Veintinueve

Miriam no podía estar más satisfecha con su premio, pero yo tenía dificultades para compartir su alegría. Dejé que me agradeciera la ayuda que le había prestado, le conseguí una calesa y luego me retiré a una taberna a pensar en la situación. Si algo había aprendido desde el comienzo de mi investigación, era que estos hombres estaban instruidos en el arte del engaño, pero ahora me encontraba tan profundamente inmerso en sus fantasmagorías que ya no podía estar seguro de lo que era real y lo que no eran más que meras ficciones. ¿Los hombres de la Compañía de los Mares del Sur estaban mintiéndome audazmente a la cara para ocultar sus crímenes, o estaba siendo víctima de las maquinaciones de Bloathwait para destruir a una compañía rival? Y si Bloathwait había estado dispuesto a engañarme con objeto de colaborar en la ruina de la Mares del Sur, ¿era posible entonces que hubiera estado dispuesto también a matar a mi padre, a Balfour, y a Christopher Hodge? Con millones de libras en liza para la compañía que suscribiese los préstamos del Estado, ¿resultaba impensable que el Banco de Inglaterra cometiera estos crímenes para lograr esos beneficios? Yo había creído eso mismo con respecto a la Compañía de los Mares del Sur. Y si mi enemigo era el Banco y no la Compañía, ¿entonces había sido desde el principio errónea mi búsqueda de Rochester?

Intenté despejar estas dudas metiéndome otra vez de lleno en la investigación. Volví al Kent's para averiguar si alguien más había venido en respuesta a mi anuncio y allí me dieron dos nombres y direcciones. Ninguno de los dos me resultó útil: eran meros parásitos que intentaban extorsionarme fingiendo que tenían información que no poseían. Después de abandonar la segunda casa, me concentré en decidir cuál sería mi siguiente paso. No podía simplemente volver a casa de mi tío; no podía estarme quieto. Me metí en la taberna más próxima y bebí tan rápido como los pensamientos cruzaban mi mente.

Tenía que encontrar a Rochester, o encontrar aquello que se llamaba a sí mismo Rochester. Sólo sabía de dos personas que a mi parecer podrían señalarme la dirección en la que se hallaba esta persona o personas, y de Jonathan Wild no me fiaba, así que obligaría a la otra a decirme cuanto supiese. Sin preocuparme por terminarme la cerveza, me puse en pie y me marché a Newgate una vez más para entrevistar a Kate Cole.

No podía ofrecerle nada para hacer que me ayudase, y me ruborizo al admitir que no deseché del todo el uso de la violencia para convencer a Kate de que cooperase. Quizá la idea no estuviese del todo formada en mi mente, pero creía que no iba a abandonar su celda hasta que me contase cuanto supiera de Martin Rochester.

Al llegar a Newgate, me abrí paso con decisión hasta la celda de Kate y llamé a la puerta con saña. Nada, ninguna de sus evasivas iba a impedir que me enterase de lo que deseaba saber.

Cuando la puerta se abrió, me hallé frente a un individuo rechoncho con los ojos pequeños y rasgados y una boca muy manchada de vino. Por un momento sentí cierta vergüenza por irrumpir de forma tan maleducada en la habitación de Kate cuando tenía un invitado, pero éste no era momento de cortesías. No hice caso al sujeto y empujé la puerta con fuerza, que se abrió para descubrir, no a Kate, vadeando como una puerca en su propia podredumbre, sino a una mujer tan rechoncha como el hombre y un par de niños gorditos, todos reunidos en torno a una pequeña mesa, tomando su comida vespertina.

Mi bochorno regresó. No había duda de que esta celda era la de Kate.

– ¿Dónde está la mujer que residía aquí? -pregunté, con cierto tono conciliador apoderándose de mi voz.

– Ni idea -repuso el hombre, y observando que mi trabajo había terminado, cerró la puerta dando un portazo.

No era momento aún para la sesión del Old Bailey, de modo que no podían haberla llevado al juicio. ¿Habría vendido su cuarto por más dinero en efectivo?

– ¿Dónde está Kate Cole? -interrogué al primer carcelero que pude encontrar-. Tengo que verla.

– Pues me temo que no va a poder ser -respondió el carcelero-, o incluso si pudiese, ella no lo iba a ver a usted. Estando muerta lo veo difícil.

– Muerta -balbuceé. Me sentía, no sé, desmayado quizá. Sentí que la muerte estaba por todas partes. Que mis enemigos sabían todo lo que yo sabía, que anticipaban mis planes antes incluso de que se me ocurrieran a mí-. ¿De qué ha muerto?

– Colgada por el cuello.

– Pero si aún no ha tenido lugar el juicio -razoné.

– Usted no entiende nada, ¿eh? Se colgó ella misma dentro de su bonita celda.

– ¿Un suicidio? -me parecía inconcebible que alguien como Kate fuera capaz de la desesperación requerida para siquiera plantearse el suicidio. E incluso si lo fuera, ¿no esperaría los resultados del juicio antes de abandonar toda esperanza?-. ¿Está seguro de que fue un suicidio?

– Eso dijo el forense que era.

Mi mente empezó a formular frenéticamente las preguntas que me llevarían a saber quién había hecho esto.

– ¿Y tuvo algún visitante antes de su muerte?

– No que yo sepa.

– ¿Hay alguien más que pueda saberlo? -inquirí-. ¿Otro carcelero a lo mejor?

– No que yo sepa.

Le puse un chelín en la mano.

– ¿Ahora lo sabe?

– No -respondió-, pero gracias por su generosidad.


Ahora había cuatro asesinatos. Kate Cole no se había colgado sola; si había de pensar sobre lo probable, lo único creíble era que Kate Cole le habría escupido en el ojo al verdugo antes que quitarse la vida. No, Kate había sido atrapada en la misma tela de araña que había atrapado a mi padre, a Michael Balfour, y a Christopher Hodge, el librero. Ahora comprendía más claramente que nunca que Elias tenía razón. El mundo de las nuevas finanzas había producido un poder imparable de proporciones que ni siquiera podía entender. Había estado buscando a un hombre, o quizá a una camarilla de hombres, que estaban sentados en algún sitio maquinando maldades, ejecutándolas, quizá con escalofriante crueldad. Ahora ya no creía que un hombre o incluso un grupo de hombres fuera responsable. Había demasiadas conexiones, demasiados caminos de vileza. Demasiados hombres tenían demasiado poder e información, pero no podía obligar a ninguno a responder de sus crímenes porque se ocultaban detrás de interminables laberintos de engaños y de ficciones. Era, como había dejado escrito mi padre, una conspiración de papel lo que permitía a estos hombres prosperar. Inscribían sus ficciones en billetes bancarios, que el mundo leía y creía.

Tenía el estómago vacío, y me sentía bastante mareado, así que me detuve en una taberna a tomar un refrigerio. Cuando me senté, sin embargo, no me hallé con ganas de comer nada, de modo que pedí una jarra de cerveza fuerte. Y luego a lo mejor me pedí otra. Supongo que para cuando me había bebido la cuarta, con el estómago vacío, había pasado de sentirme desalentado a sentirme taciturno. Ahora me concentraba en la tristeza de no tener diez años menos, de haber provocado la muerte de Kate Cole, de haber disparado a Jemmy, de haberle dado la espalda a mi familia. En semejante estado de ánimo regresé por fin a casa de mi tío en Broad Court. Me acomodé en la oscuridad de la sala, convenientemente cerca de una botella de madeira, de la que me fui sirviendo mientras intentaba comprender de nuevo todo lo que había visto.

Estuve sentado en la penumbra no sé cuánto tiempo, pero el sonido de alguien bajando las escaleras acabó con mi duermevela. Llevaba demasiado tiempo en el negocio y del lado peligroso de la ley como para no reconocer el ruido que hace alguien que camina con la esperanza de no hacer ningún ruido, de manera que dejé el vaso sobre la mesa y me puse en pie despacio. Una vez que hube llegado al umbral de la puerta, que me ofrecía una buena perspectiva del descansillo, vi a Miriam deslizándose escaleras abajo. Llevaba un abrigo sobre el vestido, y se había levantado los faldones por encima de los tobillos para poder dar cada paso en silencio y con cuidado.

Me escondí hasta que pasó la sala y llegó a la puerta principal, que abrió sin ruido y con habilidad -sólo pude asumir que no le faltaba práctica- antes de salir al patio.

Aguardé sólo un momento antes de seguirla, y vi que entraba en una calesa que estaba estacionada a unas pocas yardas de la entrada de casa de mi tío.

La calesa empezó a avanzar calle abajo, y yo salí corriendo como pude tras ella con la pierna lesionada y, como había hecho aquella otra vez cuando seguí a Deloney, salté a la parte trasera. Bajo la cubierta de la oscuridad londinense, apenas hacía falta que pagase al cochero por el viaje, así que me agaché para que no me viera, y me agarré fuerte mientras el coche cabalgaba en dirección a Spitalfields. Esperaba que no fuese un trayecto muy largo, porque no tenía la protección de un abrigo, y me enfrié rápidamente.

La calesa pronto se detuvo en Princes Street, y Miriam entró muy deprisa en una taberna. Al menos, observé con cierto alivio, tenía el aspecto de ser un lugar respetable, pero aun así apenas pude controlar mi preocupación. Aguardé un momento, me froté las manos para calentármelas y entonces entré, manteniéndome cerca de la puerta por si acaso Miriam todavía podía verme. No podía. Era un sitio acogedor con una chimenea cálida y una colección de artesanos de clase media, y algunas damas también, esparcidas por las mesas. No vi ni rastro de Miriam, así que me acerqué al tabernero, le di una moneda y me enteré de que había ido a visitar a un caballero en el segundo piso.

Subí las escaleras y encontré la habitación que el tabernero me había indicado. La puerta estaba cerrada, pero tampoco era de las más robustas, de modo que supe que aunque estuviera cerrada con llave me iba a costar poco esfuerzo entrar. Apreté la oreja contra la puerta y oí voces, pero no podía distinguir el tono en que hablaban. Se abrió otra puerta, y di un paso atrás intentando simular ser un tonto, pero creo que fue inútil representar semejante farsa, pues el caballero que salió por el pasillo me lanzó una mirada de lo más suspicaz al abrirse paso a mi lado para bajar las escaleras.

No podía soportar la idea de quedarme allí toda la noche, escondiéndome en los pasillos mientras los parroquianos me observaban con sospecha, así que planeé una estrategia. Es decir, que giré el pomo y, descubriendo que cedía a la presión, abrí la puerta.

Miriam y Deloney estaban de pie el uno frente al otro a poca distancia. No puedo decir lo feliz que me hizo ver que estaban los dos rojos de ira en lugar de, como yo había temido, enlazados en un abrazo de amantes. Ambos dejaron de hablar al entrar yo en la habitación y cerrar la puerta tras de mí.

– Weaver -me espetó Deloney-. ¿Qué ultraje es éste?

– ¿Qué está haciendo aquí? -balbuceó Miriam.

No podía soportar verla incómoda, pero menos aún podía soportar que cualquiera que fuera el conflicto que tenían pudiera resolverse, de manera que sembré unas amargas semillas para Deloney.

– Pero si me pidió que esperara un cuarto de hora antes de entrar, ¿no es cierto? -le pregunté a Miriam-. ¿Me he adelantado?

Miriam no sabía cómo responder a mi treta, pero no le hacía falta.

– ¿Qué quieres decir con esto? -le reclamó Deloney-. Te fías tan poco de mí que sentiste la necesidad de traer a este rufián. No voy a soportar esto.

– ¿No puede soportarlo?-me adelanté, y Miriam se apartó de mi camino. Vi enseguida que su ruptura con Deloney era total, porque no hizo nada por detenerme o templar mi acercamiento-. ¿Qué es lo que no puede soportar, Deloney? ¿La idea de haber engañado a esta mujer para quedarse con su dinero o la de haber estado haciendo negocios con un asesino?

– ¿Un asesino?-preguntó-. Será mejor que elija sus palabras con más cuidado, señor, o se enfrentará a mi ira.

– Si pudiera reunir a todos los caballeros de esta ciudad que estarían encantados de tener la oportunidad de enfrentarse a su ira, no cabrían ni en la ópera, señor. ¿Qué miedo puedo tenerle yo a una promesa tan hueca como la de su ira? No aceptaré ninguna evasiva. Debo conocer de inmediato la naturaleza de sus tratos con Martin Rochester.

– Nunca he oído hablar de nadie que se llame…

Apenas podía comprender cómo era capaz de mentir así, y la impertinencia de hacerlo, el modo en que me suponía tan fácil de engañar me llenó de indignación. Le agarré por el cuello de la chaqueta y le empujé con fuerza contra la pared. A mi espalda pude oír a Miriam empezar a protestar y luego reprimirse.

– Sé que ha tenido tratos con él. Y ahora me los va a contar.

Le solté y di un paso atrás, pero me mantuve lo suficientemente cerca para seguir amenazándole con mi persona. La proximidad, según he aprendido, es a menudo tan eficaz como la violencia.

– ¿Cómo conducía usted sus negocios con él?

– Nunca quiso reunirse conmigo, pero un día se puso en contacto conmigo por carta, diciendo que conocía mi interés en hacer dinero en la calle de la Bolsa.

– Sus falsos proyectos -dije.

– Los proyectos, sí. Me dijo que podía venderme acciones de la Mares del Sur con descuento. Sólo necesitaba organizar las ventas y enviarle el dinero, y él me procuraría las acciones.

– ¿Y a quién le vendió además de a Miriam?

Sacudió la cabeza.

– A nadie.

– ¿Y por qué ha estado usted buscándole? ¿Por qué siguió al mensajero cuando envié aquella nota para Rochester?

– Había comprado algunas acciones yo mismo. Entonces empecé a sospechar que algo iba mal. Al principio me motivaba el deseo de conseguir las acciones más baratas, pero luego empecé a preguntarme cómo había podido organizar el asunto. Cuando intenté ponerme en contacto con él, había desaparecido.

– Muy bien. Pues ahora va a llevarme a ver esas acciones.

Si pudiera hacerme con más acciones falsas, pensé, entonces tendría con qué presionar a la Compañía de los Mares del Sur. Pero enseguida me di cuenta de que no había esperanza alguna de adquirir acciones falsas de manos de Deloney.

– Existen determinadas circunstancias que van a hacer que eso me sea difícil.

Apretó los dientes como si la ineptitud de su mentira le causase dolor. ¿Pero por qué iba a mentir? ¿Porque no deseaba rendirme sus acciones? No, porque a estas alturas sabía que eran falsas. Había una sola respuesta dentro de los límites de lo probable.

– Nunca compró ninguna acción usted mismo -lo expresé como si fuera una afirmación.

Sacudió la cabeza, medio aliviado y medio avergonzado de que la verdad hubiera salido a la luz.

– No, nunca lo hice.

Miriam le miró fijamente, pero él se negaba a devolverle la mirada. Adiviné que le había mentido, le había contado que había invertido mucho para convencerla a ella de que hiciera lo mismo.

– Dice que no le vendió a nadie más que a Miriam -observé-. ¿Y cómo es eso? Si esta trama era tan lucrativa, ¿por qué no la explotó más?

– Me costaba encontrar compradores -respondió Deloney vacilante.

– Por supuesto -ahora lo entendía todo claramente. Yo no era el único hombre que pensaba en lo probable-. Sus falsos proyectos convirtieron su nombre en una burla para cualquiera que tuviera una cantidad sustanciosa que invertir. No encontró inversores, y sus esfuerzos baldíos sin duda lesionaban los intereses de Rochester, ya que la gente empezaría a hablar de las acciones con descuento como uno más de sus tontos proyectos. Una vez que Rochester supo de su reputación como embaucador en proyectos falsos, se dio cuenta de que una asociación con usted sólo podía dañar su estrategia, y cortó toda comunicación con usted.

El hecho de que Deloney no expresara su desacuerdo me indicó que había acertado.

– Usted sabía que las acciones eran falsas cuando se las vendió a Miriam, ¿no es cierto? -anuncié, probando mi teoría al decirla en voz alta-. Sabía que eran tan falsas como los estúpidos proyectos que fraguó en su propio escritorio. Miriam le dio seiscientas libras, aunque usted sabía que ella necesitaba ese dinero para establecerse por su cuenta.

Deloney intentó echarse hacia atrás, pero no tenía dónde ir.

– Podía haber vendido ella misma las acciones. El hecho de que fueran falsas no anulaba su valor.

Me incliné hacia él.

– Martin Rochester mató a mi padre, y ha matado a una mujer a quien yo intentaba proteger. Si sabe algo acerca de quién es o dónde puedo encontrarle, será mejor que me lo diga ahora. Si se guarda alguna información, le juro que me vengaré de usted con la misma falta de piedad con la que voy a vengarme de él.

– Le digo que no sé nada -estaba casi chillando-. Si supiera dónde encontrarle, ¿me pondría acaso a perseguir a mensajeros del Jonathan’s?

Era cierto que Deloney había estado desesperado por encontrar a Rochester y que tenía tan poca idea de dónde hacerlo como yo. No había nada más que conseguir de este hombre. Fue sólo el deseo de afirmar mi hombría ante Miriam lo que me llevó a humillarle una vez más. Di un paso atrás, saqué la espada, y le puse el filo en la garganta.

– Devuélvame las dos guineas que le presté de buena fe.

Vi enseguida que había abierto la boca para decir una mentira, pero se reprimió. Se llevó una mano temblorosa al bolsillo y sacó las monedas que, con gran dificultad, puso sobre la mesa.

Enfundé mi arma.

– Váyase. Y no deje que yo, ni nadie de mi familia, vuelva a verle nunca más.

Deloney ni se atrevió a mirar a Miriam y, como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina, caminó hacia la puerta, la abrió, y se marchó.

Cerré la puerta y me volví hacia Miriam. Se había sentado, y había hundido el rostro en las manos. Al principio pensé que lloraba, pero supongo que percibió mi mirada y levantó la cabeza. Su rostro mostraba confusión, ira, quizá incluso vergüenza, pero ni una sola lágrima.

Acerqué una silla junto a ella.

– ¿Por qué vino aquí esta noche? -le pregunté tan suavemente como pude.

– ¿Qué derecho tiene usted a preguntarme eso? -me espetó, pero enseguida decidió que su furia estaba mal dirigida. Suspiró y se acomodó en el asiento-. Quería saber la verdad. Quería saber lo mismo que usted: si me había engañado conscientemente, si estaba compinchado con Rochester. Supongo que no habría sabido la verdad de no haber llegado usted.

– Está en la naturaleza de un hombre como Deloney el mentir. No es nada más que engaño y avaricia estúpida.

Miriam, para mi contrariedad, comprendió el insulto que yo le dirigía, pero no se enfureció.

– Por favor comprenda, Benjamin, que cuando una persona está atrapada, cualquier vía de escape parece buena. Sé que fue una tontería por mi parte confiar en él, pero nuestra relación me complacía, me hacía sentirme libre. Tenía control sobre algo de mi vida.

– ¿Se habría sentido libre si hubiera plantado un hijo en su vientre? -le pregunté con intención.

Miriam sofocó una exclamación. Echó hacia atrás la cabeza.

– ¿Cómo se atreve a hacer semejante acusación?

– No la estoy acusando de nada, pero conozco las maneras de los hombres como Deloney.

– ¿Y las de las viudas como yo? -inquirió.

– Le pido disculpas -dije, aunque las palabras salieron de mi boca con la densidad del plomo-. No es asunto mío dictar su conducta. Pronto será su propia dueña, y será libre de tomar las decisiones que considere oportunas.

Ese pensamiento no me agradaba demasiado, sin embargo, ya que tenía poca fe, basada en la decisión que había visto, en que Miriam resultara ser habilidosa en el manejo de sus asuntos.

Miriam elevó ligeramente las cejas. Parecía adivinarme el pensamiento.

– No debe preocuparse porque vaya a venderle mi pequeña fortuna al primer caballero que pase por aquí. No me interesa casarme con ningún tonto avaricioso. Supongo que el hombre con quien deseo casarme no existe.

Respiré profundamente.

– Quizá el hombre que busca sea uno que conozca tanto nuestras costumbres como las de los ingleses. Alguien que pueda contribuir a guiarla por la sociedad inglesa al tiempo que la proteja de sus males y de sus excesos.

Mi corazón se desató en el silencio que se abrió tras mis palabras.

Miriam se miró las manos nerviosa.

– No puedo imaginar dónde encontraré un hombre así -dijo rápidamente- y no puedo creer que usted me lo sepa decir.

– Yo creo que sí puedo -dije suavemente-, porque está sentado frente a usted.

Reconozco que me tembló la voz mientras hablaba.

Se me quedó mirando como si nunca se le hubiese ocurrido que yo pudiera decir semejante cosa, aunque yo me había confiado en que sólo decía cuanto ella esperaba. Se puso en pie, intentando ordenar sus pensamientos. Por fin me ofreció una sonrisa tensa.

– Creo que será mejor que ambos finjamos que esta conversación nunca tuvo lugar. Debemos regresar a casa de su tío.

Me levanté y la encaré con hombría.

– Miriam, si la he ofendido…

Ella encontró mi mirada con más valor y seguridad de la que yo hubiera previsto.

– La ofensa no es importante -me dijo, su voz apenas más fuerte que un suspiro. Escuché sus palabras, pero mis ojos estaban fijos en la dulce sonrisa de sus labios-. Debe saber que me gusta usted enormemente. Le admiro, y le considero un hombre muy valioso, pero no puede imaginar ni por un momento que yo sería capaz de soportar lo que me ofrece. En la Casa de los Mares del Sur mencionaron a un hombre a quien usted había matado, y aquí esta noche ha hablado de una mujer que falleció bajo su protección. Sacó la espada y se la puso a Philip en la cara como si lo hubiera hecho mil veces, y como si pudiera matar a un hombre sin pensárselo -no era capaz de mirarme a los ojos-. Yo no soy mujer para usted, Benjamin.

No podía decir nada. No había palabras con las que contrarrestar esta queja tan justa. Habíamos nacido en igualdad de condiciones, pero mis decisiones me habían colocado muy por debajo de esta mujer. Me había labrado mi propio camino, y como no podía desandar mi camino, sólo podía actuar de acuerdo con la vida que había elegido.

Me incliné hacia Miriam y la besé suavemente en los labios.

El momento me cegó. Ella no se movió, ni para alejarse de mí ni para acercarse más, pero cerró los ojos y me devolvió el beso. No podía oler más que la deliciosa mezcla de su dulce aliento y su perfume de flores. Nunca había besado a una mujer así, una mujer de fortuna, posición, inteligencia e ingenio. Fue un beso que me dio hambre de más.

Intenté besarla con más fuerza, y al hacerlo rompí el encantamiento. Miriam abrió los ojos y se apartó de mí, dando sólo unos pocos pasos hacia atrás, pero los suficientes como para crear un muro de espacio incómodo entre nosotros. No sé cuánto tiempo estuvimos allí parados sin decir nada, mirándonos el uno al otro. Sólo oía el ruido de pasos por el pasillo y mi propia respiración.

– Mi tío me ha ofrecido trabajo -le dije-. Podría ser comerciante en el Levante. Podría convertirme en otra cosa, dejar de ser un hombre a quien usted teme. Si cometí un error al abandonar la casa de mi padre, ahora podría corregirlo.

Miriam dejó escapar un grito sofocado, casi inaudible, que sonó como si se hubiera atragantado con aire. Sus ojos se humedecieron; se nublaron como ventanas en una tormenta. Parpadeó varias veces, intentando hacer que sus lágrimas desaparecieran, pero la traicionaron y le recorrieron las mejillas.

– No puede ser -negó con la cabeza sólo ligeramente-. No deseo volver a casarme con Aaron. No podría soportar verle a usted convertido en él por mi causa. Sólo me odiaría a mí misma -se limpió las lágrimas con los dedos-. Y llegaría a odiarle a usted también.

Intentó sonreír, pero fracasó, y entonces se volvió y abrió la puerta.

No podía llamarla. No podía hacer nada para retenerla. No tenía argumentos que refutasen lo que ella me había dicho. Sólo tenía las pasiones de mi corazón, y sabía que para el mundo, para Miriam, éstas no eran suficiente. La vi bajar las escaleras y darle una moneda al tabernero para que le consiguiera una calesa.

Sin otra cosa que hacer, toqué la campana y pedí una botella de vino, que utilicé para quitarme el sabor de los labios de Miriam.


A la mañana siguiente la cabeza y el corazón me dolían con idéntica urgencia, pero el dolor sólo me hacía desear distracciones.

Puse de nuevo rumbo a casa de Bloathwait, decidido esta vez a hablar con él lo quisiera o no. Esperé en la puerta varios minutos antes de que llegara su zarrapastroso criado. Me echó un vistazo, reconociendo la cara de aquel a quien había negado la entrada media docena de veces.

– El señor Bloathwait no está -me dijo.

– ¿No le informó el señor Bloathwait de que siempre había de estar en casa para mí? -inquirí, empujándole fuera de mi camino-. Creo que se alegrará de que no me haya tomado a pecho su negativa.

Avancé a ritmo regular y sólo ligeramente apresurado, pero el sirviente se colocó rápidamente delante de mí para impedírmelo. No iba a andarme con miramientos y le empujé, esta vez con cierta violencia, haciendo que se golpease un poco contra la pared. No encontré más impedimentos y llegué al despacho de Bloathwait. Llamé una sola vez y luego abrí la puerta para encontrarme al hombre sentado en la mesa, con la cabeza pelada al aire. La peluca estaba colgada de un gancho detrás de él, y su rostro pálido y venoso botaba mientras él escribía furiosamente sobre un trozo de papel.

– Weaver -levantó la mirada y luego siguió escribiendo-. ¿Se abrió usted paso a la fuerza, entonces?

– Sí -respondí. Llegué a su mesa y me quedé allí de pie, sin tomar asiento.

Bloathwait levantó la cabeza de nuevo y esta vez dejó la pluma sobre la mesa.

– No llegará muy lejos si deja que criados y hombres pequeños le cierren el paso. Espero que no le haya hecho daño al pobre Andrew, pero si se vio obligado a hacerlo, no se preocupe por ello.

– ¿Me está diciendo -casi tartamudeé- que dio orden a su criado para que me cerrase el paso con la expectativa de que me abriría paso a la fuerza para verle?

– Con la expectativa no, pero desde luego con esa esperanza. Parte de mi trabajo consiste en saber con qué tipo de hombres trato. Y ahora, por favor, no se quede usted de pie delante de mí. Parece usted tan ansioso como un perro de presa. Siéntese y dígame lo que tenga que decirme.

Un poco sorprendido, me senté.

– Usted no ha sido del todo honesto conmigo, señor Bloathwait -comencé.

Se encogió de hombros.

Interpreté ese gesto como el permiso para continuar.

– Me he enterado de que, antes de su muerte, mi padre le envió a usted alguna clase de mensaje. Deseo saber el contenido de ese mensaje. También deseo saber por qué me ocultó este dato.

La diminuta boca de Bloathwait se arrugó. No sabría decir si sonreía o fruncía el ceño.

– ¿Cómo supo lo del mensaje?

– Por el mensajero.

Asintió.

– La nota contenía una información que a él le parecía que iba a hacer mucho daño a la Compañía de los Mares del Sur. Proponía que abandonásemos nuestras diferencias para sacar esta información a la luz.

– ¿Y la información era la existencia de acciones falsas de la Mares del Sur?

– Por supuesto.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos.

– Usted conocía la existencia de las acciones falsas desde el principio, pero no me dijo nada. Me ofreció compartir conmigo cualquier información que tuviera, y aun así me lo ocultó. ¿Por qué?

Bloathwait se limitó a sonreír.

– Me pareció que era bueno para mis intereses hacerlo.

– Señor Bloathwait, acabo de tener muy recientemente una reunión muy penosa en la Casa de los Mares del Sur, donde sus agentes me intentaron convencer de que toda sospecha que pueda tener con respecto a la Compañía son argucias de sus enemigos: el Banco de Inglaterra y, sin duda, usted en particular. Encuentro sus afirmaciones muy inquietantes, señor, y su reticencia a compartir conmigo la información hace que esas afirmaciones me resulten aún más inquietantes. Así que, de nuevo, debo pedirle que me explique su reticencia a compartir información conmigo.

– Admito que no fui del todo claro con usted, señor Weaver. Le dije que le ofrecería toda la información que contribuyera a su investigación. Las cosas claramente no han sido así. Me ha descubierto. Le he dado la información que yo deseaba que usted tuviera y nada más.

– ¿Pero por qué? -pregunté-. ¿Quiere usted que se desenmascare a la Compañía o no?

– Oh, sí que quiero. Por supuesto que sí. Pero a mi manera, señor. Con mis propios plazos.

Guardé silencio un momento mientras consideraba las consecuencias de infligir violencia contra alguien de la posición del señor Bloathwait.

– Deseo ver el mensaje enviado por mi padre.

– Me temo que eso no es posible. Lo he destruido.

– Entonces deseo que me diga, con tanta exactitud como le sea posible, lo que decía.

Me mostró una sonrisa de labios finos.

– Su pregunta sugiere que tiene usted sus propias sospechas acerca de lo que decía. Quizá deba decírmelas.

Tomé aire.

– Creo -dije, intentando que mi voz no me traicionase- que existe una sola razón por la que mi padre podría haberse puesto en contacto con usted después de tantos años, después de todas las cosas desagradables que ocurrieron entre ustedes. Él creía estar en peligro, y buscó su ayuda porque los que le amenazaban eran enemigos del Banco de Inglaterra. Así que al ayudarle a usted podía haberse asegurado su propia protección.

– Muy listo. Ha adivinado usted con precisión la naturaleza del mensaje.

– ¿Y qué ayuda le ofreció usted? -dije con voz queda.

– En fin -dijo Bloathwait, con una burla de la contrición en el rostro-, apenas tuve tiempo de pensar en la importancia del mensaje de su padre antes de que le llegara su horroroso sino.

Me puse en pie. Comprendí que tenía toda la información que podía sonsacarle a Bloathwait, y creía entender por qué me contaba aquello y nada más. Me di la vuelta entonces para salir de la habitación, pero me detuve brevemente y me volví para mirarle.

– Me puede la curiosidad -le dije- acerca de su relación con el señor Sarmento.

Bloathwait soltó una carcajada.

– Sarmento -pronunció el nombre como si fuera la primera palabra de un poema. Luego volvió a coger la pluma-. Mi relación con Sarmento es muy similar a mi relación con usted, señor.

Me miró fijamente por un instante antes de continuar.

– Es decir, que hace lo que yo deseo que haga. Que tenga un buen día.

Bloathwait se puso a escribir otra vez, y yo me marché de su estudio sabiendo que debía hacerlo inmediatamente para lograr escapar antes de hacerle daño.

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