido en tono marfil con enagua azul y sombrero a juego. Sus modales eran exquisitos, pero pude ver que estaba incómoda, visitando a un hombre como yo en un barrio como Dukes Place. Le rogué que tomara asiento y le pregunté si podía ofrecerle algún refrigerio, pero ella no quiso nada.
– Vengo por un tema complejo -me dijo-. Hace tiempo que pienso que no hay nada que yo pueda hacer para mejorar mi situación, pero va a peor, y cuando oí mencionar su nombre, señor Weaver, pensé en usted como mi última esperanza.
Le hice una reverencia.
– Si puedo prestarle algún servicio, será un honor para mí serle útil.
Me sonrió, y supuse que por una sonrisa así la serviría en todo cuanto estuviese en mi mano.
– Me resulta incómodo hablar de ello, señor. Espero no hacerle perder la paciencia.
Pronto iba a tener que partir hacia el teatro, pero aun así le aseguré que podía tomarse el tiempo que le hiciera falta.
– Es acerca de Sir Owen Nettleton. Creo que le conoce.
Asentí.
– Sí. Espero verle en el teatro esta misma noche.
– ¿Cree usted que es un hombre de honor?
Era una pregunta delicada, y había de responderla con cautela.
– Creo que Sir Owen es un caballero.
– Usted le hizo un servicio, ¿no es cierto? ¿Le mencionó mi nombre?
Ahora sabía por qué recordaba el nombre de Sarah Decker.
– Sir Owen me habló de usted sólo en los términos más laudatorios -contesté-. ¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo?
Ella sacudió la cabeza.
– Apenas si sé cómo explicarlo -dijo-. Mi esperanza es que usted consiga hablar con él, hacerle entrar en razón. No sé qué otra cosa hacer. He tratado el asunto con hombres de leyes, pero él no ha cometido ningún crimen. Mi hermano me ha dicho que se batirá en duelo con él, pero sé que Sir Owen es superior a mi hermano con la espada, y no podría soportar que nada le sucediera por mi culpa.
– Señora -le dije-, debe usted contarme la naturaleza de su dificultad. ¿Han tenido Sir Owen y usted algún tipo de ruptura?
– Ése es el problema precisamente -dijo la señorita Decker-. Nunca ha habido entre nosotros nada que pudiera romperse. Le he saludado en algunos acontecimientos sociales, hemos intercambiado algunas palabras, pero él y yo no somos más que lejanos conocidos. Y sin embargo él le dice al mundo que vamos a casarnos. No sé por qué lo hace. Todos los que le conocen le creen completamente cuerdo en todos los demás aspectos.
– ¿Intenta él visitarla? ¿Verla en sociedad?
– No. Sólo habla en público de su compromiso conmigo.
Lamentaba muy sinceramente que la señorita Decker hubiese renunciado al refrigerio, porque en ese momento yo necesitaba algo más fuerte de lo habitual.
– No comprendo -le dije a la dama-. Él me habló de usted en términos muy elogiosos. No habría hallado razón alguna para dudar de que su compromiso con usted era genuino. De hecho, cuando habló de él, lo presentó como si pudiera arrojar sobre él una luz desfavorable a causa del reciente fallecimiento de su esposa. Me pregunto si esta fantasía suya de que va a casarse con usted no será algún tipo de delirio producido por la tristeza.
– Pero Sir Owen nunca ha estado casado. Habla de la muerte de su mujer y ninguno de sus amigos sabe cómo responder, porque Sir Owen nunca ha tenido esposa.
– Dios mío -suspiré. «Entonces, ¿qué era lo que yo recuperé para él?», estuve a punto de decir en voz alta-. ¿Por qué cuenta Sir Owen estos cuentos? ¿Tiene usted alguna idea?
La señorita Decker negó con la cabeza.
– Debe usted entender, señor Weaver, que ni lo sé ni me importa ya. Estas mentiras suyas dañan mi reputación. Alejan de mí a caballeros que podrían recibir la aprobación de mi padre como pretendientes, aunque él se niega a tomar medidas, y a mi hermano no se le ocurre más solución que la violencia. Yo esperaba que la cabeza más fría de una mujer encontrase algún procedimiento alternativo: un intermediario, como usted. Ojalá esto terminase, porque en modo alguno resulta respetable, me parece, que yo esté relacionada con un hombre como Sir Owen, que es poco más que un ordinario corredor.
– ¿Poco más que qué? -me levanté del asiento. La señorita Decker se inclinó hacia atrás, retrocediendo horrorizada ante mi acercamiento.
Volví a sentarme.
– No pretendía asustarla, pero es que nunca he oído… es decir, no era consciente de que Sir Owen tuviera esta reputación de especular en bolsa.
Asintió.
– Lo hace de tapadillo, por temor a que su reputación se vea dañada, pero se sabe de todas formas. Creo que he oído que cuando negocia con valores utiliza un nombre falso, como si así pudiese proteger su reputación de la mancha bursátil.
Ni siquiera me atrevía a respirar.
– ¿Cuál es ese nombre falso?
– Pues no lo sé -me respondió-. Pero sin duda comprenderá usted por qué yo no deseo tener nada que ver con este hombre. ¿Puede usted ayudarme?
Llamé al timbre y me puse en pie. Empecé a dar zancadas por la habitación.
– Le ofreceré a usted toda mi ayuda, señora. Permítame que se lo asegure.
Isaac entró y le pedí que me trajera el abrigo, ya que iba a abandonar la casa de inmediato.
La señorita Decker era toda confusión. Había sacado un abanico y lo agitaba con vigor frente a su rostro.
– ¿Le he ofendido de alguna manera, señor Weaver?
– Señora, no deje que mi agitación la inquiete. Creo que me ha provisto usted de una información importante con respecto a otro asunto en el que estoy profundamente implicado.
– No comprendo -balbuceó-. ¿No va a hablar usted con Sir Owen?
– Lo haré.
Llegó Isaac y me ayudó a ponerme el abrigo.
– Me encargaré de que no mencione su nombre nunca más. Tiene usted mi palabra.
Le pedí a Isaac que acompañara a la señorita Decker hasta la salida y yo puse rumbo al teatro, a donde sabía que Sir Owen acudiría en busca de su entretenimiento vespertino.