Veinte

Los encuentros de aquel día me habían dejado muy agitado, y era demasiado tarde para trabajar, así que en lugar de visitar la Casa de los Mares del Sur me puse a dar un paseo. Caminé sin rumbo fijo, sorteando a los mendigos al pasar por la muralla de Londres y el hospital de Bedlam, donde encerraban a los locos, y donde me temía que iba a acabar yo si no descubría pronto algo más acerca de estos extraños sucesos.

Me detuve en una taberna y pedí una jarra de cerveza y embutido, y pasé una hora o dos charlando con el amable tabernero, que me recordaba de mis días de púgil. Al salir al aire lleno de humo de la última hora de la tarde me di cuenta de que estaba en Fore Street, pero muy cerca de Moor Lane, donde Nahum Bryce, quien había sido el impresor de mi padre, tenía la tienda. Animado por la idea de que podía aún hacer buen uso de mi tiempo, apreté el paso hacia Moor Lane y encontré la imprenta bajo el rótulo de los tres cilindros.

Si el sol hubiera estado en su cenit, la luz habría inundado la amplia tienda, pero ahora, con la llegada del ocaso, habían encendido velas por todas partes, con lo que el lugar estaba lo suficientemente iluminado como para leer con comodidad. La tienda era alargada y un poco estrecha, las paredes estaban casi completamente cubiertas de libros, y al fondo había una escalera de caracol que ascendía hasta un segundo piso igualmente cubierto de estantes. Me abrumó el aroma a cuero, a cera y a flores, porque había una gran abundancia de jarrones con tulipanes cerca de donde el dependiente estaba situado, detrás del mostrador.

Me crucé con unas cuantas personas que curioseaban -un anciano caballero y una chica agradable de unos diecisiete años con una dama mayor que me pareció que sería su madre- y me acerqué al dependiente. Era un mozo de unos quince años, probablemente un aprendiz, y me di cuenta de que cualquier cosa que yo tuviera que decirle sería mucho menos interesante que observar a la chica hojeando un volumen en octavo.

– ¿Está en la trastienda el señor Nahum Bryce?

El chico se sobresaltó y me dijo que enseguida regresaba.

A los pocos momentos, emergió del fondo una mujer rechoncha de mediana edad -nunca habría sido guapa, pero quizá había sido reciamente atractiva en otro tiempo- con una pila de manuscritos en la mano. Los dejó sobre una mesa y me saludó con una especie de sonrisa, educada y cortés. Vestía de negro, el traje de una viuda, y llevaba el pelo muy bien peinado bajo una cofia modesta, si bien un poco grande.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -me preguntó.

– Quería hablar con el señor Nahum Bryce -empecé a decir.

– El señor Bryce nos fue arrebatado hace algo más de un año -me dijo con una media sonrisa forzada-. Yo soy la señora Bryce.

Incliné la cabeza educadamente.

– Lo siento mucho, señora. No puedo decir que conociera a su marido, pero me entristece de todas formas.

– Es usted muy amable -me dijo.

Le informé de que deseaba intercambiar con ella unas palabras en privado, de modo que nos retiramos a una de las esquinas de la tienda, prácticamente fuera de la vista de cualquiera que no se metiera en el rincón de detrás del mostrador.

– Me interesa saber, señora, si en algún momento durante los últimos meses ha contactado con usted un tal señor Samuel Lienzo, en relación con la publicación de un panfleto.

La señora Bryce frunció el ceño.

– ¿El señor Lienzo, dice usted? Hace tiempo que no oigo ese nombre.

– ¿De modo que le conoce usted? -pregunté ansioso.

Asintió.

– Oh, sí. Mi marido le publicó unas cuantas cosas hace algún tiempo. Pero nada en los últimos años, ya sabe. El señor Bryce encontraba su escritura un poco sombría, todo ese asunto del Banco de Inglaterra y las medidas parlamentarias. Él prefería mantener un tono algo más alegre.

– Pero usted ha publicado recientemente obras acerca de la calle de la Bolsa. ¿Qué me dice de La calle de la Bolsa al descubierto, que, según leí en la portada, publicó usted este mismo año?

Se rió suavemente.

– Sí, eso es verdad. Pero ese tipo de arenga contra los corredores, ya sabe, siempre se vende bastante bien. El señor Lienzo quería publicar cosas serias, y el señor Bryce no tenía estómago para eso. Prefería asuntos mucho más entretenidos. Novelas y obras dramáticas y aventuras galantes. Después de haber asumido yo la responsabilidad de llevar esta tienda, intenté también probar suerte con todos esos disparates políticos, pero nunca me rindieron gran cosa. No me extraña que mi marido decidiera abandonarlo.

– ¿Tiene usted alguna idea de alguien con quien el señor Lienzo haya podido contactar como editor? -inquirí.

– Sí -asintió con gravedad-. Sé que andaba en tratos con Christopher Hodge, que tenía una tienda muy cerca de aquí, en Grub Street. Pero por lo que respecta a ese desgraciado… -empezó a explicarme, pero no la dejé continuar, porque mientras hablábamos, un joven caballero muy elegante comenzó a descender por la escalera de caracol en compañía de una bella joven. No suele paralizarme la belleza hasta el punto de dejar que se entrometa en mi trabajo, pero el caso era bastante distinto, porque la dama en cuestión era Miriam.

Apenas pude contener mis emociones al verla dos veces en un mismo día, pero comprendí enseguida que no debía dar un paso al frente y expresarle mi alegría. Se había cambiado de ropa, y ahora llevaba un vestido delicioso en verde, con la cintura en marfil y unas enaguas blancas con lunares negros. Llevaba una bonita cofia en la cabeza, a juego con el traje, y parecía una aseada y respetable dama inglesa, como aquellas a las que tanto admiraba. Su acompañante parecía uno de esos señoritos a la última, vestido con un abrigo de terciopelo que se abría mucho a la altura de las rodillas, con grandes botones de oro y mucho encaje dorado. La peluca, larga y oscura, demostraba conocimiento de los mejores peluqueros de la ciudad, y la lazada de muselina en torno al cuello le sentaba muy bien a su rostro anguloso, apuesto y pálido.

Miriam estaba en compañía de un rico caballero.

Sabía que no podíamos ser vistos desde donde nos encontrábamos, así que señalé al caballero e interrumpí a la señora Bryce.

– Dios santo -juré, aunque manteniendo la voz queda-. Creo que conozco a ese caballero. A no ser que me equivoque estuve con él en Oxford. Pero soy incapaz de recordar cómo se llama.

– Ese, señor, es el señor Philip Deloney -me dijo la señora Bryce.

Chasqueé los dedos.

– Ese mismo. ¿Viene mucho por aquí?

– El señor Deloney no es un gran lector, me temo, pero gusta de utilizar mi establecimiento como lugar discreto donde encontrarse con sus jóvenes damas, y de vez en cuando me compra varios volúmenes, que me parece que elige al azar, para comprar mi silencio.

– Ah, ese Deloney siempre fue un pillo. ¿Trae aquí a muchas señoritas?

– A mí me hubieran parecido muchas cuando era joven. Ahora que soy viuda, no me parecen tantas. Quizá, para un caballero de semejante estampa sean muy pocas.

La señora Bryce lanzó una risa tímida.

– Yo lo encuentro muy apuesto -me susurró.

– Oh, creo que él estaría de acuerdo con usted, señora -observé, mientras Deloney escoltaba a Miriam al salir de la tienda. Me dirigí a la señora Bryce-: Muchísimas gracias por su ayuda. Pero ahora debo irme corriendo y retomar la amistad -le hice una breve inclinación y caminé hacia la puerta.

Me alegró comprobar que los dos se habían alejado lo suficiente de la tienda como para que yo pudiera evitar ser visto. Deloney le besó la mano a Miriam y pronunció unas palabras que yo estaba demasiado lejos para oír, y luego la ayudó a subirse a un carruaje. Lo miró alejarse y luego tomó rumbo a Fore Street. Fui tras él y le vi procurarse un carruaje también.

Estaba decidido a saber más acerca de este caballero, de modo que cuando el carruaje se puso en marcha, rompí a correr, forzando mi pierna sana al empezar la carrera, para poder alcanzarlo sin hacerme demasiado daño. La calle estaba muy concurrida, así que no me fue muy difícil hacerlo. Haciendo el menor ruido posible, salté a la parte de atrás.

Agarrado a la calesa en movimiento, se me ocurrió por un instante preguntarme por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Ciertamente había desarrollado afecto por Miriam, pero el afecto apenas justificaba una acción tan drástica. No podía menos de pensar que el asunto de la muerte de mi padre había infectado de alguna manera todas las otras preocupaciones de mi vida: todo me parecía urgente. Pese a eso, no puedo esgrimir que fuera la investigación lo que me ocupaba el pensamiento al apresurarme tras el desalmado que se había atrevido a besar la mano de Miriam. Lo único que me importaba, en aquel instante, era enterarme de quién era y qué dominio tenía sobre una mujer cuyo corazón deseaba poseer yo.

Era fácil ir agarrado al carruaje, ya que en los años posteriores a mi lesión de boxeo uno de mis mal reputados oficios había sido el hacer de lacayo -o, más bien, fingir que hacía de lacayo- con una adinerada familia de Bath. Mi plan era el de lograr acceso a la casa y, después, a la menor oportunidad, robarles despiadadamente. Pero enseguida supe que una cosa es despojar de sus bienes a desconocidos anónimos y otra muy distinta robarle las joyas a una señora muy amable que uno llevaba un mes escoltando por la ciudad. De modo que me conformé con obtener la intimidad de la hija mayor y luego desaparecer una noche, llevándome sólo unas pocas libras para mis necesidades más inmediatas.

Mi experiencia de ir montado en la parte de atrás de un carruaje me había dejado la suficiente habilidad como para vérmelas con el conductor cuando se dio la vuelta y me vio allí encaramado. Apretando la cabeza contra el coche para no perder el sombrero, me llevé la mano libre al bolsillo y saqué un chelín, que le enseñé. Luego me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Él levantó dos dedos para indicar que quería dos chelines. Yo, a mi vez, levanté tres, para indicar que le agradecería que mirase hacia otro lado. Con una sonrisa que me comunicaba que no confesaría nada aunque le torturaran, el cochero siguió cabalgando.

El carruaje se acercaba a los alrededores del edificio de la Bolsa, y luego tomó rumbo oeste por Cheapside, hasta que llegué a pensar que nuestro destino era ir a la catedral de St. Paul a rezar. Pero el señor Deloney tenía unas intenciones mucho más disolutas, ya que su destino era el célebre establecimiento conocido como White's Chocolate House, la casa de juego más selecta de la ciudad.

White's ocupaba un edificio bastante agradable de St. James Street, cerca del mercado de Covent Garden. Yo nunca había entrado, pues había abandonado la afición al juego hacía muchos años; al mismo tiempo que abandoné los modos menos honestos de ganarme el pan. White's no había estado de moda cuando yo era más joven, y yo no me había ocupado de él desde mi regreso a la ciudad.

Cuando el carruaje se detuvo, me bajé de un brinco y me deslicé hacia las sombras mientras Deloney pagaba al cochero y entraba. Entonces emergí y, fiel a mi promesa, le di al hombre tres chelines y le recordé que nunca me había visto. Se tocó la gorra y se fue.

El atardecer casi había dado paso a la noche, y me quedé de pie en la calle preguntándome qué hacer una vez dentro. Sabía muy poco acerca de ese lugar, y no quería que mi presencia allí resultara demasiado llamativa. Era el hogar de los ricos, de los elegantes y de los privilegiados, y, aunque no me asustaban aquellos hombres, no sabía hasta qué punto me iba a venir bien abrirme paso y curiosear sin más hasta encontrar al hombre que buscaba.

Las calles sombrías no estaban vacías en absoluto; la gente caminaba por la calle a poca distancia, incluyendo el gran número de fulanas que frecuentaban esta parte de la ciudad, y yo debiera haber sido más cauto de lo que fui, porque mientras estaba allí de pie, mirando a mi alrededor con la boca abierta como un bobo, sentí la punta afilada de un arma apretada contra la espalda.

No apretaba con mucha fuerza, quizá me hubiese rasgado la piel un poco, pero nada más. Por el tacto me pareció que era una espada, no un puñal. Eso significaba que habría más distancia entre la punta del filo y la mano que lo sujetaba. Esa distancia era ventajosa para mí.

Permanecí inmóvil un segundo largo hasta que oí al culpable decir:

– Deme la cartera y no le hago nada.

Por su voz pude oír que no era más que un chaval, no mayor de doce o trece años, y aunque no podía girarme para mirarle, me creía más que capaz de plantarle cara al joven rufián, que no podía conocer demasiado bien el arma que indudablemente habría robado. Di un paso rápido hacia delante y a la derecha y después, para confundirle, me di la vuelta entera muy deprisa hacia la izquierda. Mientras él le clavaba su arma al aire en el lugar donde había estado yo, le agarré por la muñeca y apreté muy fuerte hasta que la espada, vieja y herrumbrosa, se le cayó de la mano y botó contra el suelo. Manteniendo la vista fija en él, recogí su arma, y luego le retorcí el brazo por la espalda y le empujé cara a la pared.

Al mover al chico, me percaté de que dos caballeros observaban mis acciones con extraordinario interés, pero ahora no podía ocuparme de ellos. Toda mi atención estaba dirigida a este ladronzuelo, que era, como había sospechado, bastante joven. También estaba flaco, mal vestido, y desprendía un olor sorprendentemente desagradable.

– Así que quieres algo de mi monedero, ¿eh? -le pregunté.

Admito que su valentía me impresionó.

– Pues sí. ¿Qué tiene?

Le solté, di un paso atrás, y me llevé la mano al monedero.

– Aquí tienes dos peniques -le dije-. Quiero que me hagas un recado. Si lo haces bien, te doy un chelín.

Se volvió despacio.

– Vale, señor. Déjeme ver el dinero.

Ahora uno de los dos caballeros empezó a gritarme.

– No irá a dejar que se vaya de rositas, ¿no?

– Si estaba tan interesado en su apresamiento, ¿por qué no me ha ayudado entonces? -le espeté.

– No me interesaba su apresamiento, sino el que usted le apresara. Era eso por lo que había apostado.

– Deja de quejarte -se burló su amigo-. Has perdido, Harry. Paga y déjalo.

Éste es el tipo de hombre que uno encuentra delante de la White's Chocolate House.

Dejé a los jugadores y me dirigí al chico, a quien le di la dirección de Elias y un breve mensaje, y lo vi marchar, esperando que regresaría con la esperanza de cobrar el chelín en lugar de conformarse con los dos peniques. Esperaba que Elias estuviese en casa, ya que creía que su reciente jornada de celebración le habría dejado económicamente impedido para gozar de la noche durante una semana o dos. Mientras mi ladrón recadero estuvo ausente, mantuve la mirada pendiente de la puerta para asegurarme de que el señor Deloney no saliera, y también echaba ojeadas a mi alrededor, porque no quería que me tomasen por tonto por segunda vez. La espera me pareció interminable mientras me paseaba arriba y abajo de St. James's Street, observando cómo, a medida que aumentaba la oscuridad, la gente que paseaba por Covent Garden adquiría un aspecto más siniestro y desesperado. Por fin apareció Elias, con el chaval detrás.

– ¿Y mi chelín? -exigió el chico.

– ¿Y el mío? -repitió Elias-. Me merezco algo por esta imposición.

Le tiré un chelín al chaval.

– ¿Y mi espada qué? -me preguntó.

– Sólo vas a usarla para perpetrar más robos, y, con tus habilidades, pronto te verás muerto y colgado de una cuerda.

– Ya será mejor que verme muerto de hambre -me dijo con petulancia.

– Cierto -asentí, y le lancé el arma.

Era un tiro fácil, pero se le escapó y tuvo que perseguirla mientras botaba por la carretera.

Me dirigí a Elias.

– Me gustaría darme una vuelta por White's, y no se me ocurre un acompañante mejor que tú para semejante expedición.

Aplaudió como un niño.

– Espléndidas noticias. Seguro que sabes que uno debe tener dinero para disfrutar de White's -afirmó Elias-. O déjame que lo explique mejor -me dijo con una sonrisa-. Uno con toda probabilidad tiene dinero, pero creo que les hace falta a los dos.

– Te invito -le ofrecí.

– Es un placer servirte, Weaver. Déjame que te introduzca en la casa de juegos más importante de Londres.

Pagué el bajo precio de la entrada de ambos, y así nos introdujimos en el extraño mundo de las apuestas de Londres. Los lugares como White's, con su desesperación, su felicidad y su suspense, son como calles de la Bolsa en miniatura, y, de hecho, puede ganarse o, lo más probable, perderse, tanto en una mesa de juego en una sola noche como en una temporada entera en la Bolsa.

Aunque aún era pronto, White's estaba ya bastante repleto de buscadores de placer que se arremolinaban en torno a grandes mesas esparcidas por la sala, jugando al faraón, al juego del hombre o a juegos de naipes más sencillos, o tirando los dados en las mesas, o participando en una enorme variedad de juegos de la casa que no podía comprender. Olía intensamente a tabaco, a cerveza fuerte y a ropa sudada, y el ruido de las conversaciones en voz demasiado alta y demasiado animosa, puntuadas de vez en cuando por gritos de alegría o gemidos de angustia, era ensordecedor. Bonitas jóvenes, que sospecho que podían tener otras obligaciones, servían a los feligreses una serie de bebidas entre las que no vi ni rastro del chocolate que anunciaba el nombre del establecimiento. Y lo que se presentaba ante mis ojos era sólo la sala principal de White's. Sabía que había una multitud de habitaciones más pequeñas para reuniones privadas, partidas con apuestas muy altas, y encuentros con damas.

– Bueno -me dijo Elias-, ¿qué nueva aventura te trae a este lugar? No creo que andes mal de suerte y quieras ganar unas guineas.

Decidí no decirle nada a Elias sobre Miriam. No tenía ningún interés en oírle hacer más observaciones acerca de viudas y de judías guapas, así que sólo le dije que había seguido hasta aquí a un caballero sospechoso.

– ¿Y qué ha hecho este hombre para que sospeches?

– No me gustó su aspecto -repliqué con impaciencia mirando a mi alrededor.

– Eso te llevaría a seguir a medio Londres -murmuró Elias, descontento por mi evasiva-. En fin -dijo-, quizá éste sea mi golpe de suerte como tu profesor de filosofía, porque no hay mejor lugar para que veas en acción las leyes de probabilidad que una casa de juegos.

– Si esas leyes son aprehensibles, ¿por qué hay tantos hombres que pierden?

– Porque son necios y no saben hacerlo bien. O, como yo, porque están gobernados por sus pasiones y no por sus mentes. Y sin embargo tenemos herramientas para ganarle la partida al azar. Me resulta asombroso, sabes, este nuevo mundo de la filosofía en el que vivimos. Por primera vez desde la Creación misma estamos aprendiendo verdaderamente cómo pensar en torno a lo que nos rodea.

Hizo una pausa.

– ¿Cómo podemos demostrarlo de la mejor manera? -se preguntó en voz alta.

Luego se excusó por un momento, que fue el tiempo que le tomó encontrar a un caballero dispuesto a participar con nosotros en un simple juego de azar. Era un sujeto de mejillas hundidas y edad indeterminada, encorvado sobre una mesa pequeña en la que sólo cabrían cuatro hombres. Con la mano protegía una jarra de peltre con ponche como si uno de nosotros fuera a intentar arrebatársela.

– Este caballero está dispuesto a jugar con nosotros -me dijo Elias. Luego se volvió hacia nuestro amigo-. ¿Cuánto arriesga usted en un simple juego a cara o cruz?

– El cincuenta por ciento -dijo el hombre alargando las palabras-, apostando una libra.

El hombre dio un sorbo a su ponche.

– Muy bien. Dame una libra, Weaver.

¡Una libra! Estaba siendo muy atrevido con mi dinero, pero no deseaba discutir delante de este desconocido. Le di la moneda con cierta reticencia.

– Bien, aquí nuestro amigo va a tirar la moneda al aire, y tú tendrás que adivinar, antes de que caiga, si va a salir cara o cruz.

Antes de que tuviera tiempo de objetar, la moneda estaba en el aire, y yo dije cara. Cayó en la mano del jugador, pero Elias le hizo un gesto para que se abstuviese aún de descubrirla.

– ¿Qué probabilidad crees que hay de que hayas acertado?

– Una de dos, supongo.

– Precisamente.

Le hizo al jugador un gesto con la cabeza que reveló que yo había acertado y ganado, por tanto, diez chelines. Con una lentitud que mostraba su reticencia, abrió su monedero y contó las diez monedas.

– Ahora lo hacemos otra vez -anunció Elias.

Indicó al hombre que tirara la moneda de nuevo, y yo de nuevo dije cara. Volví a acertar.

Elias sonrió, como si su sabiduría fuera la razón de mi buena suerte.

– Has acertado que iba a salir cara dos veces seguidas. ¿Disminuyen tus posibilidades si aciertas la primera vez?

– Claro que no.

– Así que existe la misma probabilidad de acertar mil veces si en todas las ocasiones dices que saldrá cara.

– Creo que te entiendo. La probabilidad de que salga siempre cara es menor que la probabilidad de que salga tanto cara como cruz. Pero al final, la moneda sólo tiene dos caras, y cada tirada será cuestión de una probabilidad entre dos. Aunque sospecho que cuantas más veces se tire la moneda, más probabilidades habrá de que los dos lados salgan el mismo número de veces.

– Exacto -me dijo-. Ahora, cojamos tu dinero y vayamos a los naipes. Vamos a jugar al mismo juego, adivina tan sólo si la carta va a ser roja o negra.

Elias se sacó unos naipes del abrigo, barajó, los dispuso en abanico, y me los ofreció.

Nuestro compañero sacó una carta y me pidió opinión; le dije que roja. Descubrió la primera carta y, efectivamente, era roja. Con una mirada de disgusto, me entregó los diez chelines.

– Dios santo, Weaver. Eres el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra.

– Estoy completamente de acuerdo -sentenció nuestro amigo. Nos hizo una reverencia y desapareció entre el gentío.

Elias le observó alejarse con melancolía.

– ¡Hala! ¡Corre conejo! Pero supongo que nos ha enseñado lo que necesitábamos. Ahora déjame que te pregunte, ¿puedes seguir apostando por el rojo igual que por la cara?

Pensé en esto durante un momento.

– No hay más límite que el del azar al número de veces que puede salir una misma carta, pero sólo hay un número determinado de cartas rojas y negras en una baraja.

– Exacto -Elias asintió, obviamente satisfecho con mi respuesta-. Hubo un tiempo, y no hace tanto, en que incluso un jugador de naipes experimentado siempre consideraba las probabilidades como si fueran una entre dos, sin importarle lo que la baraja hubiera producido con anterioridad. Pero hemos aprendido a pensar de otra manera, a calcular las probabilidades. Si ya han salido dos cartas negras, las probabilidades son ligeramente menores que una entre dos. Si han salido veinte cartas negras y cinco rojas, las probabilidades de que salga una roja serán cada vez significativamente mayores. A mí esta idea me resulta obvia, pero hace doscientos años no se le habría ocurrido a nadie, a ningún hombre vivo, ¿me entiendes? Ahora mismo tampoco se le ocurre a la mayoría de los jugadores, pero ha de ocurrírsete a ti, Weaver, si has de ser más listo que quien haya cometido estos crímenes, porque adivinar las motivaciones del prójimo es muy parecido a adivinar la cara de una moneda o de un naipe. Deberás determinar sólo lo probable, y actuar según esa suposición.

– Pero mientras debo ver qué hace ese caballero.

Había descubierto a Deloney junto a una de las mesas. Su expresión no mostraba mucha alegría, y sólo pude concluir que no se le estaban dando bien las cartas.

– Ése es el hombre a quien busco -señalé.

– Diablos -susurró Elias-. Pero si es Philip Deloney.

– ¿Le conoces?

– Claro. Es la clase de hombre que procura ser visto en todos los acontecimientos de moda y da la casualidad de que yo también lo soy. Ha intentado que me interese en algunos proyectos de vez en cuando, recuerdo que tenía uno para construir una serie de canales para conectar la metrópoli con el resto de la isla, pero nunca me he fiado mucho de sus propuestas.

– Los proyectos que vende deben de ser extremadamente dudosos, para que tú no piques -observé.

– Es por el hombre en sí, ¿sabes? Nunca le compres algo a alguien que no sabe conducir sus propios negocios, porque, ¿cómo iba él, de entre todos los demás, a descubrir un proyecto que merezca la pena?

– A lo mejor podrías presentármelo -sugerí.

– Voy a necesitar unos cuantos chelines.

– ¿Para qué?

– Para mantenerme ocupado mientras tú hablas con tu sospechoso gandul.

Le entregué a Elias mis ganancias, y luego me llevó hacia Deloney, cuya cara estaba ya roja de angustia. A Elias le llevó algún tiempo captar su atención, pero por fin Deloney miró hacia él, y Elias le hizo una reverencia.

– Señor Deloney, confío en que las cartas le estén tratando bien.

– Pues confía mal, Gordon -gruñó-. Esta noche estoy maldito.

– Permítame -continuó Elias, sin prestar atención al humor de Deloney- que le presente a mi amigo, el señor Benjamin Weaver.

Deloney murmuró algo en forma de saludo, y luego me dijo:

– ¿No es usted el mismo individuo a quien he visto subido a un ring?

Hice una reverencia.

– Eso fue hace varios años, pero sí es cierto que fui púgil durante un tiempo.

– Y ahora está limpio, ¿no? Se ha convertido en un caballero, como veo. Ahora bien, podría hacerme un favor y someter a este sujeto con una buena paliza.

Deloney hizo un gesto señalando a un hombre diminuto y ceniciento de avanzada edad que estaba de pie con una baraja en la mano. Estaban jugando a un juego que yo no conocía; parecía que Deloney tenía que adivinar el valor numérico de una determinada cantidad de cartas. Y adivinaba bastante mal, si había de guiarme por su comentario.

– Dígame, Gordon -se dirigía a Elias; pero Elias ya se había ido a una mesa de backgammon, donde se congraciaba con una pandilla de petimetres.

– Bueno -Deloney me hablaba a mí ahora-, ¿no le sobrará una guinea?

– ¿Su suerte está a punto de cambiar, entonces?

– Pues sí. Consideraría un préstamo de una guinea entre caballeros como un gran favor, y estaré encantado de devolvérsela en cualquier momento después de esta noche.

Hice sólo una breve mueca ante su repentina decisión de considerarme un caballero como él, pero no le dejé entrever mis sentimientos, y con fingido buen humor le di la guinea. La cara de Deloney le traicionó, dando muestras de sorpresa e incluso de suspicacia ante la facilidad con la que le entregué la moneda, pero la tomó de todas formas y la puso sobre la mesa.

El barajador empezó a repartir las cartas, y Deloney le iba dando órdenes indicándole que quería otra o que quería que volviera a barajar. No puedo decir que comprendiese el juego, pero comprendí la expresión de su rostro cuando el hombre sacó un rey que puso sobre el montón de cartas y recogió la guinea.

Deloney se encogió de hombros y comenzó a alejarse de la mesa, pero me habló mientras lo hacía, sugiriendo así que deseaba que le siguiera.

– Ésta es la dificultad que tienen estos juegos de grandes apuestas, que uno casi nunca lo planea, sabe, y no suele traer consigo liquidez suficiente para cubrir los gastos. Creo que estará usted de acuerdo, señor Weaver, en que un préstamo de dos guineas es una imposición muy poco mayor que el préstamo de una, y si se encuentra usted de amable disposición podría usted avanzarme esa suma, y para mí sería un placer invitarle a un vaso de ponche.

Estaba claro que no habría forma de hablar con este sujeto sin rendir otra moneda. Le entregué mi última guinea, temiendo contar lo poco que me quedaba. Sonrió, la sujetó en la mano como para comprobar su peso, y luego llamó a una moza que pasaba y le pidió dos vasos de ponche.

– Me gusta pensar que soy buen fisonomista -me dijo- y puedo ver que es usted un hombre de honor. Deme la mano, señor. Me alegro de haberle conocido.

Estreché su mano.

– Lo mismo digo. Porque como ha notado usted mismo, soy bastante novato en el mundo elegante, y me vendría bien la experiencia de un hombre como usted, quien, a juzgar sólo por su aspecto, está muy bien informado de estas cosas.

– Me halaga usted en exceso. Pero sí es cierto que disfruto pasando el rato en lugares como White's. Es un entretenimiento maravilloso, incluso cuando se pierde.

– Si se me permite la falta de delicadeza, debe de tener usted a su disposición una cantidad inmensa para perder en un sitio como éste.

Hizo otra reverencia.

– Me alegra decir que me mantengo bien.

– Supongo que yo también me mantengo bien -aventuré-, pero un hombre siempre ha de luchar por prosperar. Sin embargo, yo ya no quiero trabajar para ganarme la vida. Sabe usted, señor Deloney, lo que más me gustaría del mundo sería encontrar a una joven bonita que viniese con una fortuna igualmente bonita.

Deloney sonrió.

– Es usted bastante apuesto. No veo razón para que no encuentre una joven así.

– Ya, sí, pero hay padres y demás. Siempre quieren que sus hijas se casen bien. Y, aunque estoy acomodado, se lo aseguro, no estoy en absoluto en una situación opulenta.

– Viudas -anunció Deloney-. Las viudas son lo que usted necesita. Tienen control sobre su propia fortuna, ¿sabe? Y no están atadas por las normas más estrictas de la virtud como las jóvenes con padres. Aunque yo he roto alguno de esos grilletes, se lo aseguro.

Se rió a mandíbula batiente, mostrándome una boca llena de dientes que deseé ver esparcidos por el piso. ¿Era para este sinvergüenza para quien Miriam me había pedido dinero, para alimentar su afición al juego? La idea era demasiado humillante como para producir nada más que ira, pero seguía queriendo saber algo más sobre Deloney, así que me reí con el hombre a quien sólo deseaba abofetear.

En ese momento regresó nuestra moza con los vasos de ponche. Nos hizo una profunda reverencia, para que pudiésemos disfrutar mejor de la visión de sus pechos, que se le salían del corpiño. Deloney se quedó tan absorto en ellos que ni se inmutó cuando nos dijo que cada vaso de ponche costaba un chelín. Le entregó la guinea, que ella agarró con largos y bonitos dedos.

– Si deja que me quede con esta moneda -dijo seductoramente-, haré que le merezca la pena.

Deloney alargó la mano y le acarició la barbilla con los nudillos.

– Me guardo el cambio, preciosa, pero te buscaré antes de irme, y puede que lleguemos a un acuerdo.

Ella soltó una risita, como si Deloney hubiese demostrado incomparable ingenio, y luego le devolvió reticentemente los diecinueve chelines.

Tomé un sorbo y la vi desaparecer entre la gente. El ponche podía ser caro, pero habían sido generosos con el ron, y resultaba caliente y reconfortante al pasar por la garganta. Unos cuantos vasos de aquel mejunje y cualquiera podía hipotecar su casa alegremente por jugar una mano más de whist.

Deloney dio un largo trago a su ponche y se sonrió ante algo que yo no podía adivinar.

– Viudas -le dije, con la esperanza de continuar con esta línea de interrogación-. ¿Tiene usted a su disposición una viuda de estas características? -mantuve la voz controlada y tranquila.

– Varias, se lo prometo. Varias. Acabo de venir de extraer fondos de una de ellas. Tan preciosa y tan crédula. Es una Jessica encantadora a quien he hecho creer que la liberaré de su Shylock -hizo una pausa-. Según recuerdo, usted es miembro de esa antigua raza de hebreos, ¿no es cierto? Espero que no se ofenda por la conquista de sus mujeres.

Logré forzar una risa bastante convincente.

– Siempre y cuando usted no se ofenda ante mi conquista de sus damas cristianas.

Él se unió a mi carcajada.

– Bueno, de ésas hay más que suficientes para todos.

Volvió a darle un trago a su ponche.

– He ingeniado el método más astuto del mundo de convencerla para que me entregue enormes cantidades de dinero.

No pude contener mi decepción cuando se detuvo.

– Tiene usted que contármelo -le dije.

– No puedo decirle el secreto a nadie. Pero usted ha confiado en mí. Quizá sea justo.

Elias entonces eligió el peor momento posible para interrumpirme, con el mismísimo Sir Owen Nettleton como acompañante.

– Mira esto, Weaver. He encontrado a un amigo común.

El barón palmeó a Elias en la espalda.

– Nunca le veo si no me está quitando sangre -me dijo Sir Owen, y luego, al darse la vuelta, vio a mi compañero-. Ah, señor Deloney.

Deloney sólo inclinó la cabeza, pero su rostro empalideció y su labio empezó a temblar.

– Sir Owen. Siempre es un placer verle, señor.

Se bebió el resto del ponche -medio vaso y suficiente, hubiera pensado yo, para tumbar a un hombre del doble de su tamaño- de un solo trago, y se dirigió a mí.

– ¿Puedo saber dónde vive, señor, para poder presentarle mis respetos?

Le entregué mi tarjeta, y él hizo una reverencia y se marchó.

– No creo que sea cosa mía decirle con qué compañías alternar -dijo Sir Owen-, pero espero que no se fíe mucho de ese hombre.

– Acabo de conocerle hoy mismo. ¿Cómo es que le conoce usted, señor?

– Frecuenta White's y otras casas de juego que también he visitado alguna vez. Y todo el mundo le evita, porque le debe dinero a todos los caballeros de ciudad. Bien por sus funestos préstamos, aunque la misma palabra es un insulto refiriéndose a él, o por sus proyectos fraudulentos.

– ¿Fraudulentos? -preguntó Elias-. ¿No son simplemente proyectos ineptos?

– Oh, yo creo que con Deloney no hay más que engaños; criar pollos a partir de vacas, o convertir el Támesis en un pastel de cerdo gigante. Deloney se los inventa, luego vende acciones por valor de diez o veinte libras y huye, dejando a sus víctimas con un bonito trozo de papel como recompensa.

– ¡Hum!… Yo le he prestado dos guineas -dije humildemente.

Sir Owen se rió.

– A mí me debe diez veces más, razón por la cual se ha escurrido como un roedor. No volverá usted a ver ese dinero, se lo aseguro, pero confórmese con que le haya salido tan barato.

– ¿Dónde reside? -pregunté.

Sir Owen volvió a reírse.

– No soy quién para saber dónde podría vivir semejante sujeto. De la más inmunda alcantarilla es de donde proviene, eso seguro. Si quiere usted darle una paliza hasta que le devuelva el dinero, le daré el diez por ciento del mío si es capaz de conseguirlo. Pero creo que pierde el tiempo. Ha perdido ese dinero para siempre.

Mi conversación con Sir Owen se prolongó un rato más, hasta que se disculpó para irse detrás de la misma moza que le había ofrecido sus servicios a Deloney. Elias me sugirió que le prestase más dinero para jugar, pero como no quería hacer más dispendios, le dije que los dos debíamos irnos a casa a dormir.

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