Veintiocho

Una extraña relación especular se estableció entre nuestros gestos, y Miriam empezó a frotarse las manos contra los pliegues del vestido. Me miró. Miró a la puerta. Apenas podía albergar la esperanza de huir, pero la idea, como lo hacen las ideas absurdas en momentos de confusión, sin duda le cruzó por la mente.

Le pedí a la chica que nos llevara a un salón privado y nos trajera una botella de vino, y nos retiramos a un despacho pequeño y limpio que ofrecía poco más que unas sillas viejas esparcidas alrededor de una mesa. Era una habitación donde se hacían negocios, y eso me agradó. Desde las paredes nos miraban retratos crudamente ejecutados de la reina Ana y de Carlos II: la tendencia conservadora en política del señor Kent era inconfundible.

Miriam se sentó muy erguida en una silla. Le serví un vaso de vino y se lo puse delante. Rodeó el vaso con sus manos delicadas, pero ni lo levantó ni probó el vino.

– No esperaba verle aquí, primo -dijo con voz queda, sin mirarme a los ojos.

Yo resulté menos tímido que Miriam a la hora de beberme el vino. Después de dar un sorbo largo, me senté e intenté decidir si era más cómodo mirarla o mirar hacia otro lado.

– ¿Cuál es su conexión con Rochester? -dije por fin. Había esperado moderar mi tono, sonar relajado, interesado, simplemente curioso. Brotó como una acusación.

Soltó el vaso y me miró a los ojos. Tenía el aire asustado y escandalizado de un mendigo en la parroquia.

– ¿Qué derecho tiene a hablarme así? He respondido a su anuncio en el periódico. No creo que eso sea un crimen.

– Pero le aseguro que el asesinato es un crimen, y un crimen muy serio, y es por razón de asesinato por lo que busco al señor Rochester.

Sofocó un grito. Se incorporó para ponerse en pie, pero luego volvió a sentarse. Sus ojos volaron por la habitación buscando algo que pudiera reconfortarla, pero no encontró nada.

– ¿Asesinato? -suspiró por fin-. ¿Qué quiere decir?

– No voy a ocultarle nada, Miriam, pero debe decirme lo que sabe de Rochester.

Sacudió la cabeza despacio, y observé cómo su sombrerito verde de lunares se balanceaba de un lado a otro.

– Sé tan poco de él. Compré… es decir, hice que me compraran unos valores a través de él. Eso es todo.

Ahora sí bebió del vino, y con ganas.

– Acciones de la Mares del Sur -dije.

Ella asintió.

– ¿Cómo compró esos fondos? Es muy importante que me lo cuente todo. ¿Se reunió con él, mantuvo correspondencia, habló con algún criado suyo? Tengo que saberlo.

– Hay tan poco -dijo. Sus uñas arañaban suavemente la superficie tosca de la mesa-. Yo… yo no tuve contacto personal con él. Tenía a alguien que se relacionaba con él por mí.

– Philip Deloney.

– Sí. Desde hace algún tiempo tengo claro que usted sabe que nosotros… -su voz se convirtió en un hilo.

– Que son amantes, sí. Y que él es una especie de jugador a pequeña escala y un corredor.

– Ha comprado y vendido en el Jonathan's en mi nombre -me explicó en voz baja-. Tengo tan poco dinero, y necesitaba intentar asegurar más para poder establecerme por mi cuenta.

No tuve más remedio que reírme. A Elias le hubiera encantado oír este extraño apareamiento del corazón y el dinero, el romance que se compraba y se vendía en la Bolsa. Miriam me miró perpleja, y yo me deshice de mi jolgorio, porque se parecía a la risa del pánico.

– ¿Cuál es la naturaleza de la relación entre Deloney y Rochester?

– Sé que es una relación distante. Philip le ha estado buscando y no logra encontrarle.

– ¿Y por qué le ha estado buscando? Es más, ¿por qué ha venido usted a buscarle aquí hoy?

– Philip dispuso que Rochester comprara fondos de la Mares del Sur en mi nombre. En su nombre también.

– ¿Pero por qué? Usted mantiene una relación, aunque sea una relación extraña, con Adelman. Evidentemente no necesitaba una tercera persona para procurarle acciones.

– El señor Deloney me dijo que Rochester podía conseguirnos acciones con descuento, por quince, o incluso veinte libras menos que el precio de mercado. Sé por el señor Adelman que las acciones están a punto de subir, así que, con el descuento, pensé que conseguiría el suficiente dinero para mudarme de casa de su tío. Pero Philip se cansó de esperar, y necesitaba convertir sus acciones en dinero contante y sonante. El acuerdo era que no intentaríamos reconvertir las acciones durante un año desde el momento de la compra (tenía que ver con el modo en que habíamos recibido el descuento) pero Philip quería plata. Intentó localizar a Rochester para que le dijera cómo conseguir la conversión, y no conozco la naturaleza de su correspondencia, pero sí sé que le agitó severamente. Apenas me hablaba del tema, sólo me decía que las acciones ahora no eran más que basura. Así que cuando vi el anuncio en el periódico, pensé que podría enterarme de algo más.

– ¿Es usted dueña, es decir, tiene en su poder las acciones de la Mares del Sur?

Miriam asintió.

– Por supuesto.

Junté las manos.

– Nunca he oído una noticia tan buena.

– ¿Buena noticia? ¿Por qué iban a ser mis acciones una buena noticia para usted?

– Lléveme hasta sus acciones y se lo enseño.

Dejamos el café apresuradamente, después de decirle a la moza que recogiese los nombres de cualquiera que viniera buscándome. Regresamos a la casa de Broad Court, y Miriam me invitó a su vestidor, donde sacó una caja de filigrana dorada llena de grueso papel de pergamino. Primero miré los documentos más delgados: acciones de proyectos, en su mayoría para la construcción de dos nuevos puentes sobre el Támesis. Había visto a Elias engañado con sus propios proyectos con demasiada frecuencia como para no reconocer a primera vista mera palabrería.

– Creo que el señor Deloney la ha tomado por tonta con esto. No son más que promesas vacías.

– ¿Que me ha tomado por tonta? -Miriam miró los papeles-. ¿Entonces dónde está el dinero?

– En la mesa de juego, supongo.

Entonces me hallé haciéndole la pregunta que no había pensado formular.

– ¿Fue para este ladrón para quien quiso que yo le prestara veinticinco libras?

– Le había dado toda mi asignación, y le había prometido asignaciones futuras -dijo con voz queda-. Me había quedado bajo mínimos después de comprar esto.

La mano de Miriam tembló al sacar las acciones de la Mares del Sur. Eran un conjunto impresionante de documentos, escritos sobre el pergamino más fino en la caligrafía más elegante. Proclamaban su autenticidad a cualquiera que les echase un vistazo.

Sin embargo, yo estaba completamente convencido de que eran falsos.

Sabía que Rochester vendía acciones falsas, y sabía que Deloney andaba en tratos con Rochester. El inexplicable descuento que Miriam había recibido sólo confirmaba mi sospecha.

Por lo poco que sabía acerca del precio de las acciones, podía entender por qué Miriam estaba tan falta de liquidez. Se había gastado quinientas o seiscientas libras en acciones que no valían ni dos peniques. Me dolía tener que decirle que había destruido sus ahorros.

– Creo que estas acciones no son más que un fraude -le dije con suavidad.

Me las quitó de las manos y las miró. Sus pensamientos eran evidentes. Tenían un aspecto tan sumamente real. Había sido tonta por creer en aquellas participaciones en proyectos, pero éstas: éstas parecían oficiales, estampadas en relieve, aprobadas.

– Está equivocado -dijo al fin-. Si fueran falsificaciones, no hubiera recibido el pago de un dividendo, como hice el trimestre pasado.

Sentí una especie de terror frío. Me deslicé despacio hasta el diván de Miriam e intenté comprender lo que había escuchado. ¡Un dividendo! Entonces quizá las acciones no fueran falsas, y si se las había comprado a Rochester, entonces a lo mejor Rochester sólo vendía acciones legítimas. Después de todo, Virgil Cowper, el empleado de la Mares del Sur, me había dicho que había visto el nombre de Miriam en los archivos de la Compañía. Apreté los puños e intenté comprender qué podían significar los dividendos de Miriam, y de qué manera podían significar lo que más temía: que Rochester no era ningún villano y que yo había estado equivocado desde el principio.

Alargué el brazo y volví a coger los papeles de manos de Miriam. Mis ojos recorrieron todo el pergamino, buscando no sabía qué, alguna prueba de su falsedad, como si pudiera reconocer tal cosa si la tuviese delante de los ojos. Temía que mi ignorancia me hubiera llevado, a este momento, el momento de la revelación de mi propia estupidez. La probabilidad de Elias no había dado más fruto que el fracaso.

Miriam tomó las acciones de mis manos de nuevo y volvió a meterlas en la caja.

– ¿Cómo pueden ser falsas? -preguntó, sin darse cuenta de que su información me había destrozado-. A mí me parece que de ser falsas un corredor como su padre hubiera reconocido su falsedad enseguida.

Me zafé de mi desolación.

– ¿Mi padre? ¿Las vio?

– Sí. Pasó por aquí por casualidad una tarde cuando yo las había sacado de la caja. Supongo que estaba, soñando despierta, pensando en la casa que podría alquilar cuando las vendiese. Me preguntó si podía verlas, y yo no me atreví a negarme. Le rogué que no se lo dijera a nadie, que deseaba mantener mi especulación en bolsa en secreto, y esperaba que él lo entendiese.

– ¿Qué le dijo?

– Estuvo muy raro. Me lanzó una especie de mirada cargada de intención, como si compartiésemos un secreto, y me dijo que podía contar con su silencio. Admito que me sorprendió porque temía que le contase el secreto a su tío sólo por el placer de hacerlo -bajó la mirada, sintiendo una súbita vergüenza por haber insultado a mi padre-. Lo siento -dijo.

A mí ya todo me daba igual. De haberme dicho que mi padre había resultado ser mahometano me hubiera dado igual. Le cogí la mano y se la llené de besos. En las horas futuras recordaría este momento y me reiría de mí mismo, porque en aquel instante no pensaba apenas en Miriam como una mujer hermosa, sino como un hermoso vehículo de buenas noticias. Mi padre había visto las acciones. E incluso sin haber estudiado su panfleto, sin haber leído lo suficiente como para ni siquiera recordarlo bien, sí había leído lo suficiente como para comprender la naturaleza de las acciones de Miriam, y cómo podía ser que le hubiesen reportado dividendos.

Y lo que es más, comprendía ahora que no había sido un necio y que la filosofía de Elias me había servido muy bien, mejor de lo que podía haber imaginado.

Miriam me retiró la mano, pero apenas pudo contener la explosión de una carcajada genuina.

– Es usted el hombre más loco o el más volátil del mundo. En cualquier caso, le agradecería que dejara de babearme la mano.

– Usted perdone, señora -casi grité-. Pero me ha dado precisamente la información que necesitaba, y estoy de lo más agradecido.

– ¿Pero qué es? ¿Puede haber alguna conexión entre estas acciones y su padre? ¿Qué puede…? -se detuvo. La sangre se le retiró del rostro y su boca se abrió despacio en una expresión de haber comprendido, y de estar horrorizada-. Está buscando a Rochester. Es sobre su padre, ¿verdad? El señor Sarmento no tenía razón.

Sólo entonces se me ocurrió que ella no lo sabía. Había estado inmerso tan profundamente en mi investigación que había creído que a todo el mundo su naturaleza le resultaba obvia. Pero Miriam no lo había sabido, y se había preguntado de qué hablábamos mi tío y yo en el despacho, y se había preguntado por qué me había mudado a su casa.

Asentí, ya que ahora comprendía que el extraño comportamiento de Miriam había estado basado en una vana especulación, en su propio ejercicio fallido de probabilidades.

– Claro. Usted pensaba que yo estaba investigando un asunto diferente, ¿no es cierto? Sarmento le contó algo. Por eso estaba enfadada. Pensaba que la estaba investigando a usted, a su dinero, a su intimidad con Deloney.

Lentamente se sentó en el diván, y lentamente se llevó una mano a la boca.

– ¿Cómo puede Philip estar implicado en algo tan espantoso?

– Eso es lo que debo descubrir. Puede haber estado compinchado con Rochester para engañarla a usted y a no sé cuántos más. A lo mejor él mismo estaba engañado y nunca quiso perjudicarla.

– ¿Pero cómo podía él estar engañado? Él mismo falsificaba acciones -señaló las acciones de los absurdos proyectos que poseía-. Sabía que eran falsas cuando las compré. Eran sólo cinco libras de vez en cuando, y no podía soportar avergonzarle negándome.

– Pero está claro que estas acciones de la Mares del Sur son de calidad muy superior. A lo mejor el cazador fue cazado. Pero no tenemos tiempo de ocuparnos de Deloney. Ahora no. Nuestra primera preocupación ha de ser llevar estas acciones a la Casa de los Mares del Sur.

Miriam se llevó una mano a la boca.

– Pero eso tiene que ser peligroso. Si saben que tenemos acciones falsas, ¿no tomarán medidas contra nosotros?

– Saben que no hemos sido nosotros quienes han falsificado estas acciones. Creo que sospechan de Rochester y de su fraude, pero hasta ahora no tenían pruebas de que estas falsificaciones existían. Y creo que le van a pagar una bonita suma por ellas, porque desean hacer desaparecer toda prueba de su existencia.

– ¿No sería mejor intentar venderlas antes de arriesgarnos a llevarlas a la Casa de los Mares del Sur?

Sacudí la cabeza.

– No podemos arriesgarnos a quedarnos con ellas. Cuanto antes se las quite de encima y las convierta en dinero real, más segura estará. Creo que he podido ponerla en peligro, Miriam, a usted y a esta casa, porque el mundo entero sabe que busco la verdad acerca de la muerte de Samuel Lienzo, y el mundo entero sabe que Samuel Lienzo era mi padre. Quienquiera que haya falsificado estas acciones puede saber que algunas de ellas están a nombre de Miriam Lienzo. Debemos deshacernos de ellas enseguida.

Dejé que Miriam se quedase con dos de los documentos y me coloqué el resto por mi persona. Luego salimos a la calle y nos procuramos un carruaje para que nos llevara hasta la Bolsa.

– Está incómoda -le dije conforme nos aproximábamos a Threadneedle Street.

Sus manos temblaban ligeramente.

– Temo que vaya a ocurrir algo terrible ahí dentro -respondió-. Que vaya a perderlo todo. Me ha explicado tan poco.

– No ha hecho nada malo, Miriam. La han estafado, y resulta que en este asunto yo creo que algunos hombres muy ricos pueden estar dispuestos a pagar por mantener esta estafa en secreto. Tengo mis propios intereses que satisfacer en la Casa de los Mares del Sur, pero mi compromiso fundamental es el de ayudarla.

Asintió, creo que más resignada que reconfortada. Así que entramos en el edificio. Conduje a Miriam suavemente hasta la oficina que había visitado previamente y allí pedí hablar con el señor Cowper, pero uno de los empleados me dijo que hacía varios días que Cowper no aparecía por la oficina.

– Hace casi una semana que no le veo -murmuró-. Raro. Solía venir a trabajar muy regularmente.

– Entonces querría hablar con alguna otra persona acerca de un tema de lo más urgente.

– ¿Qué tema es ése? -su altivez me indicaba que no le gustaba mi voz. Mejor que mejor.

– El tema de la falsificación de acciones -le entregué al empleado uno de los documentos de Miriam.

Por la reacción que desató mi declaración, podía bien haber apuñalado al empleado en el corazón. Los demás oficinistas soltaron la pluma en mitad de la frase. Una pila de libros mayores cayó al suelo. El hombre con quien hablaba empujó la silla hacia atrás, haciendo que la pata chirriara torturadamente contra el suelo.

Se levantó y estudió el papel.

– Oh, esto -dijo con una risa nerviosa-. Por supuesto. Es un error que, ya sabe… -se aclaró la garganta-. Ahora mismo vuelvo -añadió abruptamente y se fue corriendo por el pasillo.

Permanecimos allí de pie algunos minutos, con los hombres de la Mar de Sur mirándonos, hasta que el primer oficial regresó y nos pidió que le siguiéramos.

El oficial empezó a caminar a un ritmo tan absurdo que a Miriam le costaba seguirle. Los faldones sueltos de su vestido se agitaban en torno a su figura como alas. Él se detuvo varias veces, a unos quince pies por delante de nosotros, para animarnos con la mano a que nos diéramos más prisa, y nos llevó pasillo abajo, nos hizo subir dos tramos de escalera y luego nos introdujo en una oficina privada, una habitación con una gran mesa en el centro y varias ventanas que daban a la calle. Nos recomendó que aguardásemos un rato y dio un portazo al salir.

Miriam me miró fijamente.

– ¿Qué va a ocurrir? -comenzó con voz trémula.

– No se asuste -le dije, aunque quizá yo también estuviera un poco asustado-. Me parece que esto se está desarrollando a las mil maravillas. Hemos captado su atención. Llevamos ventaja. Pueden intentar asustarnos, Miriam, pero tendrá que aguantar con fortaleza sus duras palabras. Y esté tranquila que no dejaré que nada malo le suceda.

Me temo que mis palabras consiguieron asustarla más en lugar de tranquilizarla. Miriam empalideció, se dejó caer despacio en una silla y se puso a abanicarse muy deprisa. Yo fingí una pose tranquila, pero me coloqué frente a la puerta, preparado para cualquier eventualidad. Era inconcebible que la Compañía de los Mares del Sur intentase ejercer violencia contra mí en sus propias dependencias, pero ya no era capaz de descartar ninguna posibilidad.

– Ha de recordar -comencé, esperando ofrecerle consuelo- que es usted quien tiene ventaja sobre esta compañía. Puede que quieran convencerla de lo contrario, pero no olvide nunca que harán cualquier cosa para obtener su silencio.

Lo cierto es que me temía que eso fuera verdad.

Esperamos bastante más de una hora, y cada momento que pasaba veía a Miriam más preocupada. Hablaba de vez en cuando para sugerir que sin duda se habían olvidado de nosotros, y que podíamos irnos sin más, pero yo me negaba.

– No puedo creer que sean tan descorteses de encerramos en esta habitación para luego no hacernos caso. Quizá no debamos soportar esta indignidad. Vámonos ahora mismo.

Sacudí la cabeza.

– Es demasiado tarde para eso. No podemos volver a poner las cosas como estaban. Es mejor tener este enfrentamiento ahora, mientras seguimos teniendo la ventaja de la sorpresa.

Había elegido mal mis palabras, porque Miriam se puso a jugar nerviosamente con la tela de su vestido, tirando de un hilo suelto de la manga hasta que temí que toda la prenda se deshilachara.

Por fin la puerta se abrió de golpe y entró un hombre gordo, de tez colorada y edad madura, agitando la acción de Miriam por encima de la cabeza. Llevaba una peluca oscura y espesa que contrastaba con su complexión de gusano.

– ¿Quién ha traído esto aquí? -preguntó. Dio un portazo tras de sí y golpeó la mesa dejando el papel encima.

Miriam se estremeció como si la hubiesen agredido. Sin duda ésa había sido precisamente la intención de aquel villano.

– La acción pertenece a esta dama -dije-. ¿Y quién es usted, caballero?

– Quién soy yo a usted no le importa, Weaver. Lo que me importa es este descarado intento de comprometer a la Compañía de los Mares del Sur y la integridad de las riquezas de la nación. ¿Acaso creía que iba a poder hacer pasar esta basura por legítima en la Casa de los Mares del Sur? -preguntó, mirando a Miriam directamente a los ojos-, ¿que no nos íbamos a dar cuenta de que era una falsificación? Sabemos que tiene más como ésta, ramera escurridiza. ¿Dónde están?

Miriam se puso en pie y pensé que le abofetearía. Y no recuerdo muy bien por qué evité que esta valiosa mujer administrase un castigo tan bien merecido. Pero lo cierto es que me entrometí.

– ¡Sinvergüenza! -exclamé, metiéndome abruptamente entre ellos-. ¿Cómo se atreve a hablarle a una dama de esa manera? Si fuera usted algo más que un pastelillo hinchado le daría una patada en el trasero aquí mismo. No puede usted creer que esta dama sea la autora de la falsificación. Si sus problemas sólo se limitaran a tener delante a una viuda cuidadosa con sus ahorros, sería usted muy afortunado. No entiendo qué pretende conseguir insultando a una dama, a quien me parece que debe usted mucha más cortesía, y sé que no espera usted que permita que una dama bajo mi protección soporte semejante trato.

– No intente engañarme con sus mentiras de rufián callejero -bramó el hombre, casi directamente en mi cara-. Esta mujer es culpable de falsificación, y mi intención es la de llevarla ante un tribunal.

Ésta era una amenaza estremecedora. No podía haber duda de que la Compañía podía amañar una condena si deseaba verla colgada.

Miriam se volvió hacia mí. Era una mujer fuerte, pero podía ver que esta amenaza la había asustado. Sus ojos estaban húmedos y sus dedos temblaban.

– Me dijo que no corríamos peligro -empezó a decir.

– No se preocupe -le dije con voz queda-. No se atreverá a acusarla ante la ley.

– Ya veo que es usted el cómplice de esta fulana, Weaver. Más le vale preocuparse, y a usted también. ¿Cómo puede creer que una Compañía, vigilada tan de cerca por el Rey, y entre cuyos directores se cuenta el mismísimo Príncipe de Gales, soportaría ser víctima de un insulto de esta magnitud?

– No hay duda de que la Compañía ha sido víctima de un insulto -repliqué-, independientemente de quienes sean sus patronos. Lo que está en tela de juicio es quién ha insultado a quién. Usted sabe muy bien, señor, que la señora Lienzo no tiene nada que ver con la falsificación.

– En cuanto a usted, Weaver -me espetó-, descarto la idea de que haya tenido nada más que los motivos más viles para perpetrar este crimen, ¡y no descansaré hasta verle ahorcado!

– No conozco su nombre -respondí- y no sé qué cargo piensa usted que detenta, pero sé lo que es usted en realidad, y seré yo quien le vea a usted pagar el precio del asesinato.

– ¿Pagar yo un precio por asesinato? ¡Sin duda está usted loco! Es usted quien ha cometido asesinatos, como me he esforzado mucho en descubrir. ¿Creía usted, alguien que tan públicamente se ha declarado nuestro enemigo, que nos iba a pasar desapercibido? Sé que está usted implicado en el caso de Su Majestad contra Kate Cole, y sé que está usted involucrado en la muerte de ese canalla. Esta Compañía está decidida a verle juzgado por los tribunales.

Estaba asombrado. No podía creer que este hombre hiciera una declaración tan atrevida. Sentía que era una confesión de su relación con los hechos, pero no podía adivinar cuál era esa relación exactamente. ¿Significaba esto que la Compañía estaba compinchada con Wild? ¿Que la Compañía prácticamente había confesado que estaba detrás de la muerte de mi padre? No era capaz de resolverlo. Me sentía como un animal atrapado, y tuve que reprimirme para no saltar sobre este hombre y darle una paliza que le hiciese desangrarse.

Miriam lo observaba todo enmudecida. Su rostro era el de una niña cuyos padres se pelean delante de ella. Deseaba que no se hubiese tenido que sentir tan amenazada, pero ahora ya no había nada que hacer para remediarlo.

– Ha dado usted un paso en falso -le dije al hombre de la Mares del Sur- al convertirme en su enemigo.

Profirió una carcajada, y mi furia se inflamó, porque sabía que no tenía nada con lo que amenazarle más que la violencia del momento. Pero entonces un pensamiento vino a mi mente.

– Si quiere usted silenciarme, le sugiero que lo haga aquí y ahora. Todo lo que dice no es más que un farol, porque le aseguro que en el momento en que salga de este edificio informaré al mundo de la existencia de estas acciones falsas.

– Quizá nos estemos apresurando.

No había visto entrar a Nathan Adelman, pero estaba de pie en el umbral, con un aspecto levemente divertido.

– Quizá la señora Lienzo no sea más que una víctima, y no una villana.

Supe instantáneamente cuál era su juego: Adelman iba a adoptar el rol de hombre compasivo. Miriam suspiró con alivio, pero supe que era demasiado lista como para que pudieran engañarla por más de un instante.

– Mantente fuera de esto, Adelman -dijo el otro hombre-, no sabes de lo que estás hablando.

– Creo que sí lo sé. Miriam, usted sólo quería convertir estas acciones en dinero líquido, ¿no es cierto?

Ella asintió despacio.

– Veo claramente que la han timado, y le voy a decir lo que vamos a hacer. La Compañía está dispuesta a pagarle trescientas libras por estas acciones. ¿Le parece un trato satisfactorio?

Vi que Miriam, en su ignorancia, estaba dispuesta a aceptar esta pobre oferta. Yo me negué.

– Adelman -le espeté-, ¿por qué juega a tratarnos como a dos tontos si no lo somos? Sabe perfectamente que si estas acciones fueran válidas podríamos venderlas por más del doble en el mercado bursátil.

– Ha aprendido usted un par de cosas sobre los valores, Weaver. Me alegra comprobar que es usted el hijo de su padre después de todo. Sí, las acciones de la Mares del Sur se están vendiendo ahora por más de doscientas libras, pero éstas no son acciones válidas: no valen más que el papel en el que están impresas, es decir, apenas nada. Trescientas libras a cambio de apenas nada es una buena oferta, me parece a mí.

– Lo que tenemos Miriam y yo vale mucho más que eso -le dije-, porque ahora tenemos pruebas de que hay en circulación acciones fraudulentas de la Mares del Sur. ¿Qué efecto tendrá eso sobre su valor en el mercado una vez que se corra la voz, Adelman? Sus esfuerzos por eclipsar al Banco llegarán a su fin repentinamente. Ni se le ocurra probar con nosotros una de sus tretas de Compañía, porque nos hemos preparado colocando ejemplares de estas acciones fraudulentas en media docena de lugares diferentes -mentí apresuradamente-. De no ir a recogerlas antes de la hora convenida, nuestros asociados las sacarán a la luz pública. No puede amenazarnos con hacernos daño ni destruir estas acciones sin ver a su Compañía completamente arruinada.

Miriam y yo nos miramos el uno al otro y asentimos, como si hubiésemos ensayado la mentira. Me encantó verla comportarse con autoridad: cruzada de brazos, sacando pecho, la barbilla en alto. Sabía que el equilibrio del poder había cambiado de lado.

El compañero de Adelman casi escupe al ver la imagen de nuestra complacencia.

– ¿Se atreve a amenazar a la Compañía de los Mares del Sur? -ladró.

– No más de lo que esta Compañía nos amenaza a nosotros. Déjeme que le haga una contraoferta. Esta mujer firmará un papel jurando que nunca revelará su conocimiento del fraude de las acciones, y le entregará a ustedes todas las acciones falsas que posee. Hará esto a cambio de cinco mil libras.

Miriam no tuvo la suficiente compostura como para no sofocar un grito ante la mención de tamaña suma, una suma muy por encima de lo que había soñado tener a su disposición; no comprendía que lo que para ella significaba la opulencia no era más que una minucia para una compañía que en unos pocos meses iba a ofrecerle un regalo de millones de libras al gobierno a cambio del derecho a hacer negocios.

– ¿Cinco mil libras? ¿Está usted loco, señor? -ladró el sujeto brusco.

Adelman, sin embargo, desempeñaba el papel más diplomático, y vi inmediatamente que estaba aliviado de haber escapado de forma tan barata.

– Pues muy bien, Weaver. Miriam, ¿estará usted de acuerdo en firmar un documento? Si incumple su promesa entonces se considerará que ha roto el acuerdo y le deberá a la Compañía cinco mil libras, por las que le aseguro que la llevaremos a juicio.

La dama había recuperado su compostura.

– Acepto sus términos -dijo con calma, aunque creo que estaba dispuesta a cantar de alivio y de emoción.

– Y ahora -dijo Adelman a Miriam-, ¿le importaría esperar fuera durante un momento mientras concluimos nuestros asuntos con el señor Weaver?

Apenas había salido de la habitación cuando el hombre desagradable se puso a gritarme de manera exaltada.

– Se creerá usted que está fuera de nuestro alcance, Weaver, por habernos desafiado de este modo, pero déjeme que le asegure que esta Compañía es capaz de destruirle.

– ¿Del mismo modo que destruyó a mi padre, a Michael Balfour, y a Christopher Hodge, el librero?

– Tonterías -dijo Adelman, agitando una mano en el aire-. No puede usted creer que la Compañía orquestó esos crímenes. La sola idea es absurda.

Creía que tenía razón, pero no aparté la mirada.

– ¿Entonces quién lo hizo?

– Caramba, creí que llegados a este punto lo sabría usted -dijo despreocupadamente-. Martin Rochester.

Sospeché que me estaba probando, intentando sonsacarme lo que sabía.

– ¿Y quién es Rochester?

– Eso -respondió Adelman- estamos tan ansiosos como usted por saberlo. Sólo sabemos que es un seudónimo utilizado por un torpe procurador de acciones falsas. No es más que un falsificador insignificante que ha engañado a un pequeño número de personas: mujeres como la señora Lienzo, que no saben nada de la Bolsa.

– Eso es mentira -dije-. Rochester es algo más que un falsificador insignificante, y apuesto a que ha engañado a más de un pequeño número de damas con guantes blancos.

Miriam había recibido dividendos, cosa que sólo podía significar que alguien había ayudado a Rochester a falsificar los registros además de las acciones. Cuando mi padre vio sus acciones, comprendió enseguida lo que significaban. «Este fraude sólo puede haber sido perpetrado con la cooperación de ciertos elementos dentro de la propia Compañía de los Mares del Sur -había escrito-. La Compañía es como un trozo de carne, podrida y repleta de gusanos».

– Dígame -le dije con una amplia sonrisa-. ¿Qué ha sido del señor Virgil Cowper?

– No nos dedicamos a espiar a nuestros empleados -ladró el hombre de la Mares del Sur con inesperado vitriolo-. No me gustan nada sus necias preguntas.

– ¿Así que qué quieren de mí? ¿Qué más amenazas pueden hacerme? ¿Debo temer más violencia y más robos para que ustedes puedan seguir guardando el secreto?

Adelman y su compañero intercambiaron miradas, pero fue Adelman quien habló.

– Ha deducido usted correctamente que deseamos mantener el asunto de las acciones en secreto, pero no vamos a amenazarle. Y no sé nada de violencia ni de robos.

– ¿Pretende usted que yo crea que no intentaron ustedes, en modo alguno, suprimir un panfleto que escribió mi padre y que hubiera sacado a la luz la existencia de las acciones falsas?

Volvieron a intercambiar miradas.

– Hasta este momento -dijo Adelman-, no sabía que su padre hubiera tenido intención de escribir tal panfleto. No puedo creer que fuera tan temerario. Si se ha encontrado usted con algo así, sospecho que no es más que otra falsificación.

No sabía si darle crédito siquiera a esa posibilidad. El manuscrito me había parecido a mí estar escrito con la letra de mi padre, y creo que mi tío hubiera reconocido una falsificación, pero mis enemigos sin duda eran expertos falsificadores. Aun así, el fuego que acabó con la vida de Christopher Hodge, el impresor de mi padre, no había sido falso; y no fue un ladrón falso el que se llevó el único ejemplar del manuscrito de mi habitación. Alguien estaba desesperado por borrar todo rastro de ese documento.

– Hay abundantes pruebas que me indican que el panfleto era real -anuncié.

– Esas pruebas han sido amañadas -dijo Adelman cansinamente- para engañarle.

Sacudí la cabeza. No pensaba creérmelo.

– ¿Y no tiene usted nada más que decirme que me ayude a descubrir quién mató a mi padre?

– No estamos aquí para ayudarle, Weaver -me espetó el hombre desagradable.

Adelman levantó una mano para silenciar a su compañero.

– Me temo que no, señor Weaver. Excepto asegurarle que nuestros enemigos le han estado utilizando. Sospecho que aquí anda la mano del Banco de Inglaterra.

– Eso es una falacia -susurré agresivamente.

Llevaba demasiado tiempo en este negocio como para creer que me habían estado llevando por el camino equivocado desde el principio. A pesar de todo, no podía olvidar completamente las palabras de Adelman, y me llenaron de ira contra mí mismo y contra él y contra casi cualquiera cuyo nombre se me pasara por la mente.

– Se lo advertí, como usted recordará -continuó Adelman-. Estábamos sentados en el Jonathan's y yo le dije que no podía verse a sí mismo en el laberinto, pero que los maestros del juego lo veían a usted y lo llevarían por el mal camino. Y así ha ocurrido. Todo lo que se ha esforzado tanto en descubrir ha resultado ser una mentira.

– ¡Tonterías! -proclamé, esperando silenciar sus patrañas con la fuerza de mi convicción-. He descubierto que la Compañía de los Mares del Sur ha sido violada con falsificaciones, y eso no es mentira. He descubierto que el tal Rochester, que sin duda mató a mi padre, está detrás de estas falsificaciones.

– Es mucho más probable que el fantasma de Rochester, aunque sea un villano, no tenga nada que ver con su padre -dijo Adelman suavemente-. Nuestros enemigos sólo deseaban hacerle creer lo contrario para que usted sacara estas falsificaciones a la luz pública.

– Me niego a creerlo -dije obstinadamente, como si logrando reunir toda la fuerza de mi voluntad pudiese disipar esas ideas. Quería agarrar a Adelman por el pescuezo y apretar hasta que admitiese la verdad. Supongo que quería creer que la verdad era así de accesible.

– Puede usted creer lo que guste, pero si busca respuesta a la muerte de su padre, no tiene más remedio que saber que le han llevado por el mal camino. No se enfade usted consigo mismo; nuestros enemigos son listos y adinerados, y son sin duda nuestros enemigos, porque han intentado hacernos daño a los dos. Y después de todo, ¿en serio pudo usted creer en algún momento que la Compañía de los Mares del Sur, tan necesitada como está del apoyo del público y del Parlamento para poder proceder con nuestros negocios, se enredaría en actividades tan despreciables y de naturaleza tan vil? ¿Que nos involucraríamos en asesinatos, asesinatos, señor Weaver, a riesgo de perder un negocio que es bueno para la nación y que enriquecerá a nuestros directores?

No tenía respuesta. No podía permitirme dar crédito a sus palabras, pero no se me ocurría nada con que refutarlas.

Adelman observó la expresión de mi rostro, y me creyó rendido.

– De modo que, señor Weaver, aquí es donde nos encontramos. Usted no va a ser aliado de la Compañía, pero eso no significa que vaya usted a ser nuestro enemigo. Si tuviera usted más preguntas, puede venir a verme. No deseo que haga usted más escenas, ni que perpetúe estas mentiras peligrosas. Ha sido usted un eficaz agente del señor Bloathwait y del Banco de Inglaterra. Si siendo más abiertos con usted podemos hacerle menos peligroso para nuestra reputación, entonces lo seremos.

Abrió la puerta.

– Le deseo un buen día, señor.

Загрузка...