Veintiséis

Cuando regresé a casa de mi tío descubrí que el viejo Isaac, el criado, me esperaba con un gran paquete que acababan de entregar a mi nombre.

– ¿De quién es? -le pregunté a Isaac.

Sacudió la cabeza.

– El mozo que lo trajo no quiso decirlo, señor. Me lo dio, alargó la mano para que le diera una moneda, y se fue sin responder a ninguna pregunta.

Vacilé un momento, porque había algo en los mensajes secretos que me resultaba inquietante, y no me gustaba la idea de que los participantes en este juego fueran a buscarme a casa de mi tío.

Mientras inspeccionaba la caja, Miriam entró en la habitación y me saludó despreocupadamente. La expresión de mi rostro, sin embargo, le dio que pensar.

– ¿Le preocupa algo?

Me sentía incómodo bajo el calor de su mirada fija en mi ojo amoratado, pero al menos parecía haber olvidado su frialdad anterior, y quizá eso fuera suficiente para mí.

Le enseñé el paquete. Ella se limitó a encogerse de hombros.

– Ábralo -dijo.

Tomé aire y empecé a deshacer el embalaje. Miriam me observó con curiosidad mientras lo hacía y encontraba dentro el más peculiar contenido. Era un disfraz y una entrada a un baile de máscaras que se celebraría esa noche en Haymarket. La nota que acompañaba a la invitación decía:


Caballero:

Le animo a que asista al baile del señor Heidegger esta noche, donde muchas de las preguntas que usted se hace obtendrán respuesta. En un lugar donde todos están disfrazados, uno puede sentirse con libertad de hablar abiertamente. Aguardo el momento de reunirme con usted en el lugar donde espero demostrarle que soy,


Un amigo


Miriam intentó leer la nota, pero la doblé rápidamente y la escondí de su vista.

– Qué intrigante -comentó-. Como en una novela de amor.

– Sí, se parece demasiado -observé mientras sacaba el disfraz.

Quizá mi contacto secreto albergara la esperanza de alejar de mí toda sospecha haciéndome aparecer bajo la luz más obvia, porque el disfraz que me proporcionaba era el de un mendigo tudesco. Las ropas consistían en un traje raído y las acompañaba un sombrero flojo y una colección de baratijas variadas pegadas a una bandeja. La máscara cubría sólo la parte superior de mi cara, con agujeros para los ojos por encima de dos ojos diminutos pintados, con aspecto maligno, colocados sobre una nariz falsa enorme y grotesca. Por debajo y por encima de la máscara había grandes cantidades de pelo rojo para cubrir desordenadamente mi propio cabello y disimular la parte baja de mi rostro con una impenetrable maraña de barba falsa.

– Hay alguien -observé- que tiene un grotesco sentido del humor.

– ¿Le ayuda eso a determinar quién le ha enviado el disfraz?

– La verdad es que no -reflexioné-, a no ser que haya sido mi amigo Elias.

– ¿Va a ir? -me preguntó Miriam. Sonaba excitada, como si la idea de esta intriga le pareciera emocionante, e igual que un romance, sin verdadero riesgo de peligro.

– Oh, supongo que sí -le dije.

Pero no deseaba ir siguiendo las indicaciones de mi anónimo patrón. Así que hice llamar a Elias, que fue tan amable de retirarse de un ensayo de su obra para visitarme en Broad Court.

Miriam y yo estábamos sentados en la sala, aunque ella apenas me hablaba. Yo permanecía en estado contemplativo mientras ella leía un libro de versos. Varias veces creí que había estado a punto de hablarme, pero se reprimió. Deseaba que me contara lo que le preocupaba, pero mis propios pensamientos estaban tan ocupados en el asunto que me traía entre manos que apenas se me ocurría cómo formular mi pregunta. Así que no dije nada hasta que Isaac trajo a Elias a la habitación. Pude ver por la expresión de su rostro que estaba dispuesto a hacer alguna gracia referida a mi gente, pero se lo pensó mejor al ver a Miriam, cuya belleza le cortó el aliento.

– Weaver -me dijo-, ya veo que has sido muy sabio al no hablar de la beldad de tu prima, porque tesoros así han de mantenerse en secreto, no vaya a ser que los roben -le hizo a Miriam una reverencia profunda.

– Pero a usted no lo ha mantenido en secreto, señor -respondió Miriam-, porque a mí me ha hablado de su gran amigo Elias, un ser digno de toda su confianza, de quien depende más que de ningún otro hombre vivo.

Elias se inclinó de nuevo, resplandeciendo de orgullo.

Miriam sonrió con placer.

– También me ha contado que su gran amigo es un libertino que contará cualquier mentira con tal de acabar con la inocencia.

– ¡Dios santo, Weaver!

Ella se rió.

– A lo mejor no ha dicho tanto, pero yo saco mis propias conclusiones.

– Señora, me malinterpreta usted -comenzó Elias a la desesperada.

– Elias -le espeté-, tenemos asuntos urgentes de los que ocuparnos, y el tiempo no es nuestro aliado.

Una sonrisa burlona se extendió por el rostro de Elias.

– ¿Qué ha sucedido, mi poco jovial judío?

En aquellas circunstancias me pareció mejor que Miriam abandonase la habitación; ella no sabía nada de aquellos asuntos, y yo no tenía ningún deseo de involucrarla en mis intrigas.

Una vez que Miriam se hubo marchado, le mostré a Elias la nota y la invitación.

– ¿Qué sabes tú de estos bailes?

– No puedes estar hablando en serio -respondió-. Los bailes de máscaras de Heidegger son el no va más de la elegancia. Me avergonzaría de mí mismo si no asistiera a ellos con regularidad. Sólo los que estamos más a la moda conseguimos invitaciones.

Con eso extrajo de su cartera un par de entradas.

– Esta noche iré, acompañando a la señorita Lucy Daston, una ambiciosa dama con un papel pequeño aunque crucial en una comedia que muy pronto va a dar el golpe en Drury Lane.

– Por supuesto que irás -le dije con una sonrisa-, pero en lugar de con una bella actriz, creo que te lo vas a pasar mucho mejor si llevas a un acompañante de más hombría -mi sonrisa se hizo más amplia-. Y tengo precisamente el disfraz que te conviene.

Le enseñé el traje que acompañaba a la invitación.

Elias lo miró con horror.

– Dios, Weaver, te burlas de mí, seguro. ¿En serio me pides que renuncie a mi cita con Lucy para pasearme por la fiesta de Heidegger vestido de mendigo barbudo? Nunca volveré a estar tan cerca de semejante belleza; parece que cada vez que me acerco a una actriz, desaparece, y acaba convertida en una de las putas de Jonathan Wild. Y tú no pareces entender lo perjudicial que será para mi salud no acostarme con esa nena.

Le rodeé los hombros con el brazo.

– Debo decirte lo contento que estoy contigo. Vienes aquí con una entrada y confío en que también con un disfraz que prestarme. Creo que nos lo pasaremos en grande.

Elias cogió el disfraz y se quedó mirando la careta.

– Es cierto que a Lucy le falta tu ingenio -dijo apesadumbrado-, pero he de decir que eres un compañero endiabladamente severo. El resto de mis amigos no me piden que haga estas cosas.

– Razón por la cual pasas tu tiempo conmigo -sonreí.

– ¿Tu tío me recompensará por mis esfuerzos si capturamos al malvado asesino?

– Estoy seguro. Si no eres ya rico por los beneficios de tu obra, tu colaboración en este asunto te convertirá en un hombre rico.

– ¡Espléndido! -exclamó Elias-. Y ahora, hablemos de esta prima viuda que tienes.


Los bailes de máscaras, como el lector sabrá perfectamente, estaban en el punto álgido de su esplendor en la época en la que transcurre esta historia, pero hasta que uno no ha asistido en persona a una reunión así, no puede imaginarse su naturaleza precisa. Piénsese en un espacio grande, fastuosamente decorado, con música deliciosa, manjares exquisitos ofrecidos en abundancia, y cientos de hombres y mujeres de la más absurda indumentaria relacionándose con libertad. El anonimato hacía que las mujeres fuesen más atrevidas, y los hombres más aún, y la ocultación del rostro le dejaba a uno libre para desvelar partes del cuerpo y de la mente que habitualmente permanecían ocultas en público.

Para complementar el disfraz, nadie hablaba con su verdadera voz, sino que la disimulaban con chirriantes falsetes. Por consiguiente, para imaginarse tal reunión, piénsese sólo en Haymarket repleto de faunos y lecheras, diablos y pastoras y, por supuesto, incontables dominós con capuchón negro -el disfraz ideal para los hombres que disfrutaban de la cacería del baile, pero a quienes les faltaba la imaginación, las ganas, o el sentido del humor necesarios para vestirse de pastor de cabras, arlequín, fraile o cualquiera de los personajes de moda-, chillándose los unos a los otros. Mientras la orquesta de cuerda tocaba encantadoras melodías italianas, estas idénticas figuras negras -cubiertas por ropajes informes, con las caras cubiertas por máscaras que ocultaban la faz por encima de la nariz- se movían por la habitación como lobos en torno a una gacela herida.

Yo también me paseaba con un disfraz así. En un principio se me ocurrió tomar prestado el disfraz de Elias: con un apropiado sentido de su propia identidad, mi amigo tenía previsto asistir con un disfraz de Júpiter, y nos fuimos hasta su casa, donde descubrí que las ropas del Olimpo me venían un poco estrechas, de modo que nos procuramos un dominó.

Elias me llevó a un sastre con quien tenía amistad -es decir, que en aquel momento no le debía dinero- y cuya tienda era bien conocida de los asistentes a bailes de máscaras. Ya al entrar vimos a un par de caballeros comprando dominós. Y mientras procedimos a adquirir el mío, hice un esfuerzo por contarle a Elias todo lo que había descubierto recientemente, y lo que era más preocupante, que el viejo Balfour hubiese poseído acciones de la Mares del Sur por valor de veinte mil libras.

– No me extraña que se arruinase -me dijo, mientras yo me metía un dominó negro por la cabeza y me ajustaba el capuchón-. Perder tanto. Es inconcebible.

Me puse la máscara sobre la cara y me miré al espejo. Parecía un gran fantasma negro.

– Pero según mi hombre en la Casa de los Mares del Sur, Balfour vendió las acciones mucho antes de su muerte.

Elias se afanaba con mis mangas con característica meticulosidad.

– ¿Tu amigo no pudo decirte a quién se las vendió?

– No se las vendió a nadie -le dije, quitándome el dominó-. Las revendió a la Compañía.

Salí del probador para comprar el disfraz. Elias se había puesto colorado, como si no pudiese respirar. Yo sabía que quería decirme algo en privado, pero tenía que esperar a que yo abonase el disfraz y el sastre me lo envolviera. Después de que hubieron pasado esos atroces minutos, salimos a la calle, y Elias resopló largamente, agradecido por la privacidad que nos proporcionaban el ruido y las distracciones.

– ¿No tienes ni idea de cómo suena eso, Weaver? No se puede sencillamente revender a la Compañía. Las acciones no son baratijas que puedas devolver a la tienda por las buenas.

– Si Cowper pretendía venderme información falsa, ¿no me hubiera vendido información falsa creíble?

– Pero tú te la creíste -observó, abriéndose paso entre un grupo de ancianas damas que avanzaban muy despacio-. Pero te entiendo. A lo mejor lo que quería era hacerte sospechar.

– Voy a volverme loco -anuncié- si tengo que sospechar siempre que la gente me miente para que me dé cuenta de que me están mintiendo. ¿Qué ha pasado con la práctica de contar mentiras que uno espera que los demás se crean?

– El problema que tú tienes -anunció Elias- es que estás demasiado imbuido de los valores del pasado.

Después de cenar y de tomarnos una botella de vino, llegamos al baile y me pasé gran parte de la velada paseando de acá para allá, hablando de vez en cuando con Elias, pero en general manteniendo las distancias, para que no resultara obvio que el mendigo judío venía conmigo, o incluso que había venido con ayuda por si acaso la necesitara. A pesar de todo me sobresalté cuando, estando lo bastante cerca de Elias como para escuchar la conversación, pero cogiendo para disimular una copa de la bandeja de un mozo, vi como una mujer de asombroso talle, vestida de diosa romana, se acercaba a Elias y, desde detrás de una máscara que le cubría el rostro por completo, le decía en falsete: «¿Me conoces?».

Cuando Elias respondió lo mismo con idéntico tono, la diosa dijo: «Por supuesto que sí, primo. Tengo que decirle que su disfraz es la comidilla del baile».

Incapaz de reprimirme, me acerqué y la agarré por el brazo.

– Por el amor de Dios, Miriam -le susurré con mi propia voz-, ¿qué está haciendo aquí?

Le tomó apenas un momento reponerse de la confusión.

– Me sorprende usted -dijo, buscando con la mirada una grieta en mi capuchón para poder verme la cara-. ¿Por qué renunció a un disfraz tan original?

Pasé por alto la pregunta.

– ¿Sabe mi tío que asiste usted a estos acontecimientos? -le pregunté con voz tranquila.

Ella se rió como para quitarle importancia, aunque pude ver que la había insultado.

– Bueno, esta noche trabajaba en el almacén hasta tarde, ya sabe. Y la señora Lienzo siempre está dormida mucho antes de que yo abandone la casa.

– ¿Ha probado la comida? -le pregunté.

Sus ojos brillaron por debajo de la máscara.

– Es usted de lo más ridículo, Benjamin. ¿Qué más le da si guardo las leyes de alimentación? Para usted no significan nada.

– Tiene que irse a casa -le dije-. Este baile no es lugar para una dama.

– ¿Que no es lugar para una dama? Todas y cada una de las damas de sociedad están hoy aquí presentes.

Elias se inclinó hacia delante, colocando su enorme barba falsa anaranjada entre nosotros.

– Ahí te ha pillado, Weaver.

La banda de cuerda comenzó a tocar una melodía animada, y, sorprendiéndome a mí mismo tanto como a Miriam, le puse una mano en el codo a mi prima y, sin siquiera pedirle permiso, la llevé hacia la pista de baile. Digo que me sorprendí porque yo no era buen bailarín: de hecho, incluso al acercarme a las docenas de parejas que ya giraban por la pista con perfecta gracia, mi garganta se iba agarrotando de aprensión. Esto de bailar era cosa propia de gente fina, no de un hombre de acción como yo. Esperaba demostrarle a Miriam que no carecía de todas las virtudes corteses, pero temía demostrarle justamente lo contrario.

Me consolé pensando que sí tenía cierta experiencia sobre mis espaldas. Cuando peleaba bajo la protección del señor Yardley, él insistía en que sus boxeadores tomaran lecciones de baile, porque creía que bailando uno aprendía un tipo de agilidad que invariablemente resultaba útil incluso para el más fuerte del ring. «El mozo de pueblo más fuerte que se pueda encontrar -solía decir-, incluso si es capaz de partir a alguien en dos, nunca será capaz de tocarte si te limitas a girar a su alrededor».

No podía estar seguro de la respuesta de Miriam a mi decisión bastante abrupta de hacer de pareja de baile conmigo, porque la máscara le cubría casi todo el rostro, pero sus labios se abrieron con asombro, y sin hablar comenzamos a movernos por la pista. Yo me sentía un poco pesado y torpe, y me daba cuenta de que Miriam procuraba no tropezarse con mis desgraciados giros, pero aún así, me iba siguiendo y, en la medida en que soy capaz de juzgar, creo que se divirtió bastante.

– ¿Sabe? -dijo al fin, con una amplia sonrisa bajo la máscara-, ya tengo todos los bailes de esta noche comprometidos con alguien. Ha cometido una gran afrenta social.

– Ya veremos si me desafía -gruñí, intentando mantener el equilibrio-. ¿Y quién es ese compañero de baile suyo? -le pregunté después de un momento, aunque lo sabía perfectamente.

– ¿Es eso de su incumbencia, primo?

– Creo que sí.

– Yo pensaba que quería bailar conmigo para que lo pasásemos bien. ¿Está pensando en arruinarme la velada jugando a ser mi padre?

– No querría nunca arruinar una velada divertida -le dije, a punto de chocar con una rechoncha mujer de Arabia-, ¿pero no es mi responsabilidad como hombre y como pariente cuidar de su bienestar?

– Nunca me he encontrado mejor -me aseguró-. Es muy rara la ocasión en que puedo utilizar mis habilidades como bailarina. ¿Y qué puede resultar más encantador que la variedad de un baile de máscaras?

Yo seguí insistiendo, a sabiendas de que iba a estropear este baile al hacerlo.

– ¿No está arriesgando su honor, además del de su familia, viniendo aquí sin conocimiento de mi tío, y relacionándose con hombres a quienes él no conoce?

La mandíbula de Miriam se tensó. Ella había querido tontear, jugar a ser una mujer libre y despreocupada por la opinión que el mundo tuviese de ella, y yo estaba decidido a quebrar esta ilusión. La había enfadado, pero realmente temía por su reputación. Por lo que me había contado Elias del sinvergüenza de Deloney, con quien ella tenía relación, ni siquiera podía asegurar que su honor permaneciese incólume. Sospechaba que Deloney estaba en algún lugar del baile, y deseaba con todas mis fuerzas que se enfrentase conmigo por bailar con su pareja. De este modo podría demostrarle a Miriam que un hombre como yo podía protegerla con honor, y que la palabrería de los jovenzuelos no era más que una burbuja.

Por fin habló.

– ¿Va a echarme usted sermones sobre la obediencia? Usted abandonó a su familia, casi para siempre, cuando era más joven que yo. Usted se creía capaz de elegir su propio camino en la vida. ¿Va a negarme a mí esa misma elección?

Me dejó tan perplejo que lo único que pude hacer fue seguir bailando.

– No sea absurda. Usted es una dama, y no puede pretender que los caminos que se abren ante un hombre se abran ante usted. Un hombre puede hacer muchas cosas, correr muchos riesgos, que una dama no puede ni plantearse. Es de lo más extraño que se le ocurra siquiera tomarse las mismas libertades que me tomé yo.

– ¿Así que como a mí se me niegan más libertades, debo pretender tomarme aún menos por mí misma? -Miriam se apartó de mí con un leve empujón y abandonó la pista de baile en mitad del minué.

Su furia despertó interés en el resto de la concurrencia, y mientras yo me apresuraba tras ella, hice todo lo posible por ocultar nuestra partida a los demás. Ignorando el nudo de tensión que se me había creado en el estómago, la alcancé mientras se alejaba a toda prisa, con sus ropas de diosa romana susurrando al caminar, y la dirigí a través de un laberinto de hombres vestidos todos con idénticos dominós. Emergimos cerca de una de las grandes fuentes de ponche, y para ese momento algún otro invitado se había comportado sin duda tan mal o tan cómicamente que había creado una nueva distracción, liberándonos de la ignominia del espectáculo público.

– Miriam -comencé, indeciso acerca de qué decir después de eso. Sus ojos, desde detrás de la máscara, miraban hacia otro lado, pero yo insistí-. Miriam, tiene que entender que sólo me preocupa su seguridad.

Sus ojos se ablandaron a medida que iba rindiéndose.

– Comprendo sus motivos perfectamente, pero me parece que usted no entiende los míos. ¿No entiende lo que un baile de máscaras significa para una mujer? Puedo ser atrevida y audaz y coqueta, o masculina y culta en mis ideas, y nadie sabe quién soy. Mi reputación no sufrirá. ¿Adónde puedo ir para disfrutar de estas libertades y mantener la esperanza de escapar con mi nombre sin mancillar?

No tenía más remedio que ver la lógica de su razonamiento, pero no deseaba admitir tal cosa. Afortunadamente mi respuesta fue interrumpida por la llegada de un caballero vestido al modo veneciano, con máscara de pájaro de pico largo, y un traje multicolor.

– ¿Miriam? -preguntó con el chirriante falsete.

Miriam permaneció inmóvil, sin saber cómo responder. Así que respondí yo por ella.

– La señorita se encuentra ocupada ahora mismo -le dije a este hombre con voz cortante. Ni la máscara ni el falsete me ocultaban su identidad. Le reconocí como Deloney, aunque seguro que él no me reconoció a mí.

– ¡Caramba! -exclamó en su tono natural-. Es usted muy maleducado detrás de esa máscara, pero apuesto a que si pudiera verle la cara no sería tan descuidado en sus insultos.

Di un paso hacia delante y me incliné hacia él, agarrando el pico de su máscara con la mano.

– Vaya, usted me conoce, Deloney -susurré-. Me llamo Benjamin Weaver, y puede buscarme cuando quiera, que estaré dispuesto a responder a sus exigencias. Confío en que me devolverá el préstamo antes de retarme a un duelo. A uno no le gusta luchar con una deuda de honor en la conciencia.

Dio unos inciertos pasos hacia atrás, como si la violencia de mi desafío hubiese sido literal. No podía reconfortarme que Miriam tuviera de acompañante a semejante flojeras.

– Vamos -le dije a ella-. Le consigo una calesa y se va usted a casa.

Echó una mirada rápida hacia aquel sujeto, cuya máscara de pájaro le colgaba ahora bochornosamente de la cara, pero no intercambiaron palabra. Salimos de Haymarket, y le di instrucciones a un lacayo para que nos procurase una calesa, y mientras éste lo hacía permanecimos en silencio hasta que el carruaje se acercó y el lacayo se bajó de un brinco.

Miriam caminó hacia la puerta, y luego se dirigió a mí.

– Había venido con la esperanza de envalentonarme, pero sólo me siento avergonzada.

Sacudí la cabeza.

– La próxima vez que le apetezca una aventura, espero que venga a hablar conmigo. Organizaremos algo que le parezca divertido sin necesidad de intrigas.

Pensé por un momento que la había conquistado, que ella comprendía y respetaba mi preocupación, pero cuando me miró, no vi nada de eso. Sólo ira.

– No comprende mi vergüenza. Me gustaría haber podido confiar en usted -me dijo-. Me gustaría haber podido creer que le importaba algo mi seguridad y mi reputación.

Sacudí la cabeza. No la entendía, y ni siquiera entendía mi propia confusión. Me concentré en lo que le había dicho, en lo que había hecho. Le había dado razones para que me creyese audaz y mandón, pero no indigno de su confianza.

– ¿Qué me está diciendo?

– Sé lo que está tramando -me dijo, con apenas un susurro. A través de su máscara pude ver que sus ojos se llenaban de voluptuosas lágrimas-. Sé por qué está usted en casa del señor Lienzo, y conozco la naturaleza de su investigación. ¿Tan celoso está su tío del dinero del seguro por el hundimiento del barco de Aaron, un dinero que se niega a darme pese a que me corresponde, aunque no por ley? Arruíneme si quiere, y recoja su pequeña recompensa por hacerlo. Ya no puedo simular que no lo considero un villano.

Y con eso se metió a toda prisa en la calesa y le ordenó al cochero que se pusiese en marcha.

Ni se me ocurrió ir tras ella. Me quedé parado con una especie de atontado estupor, preguntándome qué habría dicho o hecho, preguntándome qué querrían decir sus palabras.

Podía dedicarme a estas preguntas sólo un breve espacio de tiempo, porque había dejado a Elias, disfrazado como estaba de judío, aguardando a alguien que creería que era yo. Arranqué a Miriam de mi pensamiento y volví a entrar enseguida.

A Elias nadie le había molestado en mi ausencia. Lo encontré tolerablemente bien, aunque ligeramente ebrio, sirviéndose de la jarra de ponche.

– Ah, ahí estás -dijo alegremente-. Creo que no era consciente de lo pésimo bailarín que eras, pero me parece que tu prima me gusta. Es una chica de arrestos.

– Ése es el problema -murmuré y volví a separarme de él, esperando que quienquiera que me hubiese invitado a la fiesta se hiciese notar pronto. Me estaba cansando de tanto disfraz y tanto baile.

Elias se aventuró hacia un grupo de ninfas, pero yo tuve cuidado de no perder de vista a mi amigo. Aunque me repugnaban las risas y las miradas que su disfraz atraía por parte de las otras máscaras, no me quedaba más remedio que agradecer que fuera tan conspicuo. Elias estaba disfrutando mucho de la notoriedad que le proporcionaba el disfraz de mendigo, y bailaba amistosamente con una selección de Cloes, Filis, Febes y Dorindas. Yo por mi parte mantenía las distancias, preocupado sólo por observar a Elias y a quienes le rodeaban. Resuelto a mantenerme desocupado, me asombró descubrir la cantidad de damas que se me acercaron y, con un falsete inquisitivo, me preguntaron si me conocían. Pese a que sin duda he pecado de vanidoso en mis tiempos, era difícil enorgullecerse del propio aspecto cuando uno se encontraba vestido con un informe manto negro y una máscara que le cubría el rostro por completo. Sin embargo, estas damas enmascaradas eran agresivas, y descubrí que responder al saludo «¿Le conozco?» con un «Me parece que no, señora», sólo producía más conversación indeseada. Pronto me di cuenta de que un «¡Por supuesto que no!» conseguía admirablemente el propósito de mantenerme libre para observar los pies de Elias, que al igual que sus manos, se paseaban con agilidad por la pista de baile.

La noche siguió su curso, y la sala comenzó a vaciarse, y pronto empecé a preguntarme si nuestros enemigos habrían descubierto nuestra treta, o si nuestros aliados habían tenido demasiado miedo a la hora de establecer el contacto que esperaban. Entonces, mientras observaba a Elias despedirse de una llamativa sultana, vi a cuatro hombres con dominós acercarse a él y, después de un momento de discusión, pedirle que se fuera con ellos. Debo decir que aunque Elias no poseía una constitución del todo adecuada para el combate contra hombres rudos, sabía mantener la cabeza fría, y demostró confianza implícita en mi vigilancia. Sin alargar el cuello para ver si yo observaba lo que sucedía, Elias asintió con la cabeza y siguió a los hombres.

Me desalentó ver que le escoltaban dos hombres por delante y dos por detrás, cosa que haría difícil que yo lograse llegar hasta Elias en caso de ponerse fea la confrontación. Sin embargo, tan disimuladamente como me fue posible, les seguí. Le llevaron fuera de la sala de baile y hacia un pasillo. Manteniéndome detrás, doblé la esquina para ver que ya se habían ido, pero imaginé que habrían subido por las escaleras, con lo que, en silencio y ocultándome, subí yo también. En un momento me coloqué no lejos de estos hombres que ascendían en silencio. Yo tampoco hacía ruido alguno, ya que si miraban hacia abajo me verían persiguiéndoles.

En el que creí que sería el piso más alto, tomaron un pasillo oscuro. Titilaban unas pocas velas, produciendo un laberinto confuso de luces y sombras. Me esforcé en avanzar sigilosamente mientras seguía el ritmo de los hombres, que avanzaban rápidamente delante de mí, prácticamente invisibles en los pasillos mal iluminados. Pero si los dominós eran indistinguibles de las sombras, la barba roja de Elias resplandecía a la luz de las velas.

Por fin se detuvieron en una habitación al final del pasillo. Creyendo que estaban solos, no se molestaron en cerrar la puerta, y yo permanecí fuera sin ser visto.

Los dominós rodearon a Elias.

– Tenemos un mensaje para usted -dijo uno de ellos, con un acento del campo que me resultó familiar.

– ¿De parte de quién? -preguntó Elias. Su mala imitación de mi voz me hizo sonreír.

El que había hablado dio un paso hacia Elias.

– De parte de quienes quieren que se ocupe de sus asuntos -contestó. Y con un movimiento fluido cogió un palo grueso y redondeado apoyado sobre una pared y le dio a Elias en el estómago muy fuerte con el extremo romo.

Mi buen amigo se derrumbó como una vela arriada, pero su impotencia no frenó a los villanos en absoluto. Enseguida todos tenían palos en las manos, y antes de que pudiera alcanzar a Elias habían empezado a pegarle sin piedad en la espalda y en los costados. Supongo que como creían que se trataba de Benjamin Weaver sintieron que debían incapacitar al experto púgil antes de que pudiera responder. A mí me importaba un bledo, sin embargo, y vi sólo que el amigo cuya seguridad yo había puesto en peligro estaba sufriendo prodigiosamente.

Me arranqué la máscara, porque había llegado el momento de renunciar al disfraz. Antes incluso de que detectaran mi presencia había agarrado a uno de los sinvergüenzas más grandes y le había empujado de cara contra el ladrillo visto de la pared. Este golpe fue eficaz a la hora de dejarle fuera de combate, pero ahora los tres hombres restantes se percataron del error y se enfrentaron a mí vacilantes, con los palos dispuestos.

– ¿Quién os envía? -pregunté.

– Aquéllos a quienes has molestado -dijo uno de ellos.

A lo mejor al verme listo para el combate, con un compañero en el suelo inconsciente y sangrando, vacilaban a la hora de enfrentarse a mí. Vi que esta vacilación me daba cuanta ventaja podía esperar ante tres hombres armados. Yo, como siempre, también había venido armado. No llevaba espada, porque habría sido difícil de disimular bajo el disfraz, pero llevaba una pistola al cinto. Pero con un solo disparo, y tres adversarios, me pareció necio empuñar el arma de fuego, y siempre he creído que una pistola ha de ser el último recurso. Además, no tenía ningún deseo de matar a nadie si era posible evitarlo. Con el juicio de Kate Cole pendiente de celebrarse en apenas unas semanas, mi mayor deseo era mantenerme fuera del ojo público.

Me agaché deprisa y agarré el palo del hombre a quien había derribado, manteniendo la mirada fija en mis asaltantes todo el tiempo. Este movimiento dio al traste con la sorpresa que había provocado mi presencia y, en un esfuerzo por recuperar la ventaja, uno de los hombres cogió su palo y le dio en la rodilla a un Elias que seguía gimiendo. Me temo que fui tan predecible como él había esperado, y me metí en medio para evitar que siguieran golpeándole. Elevando el palo con la izquierda, le di con la derecha un puñetazo fuerte al hombre en la cabeza, y fue un golpe de lo más satisfactorio, pero inmediatamente empecé a sentir los duros golpes de la madera en la espalda. Estos impactos se cebaban en la debilidad causada por los hombres de Jonathan Wild, y por un momento lo vi todo negro. En plena confusión perdí el palo, pero recuperé el sentido antes de tocar el suelo. Apoyándome con una mano en la pared para no perder el equilibrio, vi que el hombre al que había pegado estaba sentado en el suelo, frotándose el cráneo, y que había soltado el arma.

Con un giro brusco cogí su palo y lo batí salvajemente contra los dos rufianes que quedaban. Logré alejarlos de Elias, pero pronto me di cuenta de mi error; antes habían estado juntos, y podía haberme batido con uno e igualado el número. Pero ahora eran ellos los que llevaban ventaja, ya que uno podía darme desde atrás mientras el otro se enfrentaba a mí directamente.

Cambié de postura, esperando poder colocarme en una esquina, ya que, aunque me negaba la posibilidad de escapar, limitaba las posibilidades de acercamiento de mis enemigos. Eso hice, y vi que corría más peligro del que había previsto, porque el hombre al que había dado un puñetazo estaba ahora en pie, y a la luz de la luna vi que me apuntaba con una pistola.

– Tira el palo, judío -me espetó-, o te convierto en picadillo de cerdo.

Este hombre claramente no entendía quién era yo si pensaba que con esa treta iba a lograr persuadirme. Con el palo aún en la mano izquierda, me llevé la mano al manto para coger mi pistola, que saqué rápidamente. En la oscuridad de la habitación vi un relámpago en el arma del rufián, y, guiado por el puro instinto animal, disparé la mía. No fue un acto irracional, pero vi inmediatamente que había sido innecesario, porque su pistola se había encasquillado y le había estallado en llamas en la mano. Se le escapó un grito, de ira tanto como de dolor, y dejó caer la pistola justo en el instante en que la bala de la mía le hería debajo del hombro, empujándolo hacia atrás, como si le hubieran agarrado por los pies. La potencia del impacto le despidió contra la ventana con fuerza, y atravesó el cristal frágil y, sospecho, ya agrietado. No pude ver cómo ocurría, pero al volverme para encararme con el resto de mis enemigos le oí chillar de terror al deslizarse por el tejado y caer al suelo a no poca distancia.

Al darme la vuelta vi que mis asaltantes habían huido, dejando atrás al hombre a quien yo había dejado inconsciente. Pensé en ir tras de ellos, pero sabía que mi deber primero era ocuparme de Elias, que seguía tumbado en el suelo inmóvil. Cogí una de las velas de un candelabro de pared e iluminé con ella el rostro de Elias. No pude ver ningún rasguño, y era obvio que seguía respirando, aunque de manera ronca y dificultosa. Lo giré para ver si tenía los ojos abiertos y gimió de dolor.

– Hazme una flebotomía -me susurró con una sonrisa enferma-. Pero primero, atrapa a esos sinvergüenzas.

Confiaba en la sabiduría de Elias como cirujano, y lo cierto es que también en su valor mujeril, como para saber que no me diría que me fuese si su vida corriese verdadero peligro, así que agarré una de las porras y corrí escaleras abajo, sin encontrar ni rastro de mis atacantes.

En el exterior, una multitud se arremolinaba en torno al cuerpo del hombre que había caído, y me abrí paso para ver si seguía vivo. No era así. Estaba tendido, con el rostro girado hacia un lado, sangrando por la boca y por la herida que yo le había infligido. La muerte había cambiado bastante su aspecto, pero yo conocía a aquel hombre. Lo reconocía. Se trataba del mismo que me había atacado en Cecil Street aquella noche, y era quien había huido de mí en la Casa de los Mares del Sur.

Lamentaba haberle matado. Quizá eso no fuera del todo cierto. Mi corazón latía a toda prisa y la sangre me palpitaba en las venas, y no sentía remordimiento alguno ni culpa. Lamentaba, sin embargo, que no hubiera vivido lo suficiente como para responder a algunas preguntas antes de expirar. Sabía bien que mi labor ahora consistía en encontrar a sus compañeros y hacerles hablar o enviarles al mismo sino que su amigo.

Mis planes se vieron truncados por la llegada de los alguaciles. Eran de lo más canallesco que podía encontrarse para desempeñar el papel de la justicia en esta ciudad. Los conocía a los dos del tribunal de Duncombe, pero no solía llamar a ninguno de ellos cuando realizaba un arresto, porque eran villanos reputados que disfrutaban de la violencia arbitraria más que de ninguna otra cosa. Uno era un sujeto gordo y de corta estatura, con un sarpullido muy desagradable color púrpura que le cubría todo el rostro. El otro era una criatura menos repugnante, un hombre de aspecto bastante normal, supongo, excepto por sus ojos pequeños, que dejaban ver tan sólo el brillo de la crueldad.

– ¿Alguien sabe quién ha disparado a este hombre? -gritó el gordo.

– Sí.

Un hombre dio un paso al frente. No llevaba disfraz, pero supe por su voz que era uno de los que me habían atacado. Señaló hacia mí.

– Ése es el hombre -lo dijo en el mismo tono que podría utilizar para pedirle a una vendedora de ostras dos peniques de mercancía-. Lo vi todo, y lo juraré ante un tribunal. Fue un asesinato a sangre fría, sí señor.

– Asegúrate de jurarlo ante el juez -le espeté, mientras los alguaciles se acercaban a mí-. Disfrutaré viendo cómo te cuelgan.

Estaba demasiado furioso como para hacer nada más que escupir maldiciones. No ganaba nada huyendo de los alguaciles, ya que mis atacantes conocían mi nombre, y terminarían por arrestarme. Tengo un testigo, pensé, que solucionará este embrollo en un instante. Pero entonces se me ocurrió que no sabía dónde estaba el resto de los conspiradores, y que Elias permanecía indefenso en el piso superior. Empecé a adelantarme, pero los dos alguaciles me agarraron por la espalda.

– Usted no va a ningún sitio -dijo el de aspecto cruel.

Intenté zafarme de ambos. Estaba seguro de que podría librarme de ellos si lograba reunir todas mis fuerzas, pero me sentía cansado y desalentado, y temía por mi amigo, tendido e indefenso, a quien podían estar cortándole el cuello en ese preciso momento. Mis débiles esfuerzos no lograron más que enfadar a los hombres que me sujetaban, y me retorcieron los brazos a la espalda en la más incómoda de las posturas. Eché una ojeada a la multitud, como para buscar ayuda, intentando encontrar a alguien que respondiera por mí. Al mirar, vi al mismísimo Noah Sarmento, alejado de la muchedumbre, mirándome fríamente con sus ojos hundidos. Nuestras miradas se encontraron por un instante, y en mi momento de pánico no se me ocurrió preguntarme qué estaría él haciendo allí, sólo que era empleado de mi tío y que me ayudaría. Pero en lugar de hacerlo se dio la vuelta. Su cara revelaba una especie de vergüenza endurecida.

El hombre que me había atacado estaba hablando con uno de los alguaciles, adornando la calumnia.

– Ese hombre de ahí es un villano -dije, señalando con la cabeza a mi acusador- y mi testigo está herido dentro del edificio y puede ser víctima de uno de sus compinches. Les ruego que aunque no me liberen, presten ayuda a mi amigo en el piso superior.

Los asesinatos tienen sobre las multitudes un efecto curioso. Nadie de la muchedumbre, no sé si me entenderán, alberga ningún deseo particular de colaborar, sólo desean ver algo realmente terrible, algo que haga que el resto de los hombres de la taberna se congreguen en torno a él mientras lo cuenta. De modo que la revelación de que había una víctima más aguardando a ser localizada mandó al grueso de la multitud dentro del edificio. Esperaba que su presencia fuera suficiente para proteger a Elias.

– ¿Alguien conoce a este hombre? -preguntó uno de los alguaciles a los rezagados, señalando al muerto.

– No -dijo mi acusador nerviosamente, como hablando con certeza en nombre de la docena aproximada de curiosos-. Nadie le conoce.

– Yo le conozco -declaró una voz.

Un hombre de avanzada edad se aproximó arrastrando los pies. Se mantenía erguido con ayuda de un bastón roto y agrietado, con aspecto de estar a punto de quebrarse bajo su peso.

– Sí, es el desgraciado que ha arruinado a mi sobrina -dijo-. Es un ladrón y un ratero, sí señor, y no me da ninguna pena verle ahí sin vida.

– ¿Cómo se llama? -preguntó el alguacil.

– Nadie sabe cómo se llama -interrumpió mi acusador. Miró con odio al viejo-. No haga caso de lo que dice este viejo. Está mal de la cabeza, si lo sabré yo.

– Tú sí que estás mal de la cabeza -le espetó el viejo-. A ti sí que no te he visto en mi vida.

– ¿Cómo se llama? -volvió a preguntarle el alguacil al viejo.

– El desgraciado de mierda ése es Bertie Fenn, si lo sabré yo.

Y mientras los alguaciles me llevaban consigo, y yo me angustiaba por la seguridad de Elias, no me satisfizo poco saber que acababa de matar al hombre que había atropellado a mi padre.

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