Doce

Con la claridad que llega con la luz de la mañana advertí con precisión la gravedad de mi situación. Si lo que mis atacantes deseaban era asesinarme, sin duda habían fallado estrepitosamente, y si su deseo era asustarme para que desistiera, decidí que debían fracasar de igual manera en ese aspecto. Entendí el asalto como prueba irrefutable de que mi padre había sido asesinado, y que hombres violentos y poderosos querían mantener la verdad de su muerte en secreto. Como hombre muy habituado al peligro, determiné tan sólo ejercer mayor cautela, y seguir mi camino.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de un mensajero, que me trajo una carta cuya caligrafía femenina no reconocí. La rasgué y me quedé atónito al leer el siguiente recado:


Señor Weaver:


Confío en que no le será difícil imaginar el apuro extraordinario que siento al molestarle, especialmente porque hace muy poco que nos conocemos. A pesar de ello, me dirijo a usted porque aunque nuestro encuentro ha sido breve, pude ver que es usted un hombre de honor y de buenos sentimientos, y tan generoso como discreto. Conversamos brevemente acerca de las limitaciones que me impone vivir en casa de su tío, pero esperaba librarle a usted de la incomodidad y a mí de la vergüenza de tener que decirle que estas limitaciones son urgentes, además de reales. Me encuentro escasa de liquidez, y amenazada por viles acreedores. No me atrevo a arriesgarme a desagradar al señor Lienzo pidiéndole ayuda, y, sin tener otro lugar al que recurrir, me veo obligada a revelarme ante usted con la esperanza de que tenga tanto la capacidad como la voluntad de adelantarme una pequeña cantidad que le devolveré en plata a la mayor brevedad, y que le pagaré en gratitud inmediata y eterna. Quizá un hombre de su condición no eche de menos la suma de veinticinco libras, que me aliviarían a mí de un bochorno y un malestar que ni me atrevo a imaginar. Espero que brinde usted a esta nota toda la consideración que merece, y que se apiade de una desesperada,


Miriam Lienzo


Mi respuesta a esta carta fue una mezcla de sorpresa, perplejidad y alegría. Puesto que había sido gratificado por Sir Owen por mis progresos en el asunto de Kate Cole, no hubiera podido perdonarme a mí mismo de haber dejado sufrir a Miriam bajo las amenazas de sus acreedores. No tenía ninguna duda de que mi tío no la dejaría visitar el interior de la cárcel de morosos por una suma tan nimia, pero creía que ella tenía sus razones para desear que él se mantuviera en la ignorancia con respecto a sus problemas.

Reuní la suma necesaria inmediatamente, haciendo uso de mi secreta reserva de plata y mandé al mozo de la señora Garrison con las monedas y la siguiente nota.


Señora:

Recordaré durante largo tiempo éste como un gran día, por haberme dado usted la oportunidad de hacerle un pequeño servicio. Le ruego que considere esta suma insignificante como un regalo, y no vuelva a preocuparse por ello. Lo único que le pido es que, si volviera usted a encontrarse ante cualquier necesidad, piense en recurrir en primer lugar a


Ben. Weaver


Pasé gran parte de la siguiente hora preguntándome en qué tipo de deudas podía haber incurrido Miriam y cómo podía mostrarme su gratitud. Desgraciadamente, pronto tuve que ocuparme de otros asuntos. Éste era el día de mi cita con Sir Owen en su club, así que, tras concluir una serie de recados rutinarios por la metrópoli, regresé a mis aposentos en casa de la señora Garrison para lavarme la cara y ponerme mi mejor traje. Incluso me planteé brevemente ponerme peluca, para intentar parecer uno de aquellos hombres, pero enseguida me hizo reír mi propia necedad. Yo no era un caballero elegante, y fingir serlo sólo me ganaría su desprecio. Y fue con cierto grado de orgullo que me recordé a mí mismo que yo no necesitaba una peluca, como la mayoría de los hombres ingleses, puesto que yo, preocupado por la limpieza, me lavaba el pelo varias veces al mes, con lo que evitaba la plaga de piojos. Lo que sí llevé fue una espada, sin embargo, aunque la mayoría de los hombres consideran que una espada elegante es una característica de los gentiles. De hecho, no hacía tantas generaciones que las leyes del Reino le prohibían a un hombre como yo portar armas, pero a pesar de las duras miradas que mi arma atraía a veces, nunca se me ocurría dejarla en casa. Su protección había demostrado ser más que valiosa, y ningún extraño se atrevía a expresar su desagrado con palabras pronunciadas más allá del susurro.

Eran casi las nueve, la hora en que había acordado reunirme con Sir Owen en su club, y tras mis aventuras de la noche anterior podía sentir la torpeza sorda del agotamiento en cada uno de mis músculos. La invitación de Sir Owen me parecía una oportunidad espléndida, y no tenía ninguna intención de insultarle no reconociéndola como tal, pero al acercarme al club, que se encontraba en una preciosa casa blanca de la época de la reina Ana, me pregunté por las razones precisas que le habían llevado a invitarme. No podía más que pensar que en un club que tenía a Sir Owen como socio no habría escasez de caballeros dispuestos a elevar las cejas frente a un invitado judío. ¿Quería Sir Owen hacerme un favor, o tendría algún otro motivo? Me pregunté si no tendría quizá algún enemigo dentro del club, gente a la que deseaba intimidar mostrándoles su vínculo conmigo. ¿Sería posible que creyese que habría cierto prestigio en anunciar que tenía entre sus conocidos a un tipo de mi calaña? ¿O era sólo que un caballero tan desbordante de vida y entusiasmo como Sir Owen sentía simplemente que yo le había hecho un favor y quería hacerme uno él a mí también -aunque el favor a devolver fuese de mal gusto-? Basándome en lo que sabía de él, esta explicación no era improbable, así que decidí creer en su buena fe, y llamé a la puerta.

Después de un momento me recibió un lacayo muy joven, quizá no mayor de dieciséis años, que ya había aprendido a darse los mismos aires que sus amos. Me escudriñó, notando sin duda mi piel oscura y mi cabello natural, y arrugó el rostro en un gesto de frívolo desagrado.

– ¿Es posible que tenga usted algo que hacer aquí?

– Es posible, sí -le contesté con una mueca apretada. Cinco años atrás, quizá, me hubiera planteado si propinarle o no una dolorosa lección de urbanidad, pero la edad había templado mis pasiones-. Mi nombre es Weaver -le dije con hastío-. Vengo invitado por Sir Owen Nettleton.

– Ah, sí -dijo arrastrando la voz, sin que su rostro abandonase aún la convicción de superioridad-. El invitado de Sir Owen. Nos lo habían advertido.

Me pareció que el «nosotros» era un toque un poco audaz por su parte, Estaba seguro de que si se lo mencionaba a Sir Owen el chico recibiría una buena tunda por creerse uno más entre sus superiores, pero dar noticia de la insolencia de aquel joven pájaro era una tarea que debía dejarle a otro. Así que seguí al criado hasta un recibidor exquisito con un artesonado de madera oscura de una calidad que yo nunca había visto. En el suelo había una alfombra de origen indio, y no debía de ser barata, a juzgar por lo intrincado del dibujo. Como no sé mucho de arte, no soy capaz de ofrecer una opinión acerca de los cuadros de las paredes, pero eran unas escenas pastoriles ejecutadas con habilidad: italianas, supuse, basándome en los trajes de las figuras. Estaba claro que Sir Owen se movía en un ambiente sofisticado.

Seguí al chico por un salón igualmente exquisito, donde había tres hombres sentados bebiendo vino. Su íntima conversación se quebró a mi paso, ya que aprovecharon la oportunidad para mirarme fijamente. Les sonreí e incliné la cabeza tres veces al avanzar hacia el salón principal. Era una estancia grande con unas cuatro o cinco mesas, varios sofás, y muchas sillas. Aquí unos veinte hombres estaban inmersos en una serie de actividades: jugando a los naipes, conversando amistosamente, y leyendo los periódicos en alto. Un hombre estaba de pie en una esquina, orinando en una vasija de porcelana. Los muebles eran todos de la mejor calidad, y las paredes, cubiertas con paneles de madera, estaban decoradas con el mismo tipo de lienzos italianos que había visto fuera. En una de las paredes había una enorme chimenea donde, sin embargo, ardía un fuego muy pequeño.

Sir Owen nos vio a nosotros primero. El barón se levantó de una de las mesas de naipes, donde su rostro había estado oculto mientras contemplaba su baza. Al vernos se disculpó brevemente con sus compañeros de partida y se acercó a saludarme.

– Weaver, qué bien que haya decidido venir -el rostro afable de Sir Owen estaba iluminado por el buen humor del oporto-. Muy bien, sí señor. ¡Un vaso de oporto para el señor Weaver! -le gritó Sir Owen a un lacayo con levita al otro lado de la habitación. El paje que me había traído a mí ya se había desvanecido.

Noté que el murmullo de la conversación descendió de volumen hasta ser apenas un susurro; todas las miradas se concentraban en mí, pero Sir Owen o bien no percibía la sospecha con la que se me observaba o bien le daba lo mismo. Así que me pasó el brazo por el hombro y me llevó hacia un grupo de hombres sentados en sillones dispuestos en círculo.

– Oigan, caballeros -dijo Sir Owen, casi a voz en grito-, quiero que conozcan a Benjamin Weaver, el León de Judea. Me ha ayudado a salir de un aprieto, ¿saben?

Los tres hombres se pusieron en pie.

– Imagino -dijo uno de ellos con sequedad- que se refiere a este momento preciso, porque la llegada del señor Weaver le ha ayudado a salir del aprieto de ir perdiendo.

– Exacto, exacto -asintió Sir Owen jovialmente-. Weaver, estos caballeros son Lord Thornbridge, Sir Robert Leicester y el señor Charles Home.

Los tres me saludaron con rígida cortesía mientras Sir Owen seguía hablando.

– Aquí donde le ven, Weaver es un hombre tan valiente y tan fuerte como cualquiera que hayan podido conocer. Este tipo es un orgullo para su gente, ayudando a los demás en lugar de engañarles con acciones y participaciones.

Desde luego que no era la primera vez que oía sentimientos como los de Sir Owen. Los que no sabían que yo era el hijo de un agente de bolsa con frecuencia se tomaban la libertad de felicitarme por no tener nada que ver con el mundo de las finanzas y las costumbres judías, que a menudo creían ser la misma cosa. Me preguntaba si Lord Thornbridge conocía mis vínculos familiares, porque me pareció que le divertía y se tomaba con ironía la verborrea de Sir Owen. Tendría unos veinticinco años -un hombre de aspecto llamativo, extraordinariamente apuesto y sin embargo feo al mismo tiempo-. Tenía los pómulos muy marcados, la barbilla masculina y unos ojos sorprendentemente azules, pero en la boca los dientes estaban negros de podridos y tenía un llamativo forúnculo rojo y bulboso en la nariz.

– ¿Se considera usted un orgullo para su gente? -me preguntó Lord Thornbridge, al tiempo que tomaba asiento. Los demás seguimos su ejemplo.

– Creo, señor -contesté, eligiendo con cuidado extremo mis palabras-, que cualquier hombre de una nación extranjera debe servir de embajador entre sus anfitriones.

– Bravo -respondió, con una risa que me pareció que nacía tanto del tedio como de la apreciación. Se volvió hacia su amigo-: Me encantaría que sus hermanos los escoceses se sintieran igual, Home.

Home sonrió satisfecho de la oportunidad de contribuir a la conversación. Era aproximadamente de la misma edad que Lord Thornbridge, y me pareció que los dos eran compañeros, si no amigos. Iba vestido más a la moda que el aristócrata, y su apostura no se veía ensombrecida por ningún defecto. La confianza que Thornbridge basaba en su nobleza, Home la basaba en su aspecto. Y los dos, concluí rápidamente, basaban su confianza en el dinero.

– Creo que no entiende usted a los escoceses, milord -dijo Home, arrastrando las palabras-. El señor Weaver quizá siente que sus hermanos judíos deben tener cuidado en no molestar a sus anfitriones, porque saben que sus anfitriones siempre están dispuestos a molestarse. Nosotros los escoceses, sin embargo, sentimos la obligación más fraternal de instruir a los ingleses en materia de filosofía, religión, medicina y buenas costumbres en general.

Lord Thornbridge se mostró divertido ante la conversación de Home.

– Del mismo modo que nosotros los ingleses enseñamos a los escoceses a…

Home le interrumpió.

– ¿A aprender de los profesores de danza franceses, señor? En serio, usted sabe perfectamente que la cultura de la que pueda hacer gala Inglaterra viene del norte o del otro lado del canal.

Con los labios apretados en un gesto petulante, Lord Thornbridge musitó algo sobre los bárbaros y los rebeldes escoceses, pero estaba claro quién era el más ingenioso de los dos. Thornbridge abrió la boca para volver a hablar, sin duda decidido a recuperar su honor, pero le interrumpió Sir Robert, un hombre mucho mayor, de cincuenta años o más, sentado con la pétrea superioridad de alguien que nunca ha necesitado nada.

– ¿Qué opina usted entonces, Weaver, de los Shylocks de su…

– Vamos, Bobby -se entrometió Sir Owen-, no echemos el toro a nuestro amigo. Es mi invitado, después de todo.

Su tono revelaba más jolgorio que censura, y no pude creer que sus palabras estuvieran calculadas para tener efecto alguno sobre sus amigos.

– No veo que le estemos echando el toro -respondió Sir Robert. Se dirigió a mí-: Sin duda convendrá conmigo en que muchos de los suyos son unos pillos que buscan engañar a los cristianos para hacerse con sus posesiones.

– ¿Y con sus hijas? -pregunté. Esperaba aligerar el ambiente con un poco de humor.

– Bueno -intervino Lord Thornbridge-, no es ningún secreto que los circuncidados de entre nosotros tienen un apetito voraz.

Se rió con ganas.

Desde luego que me sentía incómodo, pero hacía mucho tiempo que sabía lo que este tipo de hombres pensaba de mi raza.

– No puedo hablar en nombre de todos los judíos, igual que ninguno de ustedes puede hablar en nombre de todos los cristianos. Pero entre nosotros hay gente honesta y deshonesta, como entre ustedes.

– Su afirmación es diplomática pero falsa -dijo Sir Robert-. Cualquiera que haya perdido dinero en la Bolsa sabe que puede seguir la pista de sus pérdidas hasta las manos de un judío, o de alguien que trabaja para un judío, de eso no hay duda.

El sofisma de este razonamiento me llenaba de justa ira. No sabía cómo refutar tamaña tontería. Así que me sorprendió oír a Home respondiendo por mí.

– ¿Qué bobada es ésa, Sir Robert? Decir que cualquier transacción puede rastrearse hasta un judío es lo mismo que decir que, como usted va habitualmente a la ópera, es posible seguirle la pista hasta un italiano de vida alegre, y que por lo tanto es usted un sodomita.

– Juega usted muy bien con las palabras para ser escocés -dijo Sir Robert, visiblemente enfadado por el análisis de Home-. Pero a menudo me han dado que pensar ustedes los escoceses, que se niegan a comer cerdo y no sueltan una perra. He oído decir que son ustedes una de las tribus perdidas de Israel.

– No vayamos a darle al señor Weaver una idea equivocada de las relaciones de amistad entre caballeros cristianos -propuso Lord Thornbridge con cautela, en un esfuerzo por calmar los ánimos.

Sir Robert se tapó la boca para toser y se dirigió a mí.

– No es mi intención insultar a su gente. Supongo que existen razones, razones históricas, que explican por qué son ustedes como son. Los Papas nunca permitieron a los miembros de la Iglesia Romana practicar la usura -les explicó a los demás, creyendo quizá que yo conocía todos los aspectos de la fe cristiana relacionados con los judíos-. Y por tanto los judíos se hicieron con el negocio encantados. Ahora, Weaver, su raza parece manchada por ese negocio. Y aquí está su gente, dedicándose a las finanzas en este país. Uno se pregunta si no están intentando ustedes arrebatarnos la nación misma. ¿Debemos decirle adiós a Gran Bretaña y darle la bienvenida a Nueva Judea? ¿Convertirán la catedral de Saint Paul en una sinagoga? ¿Veremos circuncisiones públicas en las calles?

– ¡Por Dios, Bobby! -exclamó Sir Owen-. Me sonrojan sus intolerantes palabras.

– Espero de todo corazón que el señor Weaver no se sienta insultado -dijo Sir Robert-, pero tenemos tan pocas oportunidades de comunicarnos con los judíos como caballeros. Me parece que tenemos mucho que aprender los unos de los otros en estas circunstancias. Si el señor Weaver puede librarme de mis prejuicios, no sólo estaré dispuesto a escucharle, sino agradecido de que me levante la venda de los ojos.

Intenté sonreír cortésmente, ya que no tenía nada que ganar dejando que aquel hombre me viera enfadado, y me consolaba en cierta medida el desprecio que sus opiniones despertaban en sus compañeros.

– Siento que tengo poco que decir -comencé-, porque no puedo pretender ser un experto ni en judíos ni en asuntos monetarios. Pero puedo asegurarle que los dos términos no son sinónimos.

– Nadie debería decir que lo son -intervino Sir Robert-. Creo que sólo queremos que nos aclaren algunos puntos oscuros acerca de lo que los judíos quieren de este país. Después de todo, éste es un país protestante. Si eso no fuera importante para nosotros no habríamos importado un rey alemán; nos hubiéramos conformado con un tirano papista. Y nuestros ciudadanos de la fe romana entienden que su situación es precaria, pero a menudo me da la sensación de que ustedes los judíos no entienden eso, siempre queriendo obtener dispensas especiales de prestar juramento al asumir un cargo y demás. Es como si quisieran convertirse en ingleses. Y pese a lo que nuestros amigos del norte de Gran Bretaña piensen, ser inglés no es simplemente un asunto circunscrito a cómo uno vista o hable.

– Me temo que tengo que estar de acuerdo en esto con Sir Robert -me dijo Lord Thornbridge-, porque aunque no les echo en cara a los extranjeros sus costumbres o sus hábitos, sí que me dan que pensar sus hermanos judíos, que vienen a asentarse en esta nación, que desean permanecer separados de nosotros, y sin embargo exigen un tratamiento especial. Conozco un número considerable de hombres cuyos antepasados eran franceses u holandeses pero que, después de una o dos generaciones, se han convertido en uno más de la familia inglesa. No estoy seguro de que las cosas sean así con su gente, Weaver.

– Es cierto -apuntó Sir Robert-. Suponga que el corredor de bolsa Isaac, después de ganar una fortuna en la calle de la Bolsa gracias a la mala fortuna de un caballero cristiano honesto, decide llevarse sus cien mil libras al campo y convertirse en el hacendado Isaac. Se compra un terreno, con las rentas construye y ¡hala!, se encuentra en posición de proporcionarle sustento a un clérigo. ¿Va un judío a nombrar a un cura de la Iglesia anglicana, o debemos esperar que los buenos ciudadanos del condado de Somerset sigan las enseñanzas de un rabino? Cuando el hacendado Isaac, que debe marcar la ley en su propiedad, se haga cargo de dirimir las disputas entre sus arrendatarios, ¿se guiará por la ley de Inglaterra o por la ley de Moisés?

– Ésas son preguntas para las que no tengo respuesta -le dije, manteniendo la voz calmada-. No puedo hablar en nombre de su hacendado Isaac, porque no existe tal criatura. Y según mi experiencia, más que intentar conseguir todo lo que podamos de nuestra nación anfitriona, buscamos vivir en paz y en gratitud.

– Ahí tienen -dijo Sir Owen alegremente-. Posee usted los honorables sentimientos de un hombre honorable. Y yo puedo poner la mano en el fuego por el honor del señor Weaver.

– En efecto -dijo Sir Robert-, puede que el señor Weaver no sea el exponente perfecto de su gente. ¿Recordará, supongo, la historia de Edmund West? -el otro hombre asintió, así que Sir Robert se dirigió a mí y me explicó-: West era un comerciante de éxito que decidió especular en bolsa. Se empecinó en la idea de retirarse cubierto de oro, ya sabe, como tantos otros hombres. Su fortuna ascendió tanto que podría fácilmente haberse retirado del negocio de la bolsa, pero no quiso dejarlo hasta no tener cien mil libras en el bolsillo. Así que, con unas ochenta mil libras quizá, hizo algunas inversiones con judíos y observó con horror cómo su fortuna disminuía en un tercio. Estos judíos olieron su pánico y se aprovecharon de él. Pronto esta cantidad se vio reducida a la mitad y luego de nuevo a la mitad hasta que terminó por tener menos que nada. Y si duda usted de la veracidad de esta historia -Sir Robert me miró fijamente-, puede ir a visitar al señor West usted mismo entre los lunáticos de Bedlam: sus pérdidas le trastornaron del todo la cabeza.

Aunque gran parte de mi trabajo requería que soportase los insultos de caballeros, encontré que mi paciencia estaba prácticamente agotada con este grupo en particular. También me enfadaba que Sir Owen permitiese que se me atacase con estas calumnias sin intentar mayor defensa que una fútil risotada. Por un momento pensé en ofrecerles mis disculpas y marcharme, para enseñarle a este bufón que un judío es tan capaz de indignarse y de responder a una ofensa como el que más. Y sin embargo, algo me retuvo, porque rara vez había tenido la oportunidad de conversar largamente y con franqueza con un hombre de la relevancia de Sir Robert, y me preguntaba qué podía aprender de aquella conversación. De modo que decidí tragarme mi orgullo por el momento y decidir cómo darle la vuelta a la conversación para que me favoreciese.

– Todos los inversores se arriesgan a perder sus fortunas en la bolsa -contesté al fin-. No puedo creer que haya que culpar a la deshonestidad de los judíos. Que un hombre venda a otro con la esperanza de sacar beneficio no convierte al vendedor en un villano -dije, repitiendo con confianza las palabras de mi tío.

– Creo que estoy de acuerdo -dijo Home-. Culpar a los judíos de la corrupción de la calle de la Bolsa es más o menos como culpar al soldado de la violencia de una batalla. Los hombres compran y venden en el mercado de valores. Algunos hacen dinero y otros lo pierden, y algunos de estos hombres son judíos, pero creo que usted sabe tan bien como yo, Sir Robert, que la mayoría no lo son.

– Muchos, sin embargo -añadió Lord Thornbridge-, son extranjeros, y ahí Sir Robert tiene razones para estar preocupado. Creo -dijo, volviéndose a su amigo- que es usted demasiado víctima de los prejuicios populares al culpar a los hijos de Abraham exclusivamente, pero ellos sin duda están ahí, igual que hombres de otras muchas naciones, y un colectivo de ingleses que no le guardan lealtad a ninguna nación, que venderían al país en acciones si pudieran.

Sir Robert asintió solemnemente.

– Habla usted ahora como un hombre con sentido común -dijo, sacudiendo las manos animadamente-, pero la verdadera villanía de todo esto es lo que le está pasando a nuestro país. Cuando los hombres empiezan a intercambiar cosas de verdadero valor por todo ese papel, se convierten en mujeres caprichosas y excitadas. Los valores masculinos y rudos de los antiguos se dejan de lado y se adopta la frivolidad. Estos bonos, loterías y dividendos están llevando a nuestro país a una deuda imposible de pagar, porque nos importa un rábano el futuro. Se lo digo yo, esta especulación judía destruirá el Reino.

– Desde mi punto de vista -intervino Lord Thornbridge-, es mucho más pernicioso el efecto que el papel moneda produce sobre los elementos inferiores. ¿Por qué tendrá un hombre que ganarse el pan de cada día trabajando si un billete de lotería le transporta a la riqueza inmediata? Al final me temo que los corredores de bolsa -se dirigió a Sir Robert-, y me refiero a los corredores de bolsa que responden a los nombres de John y de Richard tanto como a los Abraham y a los Isaac, amenazan con sustituir a la cuna y a la alcurnia por el dinero como medida de calidad.

Aquí vi mi oportunidad.

– Me pregunto, señor, si los judíos o quien sea tienen necesidad de planear la desaparición de aquellos que con tanta eficacia se destruyen a sí mismos. No deseo hablar mal de los muertos, pero sólo necesito recordarles al señor Michael Balfour, a quien le arruinó, no el trabajo de los intrigantes, sino su propia avaricia.

Sir Robert me miró fijamente. Sir Owen, Home y Lord Thornbridge intercambiaron miradas. ¿Me había pasado de la raya? ¿Había sido Balfour quizá miembro de este club? Sentí un temblor de remordimiento, como si fuera culpable de algún faux pas, pero pronto recordé las indignidades que estos hombres me habían echado encima, esperando que sonriese como un simio mientras recibía sus insultos.

Por fin, como era de esperar, fue Sir Robert quien habló.

– Está claro que a Balfour lo mataron los judíos, Weaver. Ciertamente, me asombra que usted siquiera mencione su nombre.

Abrí la boca para hablar, pero Sir Owen, que no sufría de la sorpresa y la excitación que sentía yo, habló primero.

– ¿En qué sentido, señor? Todo Londres sabe que Balfour acabó con su propia vida.

– Cierto -asintió Sir Robert-. ¿Pero podemos dudar de que hubiera una influencia rabínica detrás de todo esto? Balfour tenía un vínculo con un judío, ese corredor de bolsa que murió al día siguiente.

– Creo que está usted equivocado -dijo Home-. Yo oí que el hijo de Balfour se encargó de que al judío lo atropellasen para vengar la muerte de su padre.

– Tonterías -Sir Robert sacudió la cabeza-. El hijo de Balfour sería capaz de ayudar a los judíos a arrancarle la silla de debajo de los pies para que su padre se ahorcase mejor, pero no cabe duda de que el judío estuvo involucrado.

Miré a mi alrededor con cuidado por ver si alguien me estaba observando. Estaba razonablemente seguro de que nadie conocía la identidad de mi padre, pero también pensé que de alguna manera podían estar sometiéndome a examen. Imaginaba que era mejor no decir nada, pero luego se me ocurrió que no tenía nada que perder si suspendía el examen.

– ¿Por qué no existe duda de que había judíos involucrados? -pregunté.

Aparte de Sir Robert, que me observaba con mudo asombro, los otros simplemente se mostraron avergonzados y se inspeccionaron los zapatos. Me sentía abochornado e incómodo, y su propio apuro no hacía nada por aliviarme, pero no me quedaba otra opción que insistir con mis averiguaciones. Sir Robert no esquivó mi mirada.

– Realmente, Weaver, si desea usted no sentirse insultado no debería hacer este tipo de preguntas. El asunto no le concierne.

– Pero tengo curiosidad -dije-. ¿Cómo está relacionada la muerte de Balfour con los judíos?

– Bueno -dijo Sir Robert despacio-, era amigo de ese agente judío, como le dije. Y se dice que planeaban algo.

– Yo también he oído eso -intervino Home-. Reuniones secretas y demás. Este judío y Balfour estaban sin lugar a dudas involucrados en algo para lo que resultó que no estaban preparados.

– Balfour se enredó con estos… -Sir Robert agitó una mano en el aire- estos diablos, estos corredores de bolsa, y pagó el precio. Yo sólo espero que los demás aprendan de él. Y ahora, si me disculpan.

Sir Robert se levantó abruptamente y Thornbridge, Home, Sir Owen y yo le seguimos instintivamente. El barón caminó hacia el centro de la habitación con sus amigos, dejándome de pie, solo, con todas las miradas puestas en mí, durante uno o dos minutos agudamente embarazosos. Después, con una amplia sonrisa de lado a lado de la cara, Sir Owen se me acercó paseándose.

– Debo pedirle disculpas en nombre de Bobby. Pensé que le recibiría mejor. En realidad no quiere decir nada. Es posible que estuviera un poquito achispado.

Admito que no fui tan prolijo al expresarle que no tenía importancia como hubiera sido preciso, de obedecer más a los dictados de la cortesía que a los del sentimiento. Me limité a agradecerle a Sir Owen que me hubiese invitado, y me despedí.

Me sentí lleno de alivio al salir por fin del edificio. Con el deseo de evitar el disgusto que supondría cualquier posible ataque a mi persona, le pedí al lacayo que me consiguiese un carruaje, y me fui a casa de un humor espantoso.

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