Veintiuno

A una hora que aún era demasiado temprana para hacer visitas de cortesía y atender asuntos de sociedad, el centro financiero de Londres ya rebosaba actividad. El cielo por el momento estaba descubierto, y el día era luminoso, así que tuve que hacer visera con la mano al bajarme del carruaje. Me quedé un momento en mi posición elevada y me maravillé ante la calle, un mar de pelucas, con los hombres corriendo de una tienda a otra, de un café al siguiente, del Banco al vendedor callejero que pregonaba billetes de lotería con descuento.

La Casa de los Mares del Sur, en Threadneedle Street, cerca de Bishopsgate, era un edificio enorme que me pareció, con esos mármoles esculpidos y los retratos a tamaño real que decoraban las paredes, una institución firmemente arraigada en la tradición. Uno nunca sospecharía, al ver su fachada, que la Compañía tenía menos de diez años de antigüedad y que su objetivo -el comercio con la costa sudamericana- nunca había llegado a realizarse. Había algo en la manera que tenía allí la gente de caminar a toda prisa por el vestíbulo, ese apresuramiento lleno de ansiedad y de suspicacia, que hacía que la Casa de los Mares del Sur pareciera poco más que una sucursal del Jonathan's -es decir, una sucursal de la propia Bolsa-, y los hombres que hacían negocios allí no eran más que otra variedad de corredores. Si jugar a la bolsa no era sino villanía financiera, como habían defendido ya tantos, entonces este lugar era uno de los grandes criaderos de corrupción del Reino.

Sin duda parte del zumbido de colmena de la Casa de los Mares del Sur se generaba por la sensación de urgencia de la Compañía. Como me había contado el señor Adelman, ésta era una organización a punto de cerrar un trato con el ministerio que iba a hacer época: un trato que, ahora lo comprendía, supondría el intercambio de millones de libras. Millones de libras: ¿quién podía imaginar semejante suma? Sin duda quien se opondría a ese acuerdo sería el Banco de Inglaterra, cuyo edificio, aún más imponente, se encontraba a un paseo de menos de un cuarto de hora de allí. No sabía si iba a encontrar respuestas al misterio de la muerte de mi padre en la Casa de los Mares del Sur, pero me sentía envalentonado en cierta medida por el nombre que había sacado de la mesa del señor Bloathwait: Virgil Cowper. No tenía ni la más remota idea de quién podía ser Virgil Cowper ni cómo podría ayudarme, pero iba repitiendo su nombre una y otra vez en la mente, como si fuera una pequeña oración o un conjuro para espantar el mal.

Permanecí unos minutos pensando en cómo proseguir mientras los negocios de la Casa de los Mares del Sur fluían en torno a mí como un gran río de interés pecuniario. Por fin encontré a alguien que me diera indicaciones, pero en ese momento percibí a un sujeto de aspecto ruin que se abría paso a través de las puertas principales hacia el fondo del vestíbulo. No había ninguna razón especial para que este tipejo me llamara la atención, sólo que era grande y feo y que su ropa estaba lejos de ser de la mejor calidad. Por pura coincidencia, nuestros ojos se encontraron, y los dos nos miramos el uno al otro durante el más fugaz de los segundos; en ese instante supe que era el mismo hombre que me había atacado en Cecil Street cuando fui perseguido por el carruaje de alquiler.

Los dos nos quedamos quietos, él y yo, y nos miramos fijamente por encima de la marea de gente, sin que ninguno de los dos supiera qué iba a pasar después. No podía simplemente agarrarlo, estaba demasiado lejos, y supongo que él se estaría preguntando si podría escabullirse con éxito. Él no tenía nada que perder a ojos de la ley, porque, ¿qué podía hacer yo? Era imposible llevarle ante un juez, puesto que no tenía un segundo testigo para corroborar mi testimonio. Sí podía, sin embargo, golpearle sin piedad, y si él sabía quién era yo, sabía que no vacilaría en hacerlo. Pensé, sólo por un instante, ya que el tiempo corría muy lentamente mientras nos mirábamos, en el miedo que había sentido aquella noche cuando creí saber lo que había sentido mi padre en el instante anterior a que le pisotearan los cascos de los caballos, y deseé hacerle daño a ese canalla. Y así, con repentina decisión, hice mi movimiento, y, empujando descortésmente a los demás visitantes, me lancé hacia delante como un rayo.

Él estaba mucho más cerca de la puerta que yo, y también estaba preparado para echar a correr. El ladrón, acostumbrado indudablemente a esquivar a guardias y a vigilantes de patrulla, se movía con rapidez y con brío, sin chocar con la gente que nos rodeaba. Al gentío de la Casa de los Mares del Sur, que había venido a comprar y a vender, invertir e intercambiar, le importaba bien poco la presencia de dos hombres persiguiéndose como dos locos por el vestíbulo, y a mí me importaban bien poco ellos mientras mantenía el ojo puesto en mi presa como una bestia cazadora que fija la mirada en una de las criaturas del rebaño.

Alcanzó la puerta, y yo le estaba pisando los talones, pero me resbalé al subir por las escaleras de mármol, y me choqué con un caballero corpulento justo al abrir las puertas para ver adónde se había ido el villano. Cuando miré a mi alrededor, no vi ni rastro de él. Pensé durante un instante en preguntarle a los demás paseantes si habían observado a un rufián grande y desgarbado, pero en Londres ésta era una pregunta inútil, porque, ¿dónde no había un hombre que respondiese a esa descripción? Así que abandoné toda esperanza de cogerle y regresé a la Casa de los Mares del Sur.

La presencia allí de aquel nombre sólo servía para reforzar las teorías de Elias de que una de las compañías registradas estaba detrás de estos crímenes, porque, ¿qué hacía un hombre que me habla atacado en una calle desierta en un lugar como éste, a no ser que la Compañía le tuviese a sueldo con inicua intención? Al regresar a la Casa de los Mares del Sur me estaba aventurando con toda probabilidad en el corazón mismo de la villanía, en la madriguera de la gente que había asesinado a dos hombres y que había intentado también acabar con mi vida. Cerrando la mano en torno a la empuñadura de mi arma -más para reconfortarme que porque creyese que fuera a necesitarla- regresé al vestíbulo de esta gran institución que buscaba ser rival del Banco de Inglaterra.

Procedí por una escalera y le pregunté a un caballero que parecía hacer negocios en aquel edificio si había alguna oficina donde pudiera encontrar a un tal Virgil Cowper. Murmuró que trabajaba en la oficina que se encargaba del archivo de accionistas, y me señaló otra escalera. Allí encontré una habitación abarrotada donde una docena aproximada de oficiales trabajaban en un asunto que no fui capaz de comprender. Cada mesa estaba cargada de montones de papel enormes, aunque ordenados, y observé cómo los oficiales iban cogiendo hojas, hacían algunas anotaciones, apuntaban algo en los libros mayores, volvían a colocar los papeles en otro montón, y empezaban de nuevo. Le pedí al amanuense que estaba más cerca de la puerta que me indicase dónde podía encontrar a un tal señor Cowper, y me indicó una mesa al fondo.

No podía ni imaginarme qué podía sacar de una entrevista con Cowper, pero no le concedía poca importancia a este hombre. Había descubierto su nombre, y le había rastreado hasta aquí. Había seguido el consejo de Elias y había tenido en cuenta las probabilidades, y ellas, a su vez, me habían conducido a un hombre cuyo vínculo con Bloathwait esperaba descubrir.

Casi había olvidado mi breve persecución del rufián cuando me acerqué a Cowper. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto trasnochado, con la piel de la cara floja y las manos callosas, rudas, y manchadas de tinta. Su traje, gris y austero, hacía que su complexión grisácea y amarillenta y sus ojos enrojecidos, parecieran aún más cadavéricos; sin embargo, había algo inteligente en su mirada, y su rostro poseía algo que revelaba una especie de ambición ferviente, pero también daba la impresión de ser un hombre cuya promesa juvenil no le había reportado nada más que la sensación de fracaso que llega con la edad avanzada. Es este momento de la vida, cuando la abundancia del futuro se convierte en el tedio del presente, el que todos los hombres, incluido yo mismo, temen, y por esa razón sentí inmediatamente simpatía por aquel hombre.

– Le ruego que me conceda unos minutos de su tiempo, señor -le dije-, es por un asunto de negocios.

Me dicen que cada vez es más habitual que los empleados de lugares tales como una compañía comercial se sientan leales a esa empresa, pero les aseguro que las cosas no eran así en 1719. Un empleado de la Compañía de los Mares del Sur hubiera utilizado alegremente el acceso y la influencia que le proporcionaba su puesto para ganar unas pocas libras para sí, y yo tenía intención de aprovecharme de esa circunstancia.

– ¿De negocios, dice usted? -respondió Cowper en voz baja-. Yo siempre estoy dispuesto a hacer negocios. Descríbame por favor la naturaleza del asunto.

Le entregué mi tarjeta, que miró rápidamente y luego guardó.

– Es de naturaleza privada -le dije también con voz queda.

– Entonces demos un paseo -respondió.

Se puso en pie y me condujo escaleras abajo hasta el vestíbulo. Comencé a explicarle mi problema, pero alzó una mano para detenerme.

– Aún no, señor.

Cuando alcanzamos el vestíbulo, comenzó a caminar en línea recta hasta la pared del fondo.

– Aquí podremos hablar en privado, siempre que sigamos caminando de un lado a otro. Entonces nadie podrá escuchar nuestra conversación sin llamar la atención.

Asentí ante esta sabia precaución, pensando al principio que era idea del señor Cowper, pero pronto me di cuenta de que había una docena más o menos de parejas o grupos pequeños que hacían lo mismo que nosotros, caminando arriba y abajo, cada grupo con su propia trayectoria, como bolas de billar rodando a un ritmo tranquilo.

– ¿Y qué puedo hacer por usted, señor? -inquirió con bruñida obsequiosidad.

¿Y qué era? Tanto había celebrado la idea de seguir la pista de este hombre hasta el final, de seguir mis conjeturas y el rastro de las probabilidades, que no había pensado en qué hacer con el señor Cowper una vez le hubiese hallado. Podía presumir, a partir de las notas descubiertas sobre la mesa de Bloathwait, que este hombre tenía algún conocimiento acerca de las falsificaciones, pero ni siquiera podía estar seguro de eso. Sí sabía, sin embargo, que trabajaba en la oficina del registro, y por tanto tendría acceso a información útil.

– ¿Tiene usted acceso a los registros de accionistas? -pregunté.

– A todos los que hay -dijo Cowper, aún en voz baja-. Me temo que a esta Compañía no se le da muy bien organizar sus archivos.

– Me gustaría mucho -dije con cautela- saber si ciertas personas han suscrito acciones de la Compañía.

Cowper se acarició la barbilla.

– Eso puede resultar difícil. Pero cuanto más reciente sea el registro, más fácil será encontrarlo. En el caso de los registros más antiguos, no puedo prometerle nada.

La favorable disposición de Cowper a mantener esta conversación me indicó que era muy probable que tuviera sospechas de algún tipo, sólo necesitaba saber cuáles eran.

– Creo que lo que busco no debe de tener más de un año. Deseo saber si los dos nombres que voy a darle tenían acciones de la Mares del Sur. Si es así, me gustaría saber qué cantidad, cuándo las adquirieron, y si han sido revendidas. ¿Podrá usted hacer esto?

Sonrió.

– Creo que podré ayudarle. Me llevará algún tiempo, quizá una semana. Pero por supuesto que puede hacerse.

– ¿Y cuánto voy a pagarle por sus servicios?

Cowper pensó en esto durante un momento, y casi nos chocamos con un par de hombres enormemente gordos que mantenían una conversación mucho más alegre que la nuestra. Se reían con tantas ganas que casi ni se daban cuenta de por dónde andaban.

– Creo que cinco guineas por nombre será suficiente.

Empecé a arrepentirme del trato, porque este precio era tan alto que no podía pensar ni en cómo rebajarlo hasta algo razonable. Por fin acordamos que fueran ocho guineas por los dos nombres; aun así un precio desorbitado.

Cowper y yo acabábamos de cerrar el trato cuando vi, o más bien debiera decir que fui visto por Nathan Adelman, que bajaba las escaleras con la mirada fija en mí. Cowper se despidió de mí apresuradamente y desapareció entre la muchedumbre mientras yo esperaba a Adelman.

– Buenos días tenga usted, señor -le hice una inclinación con la cabeza.

– Veo que no hay forma de disuadirle para que no pierda usted el tiempo -dijo Adelman blandamente.

Seguía subido al primer peldaño, para poder mirarme a los ojos sin levantar la cabeza.

– Bueno, si va usted a seguir metiendo la nariz por ahí, supongo que será mejor que evite que haga usted algún daño. Voy a almorzar ahora -me dijo-, quizá quiera usted acompañarme al mesón de chuletas de enfrente. Preparan el cerdo como nadie -me dijo con una mirada cargada de intención, como si estuviese retándome a comer de la carne prohibida.

Bajamos por Bishopsgate hacia Leadenhall Street, donde se encontraba el mesón, cerca del Green Market. Acordamos silenciosamente una tregua educada, y nuestra conversación mientras caminábamos se centró en temas triviales: lo agradable del tiempo en los últimos días, las emociones de la nueva temporada teatral y el aumento de los negocios bursátiles.

Me llevó a una sala abarrotada y llena de humo donde servían chuletas de carne demasiado hechas y jarras de cerveza rancia por un chelín. Nos sentamos a una mesa y Adelman pidió dos raciones. A los pocos minutos apareció un mozo con dos platos de una mezcla sienta de chuletas, col con mantequilla y un pan amarillo pálido -un pan basto y arenoso coloreado artificialmente, no pan blanco de verdad hecho con harina refinada.

– Cuénteme, ¿cómo va su investigación? -me preguntó Adelman mientras mojaba el pan en la grasa de la chuleta.

Ésta no era en absoluto la primera vez que alguien me servía un plato de cerdo, y no había tenido demasiado escrúpulo en comerlo desde que me escapé de casa. Sin embargo, había algo tan inquietante en la necesidad que Adelman sentía de devorar carne de cochino ante mis ojos que hacía que la sola idea me resultase completamente repulsiva.

– Estoy haciendo algunos progresos, me parece.

Mojé un poco de pan en la salsa y luego volví a dejarlo en el plato.

Adelman se rió, con la boca llena de comida.

– Me alegro de oírlo. Confío en que los empleados de la Casa de los Mares del Sur estén prestándole toda su cooperación.

– Ojalá toda la Casa de los Mares del Sur me prestase su cooperación.

Adelman siguió dando buena cuenta de su almuerzo.

– Aún tiene que pedirme a mí algo que yo pueda hacer por usted.

– Usted me ha dejado bien claro que no haría nada por mí.

Me lanzó una mirada.

– No le gusta el cerdo, ¿eh? Le consideraba a usted más moderno -sacudió la cabeza y sonrió-. Su actitud infantil con respecto a la dieta es muy parecida a su actitud infantil con respecto a esta investigación. Había confiado en disuadirle de seguir un camino trazado según la ignorancia tribal, pero ya que no puedo impedir su investigación, espero limitar el mal que le haga al Reino.

Me pareció un poco obvio; deseaba llevarme por el mal camino, y cualquier información que recibiese de Adelman iba a tener que ser examinada con mucho cuidado.

– Pues muy bien -le dije, dispuesto a poner a prueba su nuevo espíritu-. ¿Qué puede decirme de Perceval Bloathwait?

Adelman dejó el tenedor sobre la mesa.

– ¿Bloathwait? ¿Qué tiene que ver Bloathwait con usted?

– Creo que él tenía bastante que ver con mi padre. Y además -añadí, esperando provocar una respuesta-, me ha dejado claro que desea colaborar conmigo en esta investigación.

Adelman emitió un sonido que expresaba su desagrado.

– Desea ayudarle siempre y cuando pueda crear sospechas en torno a la Casa de la Mares del Sur. Déjeme que le cuente una bonita historia, señor Weaver. Como usted recordará, hace cuatro años, cuando el Pretendiente intentó con tanta violencia invadir la isla y retomar el trono para la Casa de los Estuardo, hubo, en cierto momento, rumores de que la carroza del Pretendiente estaba rumbo a Londres. Es posible que recuerde también, señor, el pánico que este rumor ocasionó; la idea de que el Pretendiente se sintiera lo suficientemente seguro como para entrar en la ciudad como rey hizo que muchos hombres creyeran que prácticamente se había perdido la guerra y que el rey Jorge iba a huir. En realidad, la rebelión había sido sofocada en Escocia, pero estos rumores no se alimentaban sólo de la locura y el miedo, ya que un conjunto de carruajes, incluyendo uno con la insignia del Pretendiente, fue descubierto en la carretera de Londres.

– No entiendo qué tiene todo esto que ver conmigo.

– Sin duda -dijo Adelman-. Pero ahora lo hará. Cuando la noticia del avance del Pretendiente hacia Londres llegó a la calle de la Bolsa, los precios de las acciones se derrumbaron. Todo el que tenía grandes inversiones en Bonos los vendió por miedo a que, si el Pretendiente lograba sustituir al rey Jorge, sus Bonos no valiesen nada. Bien, no quiero sugerir que todos los hombres que compraron durante esa crisis fueran unos villanos. Hubo muchos patriotas, incluido yo mismo, que tuvimos fe en la habilidad de Su Majestad de resistir una invasión. Pero el señor Bloathwait compró una tremenda cantidad, y se hizo con una fortuna inestimable cuando la invasión resultó ser falsa y se normalizaron los precios.

– Su idea de lo vil es bastante mudable -observé-. Usted dice que también compró cuando cayeron los precios. ¿Él es un canalla por comprar más que usted?

– No, es un canalla porque orquestó el pánico -respondió Adelman, tomando un bocado de su chuleta-. Bloathwait alquiló los carruajes, hizo que parecieran del Pretendiente y de sus hombres, y se sentó a esperar a que el mercado se derrumbase. Fue un plan muy astuto, y convirtió a un hombre que sólo era acomodado en un hombre que hoy en día es inmensamente rico.

No dejé que se notara mi repugnancia ante aquello, con la esperanza de que mi falta de interés provocase a Adelman a revelar aún más.

– Se parece bastante al falso pánico acerca de la lotería provocado por D'Arblay -observé despreocupadamente.

– La diferencia es de escala, supongo. El señor D'Arblay amenazaba con arruinar los planes de un puñado de inversionistas. El señor Bloathwait amenazaba con arruinar a la nación entera. Admito que yo siento cierta amargura porque cuando la prensa se pone a calumniar a los corredores tiene la costumbre de fijarse en mí, pero yo no soy más que un hombre de negocios que ve la oportunidad de servir a su país. Bloathwait es el verdadero corredor corrupto que busca usted. Sería capaz, y de hecho lo fue, de provocar el caos en las finanzas de todo el país para lograr ventaja en la Bolsa. Ahora le toca a usted decidir si desea confiar en un hombre así.

– ¿Qué quiere usted de mí, señor Adelman?

– Sólo quiero darle un consejo. Siga con su investigación, señor Weaver. Se habla de ella en los cafés ahora, pero no tanto como se podría. Le digo que continúe, y que lo haga de manera tan audaz y tan notoria como le sea posible. Entonces podrá usted recostarse y, como su amigo el señor Bloathwait, mirar cómo caen los precios en la calle de la Bolsa y, cuando eso ocurra, comprar grandes cantidades. Con un poco de suerte, el daño que provoque no durará mucho tiempo, y usted se habrá convertido en un hombre rico.

– Y -comencé, sin impresionarme por su discurso- ¿qué sabe usted de la falsificación de acciones de la Mares del Sur?

Como una criatura salida de Ovidio, el señor Adelman se transformó repentinamente. Se levantó de un brinco y me agarró por el brazo, susurrando con una voz espantosa y apenas audible:

– No vuelva a hablar de semejante cosa. No sabe usted el daño que puede causar. Esas palabras son como un encantamiento mágico que, si se pronuncian en voz demasiado alta en el sitio equivocado, pueden destruir el Reino.

Adelman se relajó un poco. Volvió a sentarse.

– Perdone que me altere, pero hay cosas de las que usted no sabe nada. No puedo quedarme de brazos cruzados y ver cómo destruye todo lo bueno que hemos hecho.

– Me habla de servir a la nación, pero no es usted distinto de Bloathwait, que busca servirse a sí mismo. Yo debo creer que estas cosas, que le haré la cortesía de no volver a mencionar, existen. Continuaré con ese aspecto de mi investigación, de modo que hará usted bien en contarme lo que sepa.

– No es más que un rumor malicioso -dijo Adelman, después de rumiarlo un momento- que nació de Bloathwait. Un fraude, como su carruaje del Pretendiente. Por lo que yo sé, ha producido y puesto en circulación acciones falsas para darle base a su historia, pero le aseguro que no es más que una estrategia para arruinar la reputación de esta Compañía, y usted, señor Weaver, no es más que un instrumento de aquellos que desean propiciar esta ruina.

– ¿Y qué si le digo que mi padre creía en la existencia de estas acciones falsas, que creía que alguien de dentro de la Casa de los Mares del Sur las había producido?

– Le diría que ha sido usted vilmente engañado. Su padre era un corredor demasiado perspicaz como para creer en un rumor de semejante falsedad.

Esperé un momento, con la esperanza de poner nervioso a Adelman.

– Tengo pruebas -dije por fin. Decidí no aclarar si tenía pruebas de las acciones falsas o de la creencia de mi padre en su existencia.

– ¿Qué tipo de pruebas? -el rostro de Adelman enrojeció ahora bajo la peluca.

– Sólo le diré que son pruebas que a mí me han convencido.

Exageraba mi fe en el panfleto de mi padre; por lo que yo sabía, no era más que retórica e hipérbole, pero creía tener ventaja sobre Adelman y quería utilizarla hasta sus últimas consecuencias.

– ¿Qué es lo que tiene? -exigió-. ¿Una acción falsa?

Pronunció esas palabras tan bajo que casi ni movió los labios.

– Si eso es lo que tiene -continuó-, déjeme prometerle que lo que usted posee es una burda falsificación. Algo así jamás habría podido salir de la Casa de los Mares del Sur: de tener usted algo no es más que una cosa diseñada para dar la impresión de ser algo que no es, algo que no puede ser.

– ¿La falsificación de una falsificación? -dije al borde de la hilaridad-. ¿Un engaño dentro de un engaño? Qué encantador. Esto de la Bolsa es tan diabólico como dicen sus enemigos.

– Dígame su precio por esta prueba suya. No se crea ni por un momento que yo piense que lo que tiene sea prueba de nada, pero si he de pagar para evitar que circulen rumores, lo haré.

Espero no desilusionar a mi lector si digo que, por un instante, me pregunté cuál sería mi precio. ¿Cuánta lealtad le tenía yo a mi padre? ¿Tanta como para rechazar una cantidad de dinero que se me ofrecía por hacer lo que llevaba tantos años haciendo: olvidarle? ¿A cuánto podía referirse Adelman cuando me pedía que le diese mi precio? ¿Mil libras? ¿Diez mil? ¿No sería más inteligente aclarar a qué se estaba refiriendo antes de rechazar su oferta?

Siempre me siento un poco decepcionado cuando descubro que no tengo estómago para la maldad o el cálculo que podían redundar en mi propio beneficio. Y quizá para compensar la guerra que bullía en mi interior, me coloqué la máscara de la indignación.

– ¿Mi precio? Mi precio es saber quién mató a mi padre y a Balfour, y por qué. No existe otro precio.

– Maldito sea, señor.

Tiró con fuerza los cubiertos sobre la mesa.

Admito que estaba disfrutando de este momento de poder, y no veía razón para no darme el gusto.

– ¿Me está maldiciendo usted? ¿Qué le parece maldecirme otra vez mañana al alba en Hyde Park?

El rostro de Adelman perdió el rubor y hacía juego ahora con el color de su peluca.

– Le aseguro, señor, que nunca me bato en duelo. Me parece una práctica barbárica, y que además sólo se realiza entre iguales. Debería usted avergonzarse de haber mencionado siquiera tal cosa.

– Participar en un duelo es algo peligroso -admití-. Pero insultar a un hombre a la cara, señor Adelman, también es una práctica peligrosa. Voy a decirle que me estoy cansando de sus esfuerzos por disuadirme de mi empeño. Nadie va a disuadirme. Nadie me va a comprar. Ésta investigación, señor, finalizará cuando llegue a su conclusión, y ni un momento antes. Si he de desenmascarar a la Compañía de los Mares del Sur, al Banco de Inglaterra, o a cualquiera que haya tenido mano en estas muertes, no vacilaré en hacerlo.

Me puse en pie y desde mi altura miré con ira a este hombre que, quizá por primera vez en muchos años, no sabía cómo responder.

– Si desea usted que sigamos conversando acerca de este asunto, sabe dónde puede encontrarme, y siempre estaré a su disposición.

Me di la vuelta y me fui, lleno de satisfacción; sentía, por primera vez desde que había empezado a buscar la verdad tras la muerte de mi padre, que era posible que hubiese adquirido cierto grado de fuerza.


Tenía ganas de volver a mis aposentos, porque el encuentro con Adelman me había dejado sorprendentemente cansado. Mis esperanzas de quitarme las botas y tomarme una copa se esfumaron, sin embargo, cuando vi que mi casera me esperaba a la puerta de la casa. La expresión de su cara me decía que no iba a poder descansar aún. Vi que estaba ansiosa y cansada, pero de haber estado yo menos cansado habría visto sin duda las señales del miedo en sus ojos hundidos y en su complexión pálida.

– En la sala hay unos hombres que han venido a visitarle, señor Weaver -me dijo con la voz temblorosa.

– Unos hombres -murmuré-. No me diga que no son caballeros cristianos, señora Garrison. ¿Debo pensar que el Rajá hindú y su séquito han parado por aquí a honrarme con una visita?

Juntó las manos en un gesto de súplica.

– Están en la sala.

Fue mucho lo que se me pasó por la cabeza en los pocos segundos que me llevó entrar de golpe en la habitación. ¿Había venido el alguacil a arrestarme por el asesinato de Jemmy? Al cruzar el umbral vi a cinco hombres, vestidos razonablemente bien, pero la malicia de sus ojos señalaba la falsedad del buen corte de sus trajes y la calidad de sus pelucas. Tres de ellos estaban sentados en el sofá, con las piernas estiradas con aire de cómoda falta de respeto. Había dos de pie detrás del sofá, uno de ellos jugando arriesgadamente con el jarrón de porcelana de la señora Garrison. El otro se llevaba la mano a un bulto de la chaqueta donde yo sabía que sólo podía haber una pistola.

No eran los hombres del alguacil.

– Ah -dijo el hombre del jarrón. Lo dejó en su sitio con fuerza, esperando quizá ver una grieta abrirse camino desde la base-. Por fin aparece el gran señor Weaver. Nos ha tenido aquí todo el día, sí señor. Eso no es muy cortés, ¿no le parece, amigo mío?

La señora Garrison no me había seguido, pero permanecía en el recibidor para poder oír lo que ocurría.

No podía ni imaginarme quiénes podían ser, pero su presencia me intrigó. Comprendí que podía estar en grave peligro, pero creía también que estaba muy cerca de enterarme de muchas cosas acerca de las muertes sobre las que estaba investigando.

– Si tienen ustedes algún negocio del que hablar -dije con severidad-, entonces díganmelo. Y si no, váyanse de aquí.

– Mírale -dijo uno de los hombres del sofá-. Se piensa que puede decirnos lo que tenemos que hacer.

– Señor Weaver -dijo el líder-, hemos venido a llevarle de visita. Nuestro jefe le invita a ir a verle. Y para asegurarse de que no se pierde usted por el camino, nos ha pedido que le llevemos nosotros mismos.

– ¿Y quién es su jefe?

– Se enterará a su debido tiempo -dijo el líder-. Usted limítese a colaborar, y no le pasará nada. Tenemos aquí suficientes hom bres, y también pistolas, para evitar que un hombre como usted nos dé guerra.

Detrás de mí, a la señora Garrison se le escapó un chillido. Me volví rápidamente hacia ella.

– No se alarme -le dije- . ¿Le han hecho daño estos hombres?

Sacudió la cabeza.

– Entonces no lo harán.

Me dirigí al líder.

– Vayámonos.

De haber estado solo, quizá hubiera intentado zafarme de la situación con más empeño, pero no podía poner en peligro la seguridad de la señora Garrison. Era una mujer desagradable, ciertamente, pero conocía mi deber demasiado bien como para involucrarme en un altercado que pudiera afectarla.

– Está hecho un galán -observó uno de ellos mientras me conducían a la calle.

Al ver que había un carruaje esperando, caminé hacia él a buen paso, con ganas de terminar con aquella aventura. Una pequeña multitud se había congregado a ver pasar esta extraña procesión, y pensé que al menos mientras tuviésemos público yo tenía poco que temer. Pero justo cuando este pensamiento me cruzaba la mente, sentí que desde atrás me pegaban un golpe repentino y agudo en la nuca. El dolor consumió todas y cada una de mis sensaciones. No he recibido pocos golpes en la cabeza como boxeador, pero una cosa es el puño de otro hombre sobre la cara, y otra muy distinta ser golpeado desde atrás con un objeto sólido. El dolor me desorientó completamente, pues era, en un sentido literal, increíble: romo y punzante, caliente y frío al mismo tiempo. Pensé: «Esto no puede ser, no puede dolerme tanto».

Sin tiempo para pensar, me llevé la mano al lugar que me dolía de una manera tan poco plausible. Debía haber tenido suficientes reflejos como para no colocarme en una posición vulnerable, porque otro de los hombres se aprovechó de esa facilidad y me dio fuerte en el estómago. Se me encogió el pecho mientras me esforzaba por respirar. Al doblarme, sentí otro golpe, éste en la baja espalda, que me tiró al suelo.

Pensé que si por lo menos conseguía recuperar el resuello podría ponerme en pie y darle a estos hombres una paliza, pero no bien me había levantado volvieron a pegarme en la cara y en el costado, y antes de que pudiera resistirme sentí que me agarraban los brazos y me los ataban a la espalda con una cuerda. Justo antes de que me taparan la cabeza con un paño, levanté la mirada y vi los rostros de la gente que observaba cómo me daban una paliza a las puertas de mi propia casa. Ni uno dio un paso para ayudarme, y me hallé intentando memorizar cada rostro para poder regresar y darle un puñetazo a todos los que habían observado mi infortunio con una indiferencia tan cobarde. Oí a alguien decir que iba a buscar al alguacil, pero supe que eso iba a servirme de muy poco.

Me pusieron en pie abruptamente y me empujaron contra el carruaje; sentí lo que parecía una docena de manos, registrándome rudamente para ver si llevaba armas. Me quitaron la pistola, la espada y los cuchillos, y me empujaron al carruaje, donde me derrumbé en el asiento.

Luché inútilmente por liberarme de mis ataduras, no porque creyera que pudiera escapar de ellas, sino porque no soportaba la idea de que estos hombres me creyesen completamente rendido. Pronto me cansé de zarandearme como una trucha mal pescada; iba a conseguir bien poco, y no tenía ningunas ganas de atraer más golpes sobre mi persona. Así que, esperando el momento, intentando convencerme de que el dolor no era agónico, sentí cómo las ruedas empezaban a girar, y me juré a mí mismo que me vengaría de esta ira y de esta humillación antes de que se pusiera el sol aquella noche.

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