Siete

Amanecí tranquilo y fresco. Me complacía haber recuperado los documentos de Sir Owen y me sentía tolerablemente confiado en que el asunto de la muerte de Jemmy pasase sin graves perjuicios. Casi a mediodía, la señora Garrison anunció que Sir Owen estaba abajo y quería verme, y cuando el barón entró en mis aposentos no podía mostrar más placer ante mi éxito. Me arrebató las cartas y se las apretó contra el pecho. Se sentó e inmediatamente volvió a levantarse y empezó a caminar de un lado a otro. Me pidió un trago y luego otro, habiéndose olvidado del primero.

Sir Owen insistió en pagarme una propina y, después de algunas protestas formales, acepté que me reembolsara los gastos en que había incurrido en mis tratos con Kate y con Arnold. El gesto era generoso, porque doblaba su factura inicial y aumentaba significativamente mis pequeños ahorros. Sir Owen me convenció entonces de que aceptase su invitación a comer, para no tener que recoger las cartas, según dijo, sin demostrar en alguna medida la amistad que su gratitud había hecho nacer en él. Le acompañé a un mesón cercano, donde comí y bebí abundantemente, y permanecí con él hasta cerca de las dos de la tarde, cuando me dijo que tenía otras citas que atender. Antes de despedirnos, sin embargo, me asombró pidiéndome que asistiese a su club el siguiente martes por la noche.

– No se trata de nada formal, se lo aseguro -me dijo, advirtiendo sorpresa en mi rostro-. Pensé que podría resultarle beneficioso a un nombre de su posición tener ocasión de ser presentado a unos cuantos caballeros.

– Estaré encantado de asistir -le dije con franqueza-. Y me consideraré en deuda con usted por su generosidad.

Sir Owen se aclaró la garganta y se retorció en el asiento.

– Entenderá, digamos, que en absoluto le estaré proponiendo para ingresar -su voz se convirtió en un hilo.

– Lo entiendo perfectamente -me apresuré a interrumpirle, con el deseo de disipar su apuro-. Estoy, como ha podido sin duda colegir, ansioso por conocer a caballeros que algún día puedan necesitar los servicios de un hombre como yo. Y una recomendación suya tiene mucho peso.

Satisfecho de mi respuesta, Sir Owen me dio una palmada cordial en la espalda y me agradeció otra vez mis esfuerzos por recuperar sus papeles. Después, tras una larga despedida, se retiró.

Con el estómago satisfecho y la cabeza llena de buen vino, pensé que ya era hora de liberarme de mis obligaciones. Tomé por tanto un carruaje hacia los aposentos del señor Balfour en la zona de Bishopsgate, para ver qué había averiguado, si es que había averiguado algo, en sus pesquisas acerca de lo que sabía su familia sobre aquella muerte. Esperaba que no hubiera averiguado nada. Esperaba que hubiera concluido su infructuosa búsqueda y me hubiera librado de este asunto con la conciencia inmaculada.

Encontré a Balfour alojado en un respetable conjunto de habitaciones de una casa respetable, pero estaba sentado en el recibidor como si le quedase estrecho. Su postura era demasiado erguida, como si temiera reclinarse. Vestía casi exactamente el mismo traje con el que le había visto el día anterior, aunque se había preocupado un poco de limpiar la tela de hilachos y de borrar las manchas más llamativas.

Me planté ante él, con el sombrero bajo el brazo. Me miró fijamente y cruzó las piernas. Esperaba que me ofrecería una silla, pero me estudió con un gesto que podía revelar tanto ansiedad como aburrimiento.

– La próxima vez que desee usted hablar conmigo -dijo en tono lento y deliberado- haga el favor de informarme con antelación. Estableceremos un lugar de reunión más apropiado que mi propia residencia.

– Como usted guste -le respondí con una sonrisa amplia, cuya intención era la de irritarle, puesto que la escuálida superioridad de Balfour me llenaba de desprecio y de ira-. Pero ya que estoy aquí, me pondré cómodo.

Reparé en una jarra de vino sobre la repisa, y acalorado aún por mi almuerzo con Sir Owen, se me ocurrió que un vasito me vendría de perlas.

– ¿Le apetece uno? -le pregunté, mientras me lo servía.

– Es usted insufrible -me espetó-. ¡Ésta es mi casa, señor!

Sus manos se aferraron a un periódico que descansaba sobre su regazo.

Me senté y sorbí el vino despacio, un clarete mediocre. No era imbebible pero sabía amargo después del licor de calidad que Sir Owen había puesto a mi disposición. Sospecho que mi anfitrión se fijó en las señales de mi desagrado, porque se dispuso a abrir la boca. Creí que sería mejor evitar lo que estaba seguro de que sería otra variante de su infundada pomposidad, de modo que empecé rápidamente.

– Señor Balfour, usted ha contratado mis servicios, pero yo no soy un sirviente. Después de todo, ambos tenemos un interés compartido en la investigación en la que usted quiere embarcarme. Bien, ¿qué tal si discutimos los pormenores de esta situación?

Balfour me miró con odio un momento y luego decidió que la impasibilidad era la mejor alternativa.

– Muy bien. Me temo que va a tener que hacer el trabajo usted solo, porque supongo que le pago para eso. He hablado con el jefe de contabilidad de mi padre y me ha informado de que mis sospechas no son infundadas. Asegura que su patrimonio resultó ser mucho más pobre de lo que él, el propio contable, hubiera tenido razones para sospechar.

– No me diga -comenté fríamente.

– Como creo que ya le dije, mi padre se había beneficiado un tanto de las rivalidades recientes entre el Banco de Inglaterra y la Compañía de los Mares del Sur, por todas esas fluctuaciones en los precios de las acciones. Él se pasaba el día en la calle de la Bolsa, con los judíos y los otros extranjeros, comprando acciones de aquí y vendiendo de allá.

– ¿Y faltan algunas de estas acciones?

Se encogió de hombros como si yo acabara de cambiar de tema maleducadamente.

– No conozco en absoluto los detalles. No tengo cabeza para las finanzas, pero a la luz de las ganancias que había conseguido en estas operaciones, las cuentas son inexplicables. Según el contable, claro.

– Ya veo. ¿Podría decirme qué más ha podido averiguar?

– ¿No es eso suficiente? Me he enterado de que existe una persona del mundo de las finanzas que cree que hay algo sospechoso en la muerte de mi padre. ¿Qué más quiere?

– Nada -le dije-, que me anime a investigar este asunto con mayor profundidad.

Dije esto antes de darme cuenta de que era cierto. Ahora, sentado frente a Balfour, sorbiendo su mal vino, me di cuenta del rumbo que estaba tomando. Sin duda tendría que saber más acerca de los negocios de mi propio padre, y para hacerlo tendría que hablar con mi tío. Después de años de vagar por ahí, el mequetrefe de Balfour iba a ser el hombre que me mandara a casa.

Apartando esta idea de mi mente, seguí con Balfour.

– Me temo que voy a necesitar mucho más si quiero desvelar algo que pueda ayudarle a recuperar su fortuna. Su madre vive aún, ¿no es cierto? Si no recuerdo mal, usted la mencionó la última vez que hablamos.

Balfour se ruborizó, inexplicablemente, según me pareció a mí.

– ¡Caramba, señor! Hace usted unas preguntas imperdonablemente impertinentes. ¿Qué más le da a usted mi madre?

– Sospecho que su madre pueda saber algo que nos sea útil. De verdad que no comprendo por qué tiene usted que ponerlo todo más difícil. ¿Quiere usted que le ayude o no?

– Desde luego que quiero… sus servicios. Por eso le pago. Aunque no le da licencia para ponerse a hacerme preguntas sobre mi madre, que estaría absolutamente horrorizada si supiera que existen siquiera hombres como usted y, lo que es peor, que hablan sobre ella. Mi madre, señor, no sabe nada de estos asuntos. No hay razón para hablar con ella.

– ¿Tenía su padre otros familiares, un hermano, quizá, o un tío, con quien anduviese en negocios?

Balfour siguió suspirando con exasperación, pero respondió a la pregunta.

– No. Nadie.

– ¿Y no se le ocurre nada más que pueda serme útil? ¿Algo que me ayude a saber por dónde empezar con mis averiguaciones?

– ¿Acaso no se lo diría si se me ocurriese algo? Me está volviendo loco con sus preguntas interminables.

– Muy bien. Entonces no tiene más que darme el nombre del contable de su padre y decirme dónde puedo encontrarle.

La mandíbula de Balfour se aflojó. Sabía algo que se negaba a contarme. No, sabía muchas cosas que se negaba a contarme. Y sospecho que él sabía que yo estaba viendo lo que había detrás de la fachada del orgullo familiar y que había detectado su armadura de bravuconería. Pero no se arredró.

– Ya le he dicho lo que sabe -dijo Balfour rígidamente-. No necesita usted hablar con él.

– Señor Balfour, se está usted poniendo obstinado. ¿Dónde puedo encontrar a este contable?

– No puede encontrarlo. Verá, está empleado ahora por mi madre, y mi madre y yo, ya que insiste usted en saberlo todo, no tenemos la mejor de las relaciones. A ella no le agradaría verme entrometido en sus asuntos.

– Pero sin duda ella tiene mucho que ganar con esta investigación.

– No, no tiene nada que ganar. Mi madre tenía una asignación independiente. No iba a heredar nada de la fortuna de mi padre, y su muerte no le ha afectado en absoluto, excepto para librarla de un matrimonio que estaba ya roto en todos los aspectos menos el legal. Ella y yo nos llevamos mal desde hace mucho tiempo, puesto que en las disputas entre mis padres, yo me ponía del lado de él. Ahora quiero organizar una… reconciliación entre nosotros, y no estoy dispuesto a enemistarme con ella por investigar este asunto. Yo manejé a este contable para que no se diera cuenta de la naturaleza de mis preguntas. No creo que pueda usted hacer lo mismo.

– Le aseguro que sí puedo. Deme su nombre, señor. Por mi parte le prometo que no me acercaré a él mientras esté en casa de su madre.

Balfour arrugó el rostro como para lanzar otra protesta, pero enseguida se lo pensó mejor.

– Bueno, muy bien. Se llama Reginald d'Arblay, y si de verdad necesita hablar con él lo encontrará, tarde o temprano, en el Jonathan's Coffeehouse, en la calle de la Bolsa. Quiere establecerse como corredor independiente, así que se pasa el día en un café de corredores, supongo que con la esperanza de que le circunciden. Y apuesto a que no será ése el único pellejo que le quiten.

Permanecí en silencio unos minutos, recapacitando sobre todo esto.

– Muy bien, señor -me puse en pie y me terminé el vino de un largo trago-. Cuando tenga algo de que informarle se lo haré saber.

– No se olvide de lo que le dije sobre visitarme aquí -me dijo-. No sé si será usted consciente de ello, pero yo tengo una reputación que mantener.


Me daba cuenta de que la madre de Balfour no me iba a servir de nada, pero me preguntaba por cuánto tiempo respetaría los deseos de Balfour de que evitase al contable de su padre, D'Arblay. No mucho, pero no quería hacerle una visita a un hombre así sin prepararme. Era ya hora, lo sabía, de hacer lo que debí haber hecho hacía años, lo que tan a menudo había deseado y temido simultáneamente. Este asunto me proporcionaba la excusa que llevaba tiempo necesitando, y el vino que había tomado me daba el coraje que duran te tanto tiempo me faltó. Así que me hallé caminando con brío hacia Wapping, donde mi tío Miguel tenía el almacén.

La última vez que había visto a mi tío fue en el funeral de mi padre, estando yo de pie, con una docena de hombres más, representando a la familia y a miembros del enclave de Dukes Place, mirando silenciosamente al vacío junto a la tumba abierta, con el abrigo protegiéndome muy poco del frío inesperado y del viento y del chispeo incesante de la lluvia. Mi tío, el único hermano de mi padre, no hizo, a su vez, gran cosa para lograr que me sintiera bienvenido a mi regreso. Me indicó que acusaba mi presencia sólo alguna vez, al levantar la vista del libro de rezos sobre el que se inclinaba para que no se mojase, para lanzarme miradas llenas de sospecha, como si, de tener la oportunidad, fuera a vaciarles los bolsillos a los demás asistentes y desaparecer en la niebla. No podía evitar preguntarme si no estaría mi tío dolido por no haber vuelto yo a casa hacía tres años, cuando la muerte de su hijo, mi primo Aaron. Por aquel entonces yo seguía ganándome la vida por los caminos, como se suele decir, y ni me enteré de la muerte de Aaron hasta muchos meses después. Con todo candor: no sé si hubiera vuelto aun habiéndome enterado antes; Aaron y yo no nos habíamos caído muy bien de chicos, porque él era débil, miedoso y falso, y he de admitir que yo no me resistía a abusar de él. Él siempre me odió por monstruo, y yo a él por cobarde. Al hacernos mayores me di cuenta de que había llegado el momento de ser más cuidadoso controlando mis tendencias más rudas, y me esforcé en arreglar nuestra amistad, pero Aaron se limitaba a alejarse de mí cuando me dirigía a él en privado, o se burlaba de mí por mis carencias intelectuales cuando hablábamos en público. Cuando supe que le habían enviado al Este para dedicarse al comercio en Levante me alegré de haberme librado de él. Podía, no obstante, sentir lástima por mi tío, que perdió a su único hijo cuando el buque mercante naufragó en una tormenta, y el océano se tragó a Aaron para siempre.

Si mi tío me trató a mí como a un intruso inevitable en el funeral de mi padre, confieso que hice bien poco para convencerle de que me viera de otra manera. Me fastidiaba tener que pasar tiempo con esa gente; sentía resentimiento hacia mi padre por haber muerto, ya que su muerte me colocaba a mí en una posición incómoda. No me sorprendía saber que mi padre hubiera legado su herencia a mi hermano mayor, José, y no me decepcionaba que lo hubiera decidido así, pero saber que todo el mundo en el funeral me creía resentido me indignaba. Miré a mi alrededor nerviosamente mientras los dolientes rezaban sumisos en hebreo o conversaban en portugués, lenguas ambas que yo fingía haber olvidado, aunque me alarmó comprobar cuánto, efectivamente, había olvidado; estos idiomas a menudo me sonaban como lenguas ajenas, familiares gracias a la exposición prolongada a ellas, pero no inteligibles.

Ahora, al dirigirme a visitar a mi tío, me sentí de nuevo como un intruso a quien se debía mirar con sospecha e inquietud. Todos mis esfuerzos por relajar mi ánimo -mis recordatorios a mí mismo de que iba a visitar a Miguel Lienzo por un asunto de negocios; de que yo, como iniciador de la conversación, conservaría el poder de darla por finalizada cuando me viniera en gana- no lograron hacerme olvidar lo poco que me agradaba esta visita.

Hacía años que no visitaba el almacén, desde jovencito, cuando hacía recados para la familia. Era un local bastante grande, cerca del río, que se usaba tanto para el vino portugués que mi tío importaba como para la lana británica que exportaba. Mantenía también un negocio menos legal de batista francesa y otros textiles, productos víctima de los embargos recíprocos con nuestros enemigos al otro lado del Canal; pues siempre ha existido una gran diferencia entre el odio a los franceses por razones políticas y el gusto por los productos franceses por razones de moda. Por mucho que los periódicos y los parlamentarios lanzasen invectivas sobre el peligro de la milicia francesa, las damas y los caballeros seguían exigiendo ropas francesas.

Cuando entré en el almacén de mi tío, me invadió el denso olor de la lana, que me produjo una sensación de humedad y estrechez en el pecho. Era un lugar inmenso de techos altísimos, repleto de actividad, ya que tuve la suerte de llegar durante la visita de un inspector de aduanas. Trabajadores fornidos llevaban cajas de un sitio a otro y las apilaban, las embalaban o las abrían según deseara el inspector. Los empleados corrían de acá para allá con libros de inventario, intentando llevar la cuenta de lo que se movía y hacia dónde iba.

Me puse tenso como un boxeador cuando vi a mi tío al otro lado de la estancia, con una barra de metal en la mano, abriendo cajones de embalaje para un sapo gordo, informe, con marcas de viruela, que se ganaba la vida descubriendo delitos y aceptando sobornos de los mismos delincuentes. Su expresión me demostraba que no había encontrado ninguna de las dos cosas. Mi tío siempre había sido un hombre cauto. Igual que mi padre, creía que no hacía falta gran cosa para que los judíos fuesen expulsados de Inglaterra como había ocurrido en tantos países, incluso en la propia Inglaterra hacía mucho tiempo. Obedecía las leyes, por lo tanto, siempre que podía, y las desobedecía con cuidado cuando no le era posible. Hacía falta algo más que un inspector corriente para localizar su contrabando.

Me quedé mirándole, admirando su porte y el respeto que despertaba. En el funeral de mi padre, el tío Miguel no me había parecido más viejo de lo que le recordaba. El pelo se le había empezado a tornar de color, su barba recortada estaba casi completamente encanecida y las arrugas de su rostro daban fe de sus casi cincuenta años, pero había aún juventud en su mirada y energía en sus movimientos. No se había paseado nunca por un ring, pero era un hombre ágil, de músculos elásticos, y se complacía en llevar ropas bien cortadas que realzaban su figura. No se atrevía con las modas francesas que importaba subrepticiamente, pero sus trajes estaban confeccionados con las mejores telas, estaban siempre inmaculadamente limpios, eran de color oscuro y recordaban el sobrio estilo del mundo de los negocios de Amsterdam, donde se había criado.

Mientras estaba allí de pie, un hombre de tez más bien oscura y de mediana edad se me acercó con obvia cautela. Pude ver que era judío, aunque bien afeitado y vestido, prácticamente como un comerciante inglés -botas, rudos pantalones y camisa de lino, un sobretodo de protección pero no decorativo-. No llevaba peluca, y su verdadero pelo, como el mío propio, estaba peinado hacia atrás para que pareciera que llevaba peluca con coleta. Mirando a este hombre, inglés de traje y maneras, pero judío de cara -al menos reconocible como judío por otros judíos-, me pregunté si sería así como me verían los ingleses que me rodeaban: vestido sin ostentación, bien aseado, y a pesar de todo ello, absolutamente extranjero.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -me preguntó este hombre con una sonrisa estudiada. Hizo una pausa y me miró de nuevo-. Dios santo. Que me aspen si no es Benjamin Lienzo.

Reconocí al hombre como Joseph Delgato, un antiguo ayudante de mi tío. Había estado empleado en el negocio de mi tío desde que yo era apenas un muchacho.

– No te reconocí al principio, Joseph.

Mi actitud era nerviosa y pasó un momento largo de incómodo silencio entre nosotros. Había muchas cosas que pensábamos los dos, pero creo que ambos llegamos por separado a la conclusión de que teníamos poco que decir. Le cogí la mano cálidamente.

– Tienes buen aspecto.

– Usted también. Me alegro de que haya venido a casa. Fue terrible lo de su padre, señor. Muy terrible.

– Sí. Gracias.

Me pregunté si pensaría que me había reconciliado con mi familia desde el funeral. Parecía confuso, pero supuse que simplemente se consideraba excluido de los asuntos privados de la familia.

– El señor Lienzo terminará enseguida. El inspector se ha cansado de intentar pillar a su tío infringiendo la ley, así que ahora se conforma con fingir una inspección, para continuar, naturalmente, con la educada aceptación de un soborno.

– ¿Por qué hay que sobornarle si no ha encontrado ninguna infracción?

Joseph sonrió.

– Se disimula y se esquiva tanto en el mundo del comercio como en el mundo del boxeo -me explicó, satisfecho por haberme honrado con una referencia pugilística-. Si no le ofreciésemos una muestra de nuestro respeto, digamos, se inventaría sin duda alguna infracción, y eso nos resultaría mucho más problemático y costoso que un simple soborno. Ya que entonces tendríamos que implicar a abogados, jueces y parlamentarios y al Consejo municipal, y a toda clase de cuerpos que se le puedan ocurrir. Es prudente pagarle. De este modo se convierte en nuestro empleado en lugar de en nuestro perseguidor.

Asentí y observé a mi tío entregarle al inspector un pequeño monedero. El inspector hizo una reverencia y se marchó con un gesto de satisfacción. Y ya podía estar satisfecho. Mi tío, según supe más tarde, le había dado veinte libras, mucho más de lo que hubiera recibido de un comerciante nativo en el mismo negocio que mi tío -al menos uno a quien no hubiesen pillado con contrabando-. El miedo a que les denunciasen hacía que los judíos les resultaran útiles a los hombres como aquél.

Cuando terminó con el inspector, mi tío se giró en mi dirección y me reconoció con lo que interpreté como agradable sorpresa, como si visitar su almacén fuera algo con lo que me entretenía regularmente. Vino andando hacia mí y me estrechó la mano con calidez, igual que haría con un amigo con quien tuviese una relación normal.

– Tío -dije simplemente, ya que deseaba que este encuentro fuese sólo de trabajo.

Mi tío no era hombre que se sorprendiese fácilmente, de modo que consideré casi una hazaña que elevase una ceja al dirigirse a mí.

– Benjamin -me dijo, asintiendo, recobrando rápidamente la compostura.

Era más bien un gesto de satisfacción, como si le hubiese dado la razón al presentarme ante él. Vi que quería medirme, determinar qué estaba haciendo allí antes de decidir cómo reaccionar ante mi presencia. Sonreí ligeramente, esperando que se sintiera cómodo, pero su expresión no cambió en absoluto.

– Si me presento en mal momento, puedo venir en otra ocasión.

– Creo que no hay un momento peor que otro para un encuentro como éste -me respondió después de un momento-. Vayamos a mi despacho, donde podremos hablar en privado.

Mi tío me condujo a una habitación cómoda con una imponente mesa de roble y unas cuantas sillas duras de madera, suavizadas con cojines sobre los asientos. Había unos estantes llenos, no de poesía, u obras de la antigüedad, o libros religiosos, sino de libros mayores, atlas, guías de precios e inventarios. Éste era el cuarto desde donde mi tío manejaba gran parte de su negocio oficial, un negocio que le había ido bien desde que mi padre y él llegaran al país unos treinta años atrás.

Después de pedirle a un sirviente que nos preparase té, se sentó detrás de su mesa.

– No puedo menos de suponer que no vienes por sentimientos familiares, y que hay una crisis que te ha traído hasta aquí. No importa, supongo. Tu padre me dijo una vez que si volvías, por la razón que fuese, te escucharía y juzgaría tus palabras con cuidado y equidad.

Los dos nos quedamos en silencio. Mi padre nunca me había dicho a mí nada semejante. Obviamente yo nunca le había dado ocasión, pero aquello no sonaba como el padre que yo recordaba, el hombre que siempre me exigía que le explicase por qué yo no era ni tan estudioso, ni tan trabajador, ni tan listo como mi hermano José. Recordé una vez cuando tenía once años que había corrido a casa, temblando de la emoción, con las medias rotas y la cara cubierta de barro. Era domingo -día de mercado para los judíos de Petticoat Lane- y mi padre vigilaba por el rabillo del ojo a los criados mientras guardaban los productos que habían comprado, porque quería que todos los criados de la casa supieran que, en cualquier momento, podían ser objeto de su escrutinio. Corrí hasta la cocina de la casa que alquilábamos en Cree Church Lane, y por poco me choco con mi padre, que detuvo mi carrera colocándome una mano en cada hombro. Pero no se trataba de un gesto amable; me miró desde arriba con la expresión más estricta. Por aquel entonces yo estaba empezando a darme cuenta de que tenía un aspecto cómico bajo su enorme y absurda peluca blanquísima, que no hacía sino llamar la atención sobre la barba negra que empezaba a crecerle a las tres horas de haber visitado al barbero.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó.

Se me ocurrió, con cierto grado de indignación, que como traía un aspecto algo desastrado podía preguntarme si me había hecho daño, pero el orgullo tapó la indignación al recordar la victoria que aún tenía fresca en la mente.

Había estado paseando de puesto en puesto por el mercado abarrotado, ya que el domingo era el gran día de compras para la comunidad judía, y los mejores mercaderes salían a la calle anunciando a gritos alimentos, telas y toda suerte de productos. El aire se espesaba con los olores de las carnes asadas, de los bollos recién horneados y del hedor de Londres que volaba en dirección este hasta nuestro barrio. No necesitaba ninguna cosa en particular del mercado, pero tenía unos cuantos peniques en el bolsillo, y además una mano rápida, y no buscaba más que la oportunidad de gastarme la moneda o de agarrar algo sabroso y desaparecer en la multitud.

Le había echado el ojo a unas gelatinas que estaban muy hacia dentro del puesto como para afanármelas, y aún no había decidido si tenían un aspecto lo suficientemente delicioso como para que me deshiciese de mi preciado dinero. Estaba casi decidido a comprarme una docena de aquellos dulces cuando oí los estridentes gritos de unos chicos que se abrían paso a empellones entre la multitud. Ya había visto a más como ellos en otras ocasiones -pequeños rufianes a quienes les gustaba empujar a los judíos porque sabían que los judíos no se atreverían a empujarles a ellos-. No formaban una pandilla malvada estos chicos de unos trece años, por su aspecto hijos de tenderos o comerciantes -no se deleitaban torturando a sus víctimas, sólo provocando alboroto y escapando del castigo-. Iban causando destrozos entre la gente, tirando a un hombre acá, volcando una mesa llena de cosas allá. Estas travesuras me llenaban de ira, no por la acción en sí, ya que yo había sido culpable de cosas bastante peores en mis tiempos, sino porque nadie se atrevía a darles a estos chicos la paliza que se merecían y, aunque no hubiera sido capaz de expresar el pensamiento en ese momento, también porque me hacían desear ser inglés y dejar de ser judío.

Se iban acercando hacia donde yo estaba, y les miré fijamente, esperando captar su atención mientras todo el mundo a mi alrededor seguía con sus compras, ignorando a los muchachos a ver si así desaparecían. Cada vez estaban más cerca, gritaban y reían, robaban dulces de los puestos y retaban a todos a que les detuviesen. Se encontraban a unos quince pies de mí cuando, al retirarse de un puesto donde había tirado un montón de candelabros de peltre, el más alto de los chicos chocó con fuerza contra la señora Cantas, vecina y madre de un amigo mío. Esta señora, una mujer gruesa de pasada la mediana edad, con los brazos llenos de coles y zanahorias, se cayó y las legumbres se desparramaron por el suelo como dados. El chico rubio que había chocado contra ella se volvió deprisa, ya en plena carcajada, pero se detuvo algo avergonzado cuando vio el espectáculo ante sí. Puede que fuera un alborotador, pero aún no había llegado al grado de malicia que le permitiera atacar a una mujer sin sentir remordimiento. Hizo una brevísima pausa; una especie de arrepentimiento le nublaba las facciones, que, sucias como estaban, revelaban aún una base de color blanco lechoso.

Quizá hubiera pedido disculpas; quizá incluso hubiera pedido a sus compañeros que le ayudasen a recoger las compras desparramadas, pero la señora Cantas, con la cara roja de ira, dejó escapar una ristra de los más insultantes epítetos que he oído salir de la boca de una mujer, a excepción de la más barriobajera de las fulanas. Elaboró estos insultos en nuestro dialecto portugués, de modo que el chico y sus compinches se limitaron a mirarla atónitos, sin saber cómo responder mientras su víctima les gritaba en lo que a ellos les parecía un incomprensible trabalenguas. Yo, por mi parte, alabé en silencio a la señora Cantas por tener al menos el coraje de darles su opinión, aunque fuera en un idioma que estos individuos no pudiesen entender. Y su opinión era de lo más colorida, y escuché vagamente divertido cómo le llamaba «hijo de perra de una puta coja con viruela, enano apestoso que necesita empujar a las mujeres porque su masculinidad sin circuncidar podría confundirse con las partes arrugadas de una mona».

Sin querer me eché a reír, y vi que no era el único. A mi alrededor los hombres, y también las mujeres, se habían parado y se reían del susto que les había dado la hipérbole airada de esta mujer. La cara lechosa del niño rubio se había puesto colorada de rabia y humillación, porque estaba rodeado de una multitud de judíos que se reían de un insulto que ni siquiera había entendido.

– Te maldigo por perra -le gritó a la señora Cantas, con la voz temblorosa de un niño agitado que quiere que le tomen por un hombre- y escupo sobre tu maldición de gitana -culminó, escupiéndole, efectivamente, y en plena cara.

Me avergüenza decir que nadie más que yo se movió para darle a aquel sinvergüenza su merecido, pero la multitud seguía mirando anonadada, y la señora Cantas, que había sacado fuerzas de sus insultos, ahora me pareció que estaba al borde de las lágrimas. Por mi parte, a mí me habían criado para mostrar mucha más deferencia hacia las mujeres, y por la razón que fuera, esta lección me había llegado al alma, mientras que había despreciado muchas otras; quizá porque mi propia madre había muerto siendo yo apenas un chiquillo, así que las madres de los demás ocupaban un lugar especial en mi corazón.

Ni siquiera hoy puedo explicar mis razonamientos, sólo describir mis acciones: le pegué. Fue un puñetazo torpe, mal planeado. Apreté la mano en un puño, la levanté sobre la cabeza y le pegué hacia abajo, dándole en la cara como con un martillo. El chico se cayó al suelo, sólo un instante, y luego se puso en pie y se fue corriendo, con sus amigos pisándole los talones.

Esperaba que la multitud me vitoreara, que la señora Cantas me proclamase como su salvador, pero me di cuenta de que no había causado más que embarazo y confusión. Mis acciones no habían sido las de un protector, sino las de un alborotador. La señora Cantas se puso de pie nerviosa, pero evitó mi mirada. A mi alrededor no veía más que las espaldas de gente a la que conocía de toda la vida -tenderos que regresaban a sus puestos, sus clientes que se apresuraban a marcharse-. Todos intentaban olvidar lo que habían visto y esperaban que su olvido hiciera que los demás también se olvidasen y que mi violencia no nos trajese la Inquisición también a Inglaterra.

Sin embargo, yo no pensaba dejar que me saboteasen la alegría tan fácilmente. Corrí hacia casa, esperando que alguien allí oyese la historia y me alabase como yo creía que me merecía. Como mi padre fue la primera persona a la que vi, él fue el primero en oír la historia, aunque la versión que le di demostraba cierta falta de imaginación narrativa.

– Estaba en el mercado -le dije sin aliento- y un chico malo y feo le ha escupido a la señora Cantas. Así que le he dado una paliza -proclamé. Me zafé de las manos de mi padre y agité el puño para ilustrar lo que había hecho-. ¡Le he tirado al suelo de un solo golpe!

Mi padre me dio un bofetón.

No tenía por costumbre pegarme, aunque reconozco totalmente que yo era el tipo de crío al que habría que haberle pegado de vez en cuando. Éste era el tortazo más fuerte que me había dado nunca: de hecho era, en aquel momento, el tortazo más doloroso que nadie me había dado nunca; me dio con el dorso de la mano, casi con el puño, intentando, creo yo, darme en el hueso con el anillo gordo que llevaba en el dedo anular. El golpe era inesperado, había saltado como una serpiente, y la fuerza me reverberó en la mandíbula y me bajó por la espina dorsal, hasta que sentí los miembros flojos y temblones.

Supongo que tuvo miedo; mi padre odiaba los problemas y odiaba cualquier cosa que pudiera llamar la atención sobre nuestra comunidad de Dukes Place. A veces, con la esperanza de convertirme en un hombre, o más bien en el tipo de hombre que a él le gustaba, me invitaba a sentarme con él y con sus invitados alrededor de una botella después de cenar; ahí él siempre hablaba de permanecer invisibles, de evitar los problemas, de no enfadar a nadie. Este tortazo que me había dado, yo sabía a qué venía. Mi padre veía designios en todo, para él todo estaba interrelacionado: una acción siempre generaba cientos de otras. Temía que yo adquiriese la costumbre de pegar a los niños cristianos. Temía que mi imprudencia trajese una plaga de odio sobre los judíos. Temía que se acumulase una nube a partir de mi violencia contra este único niño: una nube que traería consigo la persecución, el tormento, la destrucción.

Su expresión no varió un ápice. Estaba allí de pie, con las facciones convertidas en una máscara de inquietud y de miedo, y de decepción quizás, porque yo no me hubiese caído al suelo. Fijó los ojos con sospecha en la marca roja que me había dejado en la cara, como si de algún modo yo hubiera falsificado las pruebas de su violencia.

– Así es como se siente uno cuando le pegan -me dijo-. Es una sensación que harías bien en evitar.

Mi orgullo me había abandonado, pero la indignación permanecía -y recuerdo que pensé: «Pues no es tan terrible».

Fue un momento que creo me hizo anticipar mi carrera en el ring, porque la verdad es que había algo más que la sensación de que aquello no era tan malo, una extraña especie de placer. Era el placer del aguante, de saber que había sido capaz de soportar el dolor sin caerme, sin moverme siquiera, sin llorar. Era el placer de saber que podría resistir otro golpe, y otro más después de aquél; quizá los suficientes como para agotar a mi padre hasta el punto de que no fuese capaz de pegarme otra vez. Fue ese día cuando empecé a ver a mi padre como a un hombre débil.

Pero mi tío era un tipo de hombre distinto: su negocio de contrabando le había enseñado más sutileza de la que nunca aprendió mi padre. A mi padre le aconsejaba paciencia; siempre defendió la idea de que yo tenía que buscar mi propio camino, que mi padre no debía exigirme que yo fuera como mi hermano. Sentado en el almacén de mi tío, pensé que le debía algo por la comprensión que siempre había reclamado para mí, aunque el pozo de la comprensión ya se hubiese secado.

Pareció que pasaba un cuarto de hora mientras permanecíamos ahí sentados, sin decir palabra, pero supongo que no serían más de unos segundos. Por fin mi tío habló, en un tono de voz más suave, con la esperanza, quizá, de ahorrarme el azoramiento.

– ¿Necesitas dinero?

– No, tío -estaba ansioso por quitarle de la cabeza la idea de que había venido a mendigar-. Vengo a verle por un asunto que concierne a la familia. Me dijo una vez que creía que mi padre había sido asesinado. Quiero saber por qué piensa eso.

Había captado su atención. Ya no se estaba controlando, para encontrar la actitud correcta con la que enfrentarse al regreso del sobrino pródigo. Ahora me miraba fijamente, intentando descubrir por qué le venía a hacer esta pregunta.

– ¿Te has enterado de algo, Benjamin?

– No, nada de eso.

Dejando a un lado los detalles superficiales, le conté la historia de Balfour y sus sospechas.

Sacudió la cabeza.

– Tu tío te dice que han asesinado a tu padre, y tú no le haces caso. ¿Y ahora un perfecto desconocido te dice lo mismo y entonces sí que te lo crees? -en su agitación, el acento portugués de mi tío se volvía más pronunciado.

– Por favor, tío. He venido en busca de información para descubrir si mi padre fue asesinado. ¿Qué importa el porqué?

– Por supuesto que importa. Ésta es tu familia. No te he visto desde el funeral de Samuel, y antes de eso hacía diez años que no te veía.

Suspiré y me dispuse a hablar, pero mi tío vio que me estaba poniendo impaciente y ansioso, y se interrumpió.

– Pero -me dijo- eso es el pasado y esto es el presente. Y que quieras hacer algo bueno por tu familia es lo único que importa. Así que, sí, Benjamin, sospecho que tu padre fue asesinado. Le dije lo mismo al alguacil, y también al juez. Escribí además numerosas cartas a hombres que conozco en el Parlamento, hombres que, debo añadir, me deben dinero. Todos dicen lo mismo: que el hombre que mató a tu padre es un desalmado, pero no hay ley que castigue una muerte accidental, incluso si llegamos a probar que el accidente fue debido al descuido o a la ebriedad. La muerte de Samuel para ellos es una desgracia desafortunada. Y yo, por pensar otra cosa, soy un judío susceptible.

– ¿Qué es lo que le hace pensar que fue asesinado?

– No estoy seguro de que fuera asesinado, sólo tengo sospechas. Samuel era un hombre que hacía muchos enemigos simplemente por su oficio. Compraba y vendía acciones, y había tanta gente que perdía dinero con él como gente que lo ganaba. No tengo que decirte lo mucho que los ingleses odian a los corredores. Dependen de ellos para hacer dinero, pero les odian. ¿Es mera coincidencia que alguien le atropelle en la calle? ¿Y que ese Balfour, con quien andaba en negocios, muriese de la forma en que murió? Quizá, pero a mí me gustaría saberlo con certeza.

Vacilé antes de hacer mi próxima pregunta.

– ¿Qué dice José de todo esto?

– Si quieres saber lo que tu hermano tiene que decir -me contestó mi tío airadamente-, quizá debas escribirle. Ya sabes que vino a Londres poco después del funeral de Samuel: lo dejó todo y se embarcó hacia Inglaterra en cuanto lo supo. Tú sabías que lo haría, y no hiciste nada por encontrarte con él.

– Tío… -comencé. Quería decirle que José tampoco había hecho nada por encontrarse conmigo, pero las palabras me sonaron a niñería, además de ser poco sinceras, puesto que ya me había preocupado yo de no estar en casa cuando él vino a la ciudad, de modo que si hubiera venido a visitarme le hubiera evitado.

– ¿Por qué te escondes de tu propia familia, Benjamin? Lo que pasó entre tú y Samuel pasó hace mucho tiempo. De haberle dado la oportunidad, él te habría perdonado.

Yo no terminaba de creerme aquello, pero no dije nada.

– Esta distancia que has establecido no tiene base, nace de la nada. Ahora tu padre ha muerto y nunca podrás reconciliarte con él, pero no es demasiado tarde para reconciliarte con tu familia y con tu propia gente.

Pensé acerca de esto durante un tiempo, no sé cuánto. Quizá mi padre sí hubiese cambiado desde la última vez que le vi. Quizá el tirano frío que yo recordaba era tanto producto de mi imaginación como de mi experiencia. No era capaz de determinarlo, pero las palabras de mi tío me aguijonearon la conciencia; me hicieron sentir como un maldito irresponsable que había hecho desgraciada a su familia. Durante todos aquellos años siempre pensé que el que había sufrido era yo. Yo decidí apartarme de la fortuna y de la influencia. Ahora empezaba a entender cómo veía mi tío el exilio que me había impuesto a mí mismo: para él mi ausencia carecía de sentido y era egoísta, y había herido a mi familia más de lo que ella me había herido nunca a mí.

– Eres mucho mayor ahora, ¿no? Quizá te arrepientas de algunas de las cosas que hiciste en tu juventud. Ahora te has convertido en un hombre respetable. Incluso me recuerdas un poco a mi propio hijo, Aaron.

No dije nada, porque no quería insultar a mi tío ni hablar mal de los muertos, pero esperaba con todas mis fuerzas no parecerme en nada a mi primo.

– Necesito saber el nombre del cochero que atropello a mi padre -le dije, volviendo al tema que nos ocupaba-. Y quisiera saber si conoce a alguien en particular que fuera enemigo de mi padre. Quizás alguien que le hubiera amenazado. ¿Hará eso por mí?

– Lo haré, Benjamin. En parte lo haré por ti.

– ¿Hay algo más que le llamase entonces la atención? ¿Algo que permita relacionar la muerte de mi padre con la de Balfour? El hijo de Balfour piensa que puede existir alguna conexión con los negocios de la calle de la Bolsa, pero estos temas financieros se escapan a mi entendimiento.

El tío Miguel miró a su alrededor.

– Éste no es lugar para hablar de cosas de familia. No es lugar para hablar de los muertos, y no es lugar para ordenar unos asuntos de naturaleza tan privada. Ven a mi casa esta noche a cenar. Ven a las cinco y media. Cenarás con tu familia y después hablaremos.

– Tío, quizá no sea ésa la mejor manera.

Se inclinó hacia delante.

– Es la única manera -me dijo-. Si quieres que te ayude, ven a cenar a casa.

– ¿Se arriesgará a que el asesino de su hermano escape a la justicia si me niego?

– No hay riesgo alguno -dijo-. Te he dicho lo que tienes que hacer, y lo harás. Las protestas sólo te hacen perder el tiempo. Te veré a las cinco y media.

Dejé el almacén asombrado por lo que había ocurrido. Iba a cenar con mi familia, y contemplaba la perspectiva de esa noche con una sana dosis de temor.

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