Veinticuatro

Estaba sentado en el estudio de mi tío con los ojos fijos en la taza de vino especiado que humeaba sobre la mesa junto a mí. Había trasladado ya la mayoría de mis cosas a la habitación que me habían asignado en el segundo piso. Ya había pensado estratégicamente acerca de mi situación; la habitación de Miriam se encontraba en el tercer piso, así que aunque no había razón para que yo pasase por su puerta, sí la había para que ella pasase por la mía. Sólo me quedaba preguntarme hasta exactamente qué punto sería ella una viuda agresiva.

Mientras tanto, mi pensamiento se centraba más en los acontecimientos del día. Isaac había calentado demasiado el vino y en sus esfuerzos por manejar el peltre ardiente, mi tío ya se había derramado una buena cantidad sobre su sobria chaqueta marrón. Parecía importarle poco, sin embargo, del mismo modo que parecía importarle poco que yo hubiese perdido nuestro único ejemplar de Una conspiración de papel. «Sería mejor que aún lo tuviéramos -me había dicho encogiéndose de hombros-, pero estos hombres mataron a tu padre para que guardara silencio. Si logras escapar sólo con que te roben, quizá no sea tan terrible».

Necesité una buena dosis de valor y dos vasos de vino ardiendo para confesar la pérdida ante mi tío. Era una confesión que dolía, porque yo sentía que había fallado en mi responsabilidad con respecto a mi familia, y este fracaso tenía un sabor demasiado parecido al de la época en la que me había escapado de casa de mi padre. Pero mi tío sólo chasqueó la lengua con preocupación, me preguntó acerca de mis heridas, y pronunció una bendición para agradecer a Dios que no estuviera grave. Intenté ponerme en su lugar, imaginarme qué podía estar sintiendo, y no podía comprender en absoluto por qué no le importaba la pérdida del manuscrito. Deseé poder deshacerme de las sospechas que generaba su compostura, pero sólo se me ocurría que ya no le importaba que encontrase o no al asesino de mi padre, si es que alguna vez le había importado.

Se sentó frente a mí, observándome con preocupación mientras sus dedos tanteaban con cautela la caliente asa plateada de su jarra.

– Me temo -me dijo- que esta investigación tuya se vuelve demasiado peligrosa.

El dolor que me recorría todo el cuerpo se había suavizado hasta convertirse en un resentimiento sordo. Tenía las piernas y el cuello rígidos, y la cabeza me latía horriblemente.

– Ahora ya apenas puedo parar -le dije, con la esperanza de que se le soltase la lengua-. ¿No confirma esta violencia nuestras sospechas?

– Esta familia ha sufrido demasiadas pérdidas -me dijo sacudiendo la cabeza-. No puedo quedarme mirando en silencio mientras te amenazan a ti también.

– No le entiendo. Usted quiso esta investigación. ¿Ha ocurrido algo que le haya hecho cambiar de opinión? ¿Le ha convencido el señor Adelman?

Se rió.

– Adelman -dijo, como si el nombre fuera suficiente para explicar la gracia que le hacía-. ¿Me crees tan fácilmente persuadido por Adelman?

– No sabría decirle -murmuré. Pensé en lo que Sarmento me había dicho: que mi padre odiaba a Adelman. Y pensé en cómo mi tío había invitado a Adelman a su mesa para la cena del sábbat-. No podemos dejarlo todo simplemente porque sea peligroso, tío.

– Ésa es precisamente la razón por la que debemos dejarlo. Porque es peligroso. Pero -levantó una mano- tú conoces tu negocio mejor que yo. No voy a incurrir en la presunción de decirte cómo has de proceder o cómo has de encargarte de tu propia seguridad. Sólo quería decir, Benjamin, que no voy a obligarte a insistiría ponerte en peligro, por mi causa.

No podía seguir guardando silencio.

– ¿Por qué mantiene una amistad con Adelman, un hombre que era enemigo de mi padre?

Estuvo a punto de reírse, pero se aguantó, como si su risa pudiera ofenderme. Quizá fuera cierto.

– ¿Quién te ha dicho que él y tu padre fueran enemigos? -no hizo una pausa para esperar respuesta-. El señor Adelman y yo hemos hecho negocios juntos desde que él llegó a esta isla. A tu padre no le gustaba su relación con la Compañía, es verdad, y era un hombre a quien no se le daba bien esconder sus sentimientos, pero no eran enemigos, sólo conocidos que se trataban con frialdad.

Quizás hubiese malinterpretado a mi tío. Mi tío, a diferencia de mi padre, no era un cobarde, pero yo le sabía cauteloso, cuidadoso a la hora de mantener su posición en la comunidad, deseoso siempre de decir lo correcto ante los observadores ojos de nuestros vecinos cristianos. Su preocupación hizo que me sintiera falto de generosidad por haber dudado de él.

Intentando cambiar de tema, me aclaré la garganta y tomé un trago de vino, que se había enfriado ya hasta estar agradablemente caliente.

– ¿Pondría alguna objeción si llevase a Miriam al teatro?

Se revolvió incómodo en el asiento.

– No estoy seguro de que el teatro sea el mejor lugar para una mujer como Miriam. Quizá algún otro acontecimiento social -me sugirió.

– Es usted muy protector con ella -observé.

– Se ha criado en esta casa desde que era poco más que una niña, y se casó con mi propio hijo. Siento una gran responsabilidad con respecto a ella.

– ¿La responsabilidad de mantenerla alejada del teatro?

– De mantenerla alejada del peligro -me corrigió-. Ya sabes la clase de elementos que frecuentan los teatros, Benjamin. Y sabes lo delicada que es la reputación de una dama. Que la vean simplemente hablando con el hombre equivocado podría arruinarla para siempre. Y tú no querrías eso, estoy seguro.

– Por supuesto que no -dije nervioso. Los ojos de mi tío Miguel se fijaban en cada variación de mi rostro.

– Voy a ser directo contigo, Benjamin. He notado que has desarrollado cierto afecto por Miriam. No le he preguntado a ella por el asunto, pero creo que ella puede llegar a sentir lo mismo. Sabes que tiene otros pretendientes, pero me parece que ninguno le interesa mucho, y, como digo, a mí me importa su felicidad. Pero no soy tan tonto como para mandarla a un matrimonio por amor con un hombre que no puede hacerle justicia.

– Entiendo -asentí, deseando más que ninguna otra cosa que esta conversación nunca hubiera tenido lugar.

– Sería inapropiado por mi parte considerarte a ti como un pretendiente en tu situación actual, pero siempre hay opciones. Debes saber que necesito aún un agente en Levante, y desde la muerte de Aaron no he encontrado un sustituto apropiado. Tendrías que viajar mucho, pero hay muchas oportunidades de ganar una considerable fortuna tanto para ti como para tu familia. Y, como estoy seguro que sabes, Miriam tiene una asignación de cien libras al año, que le proporcionaría un buen nivel de comodidad inicial a la hora de montar un hogar.

– ¿Miriam tiene cien libras al año? -dije yo casi abruptamente.

Mientras que resultaría difícil mantener un hogar, de lujo con esa cantidad, para una mujer que no tenía problemas de comida ni de alquiler, era una suma enorme. No podía imaginar por qué Miriam había necesitado pedirme dinero prestado, ni por qué había intentado negar haberme hecho semejante petición.

– ¿Está recibiendo esta suma ahora?

– Por supuesto. La recibe en cuatro pagas al año. La última le fue entregada hace unas pocas semanas precisamente. ¿Por qué lo preguntas?

Y por qué lo preguntaba, es verdad.

– Su oferta es muy generosa, tío -tomé un último trago de vino y me puse en pie, sintiendo dolor al hacerlo-. No creo que me considere insensible a lo que me propone. Pero sé que no soy el hombre adecuado para ser su comerciante con los turcos. Y aunque el premio es muy estimable, me hará poco bien si he de estar tan lejos.

Mi tío se puso en pie también, y me puso una mano suavemente en el hombro.

– No soy el más observador de los hombres, Benjamin, pero sí que me doy cuenta de algunas cosas. Miriam decidió no viajar con Aaron por determinadas razones. No estoy seguro de que sintiera lo mismo con respecto a ti. En cualquier caso, espero que consideres mi propuesta. Sigue en pie te cases o no. Me gustaría mucho verte establecido en el negocio familiar.

Le hice una reverencia a mi tío, condenándome al mismo tiempo por devolver su generosa calidez con mi cortesía formal. Pero no albergaba ningún deseo de vivir y comerciar entre una pandilla de turcos con turbante, y menos aún de ocupar con tanta facilidad el hueco dejado por mi primo muerto.


Al día siguiente me desperté tieso por la paliza recibida de manos de los hombres de Wild, y la piel en torno a mi ojo derecho estaba morada e hinchada. Mi tío ya se había ido al almacén para cuando bajé, así que me senté a la mesa del desayuno con las dos señoras de la casa. Mi tía me preguntó que si me había vuelto a dar por pelear en el ring. Miriam se me quedó mirando con una especie de horror.

Después del desayuno seguí a Miriam hasta la salita, donde había empezado a hojear los periódicos. No pude evitar sentir que había cierta frialdad en su comportamiento para conmigo, y supongo que también lo había en el mío. Sabía que no tenía ningún derecho a guardarle rencor por tener un amante, pero le guardaba rencor de todas formas. Creo que quería que ella se comportase de tal modo que hiciera que mi rencor desapareciese o lo hiciese crecer. Sólo sabía que ella me importaba y que su galanteo con un hombre que yo sabía que era un zascandil me atormentaba.

– Ahora va a ser un verdadero miembro de la familia -me dijo.

– Mi tío me ha permitido amablemente que me quede aquí durante un periodo difícil.

Pasó una página.

– Es un hombre generoso, entonces.

La miré fijamente.

– ¿La he ofendido de alguna manera, Miriam?

Me devolvió la mirada.

– Usted sabe algunas cosas acerca de las cortesías sociales. ¿Lo ha hecho?

¿Se habría enterado de alguna manera de cómo había seguido a Deloney? Si lo había hecho, ¿se atrevería a enfrentarse conmigo? No me parecía posible.

– No se me ocurre cómo he podido hacerlo, señora.

– Entonces -respondió-, es probable que no lo haya hecho.

No tenía ganas de jugar con ella a estos juegos.

– Si decide lo contrario -le dije-, sólo espero que me informe de mi transgresión para poder pedirle disculpas.

– Es usted demasiado gentil -me dijo, y volvió a mirar el periódico.

Tenía demasiadas cosas que hacer como para insistir, de modo que simplemente le hice una reverencia y me fui. Me pareció que la hora era suficientemente apropiada, así que tomé rumbo a casa de Balfour, pero su casera me dijo que ya no residía allí.

– El caballero vive ahora con su madre -me dijo-. Yo pensaba que conocía a esa clase de personas, y estaba segura de que iba a tener que llamar al alguacil si quería ver a alguien de su calaña pagar la renta. Pero no hace ni tres días coge y me da todo lo que me debe y me pide que le embale sus cosas y que se las mande a su madre, eso me dice. Y eso es lo que he hecho.

Conseguí la nueva dirección de Balfour y le di las gracias por atenderme. Luego alquilé un carruaje hasta la casa de su madre en Tottenham Court Road. El criado me tuvo esperando una hora larga en un recibidor esmeradamente decorado antes de que entrase Balfour en el cuarto como una exhalación, en busca de alguna cosa que por fin se metió en el bolsillo antes de dirigirse a mí. Observé que había tenido cita con el sastre, porque había sustituido su traje elegante pero raído por algo mucho más fino y más nuevo. Llevaba una chaqueta de color amarronado con un chaleco burdeos debajo, y las mangas adornadas con mucho encaje dorado. La camisa era de la seda blanca más elegante y más limpia, e incluso su peluca -muy del estilo de la suya antigua- estaba bien cardada, era de proporciones correctas, y estaba muy aseada. Balfour era un hombre nuevo, y tenía las ropas que lo demostraban.

– ¿Qué quiere? -preguntó, como si no hubiese sabido que estaba yo allí y no se hubiese percatado de mi presencia hasta ese momento. Se dirigió a una estantería y allí fingió estar ocupado buscando un volumen-. ¿Y cómo se atreve a venir aquí con esa marca en la cara, que parece usted un rufián callejero recién salido de una trifulca?

Pensé que me gustaría enseñarle cómo se comportaba un rufián callejero en una trifulca, pero procuré concentrarme en el asunto que nos traíamos entre manos.

– Vengo a informarle de mis progresos.

Dio unos golpecitos con el pie, pero no se volvió para mirarme.

– Qué espantoso aburrimiento. ¿No le había dicho que se mantuviera alejado de aquí?

– Si lo prefiere, podemos retirarnos a un café a continuar con nuestros negocios.

– ¿Negocios dice usted? -se volvió para mirarme, con la cara retorcida en una mueca de desprecio y superioridad, no cabe duda de que practicada durante horas frente al espejo-. Eso es inexplicablemente presuntuoso, ¿no le parece? ¿Y por qué íbamos usted y yo a tener negocios juntos, si se me permite la pregunta?

– Usted contrató mis servicios, señor Balfour -respondí, con cuidado de mantener el tono tranquilo.

Balfour resopló.

– Supongo que es cierto que hice una cosa así de ridícula, ¿verdad? Bueno, pues ahora me arrepiento. Madre y yo hemos arreglado nuestras diferencias, y ya no me hace falta preocuparme por asuntos sórdidos de corredores y judíos.

Echó un fugaz vistazo en derredor, ansioso por encontrar una palabra definitiva con la que poner punto final a nuestra conversación, pero yo no estaba dispuesto a dejarle ir así como así. No podía decir por qué quería deshacerse del asunto, ni siquiera que me importase gran cosa, pero sí creía que tenía información que podía serme útil.

– Dígame -comencé, como si nuestra conversación hubiera sido de lo más agradable hasta ese momento-, ¿sabe usted si su padre tenía negocios con la Compañía de los Mares del Sur?

– No puedo decirle que lo sepa ni que me importe -me dijo con impaciencia-. Realmente debo pedirle…

Decidí no dejarle pedir nada.

– Señor Balfour, estoy ahora absolutamente convencido de que mi padre fue asesinado, pero no he encontrado pruebas que vinculen su muerte a la de su padre. Si desea usted descubrir la verdad acerca de este asunto, voy a necesitar al menos que colabore conmigo.

– Mi padre era un viejo tonto -me respondió-. Un comerciante ambicioso, y nada más. Nadie se molestaría en matarle. Es hora de que se vaya, Weaver.

Me levanté despacio.

– ¿Ya no le interesa recuperar las acciones que usted creía que le habían robado a su padre?

– Siempre termina siendo un asunto de dinero con ustedes, ¿verdad, Weaver? Dígame, ¿ha oído hablar del pequeño judío que se mató al caerse del balcón del teatro de Drury Lane? El empresario le entregó amablemente a la pobre y llorosa madre una bolsa de plata para mostrar cuánto lo sentía. «Pero, señor -dijo la judía-, tiene que darme además medio chelín, porque el pequeño Isaac sólo vio media representación, así que le hubieran devuelto la mitad del precio de la entrada» -soltó una carcajada, pero era forzada. Yo me mantuve impasible.

Balfour me estudió durante un momento y luego se fue hacia la puerta.

– Igual que cualquier otro trabajador, puede usted presentarme una factura por el trabajo que haya realizado. Ahora, estoy seguro de que sabrá disculparme, pues tengo otros asuntos a los que atender.

Me preguntaba hasta dónde podía presionar a Balfour y qué ganaría con seguir presionándole. La reconciliación con su madre había acabado claramente con cualquier deseo que tuviera de conocer las circunstancias que rodearon la muerte de su padre. ¿Le resultaba yo ahora un incordio? ¿Un recuerdo de los espantosos meses en que su futuro pendió de un hilo? ¿O se había enterado de algo que no quería que yo supiese? Quizá la conexión entre su padre y el mío no era tan amistosa como yo había sospechado. Balfour era débil; había perdido la independencia, y su riqueza estaba en manos de una madre a quien apreciaba poco -una madre, no podía menos de suponer, que torturaría a Balfour en pago por recuperar su riqueza-. Vi que perdía muy poco intentando hacerle ceder.

– Me importan muy poco las pequeñas inconveniencias que mi investigación le suponga. Y debo recordarle también, señor, que estoy investigando un asesinato, y si usted tiene información que pueda ayudarme en mis pesquisas, está usted obligado a ofrecérmela. Si no es aquí, o en un lugar privado que usted escoja, entonces quizá en una de las salas de justicia de Su Majestad.

Balfour me examinó, y con un arranque de fortaleza que yo no hubiera asegurado que poseía, decidió hacer caso omiso de mi advertencia.

– Salga de mi casa, Weaver. No tengo nada más de qué hablar con usted.

– Muy bien -me levanté y me puse el sombrero bajo el brazo-. Ya veo que no voy a obtener colaboración alguna por su parte. Esa es su elección, pero le aseguro que ahora estoy interesado independientemente en la muerte de su padre, y tengo intención de proseguir con mis averiguaciones.

– Francamente, Weaver, se puede ir usted al diablo, a mí me da exactamente igual. Lo único que quiero es que se mantenga fuera de mi camino.

Sonreí y di un paso al frente hasta estar muy cerca de él -demasiado cerca como para que se sintiera cómodo-. Lo miré fijamente, aprovechando mi superior altura.

– ¿Y cómo se propone usted detenerme, señor Balfour, si decido no obedecerle?

Balfour tartamudeó mientras forcejeaba con las palabras.

– Se lo prometo, no voy a tolerar más groserías -dio un apresurado paso atrás y se chocó abruptamente con la pared, asustándose-. ¿Se cree usted el único hombre de Londres que sabe defenderse? ¿Se cree usted que porque sea indigno de un caballero honorable retarle a un duelo, no existen otros medios para deshacerse de un desgraciado como usted? No juegue más con mi paciencia, judío. Fuera de aquí.

– Volverá a saber de mí -le dije, poniéndome el sombrero-. En cuanto tenga más preguntas que hacerle.

Dejé a Balfour allí, mudo de asombro, agarrándose una mano con la otra y seguro que agradeciendo a los poderes del universo que nuestro altercado no hubiera tenido testigos. Por mi parte, me costaba mucho perdonar a esta rata, que me había embarcado en esta empresa tan peligrosa sólo para luego perder interés y obstruir mi camino. Mi furia contra Balfour era tan profunda que supe que iba a pasarme todo el día distraído si no le devolvía el golpe, de modo que de camino a casa visité a un alguacil que no me conocía. Bajo un nombre falso, puse una orden de arresto contra Balfour por valor de cincuenta libras. El arresto no acarrearía mayores consecuencias -sería desechado por los tribunales inmediatamente- pero me proporcionaba un gran placer imaginarme su confusión cuando un rufián le arrancase de algún lugar público y se viera encerrado en un calabozo hasta que encontrasen a un abogado que hiciese desaparecer todo el asunto.


Al perpetrar mi jugarreta contra Balfour no me di cuenta de que estaba participando en una pequeña ironía del destino. Mientras caminaba por las calles, intentando adivinar el significado de la falta de modales de Balfour, me percaté de que había un sujeto caminando unos veinte pies por detrás de mí intentando seguir mis pasos. Al principio de percibir su presencia, no estaba seguro de que me estuviese siguiendo de verdad, así que apreté el paso, esquivando con rapidez a una mujer que empujaba una carreta llena de verduras y a otra que vendía ostras a gritos. Por el rabillo del ojo vi que el sujeto seguía intentando no perderme de vista. Mi perseguidor era altísimo, quizá unos seis pies y medio, y también sorprendentemente flaco. Sus ropas eran adecuadas y estaban limpias, como si fuera un tendero o un sirviente de bajo nivel, y acababa de afeitarse. Lo cierto es que no se parecía en nada al tipo de bellaco que Wild solía tener a su servicio, pero el tipo me estaba siguiendo por alguna razón, y yo, con el encuentro nocturno con el carruaje aún fresco en la memoria, decidí considerarle peligroso hasta que no me demostrase lo contrario.

Manteniéndole a distancia como buenamente pude, me deslicé por un callejón que sabía que no tenía salida. Avanzaba en línea recta unos cien pies aproximadamente, y después de una curva cerrada, se cortaba unos veinte pies más adelante. Era un callejón asqueroso, ya que la gente de las casas de alrededor vaciaba sus aguas por las ventanas que daban a él. Las ratas chillaban ruidosamente mientras yo avanzaba al trote entre la porquería, que se me pegaba a las botas y a las medias. Me concentré en mi objetivo; fingí que no olía nada. No tenía tiempo para sentir repugnancia, porque los montículos de excrementos y los charcos de orín iban a ser mis aliados, siempre y cuando el estómago de mi perseguidor se revolviese y el mío se mantuviese sereno.

Y funcionó, porque entró despacio en el callejón. Sus propios zapatos de cuero fino le proporcionaron mucha menos protección que mis más consistentes botas. Le oí avanzar con dificultad, maldiciendo en voz baja mientras avanzaba vadeando hacia mí. Como yo ya había doblado la esquina, no podía verle, pero oía cada lento, doloroso y repulsivo paso. Le oí resbalarse, le oí salpicar, y luego oí un largo murmullo de juramentos. Si tenía el mismo conocimiento que yo de las calles de Covent Garden, sabía que el callejón era ciego y que al final iba a encontrarme acorralado. Así que siguió avanzando, reprimiendo una arcada, sobresaltándose ante las ratas, gimiendo por el frío de sus pies sumergidos. Por fin dobló la esquina oscura y, sin verme, dio unos cuantos pasos al frente, que era precisamente lo que yo esperaba que hiciese.

Salté desde el estrecho muro al que me había encaramado, y junto al cual había pasado el sujeto sin percatarse de mi presencia. Al aterrizar justo detrás de él, con la porquería salpicándonos a los dos, saqué la pistola del chaleco y le apunté en toda la cara.

– Ahora, mi cagado amigo -dije con una sonrisa despectiva-, vas a decirme quién eres y por qué me sigues, o te vas a pudrir aquí sin que nadie se dé cuenta hasta que las lluvias te lleven.

Estuvo a punto de hincarse de rodillas, pero enseguida se dio cuenta de que no era buena idea, y en lugar de eso dio unos pasos inciertos hacia delante y hacia atrás, juntando las manos en señal de súplica.

– No me mate, señor Weaver. Es mi primer día, y sólo quería hacerlo bien.

Sorprendido, pero cauteloso aún, le pregunté quién era y por qué me estaba siguiendo.

– Trabajo para el juez Duncombe, señor. Es el juez de paz. Me ha mandado que viniera a buscarle. Es la primera vez que lo hago, señor, como alguacil.

– ¿Y qué quiere el juez de mí? -le pregunté, agitando aún la pistola ante su cara, aunque ahora con más despiste que malicia.

– Quiere tomarle declaración en su sala, señor -tartamudeó el pobre alguacil, con lágrimas en los ojos-. Está usted arrestado, señor.


El juez John Duncombe podía ser descrito como una anomalía dentro del corrupto sistema judicial de Londres. Como buen administrador de justicia, era capaz de vender un veredicto de forma muy barata, antes que dejar pasar la oportunidad de incrementar su salario. Pero si no había soborno que perder no solía, como muchos otros administradores de justicia, evadir sus responsabilidades o juzgar con arbitraria crueldad. En lugar de eso, libre de los grilletes de la corrupción, había elegido dedicarse a la verdadera justicia con vigor y a menudo con sabiduría. Se decía de John Duncombe que la corrupción de la justicia era su negocio, pero la búsqueda de la justicia su placer.

No sabía si Duncombe me había llamado a su tribunal de Great Hart Street por negocios o por placer. Esperé con expectación, junto con el alguacil, atrayendo ambos miradas de burla por parte de putas y faltreros, hasta que Duncombe nos llamó al estrado.

Presidía su tribunal en un espacio bastante amplio pegado a sus propios aposentos, que se encontraban en el piso de arriba. Quizá los anteriores inquilinos hubieran utilizado la sala para bailes o entretenimientos de ese tipo, pero ahora albergaba sólo a los más desgraciados de las calles de Londres. El juez estaba sentado detrás de su imponente escritorio en un extremo de la sala, rodeado de alguaciles, secretarios y criados. Su mesa estaba cubierta de pilas de documentos, con unos pocos libros de derecho esparcidos aquí y allá, y una gran botella de vino de oporto, de la que a menudo se llenaba el vaso. A aquella hora, en plena tarde, el tribunal no estaba tan repleto de la gente más ruin que podía verse cruzar sus puertas. La costumbre de Duncombe era encargarse a primera hora de la mañana de la cosecha nocturna de prostitutas, borrachos, sinvergüenzas, allanadores de morada, atracadores y demás criminales recogidos por los guardias nocturnos.

Durante el día, un juez como Duncombe se encargaba de los asuntos retrasados que tuvieran que ver con estos criminales -como por ejemplo revisar el caso de un vagabundo a quien había condenado a unas cuantas semanas de trabajos en Bridewell- o tomaba declaración o revisaba los casos de mayor calado que se le presentaban.

Duncombe era un hombre avejentado, de mandíbula prominente, con los ojos pequeños y una nariz enorme llena de verrugas. Le quedaba sólo un escaso número de dientes, así que su rostro se derrumbaba grotescamente en torno a su boca, haciéndolo parecer un saco vacío colgando bajo una peluca amarillenta. Lo observé, pero no pude oír lo que le decía a una mujer de pie frente a él. Era joven, estaba muy sucia del arroyo de las calles, y sus ropas no hacían sino cubrir los secretos más delicados de su anatomía femenina. Duncombe le hacía preguntas con el rostro pétreo. Ella contestaba entre sollozos. Finalmente el juez realizó algún tipo de pronunciamiento, y la mujer se hincó de hinojos, dándole gracias a Dios a gritos. Uno de los alguaciles se acercó, la ayudó a levantarse y se la llevó fuera mientras ella bendecía a Duncombe con toda el alma. Esperé que su felicidad fuera un buen presagio para mí.

– ¿Señor Benjamin Weaver? -pronunció mi nombre en voz muy alta, para que se le oyese bien.

Duncombe examinó la sala con la mirada hasta que sus ojos se posaron en mí. Se negó a establecer ninguna intimidad conmigo, aunque me conocía perfectamente; yo frecuentaba su tribunal como testigo cuando traía ante él a faltreros a quienes había capturado, y le visitaba con cierta regularidad para obtener órdenes de arresto y procurarme alguaciles, pero a Duncombe no le gustaban gran cosa los apresadores de ladrones, y creía que yo debía de ser tan deshonesto como el resto de quienes se dedicaban a esa tarea.

– Acérquese -entonó-. Pero no demasiado, si hace el favor.

Me acerqué al estrado y procuré ignorar las risas de mi alrededor.

– ¿Cómo ha logrado usted ensuciarse de ese modo? -me preguntó-. Usted ha frecuentado esta sala, pero creo que es la primera vez que lo hace cubierto de orines.

– Iba caminando por la calle, señoría, cuando me di cuenta de que me perseguía un desconocido. Como no sabía que era un oficial de este tribunal, pensé que mi vida corría peligro. Busqué refugio en un callejón que, desafortunadamente, resultaba notable sólo por su porquería.

Me miró con gravedad.

– ¿Huye usted siempre de los desconocidos, señor Weaver?

– Estamos en Londres, señoría. ¿Quién que desee seguir vivo no huye de los desconocidos?

Los que habían oído mi respuesta rieron en señal de aprobación. Incluso al juez se le escapó una sonrisa.

– Le he llamado en relación con la causa abierta contra una tal Kate Cole, que será juzgada dentro de dos semanas por el delito de asesinato. Su nombre ha sido relacionado con este caso, y se me pide que le tome declaración.

Creo que mi aspecto no revelaba el temor que sentía, pero lo cierto es que era como si me hubieran vuelto a golpear en la nuca los rufianes de Wild. Me gusta pensar que abandoné la vida de criminal en parte porque no podía justificar la inmoralidad de esa vida. Aunque eso es hasta cierto punto verdad, sin duda lo es igualmente que como apresador de ladrones no tenía que vérmelas con las azarosas decisiones del sistema de justicia. No quiero ofender a los caballeros de los tribunales, pero no es ningún secreto que nuestro sistema penal, alabado en toda Europa por su severidad y rapidez, es una cosa terrible y digna de temer, y que ningún hombre, inocente o culpable, desea verse ante a él.

Mi miedo por tanto estaba muy justificado. Aunque no hubiese oído hablar en mi vida de Kate Cole ni supiese en absoluto de qué me estaba hablando el juez, ello no me garantizaría en modo alguno que no acabara colgado de una cuerda en el árbol de Tyburn. Sabía que iba a tener que proceder despacio y con cuidado.

– No tengo nada que declarar -dije, intentando con todas mis fuerzas parecer cansado y confundido-. No tengo ningún conocimiento acerca de este asunto.

Era un tema peliagudo, y aunque no me gustaba cometer perjurio ante la ley, sentía que no tenía elección. Decir la verdad con respecto a esto sería comprometer el anonimato de Sir Owen, que yo había prometido proteger. Lo único que podía hacer era intentar ganar tiempo.

– ¿Nunca ha oído hablar de Kate Cole? -preguntó el juez con escepticismo.

– Nunca -dije yo.

– Pues eso me ahorra bastante tiempo, ¿verdad?

Y fue entonces cuando supe que éste era un asunto financiero, no jurídico. Duncombe no hubiera dejado de tomarme declaración con tanta rapidez si estuviese buscando justicia en lugar de plata. La idea no me gustó en absoluto; si a Duncombe le estaban pagando para involucrarme en esto, entonces cualquier soborno que yo pudiera ofrecerle, y que él aceptaría, no me haría ningún bien. Era norma entre los administradores de justicia aceptar sobornos de todas las partes contendientes pero favorecer a la más poderosa. No tenía nada que hacer contra Wild en este aspecto.

– Señalaré que niega usted todo conocimiento de esta persona y de sus crímenes -dijo Duncombe-. Sin embargo, debe usted ser informado de que su juicio se celebrará en el Old Bailey dentro de exactamente dos semanas, y que habrá usted de estar preparado para que le llamen como testigo de la defensa. No podrá usted abandonar Londres entre hoy y esa fecha, ya que este tribunal puede volver a necesitarle. ¿Ha comprendido, señor Weaver?

Asentí.

– Creo que comprendo perfectamente, señoría.

– Entonces sólo me queda recomendarle que se dé un baño.

Con eso Duncombe me dio permiso para irme, y después de darle una amistosa palmada en la espalda al pobre alguacil, me fui de la sala con sensación de desaliento. Me imaginaba prestando declaración en el juicio de Kate Cole por asesinato. Y aunque estaba dispuesto a mentir ante alguien como Duncombe, no me sentía preparado para cometer perjurio en un juicio por asesinato en el Old Bailey. De llegar las cosas a ese punto, estaría obligado a decir la verdad, y por tanto habría de hacer saber a Sir Owen cómo se habían desarrollado los acontecimientos.

Duncombe había dicho que iba a ser testigo de la defensa. Eso significaba que no era Wild, sino Kate, quien había dado mi nombre, ya que no había razón para que Wild quisiese defender a una mujer cuya condena le proporcionaría a él cuarenta libras. Pero no era capaz de imaginar cómo Kate se había enterado de mi nombre, y de haberlo hecho, qué habría de ganar involucrándome sin ponerse en contacto conmigo primero. Sin duda comprendía que estaba ansioso por mantener mi nombre fuera del juicio y que hubiera hecho muchas cosas para conseguirlo. Era posible que Wild hubiese efectivamente metido mi nombre en el asunto para ponerme en contra de Kate. ¿Consistía su plan en ahorcar a Kate y arruinar mi reputación de un solo golpe? No podía ni empezar a adivinarlo. Elias me había aconsejado que investigase estos asuntos utilizando las probabilidades, no los hechos, pero para descubrir lo probable tenía al menos que haber lógica, y en todo esto yo no era capaz de encontrarla.

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