Veintidós

Fui sentado en silencio y meditabundo, tenso de ira y de dolor, mientras el carruaje siguió avanzando durante no sé cuánto tiempo. Mis raptores no dijeron ni una palabra, y en el silencio y la oscuridad reflexioné sobre quién podía haber organizado este asalto. No podía menos de sospechar de la Compañía de los Mares del Sur, pero ¿podrían los ingenieros de una vil conspiración que había acabado secretamente con la vida de dos hombres ser tan torpes como para realizar un secuestro violento ante una multitud de curiosos? Pero si no era la Mares del Sur, ¿quién querría abusar de mí de esta manera, y con qué objeto?

Por fin nos detuvimos, y me sacaron a caminar un corto trecho. Oí una puerta abrirse y sentí un par de manos que me empujaban al interior de un edificio. En pocos segundos me quitaron la capucha de la cabeza, y vi que había entrado en una casa decorada con mal gusto. Las paredes estaban adornadas con imaginería de inspiración clásica que sugería menos las virtudes de Plutarco que los excesos del Satiricón de Petronio Árbitro. No ruborizaré al lector describiendo las posturas de las estatuas de escayola y de las figuras pintadas que había en aquella cámara.

Los hombres se colocaron en torno a mí como niños cuyo seguro castigo aguardaba tan sólo el regreso de un padre. Me miraban con suspicacia, aunque mis brazos seguían firmemente amarrados a mi espalda.

Me llevaron a una sala y me ordenaron que me sentara. Los hombres se colocaron detrás de mí, pero no se fueron. Después sentí que una persona se acercaba a mí por detrás y cortaba la cuerda que me ataba las manos. Inmediatamente estuve a punto de dar un brinco, pero decidí examinar la escena en silencio antes de tomar medidas. El mobiliario de la habitación seguía la moda oriental, con jarrones de estilo chino y motivos orientales en los revestimientos de las paredes. Un cuadro, del que resaltaba el grueso marco dorado, representaba una escena de coronación entre los turcos. Intenté retener la mayor cantidad de datos posible, sin saber qué podría ser importante, porque sabía que el hombre que me tenía retenido iba a ser mi enemigo durante algún tiempo, suponiendo que me dejase vivir.

El hombre que me había soltado las manos se colocó frente a mí, y vi que era el Gran Hombre en persona que caminaba, o más bien cojeaba, hacia mí para estrecharme la mano. Aunque Jonathan Wild era diez años mayor que yo, transmitía una sensación de juventud y brillo. Su rostro ancho le hubiera parecido a alguien poco crítico naturalmente jovial, pero yo había degustado hacía muy poco sus procedimientos para no verle como un villano.

Inmediatamente detrás de Wild estaba su hombre, Abraham Mendes, que se mantuvo en pie impasible. No dio muestra alguna de recordar nuestro breve diálogo fuera de la sinagoga de Bevis Marks. Su labor, según me pareció a mí, consistía en lanzar miradas amenazadoras a todo lo que se moviera; el hecho de que me conociera no hizo variar su comportamiento en absoluto.

– Señor Weaver, me alegro tanto de volver a verle -Wild agarró mi mano y la estrechó con poderío y fuerza, como si quisiera que hasta un gesto tan nimio tuviera significado-. Realmente debo disculparme por la forma tan poco razonable en que le han tratado estos hombres. Les pedí que le trataran con cortesía, pero creo que su reputación debió de intimidarles, y recurrieron a sus modos más rudos.

Desde que me saludó en la taberna de Bedford Arms, yo había previsto volver a encontrarme con Wild, pero aún no podía imaginar qué esperaba él ganar con esta aventura. ¿Por qué me habían dado una paliza, si no era para que tuviera que vengarme de mis atacantes? ¿Por qué me habían tapado los ojos, si el mundo entero sabía que Jonathan Wild vive en una casa espaciosa que acababa de comprarse en el Great Old Bailey?

Wild ordenó a sus hombres que salieran de la habitación y se sentó en una silla de aspecto duro con enormes brazos. Mendes dio un paso y se puso detrás de él, mirándome con una frialdad que me produjo escalofríos. No podía entender cómo Mendes podía convertirse con tanta facilidad en dos personas: el escudero violento y el afable compañero judío.

– De nuevo -dijo Wild en voz baja- me disculpo por este malentendido, y espero que seamos capaces de recuperarnos de esta debacle. ¿Podría ofrecerle algo de beber para calmarle?

Cojeó hacia una jarra de licor colocada sobre una mesa en mitad de la sala, con toda la intención de servirme él mismo el vino en lugar de llamar al criado para que realizase esa labor.

– Me vendría muy bien un vaso de vino.

Moví con cuidado mi cuerpo magullado, intentando encontrar una posición cómoda. Esta conversación, me dije, iba a ser muy parecida a una pelea en el ring. Tendría que ignorar el dolor, para mantener la cabeza fría aunque mi cuerpo me estuviese rogando que me rindiera.

Wild sirvió el vino, me lo entregó con gran deferencia y luego volvió a su silla.

– Tenemos tantas cosas de las que hablar. Es asombroso, no le parece, que no tengamos la oportunidad de conversar más a menudo.

Tomé un sorbo y comprobé que el vino efectivamente me calmaba los ánimos en pequeña medida. Me estiré en el asiento, me olvidé de las punzadas que me daba la cabeza, y miré a Wild a sus ojos de villano.

– Yo encuentro poca cosa que me asombre, señor Wild, y muchas que acaban con mi paciencia. Usted puede no haber tenido intención de maltratarme, pero he sido maltratado y mi disposición no es del todo amistosa, de modo que si tiene algún asunto que tratar conmigo, haga el favor de comunicármelo.

– Muy bien, señor Weaver, yo también soy un hombre apurado de tiempo -se sentó-. Si deseo tanto llegar a un acuerdo es porque sería muy fácil que nos convirtiéramos en adversarios. Después de todo, estamos en el mismo negocio, y me temo que puesto que yo he tenido tanto éxito en el apresamiento de ladrones, queda muy poco para usted. Sin embargo creo que hay amplias oportunidades en la recolección de deudas, la protección de caballeros, e incluso en el descubrimiento de la verdad escondida tras terribles crímenes, como por ejemplo el cometido contra su padre.

– ¿Qué sabe usted del asunto? -pregunté, deseando sonar tranquilo.

Él sacudió la cabeza, como ante la ingenuidad de mi pregunta.

– Le aseguro, señor, que ocurren muy pocas cosas en esta ciudad de las que yo no tenga noticia.

– Entonces puede decirme quién mató a mi padre -respondí.

– Vaya -sacudió la cabeza-, esa información se me ha debido de escapar.

– Quizá, entonces, es que la gama de la información que usted tiene no es tan amplia como le gustaría hacerme creer.

Sus ojos se encogieron con desaprobación.

– No debe usted sacar conclusiones apresuradas. Pero he oído hablar de sus apresuramientos, y de su mal genio también. Dígame, señor Weaver, ¿es cierto que de joven, cuando trabajaba los caminos quitándole a los demás la riqueza que ansiaba para sí mismo, era usted muy apreciado por el sexo débil? He oído decir que le conocían por el nombre del Caballero Ben y que las damas le amaban incluso mientras le entregaban sus anillos y sus joyas. Una vez tuvo que desanimar a la hija de un rico comerciante que deseaba escapar con usted.

No debí sorprenderme de que supiera tales cosas. Era cierto que había adoptado un nombre falso cuando trabajaba en los caminos, y como había muchos hombres por la ciudad que me conocerían de aquella época, era inevitable que Wild conociese mi pasado. Por mi parte, yo nunca había hablado de aquel tiempo desde que me establecí en Londres. Había algunos secretos que ni siquiera le había contado a Elias.

– No me interesa discutir mis pecados de juventud.

Me mostró otra sonrisa.

– No tiene nada de qué avergonzarse. He oído que una vez, cuando un compañero de aventuras amenazó con ponerse muy bruto con una dama cuya riqueza usted deseaba, usted se volvió y le disparó directamente a la cara, matándole en el acto.

Sentí al menos cierto alivio en su repetición de este rumor que me perseguía desde hacía algunos años; no porque me alegrara que me atribuyesen estas historias, sino porque probaba que Wild sólo oía los mismos chismes falsos que levaban años circulando. Su información tenía sus límites.

– La pistola falló -dije despacio-. Nadie resultó herido, y el hombre de quien habla fue colgado por sus crímenes en Tyburn.

– Sólo espero que lo entregase usted mismo, procurándose una bonita recompensa. Me parece una lástima que ahorquen a los enemigos sin recibir más compensación que la satisfacción de verles colgados.

Estudié su rostro, esperando alguna señal que me indicase adonde quería llegar. Pero no había nada que leer en su untuosa sonrisa.

– Me temo que el quid de su discurso se me escapa, señor.

– Ah, el quid. El quid, señor, es que deseo hablar de esta investigación en torno a la muerte de su padre.

– ¿Quiere que adivine? -le pregunté con impertinencia-. Usted quiere verme suspender la investigación.

Wild se rió, como un patrón benévolo se ríe de la ingenuidad de sus subalternos.

– No, señor Weaver. Exactamente lo contrario, en realidad. Deseo asegurarme de que hace usted progresos.

Seguí sentado pacientemente esperando sus explicaciones.

– Deseo mantenerle alejado de un negocio que considero mío -continuó Wild-. Al público le entusiasmo, y no tengo ningún deseo de competir con usted por el trabajo. Ya que el apresamiento de ladrones es un asunto tan desagradable, estoy seguro de que usted querrá encontrar otras formas de ganarse la vida. Por tanto debo encargarme de que su investigación en torno a estas dos muertes tenga éxito, ya que creo que tal conclusión le abriría a usted nuevas oportunidades, y ya no seríamos competidores.

Me miró de la manera más retadora que se pueda imaginar.

– Habrá notado que no dejo que el desgraciado asunto de Kate Cole me preocupe.

Tomé un trago de vino.

– Mejor que mejor -dije, fingiendo indiferencia.

En realidad, su aceitoso discurso sólo había exacerbado mi dolor de cabeza, y no quería decir nada que prolongase nuestra conversación.

– Sí, lo de Jemmy fue una lástima -continuó Wild alegremente-. No es mucha lástima que esté muerto, porque ese hombre no era de fiar y lo hubiera llevado yo mismo ante los tribunales antes o después. La pena es no haber recibido dinero por su muerte, pero ya le sacaré algún dinero a Kate, con lo cual me da lo mismo. Se podría haber preguntado usted si me sentiría a disgusto con usted por haberse inmiscuido en mi negocio de la manera en que lo hizo, pero le aseguro que no le guardo ningún rencor. Le prometo que su nombre nunca será mencionado en el juicio de Kate.

– Me alegro de oírlo -murmuré.

No puedo decir que me sorprendiese la intención de Wild de dejar que Kate fuera ajusticiada, pero la frialdad de su resolución me inquietó. ¿Se creía encantador o terrorífico?

– Sí, supuse que le alegraría -continuó-. Bien, ¿volvemos al asunto más urgente? De veras que quiero ayudarle.

– No pienso detenerle.

Era imposible que Wild creyese que me iba a engañar con sus exageradas muestras de hermandad; no veía qué ganaba yo fingiendo ser más ingenuo de lo que él podía esperar.

– Francamente, señor Wild, no le creo, y me asombraría sobremanera que usted esperase que le creyera. A lo mejor puede usted de cirme qué es lo que quiere, y entonces yo podré irme a casa a curarme de esta reunión.

Se puso una mano sobre el pecho.

– Me hiere usted, señor -se quedó inmóvil en esta posición, y luego pareció cambiar de opinión-. No, no es cierto. Por supuesto que no me hiere; si le he estado hablando de mis planes de dejar que cuelguen a Kate, no hay razón para que me vea como algo más que un intrigante; un intrigante endiabladamente bueno, eso sí. Lo cierto es que tengo mis razones para desear que tenga usted suerte en su investigación y logre descubrir la verdad detrás de estos asesinatos. Mi negocio prospera por la plaga de ladrones que hay en esta ciudad, pero el asesinato es algo muy distinto. Un asesinato es algo que nunca justifico. Es muy malo para mi negocio. Que un hombre descubra que le falta el reloj, es una cosa, pero cuando hay tramas para acabar con comerciantes acomodados, entonces la cosa cambia.

– ¿Entonces por qué esperó a que yo comenzase la investigación? Si estos asesinatos le molestaron tanto, ¿por qué no se encargó usted mismo del asunto?

– Porque hasta que usted no comenzó a investigar, nadie creía que fueran asesinatos. Mientras el público esté contento, yo estoy contento. Pero le aseguro, Weaver, que una vez inquietos los ánimos del público por estas muertes, si ahora no es capaz de resolver el asunto, será malo para los dos.

– ¡Menuda estupidez! -no pude evitar reírme, aunque al hacerlo me dolieran las costillas y la cabeza.

Wild se rió conmigo.

– Tendrá que admitirlo. Mis razones son mis razones. Deseo que triunfe, pero si usted no desea triunfar, entonces no haga caso de mis consejos y mi ayuda. No hay hombre mejor informado en la ciudad, y puedo tener información que le sea útil. Siéntase con libertad de preguntarme lo que quiera, señor. Cualquier cosa.

Consideré su oferta.

– ¿Dónde puedo encontrar a Bertie Fenn, el hombre que arrolló a mi padre?

Wild extendió las manos para hacerme notar su impotencia.

– No sé dónde puede encontrarlo, pero he oído que trabaja para un hombre llamado Martin Rochester, que es una especie de cerebro criminal con todos los honores. No es hombre con quien jugar, por lo que he oído.

– Llevo oyendo ese nombre, Rochester, algún tiempo. Parece que el mundo entero ha oído hablar de él, pero nadie le conoce. Es muy enigmático.

– Sí, usted se ha embarcado en un camino lleno de enigmas, ¿no es cierto?

– Entonces, si lo desea, podría ayudarme a aclarar algunos de los enigmas, en lugar de añadir nuevos. Dígame todo lo que sepa sobre Rochester: a qué se dedica, dónde vive, a quién más tiene a sueldo.

Wild se limitó a encogerse hombros.

– Vaya, Rochester es un hombre de muchos secretos. No sé ni dónde vive ni quién trabaja para él, además de Fenn, claro está. No soy más que un apresador de ladrones, señor, y no soy capaz ni de empezar a comprender el mundo de los corredores de bolsa como Rochester. Estos corredores son el mismo demonio. Todo lo vuelven del revés. No hay forma de organizar el negocio en torno a ellos.

Suspiré. Estas incesantes imprecaciones contra los corredores me frustraban; no porque quisiera defenderles, ni porque estas condenas insultasen la memoria de mi padre, sino porque las mismas palabras estaban en boca de todos los hombres y eran algo peor que meramente vacías e inútiles.

– ¿Entonces realmente no tiene ninguna información que darme? Para un hombre que lo sabe todo, comparte usted notablemente poco -comencé a levantarme, e incluso este mínimo movimiento hizo que Mendes se apoyara en el otro pie.

Wild alzó la mano para detener no sé a cuál de los dos.

– Quizá no tenga exactamente la información que usted precisa. Pero oigo cosas, y me gustaría compartir con usted algunas de las cosas que he oído.

No hice ningún esfuerzo por esconder mi escepticismo.

– Por supuesto -volví a recostarme en la silla.

– Por lo que sé, fue Rochester quien organizó la muerte de su padre y la de Balfour. No sé por qué, pero sí sé que Bertie Fenn trabajaba para él. Y además, señor, sé que Rochester tiene algún vínculo con la Compañía de los Mares del Sur. Creo que tendrá usted que ir a la Compañía para descubrir la verdad acerca de estos asesinatos.

– ¿Cómo es posible que tantos hombres señalen hacia la Compañía de los Mares del Sur y que ninguno sea capaz de decirme nada más? -le pregunté.

Wild me miró con una expresión parecida a la sorpresa.

– No puedo hablar en nombre de otros hombres.

– ¿Qué relación tiene usted con Perceval Bloathwait? -inquirí.

– ¿Bloathwait? -o bien le había sorprendido genuinamente o era un actor consumado-. ¿El director del Banco de Inglaterra? ¿Qué relación podría tener yo con él?

– Eso es precisamente lo que quiero aclarar.

– Ninguna. Y sospecho que nunca la tendré, a no ser que descubra que le han robado en algún momento.

– Entonces dígame cómo sabe estas cosas acerca de la Compañía -le dije.

– A los hombres les destruyen las murmuraciones, ¿sabe? Un faltrero me cuenta una cosa, una puta me cuenta otra. Yo pongo unas cosas en relación con otras. A veces no puedo preguntar más que lo que me cuentan.

Me concentré en ver qué más podía preguntarle. No podía ni empezar a adivinar cuáles podían ser los motivos de Wild, pero si quería ayudarme, por el momento aceptaría su información.

– ¿Qué sabe de un hombre llamado Noah Sarmento? -le pregunté.

Wild podía negar que tuviese negocios con Bloathwait, pero si el contable de mi tío era un villano de algún tipo, entonces era posible que Wild supiese algo acerca de él.

Su cara era una hoja en blanco.

– No puedo decir que le conozca.

– Muy bien. Ha hecho que sus hombres me den una paliza para poder traerme aquí a ofrecerme su amistad y su aliento. ¿Estoy en lo cierto, señor Wild?

– De verdad, Weaver, ya le he pedido perdón por eso. Le he dicho todo lo que sabía sobre Rochester y sobre la relación con la Mares del Sur. Tendrá que poner usted algo de su parte.

– Entonces me pondré a ello -comencé a levantarme-. Gracias por su tiempo, señor Wild -dije amargamente, mientras intentaba no perder el equilibrio. No quería darle a Wild la satisfacción de verme en modo alguno incapacitado-. No puedo decirle qué grado de fe tengo en sus promesas, pero le aseguro que esta reunión ha resultado muy esclarecedora.

– Estoy encantado de oír eso. Sabe, señor Weaver, mi oferta sigue en pie: si desea usted encontrar trabajo conmigo, siempre hay lugar para un hombre con sus cualidades.

– Su oferta me resulta tan tentadora hoy como el primer día que la hizo, señor.

– Ah, bueno. Una cosa más que me gustaría comentarle. Es sobre el asunto de Kate Cole. No pude menos de percibir cierto escrúpulo por su parte cuando mencioné su fecha de ejecución. Supongo que es usted uno de esos infortunados a quienes les puede el sentimiento; una característica tan negativa. Se me ocurre que si la idea de que la ahorquen le inquieta, yo podría decidir librarla de la cuerda.

– ¿Y a cambio? -pregunté.

– A cambio -me dijo-, me debería usted un favor. Un favor que yo eligiese, que yo pueda pedirle cuando quiera.

Sabía que podía disponerlo y salvar su vida. Un hombre como Wild tendría precisamente la influencia necesaria para abortar el juicio, de la misma manera que tendría el poder de verla colgada si decidiese hacerlo. Pero me preguntaba qué precio me exigiría pagar para limpiar mi conciencia. ¿Qué podía significar estar en deuda con Wild, no tener elección a la hora de fijar cómo se saldaba la deuda? Pensé en su oferta en términos de probabilidad, en términos de riesgo y de beneficio, en términos de los esfuerzos de Wild por especular con vidas como si estuviese jugando con personas en una especie de bolsa de felonía. Al final, y es una decisión de la que he llegado a arrepentirme por muchas razones, puse mi miedo del poder de Wild por encima de mi preocupación por la vida de Kate. No dije nada, y vi la imagen de una Kate ahorcada en mi cabeza y me dije que si la vida de Kate terminaba de esa manera, yo sería capaz de soportar la culpa.

Decidí no honrar a Wild con una respuesta a su oferta, así que él siguió hablando.

– Pues muy bien. ¿Quiere que envíe a Mendes a acompañarle de vuelta a sus aposentos?

Miré de refilón a mi viejo conocido.

– Sí -dije, asegurándome de mantener ocultos mis sentimientos-. Creo que eso me gustaría.


Mendes y yo permanecimos sentados en el carruaje en silencio unos momentos. Finalmente se dirigió a mí.

– Comprenderá que no le devuelva las armas hasta que no lleguemos a su casa.

– Si quisiera hacerle daño, señor Mendes, no me harían falta armas. Dígame -dije, cambiando bruscamente de tono-, ¿le gusta a usted trabajar para Wild, que le trate como a su mameluco?

Mendes se rió.

– Mi trabajo con Wild me ha servido bien.

Pensé en esto durante un momento, intentando concentrarme, aunque los bruscos movimientos del carruaje agravaban mis heridas, demasiado recientes.

– Vamos, Mendes. Seamos honestos el uno con el otro. Es muy posible que Wild sea un patrón fácil, pero sigue siendo un patrón. Sea cual sea la confianza que tenga en usted, siempre seguirá usted siendo un hebreo, y nada más.

– No entiendo lo que me quiere decir -dijo Mendes-. Para Wild, un hombre no es más que la suma de sus actos. Yo no soy distinto. Mientras le sirva bien, me tratará bien.

– Nosotros, sin embargo, somos del mismo barrio -continué-. Le pido ahora que piense en ese vínculo común y me diga la verdad acerca de todo esto.

– ¿La verdad? -Mendes se me quedó mirando.

– Sí. Sé que usted y yo nunca hemos sido grandes amigos, pero tenemos un vínculo común. Usted sigue relacionándose con los judíos de Dukes Place, más que yo. Asiste usted a los oficios en la sinagoga, y admiro su deseo de mantener el contacto con nuestra gente. ¿No puede usted tener en cuenta ese vínculo y encontrar fácil ser honesto conmigo?

– Quizá sea usted quien deba ser honesto conmigo, señor. ¿Qué le motiva a usted?

– ¿A mí? Pues el deseo de encontrar al hombre que mató a mi padre. No es ningún motivo oculto.

– Sólo que a usted él nunca le importó un pimiento mientras estuvo vivo. Yo, sin embargo, le veía con bastante regularidad por el barrio, pero a usted le daba miedo poner un pie en la zona.

Apenas podía dar respuesta a estas acusaciones, que sabía que estaban más que justificadas. Me dije a mí mismo que sus palabras no querían decir nada, que Mendes no sabía nada de cómo me había tratado mi padre, que un hombre con su espíritu tampoco lo hubiera soportado. Pero no terminaba de creerme mis propios pensamientos, quizás porque cuando me fui, me fui no por rabia o por indignación o por la justicia de mi causa: me fui con el dinero de mi padre en el bolsillo.

Avanzamos en silencio hasta que el carruaje se detuvo con un tambaleo.

– Hemos llegado, señor Weaver.

Me entregó mis navajas, mi puñal y mi pistola, y me deseó que pudiera utilizarlos con salud.

– Espero que salde usted su investigación con un gran éxito -dijo Mendes cuando bajé del carruaje-. El señor Wild también lo desea. Eso puede resultarle difícil de creer ahora mismo, pero le aseguro que es cierto.

Las piernas me temblaban un poco al tocar la calle empedrada, y la luz del día, tras la oscuridad del carruaje, me hizo sentirme como un borracho recién levantado de la inconsciencia de la noche anterior. Cojeando hacia a la puerta de casa de la señora Garrison pensé en toda la información que había obtenido ese día, y me pregunté por qué no me sentía en absoluto más cerca de saber algo.

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